sábado, 13 de septiembre de 2014

Los católicos franceses en el siglo XIX - 16

LEGITIMISTAS Y CATÓLICOS AL SERVICIO DEL BONAPARTISMO

Conde de Falloux
La Asamblea Constituyente de 1848 formó quince comités especiales destinados a orientar mejor sus trabajos, dentro de los cuales los de la instrucción pública y de la educación. Cada diputado escogía libremente el comité al que deseaba pertenecer. Los diputados católicos seguían la orientación de Montalembert, que deseaba el mayor número posible de miembros del partido católico en el comité de enseñanza, a fin de llevar adelante la reforma que era la razón de ser de su fundación. La indecisión de Montalembert, entretanto, minaba su autoridad. Y el conde de Falloux, a pesar de causarle el más vivo descontento, prefirió el comité del trabajo, destinado a tener una gran importancia política en la república que se inauguraba.
De hecho, el nuevo régimen ostentaba un programa de reforma social casi comunista, y sería en el comité del trabajo que se daría la lucha entre los elementos conservadores y la izquierda revolucionaria.
Luego después de victoriosa la revolución de febrero de 1848, el gobierno proclamó el derecho del trabajo y organizó, por decreto, los llamados talleres nacionales, destinados a acoger y a dar servicio a quien estuviese desempleado. Pasado el entusiasmo de las primeras horas, todos los desocupados y agitadores se dirigieron para los talleres, que en poco tiempo llegaron a tener 100.000 miembros. Éstos eran pagados por el gobierno a un franco por día, a fin de no hacer nada, pues no había trabajo para tan grande multitud. Los agitadores no dejaron pasar la ocasión, y transformaron los talleres en focos de agitación que amenazaban al gobierno y a la Asamblea, ponían en peligro la paz e incentivaban a los obreros a abandonar el trabajo. En realidad los talleres se constituyeron en una huelga permanente, sustentada por el poder público.
La Asamblea Constituyente y el propio gobierno tenían conciencia del creciente peligro representado por los talleres, pero no tuvieron el coraje de disolverlos, y procuraron una solución de compromiso. Esa fue una de las principales preocupaciones del comité del trabajo. El conde de Falloux fue incansable en el combate a los talleres, ya sea en el comité, ya sea en la tribuna de la Asamblea, pero sin resultado hasta el día 15 de mayo de 1848.
En ese día, los miembros de los talleres invadieron la Asamblea, la dominaron y quisieron revivir las escenas de la Revolución francesa. El gobierno, que a costo los subyugó, resolvió entonces crear coraje y solucionar de una vez el problema. Llegó la hora del conde de Falloux. Él fue el que combatió más tenazmente, propuso medidas, intentó ejecutarlas, trabajó, conversó, se convirtió por último en el líder de la campaña. Finalmente, el 21 de junio se promulgó un decreto obligando a los miembros de los talleres a escoger entre el servicio en el ejército o en el campo. Al día siguiente, no conformándose con la resolución del gobierno, los obreros se rebelaron y la insurrección estalló en París. Reprimida con la máxima energía, los talleres desaparecieron con ella, y el conde de Falloux se tornó en el héroe parlamentario de la victoria.
Delante de la amenaza socialista, los partidos conservadores se aliaron y formaron lo que se llamó el “partido del orden”. Sus jefes se reunían en la calle Poitiers, por lo que fueron apellidados de “notables de la calle Poitiers”. Entre ellos, Berryer, jefe legitimista, luchó lado a lado con Thiers, orleanista, y Odilón Varrot, uno de los promotores de la república, pues fue el organizador de los banquetes de la oposición. Montalembert representaba el elemento católico, sin embargo su liderazgo ya no era indiscutible, ya que, gracia a su creciente prestigio, el conde de Falloux se transformó en el verdadero jefe del partido católico entre los notables de la calle de Poitiers.
Por otro lado, Montalember, apartándose de Louis Veuillot, con sus relaciones con Dom Guéranger día a día más tensas, y cada día más próximo de la orientación de Mons. Dupanloup, abandonó insensiblemente la línea nítidamente católica que había observado hasta entonces y perdió la confianza de los católicos. En el rumbo político que entonces escogió, era él superado por el conde de Falloux, que se convertía así realmente jefe del “catolicismo liberal”. En carta a Dom Guéranger, el propio Montalembert reconoció esa situación: “Siento perfectamente el aislamiento que se hace en torno de mí, sea por la envidia de algunos, sea por la timidez de otros. Pero eso no me detendrá. Después de reflexiones tan prolongadas cuanto comporta el género de vida que llevo, mi partido está definitivamente tomado”.
Luis Napoleón Bonaparte
La insurrección de los talleres, mostrando la disposición de los partidos izquierdistas de tomar el gobierno por la fuerza, lanzó el pánico entre los notables. Se aproximaba la época de elección del presidente de la república, y entre los candidatos el príncipe Luis Napoleón Bonaparte, sobrino de Napoleón I, apareció con gran electorado en el seno de la masa popular. El partido del orden, no deseando dividirse y queriendo aprovecharse del prestigio que reveló poseer el príncipe al elegirse diputado en cinco circunscripciones diferentes, adoptó su candidatura. Así, el 10 de diciembre de 1848, Luis Napoleón fue electo presidente de Francia por aplastadora mayoría de votos.
Habiendo vivido siempre fuera del país, Luis Napoleón era incapaz de formar un ministerio, y Thiers se encargó de la tarea. A no ser pocas indicaciones directas del príncipe-presidente, casi todos los nombres de ministros venían de la calle de Poitiers. Entre los candidatos de Luis Napoleón estaba uno que era para él el hombre ideal: el conde de Falloux. Notable de la calle de Poitiers, uno de los jefes ostensivos del partido legitimista, era Falloux un político respetado. Además de todas esas ventajas, traía para el gobierno el apoyo del partido católico, que maniobraba como entendía. Le fue ofrecida la cartera de educación. No se sabe muy bien qué fue lo que pasó, cuáles los motivos que lo llevaron a aceptar. El hecho es que el conde de Falloux aceptó e hizo parte del primer ministerio de Luis Napoleón.


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Cuarto mito falso contra la Edad Media:

En la Edad Media había régimen de la esclavitud

Refutación:
Antes de la Edad Media, todos los pueblos admitían la esclavitud completa. La Edad Media, bajo el signo del Cristianismo, fue atenuando cada vez más la idea de esclavitud del Derecho Romano, y al final del período prácticamente no había más ninguna forma de esclavitud.

Documentación

1. – Significado del término “siervo”

“’Siervo’, en la Edad Media, no tiene el significado que el lenguaje corriente de a la palabra en nuestros días. ‘Servir’ o, como también se decía, ‘ayudar’, ‘proteger’; es en estos términos muy simples que los más antiguos textos resumían las obligaciones reciprocas del vasallo y su jefe. El vínculo jamás fue tan fuerte cuanto en el tiempo en que los efectos eran expresados de manera más vaga, y, en consecuencia, la más comprensiva” (Marc Bloch, op. cit., p. 309).
“El término ‘siervo’ siguió siendo corriente, pero designaba otra cosa: siervo era el ‘hombre’ de alguien, es decir, el vasallo” (Georges Duby, op. cit., p 43).
“Los esclavos, los siervos, como les llamaban los dialectos vulgares, son sólo una minoría entre los campesinos, por cerca del año 1000” (Georges Duby, op. cit., p. 16).
“Con frecuencia un campesino libre se colocaba voluntariamente en manos de un señor… con el único fin de obtener de él una protección jurídica y económica, y gozar de este modo de una mayor seguridad. Este proceso continuó en los siglos siguientes” (Gerd Betz, profesor en Brunswick, en “Historia de la Civilización Occidental”, Ed. Labor, Barcelona, 1966, p. 147).
“La omnipotencia aparente del señor feudal tenía un límite: la costumbre, esto es, el conjunto de los usos antiguos guardados en la memoria colectiva. Era un derecho fluido, porque no era fijado por un texto escrito; era conocido interrogándose a los más viejos del pueblo, a pesar de eso se imponía a todos una legislación intocable” (Georges Duby, “Histoire de la Civilization Française”, p. 41). Más sobre el Derecho.

2. – La Iglesia eliminó en la cristiandad medieval la esclavitud pagana

Iniciemos con una interesante distinción de Paul Allard. Existían dos tipos de esclavitud: la de las personas y la del trabajo. Según este autor, la abolición de la esclavitud de las personas ya era una obra “casi enteramente terminado, o por lo menos enteramente preparada, antes de la segunda mitad del siglo VI, o sea, en el inicio de la Edad Media.
“De la esclavitud no quedó sino una cosa: la obligación de trabajar para otros. Pero poco a poco también esta obligación se transformó en una regla fija: el siervo se convirtió en señor de su trabajo, con la condición de ceder una parte de lo ganado en beneficio de su señor. Esta transformación no se consumó de modo uniforme: en algunos lugares vino rápidamente, y parece ya estar establecida desde el siglo V; en otros, no se puede señalar con certeza antes del siglo XI o XII… Se puede aun constatar (en Italia y en España) la presencia de algunos esclavos después del siglo XIV; pero son hechos excepcionales, aislados, que no contradicen los resultados generales que hemos expuesto” (Paul Allard, “Gli Schiavi Cristiani”, Libreria Editrice Fiorentina, 1916).
Por su libro, Paul Allard recibió de Mons. Nocelle la siguiente carta, escrita por orden de Pío IX: “Entre los numerosos beneficios que las sociedades humanas recibieron de la religión católica, es justo citar las transformaciones que trajo a la desventurada condición de los esclavos, que por su influencia fue enteramente mitigada, y después poco a poco destruida y abolida. Y es por eso que S.S. Pío IX vio con placer que usted, en su libro los “Esclavos Cristianos” puso a la luz ese gran hecho, y tributó a la Iglesia las alabanzas que le son debidas en este punto”.
“Después del año mil, la Francia medieval —salvo en sus fronteras meridionales, en contacto con el islam, donde existía por toda la Edad Media un comercio de esclavos alimentado por la piratería— ya no conocía la servidumbre a la manera antigua, que rebajaba a los hombres a la condición de animales” (Georges Duby, op. cit., p. 42).
“Es indiscutible que la difusión de las concepciones cristianas… hizo con que se reconociesen los derechos familiares de los siervos” (Georges Duby, op. cit., p. 16).
“El cuidado por la salvación, particularmente agudo en las proximidades de la muerte, inclinaba (a los señores) a oír la voz de la Iglesia, que, si no se levantaban contra la propia servidumbre, hacía de la liberación del esclavo cristiano una obra de piedad por excelencia” (Marc Bloch, “La Société Féodale”, p. 360).

3. – El trabajo manual fue altamente dignificado

“Por otro lado, se concede al trabajo manual mucho más valor, debido a la orientación religiosa determinada por el cristianismo. Desde San Benito de Nursia el trabajo manual es un elemento esencial de las reglas monásticas” (Friedrich Heer, in “Historia de la Cultura Occidental”, p. 114).

Dignificación del trabajo manual

Se diseminó la idea de que las escuelas socialistas del siglo XIX recuperaron la dignidad del trabajo manual
Nada más falso.
En el paganismo, los bárbaros vivían de la caza y del saqueo; el trabajo manual era propio de los esclavos.
Cuando el Imperio Romano se desmoronó, se tornaron indispensables las actividades de sobrevivencia, siempre menospreciadas.
Y he aquí que los monjes aparecieron, ante las multitudes miserables, como semidioses que habitaban en admirables abadías dedicadas al esplendor del culto.
Después de un simple toque de campana, descienden a los pantanos, desiertos o florestas para abrir rocas con sus brazos.
Cuando los monjes dejaron sus celdas para cavar zanjas y arar los campos, “el efecto fue magnífico. Los hombres se volcaron para una tarea que los nobles despreciaban”.
San Gregorio Magno (590-604) se refiere al abad Equitius, del siglo VI, famoso por su elocuencia.
Un enviado papal fue a buscarlo y se presentó en el scriptorium donde imaginaba encontrarlo entre los copistas.
Los calígrafos simplemente le dijeron: “Él está allá abajo en el valle, cortando la cerca”.


Continuará…
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jueves, 11 de septiembre de 2014

Derecho consuetudinario – IV

Continuación del artículo anterior Derechoconsuetudinario III

Democracia moderna vs derecho consuetudinario
Plinio Corrêa de Oliveira

Desde el siglo XII en adelante, el estudio del Derecho Romano comenzó a introducirse en las facultades de Derecho en las universidades de Europa. Este no es el lugar para analizar las razones más profundas para dicha introducción.
Con el estudio del Derecho Romano, un tipo completamente diferente de Estado fue presentado como el ideal: Un Estado que ya no se regía por las costumbres, sino más bien por las leyes hechas por el propio Estado, que todos tenían que obedecer. A las gentes no les gustaban esas leyes artificiales. No obstante, los jueces las aplicaron puesto que consideraron que el Derecho Romano era mucho más sofisticado y académico que esas leyes simples generadas por la costumbre bajo el calor de la práctica viva.
Magistrados venecianos y notarios asumiendo aires majestuosos
Las nuevas leyes hicieron mucho por promover el orgullo de los juristas. El juez se hacía parecer muy erudito ante sus pares cuando emitía una sentencia basada en un texto de Papinianus, haciendo hincapié en que Ulpiano, sin embargo, pensaba en una manera diferente. Era mucho más bonito hacer tal declaración aprendida que decir simplemente: “La costumbre forestal de Innsbruck establece tal y tal cosa y, por lo tanto, en virtud de esa particular ley regional, doy la siguiente sentencia…”
Nos podemos imaginar la afectación de los abogados nacida de la nueva presentación del Derecho Romano. Nuestro almidonado Código Civil heredó gran parte de esa pretensión del Derecho Romano. Por lo tanto, el Derecho Romano comenzó a aplicarse en los juicios prácticos.
Pero, como he señalado antes, a la gente no le gustaba. Por ejemplo, en Francia hubo reacciones violentas en contra de su aplicación por parte de las personas. En el sur de Francia, después de muchos disturbios, el Derecho Romano se introdujo gradualmente, pero no encontró aceptación en el norte de Francia. Se enseñaba en las universidades, pero los jueces no las aplicaron allí. En esa época, Francia estaba dividida en dos zonas: las regiones en las que el derecho consuetudinario —la ley no escrita basada en la costumbre— era aplicada, y aquellas en las que la ley escrita —que era el Derecho Romano— estaba en vigor.
Lo curioso es que el Derecho Romano también entró como una costumbre. Ningún rey medieval emitió un decreto poniendo en vigor el Derecho Romano. Los jueces comenzaron a aplicarlo por considerarlo bello y sofisticado. Podemos ver hasta adonde este tipo de afectación judicial nos ha llevado.

Características esenciales de una costumbre

Así concebida, una costumbre puede definirse como un uso nacido de manera espontánea que tiene fuerza de ley. Una costumbre no se origina a partir de un sociólogo que registra las estadísticas y tiene la última palabra sobre un tema. Ella nace de forma espontánea, aceptada por todo un grupo social: la parte interesada. Después de un tiempo, esa costumbre pasa a gobernar el grupo. Esta es una definición de la costumbre.
¿Cuáles son los requisitos para que exista una costumbre?
Un gremio para los zapateros Nuremberg, regido
por sus propias costumbres y leyes
El primer requisito de una costumbre es que una acción debe ser repetida muchas veces; debe ser un hábito de larga data. ¿Cuánto tiempo un hábito tiene que existir antes de que se convierta en una costumbre? Algunos estudiosos establecen un mínimo de al menos 40 años, pero creo que este es un límite arbitrario. Las buenas costumbres gobernaron desde tiempos inmemoriales. Era considerado prestigioso poder decir: “Nuestro pueblo ha tenido esta costumbre desde tiempos inmemoriales”.
El segundo requisito es que una costumbre debe pertenecer al dominio público. Es evidente que si la costumbre no es pública, no puede gobernar como ley.
El tercero, una costumbre es pacíficamente aceptada por el grupo social. Ella no podía proceder de un acto de violencia y debía ser practicada sin ningún cuestionamiento serio.
El cuarto requisito, es que la costumbre se revoca de forma natural cuando cae en desuso.

La falsa democracia es totalitaria

Hoy en día, se habla mucho acerca de la democracia. Se entiende más o menos así: Un partido me presenta un folleto de 50 páginas con su plataforma que ofrece soluciones para todos los problemas nacionales. En ella, por ejemplo, encontramos regulaciones para la pesca en el río Amazonas, un plan para aprovecharse de los derechos minerales en las orillas del riachuelo Chuí en el sur de Brasil; las leyes regulan la importación de petróleo; una propuesta para educar a los niños en el noreste, etc. - 50 páginas de soluciones.
Yo hice una indagación para recibir la plataforma de cada uno de los partidos —hay 15 partidos— y leer todo este material. Después de la debida evaluación tomé una decisión: este partido en particular es el mejor (o el menos malo). El presupuesto de este sistema es que cada ciudadano comprenda y conozca las soluciones para todas las preguntas. Entonces, elijo y doy mi voto al partido que considero el mejor. El resultado de este sistema es lo que podemos ver a nuestro alrededor…
P: ¿Qué es la democracia? R: La Democracia es la libertad
para elegir a nuestros propios dictadores
De hecho, las soluciones deberían surgir de una manera diferente. La verdadera democracia es una democracia directa donde un hombre sólo vota sobre las cuestiones que él entiende. El hombre legisla directamente, y no a través de un representante. Esto es, en realidad, lo que sucede cuando él desempeña un papel en la formación de una costumbre y esa costumbre es absorbida por el cuerpo social. Este sistema es inmensamente más auténtico y más representativo de la realidad que nuestro sistema moderno.
Después de haber estudiado la tremenda elasticidad de las costumbres generadas de esta manera, como lo hemos estado haciendo en esta serie, se puede ver lo estúpido que es afirmar que la Edad Media fue una época de tiranía y absolutismo, un período en que el hombre era un esclavo.
Hemos de visto la gran cantidad de libertad que los obreros y los campesinos tenían en La Edad de Media (aquí, aquí, aquí, aquí y aquí), Una libertad que ejercerían mediante la regulación de las costumbres de sus grupos en gremios y cofradías. En esa sociedad todas las clases tenían la libertad que necesitaban para protegerse a sí mismos, a sus familias e intereses.
Luego, el diablo vino y prometió una nueva “libertad”. Las muchas revoluciones que promovió ofreciendo “libertad” en realidad introdujo un sistema totalitario, que es nuestra democracia moderna. Es interesante comparar los dos extremos de este proceso. Por un lado, teníamos una sociedad que vivía bajo los alientos orgánicos del derecho consuetudinario; en el otro lado, tenemos la democracia moderna que es cada vez más totalitaria donde no se puede estornudar sin un reglamento. Si Ud. estornuda sin seguir las reglas, puede terminar siendo multado.
¿Por qué? Porque, hay una banda de burócratas y sociólogos que planifican los más mínimos detalles en los asuntos relacionados con el bien común. Si no obedecemos estos decretos, corremos el riesgo de ser castigados. Los dos extremos son o un régimen totalitario o una sociedad gobernada por el derecho consuetudinario.
Esta es una confirmación más de la máxima, “el diablo nunca da lo que promete”. En efecto, puesto que él es el padre de la mentira podemos estar seguros de que todo lo que él promete, él pronto nos los quitará.
Por ejemplo, tenemos a Adán y Eva en el paraíso. Estaban en una situación perfecta en el principio. El diablo entró en escena y les prometió que ellos serían como dioses. ¿Y qué es lo que obtuvieron? Una terrible disminución de sus inteligencias, un debilitamiento de sus voluntades, una rebelión de sus sensibilidades, y todo tipo de decadencias —psicológicas, morales y físicas— que vinieron como frutos del pecado original.
En la Edad Media, el hombre tenía una gran cantidad de armonía y libertad. El diablo entró en la escena prometiéndole al hombre una libertad revolucionaria. Y fue exactamente esto —la libertad— lo que le quitó. Las democracias de hoy son los regímenes totalitarios controlados artificialmente por tecnócratas, los gurús de los medios de comunicación y los banqueros, todos ellos al servicio de los ideales de la Revolución.

Continuará…

Tomado de TIA


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Tercer mito falso contra la Edad Media:

La Iglesia es el opio del pueblo. Ella mantuvo el régimen feudal para disfrutar de ventajas mezquinas.

Refutación:
Totila, rey bárbaro se arrodilla delante de San Benito
La Iglesia convirtió a los bárbaros y, por la acción de la gracia, fue infundiendo en ellos los principios sobrenaturales que mandan a cada cual ocupar el lugar que le es debido en la jerarquía social. Juntamente con eso, predicó a los poderosos la caridad, y a los humildes la sumisión.

Documentación

1. – El vasallaje medieval tenía el beneplácito de la Iglesia, siendo considerado altamente virtuoso

“Tomando el lugar de la antigua actitud de manos extendidas de los orantes, los gestos de manos juntas imitado de la commedise (la ceremonia en que el vasallo prestaba juramento de fidelidad u “homenaje” a su soberano) se tornó por excelencia el gesto de la oración, en toda la catolicidad” (Macr. Bloch, op. cit. P. 328).
“El lenguaje usual acabó por denominar corrientemente al ‘vasallaje’ como la más bella de las virtudes que una sociedad perpetuamente en armas puede reconocer, esto es, el valor (Macr. Bloch, op. cit. P. 231).

2 – La Iglesia eliminó gradualmente los gestos de barbarie, que daban a los medievales un carácter altamente belicoso

“Los dirigentes de la Iglesia quisieron hacer reinar en la tierra la paz de Dios. El movimiento iniciado a comienzos del siglo XI, tenía como meta circunscribir la violencia”.
“Para eliminar las guerras fratricidas entre los cristianos, fueron colocados bajo la protección de las iglesias y los terrenos que las circundaban; después, algunos días de la semana consagrados a la oración o a la penitencia, a las fechas litúrgicas, a la cuaresma; los clérigos,  todos los que eran inofensivos y vulnerables; los comerciantes y la multitud de campesinos
“Por la incitación de los obispos, los caballeros juraban sobre las reliquias respetar la codificación de la guerra privada hecha por la Iglesia, y a negar su amistad y perseguir a quien no la respetase” (Georges Duby, op. cit., p. 57).

3. – El noble, para ser reconocido, debería ser capaz de grandes virtudes

“El príncipe concede y da anillos a sus súbditos; el noble debe ser clemente, es decir, amigo de las donaciones (Friedrich Herr, professor em Viena, in “Historia de la Civilización Occidental”, Ed. Labor, Barcelona, 1966, p. 112).
“En aquella época, dar presentes era un gesto esencial; noble es aquél que da a sus amigos (Georges Duby, op. cit., p. 16).

Continuará…
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miércoles, 10 de septiembre de 2014

EXPERTO EN POLÍTICA INTERNACIONAL HABLA DE POSIBLE GUERRA NUCLEAR

Véase la noticia en el siguiente enlace:

La Conjuración Anticristiana - Cap. V

Por error publicamos el capítulo VI sin haber publicado antes el V, pedimos disculpas a nuestros lectores. Ahora entonces publicamos el cap. V.

CAPÍTULO V

LA REVOLUCIÓN
INSTAURA EL NATURALISMO

El protestantismo fracasó; Francia, después de las guerras de religión, se mantuvo católica. Pero se depositó en su seno un mal fermento. Su fermentación produjo, además de la corrupción de las costumbres, tres tóxicos de orden intelectual: el galicanismo, el jansenismo y el filosofismo. La acción de esos elementos sobre el organismo social trajo consigo la Revolución, el segundo y mucho más terrible asalto contra la civilización cristiana.
Como la conclusión de este libro demostrará, todo el movimiento impreso a la cristiandad por el Renacimiento, por la Reforma y por la Revolución es un esfuerzo satánico de arrancar al hombre del orden sobrenatural establecido por Dios en el origen y restaurado por nuestro Señor Jesucristo, y confinarlo en el naturalismo.
Como todo era cristiano en la constitución francesa, todo estaba por ser destruido. La Revolución se empeñó concienzudamente en eso. En algunos meses ella hizo tabla rasa del gobierno de Francia, de sus leyes y de sus instituciones. Ella quiere “moldear un pueblo nuevo”; es la expresión que se encuentra, en cada página, bajo la pluma de los relatores de la Convención; más aún: “rehacer al propio hombre”.
Así, los convencionales, de conformidad con la concepción que el Renacimiento diera a los destinos humanos, no limitaron su ambición a Francia; quisieron inocular la locura revolucionaria en los pueblos vecinos, en todo el universo. Su ambición consistió en derrumbar el edificio social para reconstruirlo. “La Revolución, decía Thuriot a la Asamblea Legistaliva en 1792, no es solamente para Francia; nosotros somos responsables delante de la humanidad”. Siéyès dijo antes de él, en 1788: “Alcémonos bruscamente a la ambición de querer, nosotros mismos, servir de ejemplo a las naciones”[1]. Y Barrère, en el momento en que los Estados Generales se reunían en Versalles: “Vosotros sois, dijo él, llamados a recomenzar la historia”.
Se ve el camino que la idea del Renacimiento trazó; cuánto ella se mostraba más perfeccionada en su desenvolvimiento y más audaz en su emprendimiento por ocasión de la Revolución, de lo que ella tenía de parecido, dos siglos antes, por ocasión de la Reforma.
En su número de abril de 1896, Le Monde masónico decía: “Cuando aquello que se ha visto durante mucho tiempo como un ideal se realiza, los horizontes más largos de un nuevo ideal se ofrecen a la actividad humana, siempre en marcha en dirección a un futuro mejor, nuevos campos de exploración, nuevas conquistas a realizar, nuevas esperanzas a perseguir”.
Esto es verdadero en el camino del bien. Como dice el Salmista, el justo dispuso en su corazón los grados para elevarse hasta la perfección que él ambiciona[2]. Esto es igualmente verdadero en la vía del mal.
Los hombres del Renacimiento no dirigieron sus miradas —al menos no todos— tan lejos cuanto los de la Reforma. Los hombres de la Reforma fueron ultrapasados por los de la Revolución. El Renacimiento había desplazado el lugar de la felicidad y mudado sus condiciones: ella había declarado que veía ese lugar en este mundo inferior. La autoridad religiosa permanecía afirmando: “Os engañáis, la felicidad está en el cielo”. La Reforma rechazó la autoridad, pero mantuvo el libro de las revelaciones divinas, que conservaba el mismo lenguaje. El filosofismo negó que Dios hubiese algún día hablado a los hombres, y la Revolución se esforzó en negar sus testimonios de sangre, a fin de poder establecer libremente el culto de la naturaleza.
El Journal des Débats, en uno de sus números de abril de 1852, reconoció esa filiación: “Somos revolucionarios; pero somos hijos del Renacimiento y de la filosofía antes de ser hijos de la Revolución”.

Es inútil que nos extendamos largamente sobre la obra emprendida por la Revolución. El Papa Pío IX la caracterizó en una palabra, en la encíclica del 8 de diciembre de 1849: “La Revolución está inspirada por el propio Satanás; su objetivo es destruir, desde los fundamentos a la cúpula, el edificio del cristianismo y reconstruir sobre sus ruinas el orden social del paganismo”. Ella destruyó primero el orden eclesiástico. “Durante ciento veinte años y más, según la expresión enérgica de Taine, el clero trabajó para la construcción de la sociedad, como arquitecto y como y constructor, inicialmente solo, después, casi solo”; lo pusieron en la imposibilidad de continuar esa obra, se pretendió ponerlo en la imposibilidad de jamás retomarla. En seguida, se suprimió la realeza, el vínculo vivo y perpetuo de la unidad nacional, la represora de todo cuanto pretendiera destruir esa unidad. Se deshizo de la nobleza, guardiana de las tradiciones, y de las corporaciones de trabajadores, que son las conservadoras del pasado. Después, habiendo sido apartados todos estos centinelas, se pusieron manos a la obra, muchos para destruir, lo que era fácil, pocos para reedificar, lo que era menos fácil.
No queremos trazar aquí el cuadro de esas ruinas y de esas construcciones. Diremos solamente que, en lo que concierne al edificio político, la revolución se apresuró en proclamar la República, con la que el Renacimiento soñó para la propia Roma, con la cual los protestantes habían deseado sustituir la monarquía francesa, y que hoy realiza tan bien las obras de la francmasonería.
Discípulos de J.J. Russeau, los convencionales de 1792 dieron como fundamento del nuevo edificio el principio según el cual el hombre es bueno por naturaleza; en la cima enarbolaron la trilogía masónica: libertad, igualdad, fraternidad. Libertad para todos y para todo, puesto que en el hombre sólo hay buenos instintos; igualdad, porque igualmente buenos, los hombres tienen iguales derechos en todo; fraternidad, o ruptura de todas las barreras entre los individuos, familias, naciones, para dejar al género humano abrazarse en una república universal.
En materia de religión, se organizó el culto de la naturaleza. Los humanistas del Renacimiento la habían llamado con sus deseos. Los protestantes no se habían atrevido a llevar la Reforma hasta ese punto. Nuestros revolucionarios lo intentaron.
Ellos no llegaron de una sola vez a ese exceso. Ellos comenzaron convidando al clero católico para sus fiestas.
Talleyrand presidió, el 14 de julio de 1790, la gran Fiesta de la Federación, rodeado por 40 capellanes de la guardia nacional, que sobre sus albas portaban fajas tricolores, con una orquesta de 1.800 músicos, en presencia de 25.000 diputados y de 400.000 espectadores. Pero pronto no quiso seguir más con esas exhibiciones, más “patrióticas” que religiosas: “No conviene, decía, que la religión comparezca en las fiestas públicas, es más religioso apartarse de ellas”.
Puesto de lado el culto nacional, era necesario buscar otro. Mirabeau propuso uno, muy abstracto: “El objeto de nuestras fiestas nacionales, dice, debe ser solamente el culto de la libertad y el culto de la ley”.
Esto pareció poco. Boissy-d’Anglas lamentó en voz alta el tiempo en que “las instituciones políticas y religiosas” se prestaban ayuda mutua, en que “una religión brillante” se presentaba con dogmas que prometían “el placer y la felicidad”, ornada con todas las ceremonias que tocan los sentidos, con las ficciones más sonrientes, con las más suaves ilusiones.
Sus deseos no tardaron en ser atendidos. Una religión fue fundada, teniendo sus dogmas, sus sacerdotes, sus domingos, sus santos. Dios fue sustituido por el Ser supremo y por la diosa razón, el culto católico por el culto de la naturaleza[3].
“El gran objetivo perseguido por la Revolución, dice Boissy-d’Anglas, es reducir al hombre a la pureza, a la simplicidad de la naturaleza”. Poetas, oradores, convencionales, no dejaron de hacer escuchar las invocaciones a “la naturaleza”. Y el dictador Robespierre marcó con estas palabras las tendencias, la voluntad de los innovadores: “Todas las sectas deben confundirse en la religión universal de la naturaleza”[4]. Es lo que desea actualmente la Alianza Israelita Universal, es para eso que ella trabaja, es lo que ella tiene la misión de establecer en el mundo, sólo con menos precipitación y con más astucia.
Nada podría convenir mejor a las aspiraciones de los humanistas del Renacimiento. En la fiesta del 19 de agosto de 1793, una estatua de la Naturaleza fue levantada en la plaza de la Bastilla, y el presidente de la Convención, Hérault de Séchelles, pronunció este homenaje en nombre de la Francia oficial: “¡Oh Naturaleza, soberana de los salvajes y de las naciones esclarecidas, este pueblo inmenso, reunido desde los primeros rayos del día delante de tu imagen, es digno de ti! Él es libre; fue en tu seno, fue en tus fuentes sagradas, que él recobró sus derechos, que él se regeneró. Después de haber atravesado tantos siglos de errores y de servidumbre, era necesario volver a entrar en la simplicidad de tus vías para reencontrar la libertad y la igualdad. ¡Naturaleza, recibe la expresión del afecto eterno de los franceses por tus leyes!”.
El acta del evento acrecentó: “Después de ese especie de himno, la única oración, desde los primeros siglos del género humano, dirigida a la Naturaleza por los representantes de una nación y por sus legisladores, el presidente llenó una copa, de forma antigua, con agua que corría del seno de la naturaleza: con ella hizo libaciones alrededor de la naturaleza, bebió un poco de la copa y la presentó a los enviados del pueblo francés”. Como vemos, el culto es completo: oración, sacrificio, comunión.

Con el culto, las instituciones. “Es por las instituciones, escribía el ministro de policía Duval, que se compone la opinión y la moralidad de los pueblos”[5]. Entre esas instituciones, aquella considerada más necesaria para hacer olvidar al pueblo sus antiguos hábitos religiosos y hacerlo adquirir nuevos, fue el décadi o domingo civil. Así, fue a esa creación que la república dedicó la mayor parte de sus decretos y esfuerzos. Al décadi, vinieron a juntarse fiestas anuales: fiestas políticas, fiestas civiles, fiestas morales. Las fiestas políticas tenían por finalidad, según Chénier, “consagrar las épocas inmortales en que las diferentes tiranías fueron aniquiladas por el arrebatamiento nacional, por los grandes pasos de la razón que cruzan Europa y van a tocar las fronteras del mundo”[6]. La fiesta republicana por excelencia era la del 21 de enero, porque entonces se celebraba “el aniversario del justo castigo del último rey de los franceses”. Estaba también la fiesta de la fundación de la república, fijada para el día 1 del vendimiario[7]. La gran fiesta nacional, resucitada en nuestros días, era la de la federación o del juramento, fijada para el 14 de julio.
Con respecto a la mora, estaba la fiesta de la juventud, la del casamiento, la de la maternidad, la de los ancianos y, sobre todo, la de los derechos del hombre. Muchas otras fiestas fueron, si no instituidas y celebradas, por lo menos decretadas o propuestas.
Como coronación se inventó un calendario republicano enteramente basado en la agricultura. Era una consagración solemne del culto nuevo, el culto de la naturaleza.

Tal fue el resultado fatal de las ideas que el Renacimiento había sembrado en los espíritus. La Reforma había ensayado una realización tímida, imperfecta: se limitó a corromper el cristianismo; la Revolución lo aniquiló tanto cuanto dependía de ella, y sobre sus ruinas edificó altares a la razón y a la sensualidad.
Sabemos para dónde condujo el naturalismo que, en el pensamiento de sus promotores, debía exaltar la dignidad del hombre. Barbé-Marbois, en su informe al Consejo de los Ancianos, denunció a la juventud escolar como “ultrapasando en sus excesos todos los límites, y hasta aquellos que la propia naturaleza parece haber fijado para los trastornos de la infancia”. Y, en la otra extremidad de la vida, todos los documentos de la época nos muestran los muertos entregados a los “sepultureros impuros”, las familias que se habitúan a “considerar los restos de un marido, de un padre, de un hijo, de un hermano, de una hermana, de un amigo, como aquellos de cualquier otro animal del cual nos deshacemos”. En 1800, el ciudadano Cambry, encargado por la administración central del Sena para hacer un informe sobre el estado de las sepulturas en París, no creyó poder publicarlo sino en latín: tanto había de vergonzoso en esos bárbaros funerales. Frecuentemente, los cuerpos eran dados como comida a los animales.
Todos los que habían conservado alguna honestidad se espantaban con el desorden de las costumbres que habían llegado al clímax. Con la ruina de las costumbres y la abolición del culto cristiano, habían llegado a la bancarrota y la miseria.
Tal fue la manifestación de la civilización moderna en su primer ensayo. Aquel al cual estamos entregados actualmente no tendrá un fin mejor.
La ruina, la miseria, el desorden moral no podían durar y agravarse para siempre. El clamor público reclamaba el restablecimiento del culto católico. Él jamás dejó de ser practicado, aunque con riesgo de la vida: los sacerdotes permanecían en medio de las poblaciones, las cuales se exponían a todos los peligros para favorecer el ejercicio del santo ministerio.
En 1800, la obra de la restauración se imponía, todas las creaciones destinadas a sustituir el cristianismo habían caído en un descredito absoluto y universal. Los Consejos Generales eran unánimes en reconocer y declarar esa realidad[8]. Llegó Napoleón. Si él restableció, de común acuerdo con Pío VII la Iglesia en Francia, él también tomó medidas —a través de los artículos orgánicos, de la institución de la Universidad, del Código Civil, etc.— para que la civilización cristiana no pudiese retomar su completo dominio sobre las almas y no fuese restaurada en las instituciones.
Él no hizo, como muy bien se dice, sino contener la Revolución.
La Revolución pudo retomar su curso con una especie de regularidad que se mantendrá hasta que sea llegado el momento de un desorden completo y esta vez definitivo, como ella cree, de la civilización cristiana y de todo lo que fue edificado en nombre de Cristo, para restablecer sobre las ruinas del orden sobrenatural el reino del naturalismo, la deificación del hombre.

Vea los capítulos publicados haciendo clic en: La Conjuración Anticristiana



[1] Qu'est-ce que le Tiers-Etat?
[2] Ps. LXXXIII, 6-7.
[3] En la fiesta del Ser supremo, es la naturaleza la que recibe los homenajes de Robespierre y de los representantes de la nación. Véase A la búsqueda de una religión civil, por el abad Sicard, pp. 133-144. Tomamos prestado a este libro los hechos que informamos aquí.
[4] Discurso del 7 de mayo de 1794.
[5] Moniteur de los días 9, 10 y 11 del pluvioso, año VII (el pluvioso era el quinto mes del calendario republicano francés).
[6] Discurso del 5 de noviembre de 1793, moniteur del día 8.
[7] El vendimiario era el primer mes del calendario republicano francés.
[8] Análisis de las actas de los Consejos Generales de los Departamentos de los años VIII y IX. Biblioteca Nacional.

martes, 9 de septiembre de 2014

Los principales autores de los inicios de la conjuración anticristiana posteriores al Renacimiento y al protestantismo


A mediados del siglo XVIII, se dieron a conocer tres personajes poseídos de un odio el más irreconciliable contra la religión cristiana. Fueron estos Voltaire, d’Alembert, y Federico II, rey de Prusia. Voltaire aborrecía el cristianismo porque aborrecía a su autor y a los héroes, que son su gloria. D’Alembert lo aborrecía, porque su insensible corazón era incapaz de amar. Y Federico lo aborrecía, porque solo fue amigo y tuvo trato con sus enemigos. A estos tres se agregó Diderot, que aborreció la religión, porque era naturalmente loco, y porque entusiasmado con el caos de sus ideas, le era más grato forjarse desatinos y quimeras, que someter su fe al Dios del Evangelio. Un gran número de iniciados entró en esta conspiración; pero los más sólo en calidad de admiradores estúpidos, o de agentes secundarios. Voltaire fue el patriarca, d’Alembert el agente más astuto, Federico protector y a veces consejero, y Diderot el hijo perdido.

Agustín Barruel, Memorias para servir a la historia del Jacobinismo, Tomo I, cap. I p. 17, Imprenta y librería de Luis Barjau, 1870.

Cualquiera que sea la religión que profesáis, cualquiera el gobierno de que sois súbditos y a cualquiera clase de sociedad que pertenezcáis, sabed que si el jacobinismo triunfa, si los proyectos y juramentos de la secta se cumplen, perderéis vuestra religión y sacerdocio, vuestro gobierno y leyes, vuestras propiedades y magistrados. Vuestras riquezas, vuestros campos, vuestras casas, hasta vuestras chozas; vosotros mismos y vuestros hijos ya no serán, ni seréis vuestros. Pensabais que la revolución terminaría en Francia, pero ella no ha sido más que el primer ensayo de los jacobinos. Los designios, juramentos y conspiraciones de estos sectarios se extienden y abrazan la Inglaterra, la Alemania, la Italia, la España, todas las naciones como la francesa


Op. cit., Introd. p. XVI
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