Por error publicamos el capítulo VI sin haber publicado antes el V, pedimos disculpas a nuestros lectores. Ahora entonces publicamos el cap. V.
CAPÍTULO V
LA REVOLUCIÓN
INSTAURA EL NATURALISMO
El
protestantismo fracasó; Francia, después de las
guerras de religión, se mantuvo católica. Pero se depositó en su seno un mal
fermento. Su fermentación produjo, además de la corrupción de las costumbres,
tres tóxicos de orden intelectual: el galicanismo, el jansenismo y el
filosofismo. La acción de esos elementos sobre el organismo social trajo
consigo la Revolución, el segundo y mucho más terrible asalto contra la
civilización cristiana.
Como la
conclusión de este libro demostrará, todo el movimiento impreso a la
cristiandad por el Renacimiento, por la Reforma y por la Revolución es un
esfuerzo satánico de arrancar al hombre del orden sobrenatural establecido por
Dios en el origen y restaurado por nuestro Señor Jesucristo, y confinarlo en el
naturalismo.
Como todo
era cristiano en la constitución francesa, todo estaba por ser destruido. La
Revolución se empeñó concienzudamente en eso. En algunos meses ella hizo tabla
rasa del gobierno de Francia, de sus leyes y de sus instituciones. Ella quiere
“moldear un pueblo nuevo”; es la expresión que se encuentra, en cada página,
bajo la pluma de los relatores de la Convención; más aún: “rehacer al propio
hombre”.
Así, los
convencionales, de conformidad con la concepción que el Renacimiento diera a
los destinos humanos, no limitaron su ambición a Francia; quisieron inocular la
locura revolucionaria en los pueblos vecinos, en todo el universo. Su ambición consistió
en derrumbar el edificio social para reconstruirlo. “La Revolución, decía Thuriot
a la Asamblea Legistaliva en 1792, no es solamente para Francia; nosotros somos
responsables delante de la humanidad”. Siéyès dijo antes de él, en 1788: “Alcémonos
bruscamente a la ambición de querer, nosotros mismos, servir de ejemplo a las
naciones”. Y
Barrère, en el momento en que los Estados Generales se reunían en Versalles: “Vosotros
sois, dijo él, llamados a recomenzar la historia”.
Se ve el
camino que la idea del Renacimiento trazó; cuánto ella se mostraba más
perfeccionada en su desenvolvimiento y más audaz en su emprendimiento por
ocasión de la Revolución, de lo que ella tenía de parecido, dos siglos antes,
por ocasión de la Reforma.
En su número
de abril de 1896, Le Monde masónico
decía: “Cuando aquello que se ha visto durante mucho tiempo como un ideal se
realiza, los horizontes más largos de un nuevo ideal se ofrecen a la actividad
humana, siempre en marcha en dirección a un futuro mejor, nuevos campos de exploración,
nuevas conquistas a realizar, nuevas esperanzas a perseguir”.
Esto es
verdadero en el camino del bien. Como dice el Salmista, el justo dispuso en su
corazón los grados para elevarse hasta la perfección que él ambiciona.
Esto es igualmente verdadero en la vía del mal.
Los hombres
del Renacimiento no dirigieron sus miradas —al menos no todos— tan lejos cuanto
los de la Reforma. Los hombres de la Reforma fueron ultrapasados por los de la
Revolución. El Renacimiento había desplazado el lugar de la felicidad y mudado
sus condiciones: ella había declarado que veía ese lugar en este mundo
inferior. La autoridad religiosa permanecía afirmando: “Os engañáis, la
felicidad está en el cielo”. La Reforma rechazó la autoridad, pero mantuvo el
libro de las revelaciones divinas, que conservaba el mismo lenguaje. El
filosofismo negó que Dios hubiese algún día hablado a los hombres, y la
Revolución se esforzó en negar sus testimonios de sangre, a fin de poder
establecer libremente el culto de la naturaleza.
El Journal des Débats, en uno de sus
números de abril de 1852, reconoció esa filiación: “Somos revolucionarios; pero
somos hijos del Renacimiento y de la filosofía antes de ser hijos de la
Revolución”.
Es inútil
que nos extendamos largamente sobre la obra emprendida por la Revolución. El
Papa Pío IX la caracterizó en una palabra, en la encíclica del 8 de diciembre
de 1849: “La Revolución está inspirada por el propio Satanás; su objetivo es
destruir, desde los fundamentos a la cúpula, el edificio del cristianismo y
reconstruir sobre sus ruinas el orden social del paganismo”. Ella destruyó primero
el orden eclesiástico. “Durante ciento veinte años y más, según la expresión
enérgica de Taine, el clero trabajó para la construcción de la sociedad, como
arquitecto y como y constructor, inicialmente solo, después, casi solo”; lo
pusieron en la imposibilidad de continuar esa obra, se pretendió ponerlo en la
imposibilidad de jamás retomarla. En seguida, se suprimió la realeza, el
vínculo vivo y perpetuo de la unidad nacional, la represora de todo cuanto
pretendiera destruir esa unidad. Se deshizo de la nobleza, guardiana de las
tradiciones, y de las corporaciones de trabajadores, que son las conservadoras
del pasado. Después, habiendo sido apartados todos estos centinelas, se
pusieron manos a la obra, muchos para destruir, lo que era fácil, pocos para
reedificar, lo que era menos fácil.
No queremos
trazar aquí el cuadro de esas ruinas y de esas construcciones. Diremos
solamente que, en lo que concierne al edificio político, la revolución se
apresuró en proclamar la República, con la que el Renacimiento soñó para la
propia Roma, con la cual los protestantes habían deseado sustituir la monarquía
francesa, y que hoy realiza tan bien las obras de la francmasonería.
Discípulos
de J.J. Russeau, los convencionales de 1792 dieron como fundamento del nuevo edificio
el principio según el cual el hombre es bueno por naturaleza; en la cima
enarbolaron la trilogía masónica: libertad, igualdad, fraternidad. Libertad
para todos y para todo, puesto que en el hombre sólo hay buenos instintos;
igualdad, porque igualmente buenos, los hombres tienen iguales derechos en
todo; fraternidad, o ruptura de todas las barreras entre los individuos,
familias, naciones, para dejar al género humano abrazarse en una república
universal.
En materia
de religión, se organizó el culto de la naturaleza. Los humanistas del
Renacimiento la habían llamado con sus deseos. Los protestantes no se habían
atrevido a llevar la Reforma hasta ese punto. Nuestros revolucionarios lo
intentaron.
Ellos no
llegaron de una sola vez a ese exceso. Ellos comenzaron convidando al clero
católico para sus fiestas.
Talleyrand
presidió, el 14 de julio de 1790, la gran Fiesta de la Federación, rodeado por
40 capellanes de la guardia nacional, que sobre sus albas portaban fajas tricolores,
con una orquesta de 1.800 músicos, en presencia de 25.000 diputados y de
400.000 espectadores. Pero pronto no quiso seguir más con esas exhibiciones,
más “patrióticas” que religiosas: “No conviene, decía, que la religión
comparezca en las fiestas públicas, es más religioso apartarse de ellas”.
Puesto de
lado el culto nacional, era necesario buscar otro. Mirabeau propuso uno, muy
abstracto: “El objeto de nuestras fiestas nacionales, dice, debe ser solamente
el culto de la libertad y el culto de la ley”.
Esto pareció
poco. Boissy-d’Anglas lamentó en voz alta el tiempo en que “las instituciones
políticas y religiosas” se prestaban ayuda mutua, en que “una religión
brillante” se presentaba con dogmas que prometían “el placer y la felicidad”,
ornada con todas las ceremonias que tocan los sentidos, con las ficciones más sonrientes,
con las más suaves ilusiones.
Sus deseos
no tardaron en ser atendidos. Una religión fue fundada, teniendo sus dogmas,
sus sacerdotes, sus domingos, sus santos. Dios fue sustituido por el Ser supremo
y por la diosa razón, el culto católico por el culto de la naturaleza.
“El gran
objetivo perseguido por la Revolución, dice Boissy-d’Anglas, es reducir al
hombre a la pureza, a la simplicidad de la naturaleza”. Poetas, oradores,
convencionales, no dejaron de hacer escuchar las invocaciones a “la
naturaleza”. Y el dictador Robespierre marcó con estas palabras las tendencias,
la voluntad de los innovadores: “Todas las sectas deben confundirse en la
religión universal de la naturaleza”. Es
lo que desea actualmente la Alianza Israelita Universal, es para eso que ella
trabaja, es lo que ella tiene la misión de establecer en el mundo, sólo con
menos precipitación y con más astucia.
Nada podría
convenir mejor a las aspiraciones de los humanistas del Renacimiento. En la
fiesta del 19 de agosto de 1793, una estatua de la Naturaleza fue levantada en
la plaza de la Bastilla, y el presidente de la Convención, Hérault de
Séchelles, pronunció este homenaje en nombre de la Francia oficial: “¡Oh
Naturaleza, soberana de los salvajes y de las naciones esclarecidas, este pueblo
inmenso, reunido desde los primeros rayos del día delante de tu imagen, es
digno de ti! Él es libre; fue en tu seno, fue en tus fuentes sagradas, que él
recobró sus derechos, que él se regeneró. Después de haber atravesado tantos
siglos de errores y de servidumbre, era necesario volver a entrar en la
simplicidad de tus vías para reencontrar la libertad y la igualdad.
¡Naturaleza, recibe la expresión del afecto eterno de los franceses por tus
leyes!”.
El acta del
evento acrecentó: “Después de ese especie de himno, la única oración, desde los
primeros siglos del género humano, dirigida a la Naturaleza por los
representantes de una nación y por sus legisladores, el presidente llenó una copa,
de forma antigua, con agua que corría del seno de la naturaleza: con ella hizo
libaciones alrededor de la naturaleza, bebió un poco de la copa y la presentó a
los enviados del pueblo francés”. Como vemos, el culto es completo: oración,
sacrificio, comunión.
Con el
culto, las instituciones. “Es por las instituciones, escribía el ministro de
policía Duval, que se compone la opinión y la moralidad de los pueblos”.
Entre esas instituciones, aquella considerada más necesaria para hacer olvidar
al pueblo sus antiguos hábitos religiosos y hacerlo adquirir nuevos, fue el décadi o domingo civil. Así, fue a esa
creación que la república dedicó la mayor parte de sus decretos y esfuerzos. Al
décadi, vinieron a juntarse fiestas
anuales: fiestas políticas, fiestas civiles, fiestas morales. Las fiestas
políticas tenían por finalidad, según Chénier, “consagrar las épocas inmortales
en que las diferentes tiranías fueron aniquiladas por el arrebatamiento
nacional, por los grandes pasos de la razón que cruzan Europa y van a tocar las
fronteras del mundo”.
La fiesta republicana por excelencia era la del 21 de enero, porque entonces se
celebraba “el aniversario del justo castigo del último rey de los franceses”.
Estaba también la fiesta de la fundación de la república, fijada para el día 1
del vendimiario.
La gran fiesta nacional, resucitada en nuestros días, era la de la federación o
del juramento, fijada para el 14 de julio.
Con respecto
a la mora, estaba la fiesta de la juventud, la del casamiento, la de la
maternidad, la de los ancianos y, sobre todo, la de los derechos del hombre.
Muchas otras fiestas fueron, si no instituidas y celebradas, por lo menos
decretadas o propuestas.
Como
coronación se inventó un calendario republicano enteramente basado en la
agricultura. Era una consagración solemne del culto nuevo, el culto de la
naturaleza.
Tal fue el
resultado fatal de las ideas que el Renacimiento había sembrado en los
espíritus. La Reforma había ensayado una realización tímida, imperfecta: se
limitó a corromper el cristianismo; la Revolución lo aniquiló tanto cuanto
dependía de ella, y sobre sus ruinas edificó altares a la razón y a la
sensualidad.
Sabemos para
dónde condujo el naturalismo que, en el pensamiento de sus promotores, debía
exaltar la dignidad del hombre. Barbé-Marbois, en su informe al Consejo de los
Ancianos, denunció a la juventud escolar como “ultrapasando en sus excesos
todos los límites, y hasta aquellos que la propia naturaleza parece haber
fijado para los trastornos de la infancia”. Y, en la otra extremidad de la
vida, todos los documentos de la época nos muestran los muertos entregados a
los “sepultureros impuros”, las familias que se habitúan a “considerar los
restos de un marido, de un padre, de un hijo, de un hermano, de una hermana, de
un amigo, como aquellos de cualquier otro animal del cual nos deshacemos”. En
1800, el ciudadano Cambry, encargado por la administración central del Sena
para hacer un informe sobre el estado de las sepulturas en París, no creyó
poder publicarlo sino en latín: tanto había de vergonzoso en esos bárbaros
funerales. Frecuentemente, los cuerpos eran dados como comida a los animales.
Todos los
que habían conservado alguna honestidad se espantaban con el desorden de las
costumbres que habían llegado al clímax. Con la ruina de las costumbres y la
abolición del culto cristiano, habían llegado a la bancarrota y la miseria.
Tal fue la
manifestación de la civilización moderna en su primer ensayo. Aquel al cual
estamos entregados actualmente no tendrá un fin mejor.
La ruina, la
miseria, el desorden moral no podían durar y agravarse para siempre. El clamor
público reclamaba el restablecimiento del culto católico. Él jamás dejó de ser
practicado, aunque con riesgo de la vida: los sacerdotes permanecían en medio
de las poblaciones, las cuales se exponían a todos los peligros para favorecer
el ejercicio del santo ministerio.
En 1800, la
obra de la restauración se imponía, todas las creaciones destinadas a sustituir
el cristianismo habían caído en un descredito absoluto y universal. Los
Consejos Generales eran unánimes en reconocer y declarar esa realidad.
Llegó Napoleón. Si él restableció, de común acuerdo con Pío VII la Iglesia en
Francia, él también tomó medidas —a través de los artículos orgánicos, de la
institución de la Universidad, del Código Civil, etc.— para que la civilización
cristiana no pudiese retomar su completo dominio sobre las almas y no fuese
restaurada en las instituciones.
Él no hizo,
como muy bien se dice, sino contener la Revolución.
La
Revolución pudo retomar su curso con una especie de regularidad que se
mantendrá hasta que sea llegado el momento de un desorden completo y esta vez
definitivo, como ella cree, de la civilización cristiana y de todo lo que fue
edificado en nombre de Cristo, para restablecer sobre las ruinas del orden
sobrenatural el reino del naturalismo, la deificación del hombre.
En la fiesta del Ser supremo, es la
naturaleza la que recibe los homenajes de Robespierre y de los representantes
de la nación. Véase A la búsqueda de una
religión civil, por el abad Sicard, pp. 133-144. Tomamos
prestado a este libro los hechos que informamos aquí.