sábado, 17 de mayo de 2014

Los católicos franceses en el siglo XIX - 4

El partido católico

                A inicios del siglo XIX, la idea de la unión de los católicos para la defensa de la Iglesia era una novedad que encontraba oposición por parte hasta de los mejores de ellos. Los obispos y la gran mayoría del clero no apoyaban la constitución del partido católico, y los legos veían con indiferencia o amedrentados los esfuerzos de Montalembert para formar el movimiento. Era natural que el desánimo comenzase a abatir al líder; desánimo que se agravó cuando una enfermedad de la condesa de Montalembert lo obligó a retirarse de París, procurando en la isla de la Madeira un clima más propicio para su esposa.

               
Otro ejemplar de L'Univers, el periódico del partido
católico contrarevolucionario francés
Al despedirse de Veuillot, Montalembert no pudo esconder su desánimo a la vista de la perspectiva, que parecía casi cierta, de la extinción del partido durante la temporada que iría a pasar lejos de Francia. Veuillot hizo todo para animarlo, mostrando cuánto L’Univers podría hacer para mudar el curso de las cosas, y prometiendo que, si Montalembert no abandonase la causa y enviase desde Madeira artículos vigorosos para el periódico, él trabajaría con ahínco. Le garantizó que, al volver, encontraría un gran partido católico del cual sería el jefe. Concluyendo, dijo Veuillot: “Yo os prometo un ejército”.

                Fue lo que ocurrió. Habiendo iniciado su colaboración en L’Univers con la responsabilidad de una única sección —titulada Propos divers—, Veuillot se convirtió desde luego en el principal redactor del periódico. Sus artículos inflamados, llenos de amor a la Iglesia y de la más pura ortodoxia, eran acogidos entusiásticamente, y Francia, admirada, veía surgir un periodista exclusivamente católico y un periódico dedicado únicamente a la causa de la Iglesia.

                Con Melchior du Lac, cuyas dificultades de familia lo obligaron a renunciar a sus aspiraciones al sacerdocio, y Eugène Veuillot, que también se convirtió, Louis Veuillot reformó completamente L’Univers, transformando la pequeña hoja en un periódico combativo, vivo y respetado, que no dejaba impune el menor ataque a la Iglesia. L’Univers era el órgano del partido católico. A medida que el periódico progresó, creció el partido, y la adhesión del clero se generalizó y las victorias se sucedieron.

                Como era de esperarse, la oposición fue también violentísima, no sólo de parte de los enemigos de la Iglesia como también de los católicos “prudentes”, que no veían con buenos ojos un periódico que les recordaba sus deberes a toda hora.

                Cansado de defenderse de los injustos ataques que recibía, y temiendo que los colaboradores se desanimaran, Veuillot redactó para ellos un programa. Después de recordarles que los redactores de L’Univers pertenecían exclusivamente a la Iglesia y la Patria, y deberían obedecer fielmente a la Iglesia, agregó:

                “Iglesia y Patria quiere decir sumisión amorosa a las verdades de la fe; sumisión a las adorables disposiciones de la Providencia, incluso cuando son difíciles, y principalmente cuando parecieren imposibles; constancia en el trabajo que parece inútil; generosidad en el sacrificio desconocido; lealtad en el más vivo combate y contra el enemigo más desleal; perdón y olvido; en la derrota y en la victoria, dedicación por el adversario vencedor o vencido, porque él es menos un adversario que hermano, y fue en su beneficio que se combatió contra él”.

                “Sí, obedecer a la Iglesia contra nuestros deseos y contra los instintos de nuestros corazones; contra esos instintos también amar a los hermanos ingratos; soportar los prejuicios, los rencores y los odios que existen en contra nuestra; aniquilar hasta los resentimientos más legítimos; soportar no sólo la injuria y la calumnia de los malos, como también la sospecha y las quejas de los que profesan nuestra fe”.

                Mostrando que la obra de L’Univers pertenecía a la Iglesia, y por lo tanto a la necesitad que había de que los redactores no se apartasen del camino que les presentaba, continúa:

                “Por el fondo y por la forma, estamos fuera de las condiciones que ayudan o dificultan, sustentan o arruinan la prensa. Vivimos de dedicaciones infatigables, y por eso no queremos presumir independencia, pero es mejor sufrir cien calumnias que escribir una palabra claramente injusta. Criticaremos, si fuere necesario, a nuestros amigos más generosos, aunque nos abandonen”.

                “Poco importa que la columna de sombra y luz que nos guía se dirija, a veces, para las montañas infranqueables, y otras veces nos aparezcan las inmensas extensiones de los mares. Nuestro Jefe es Aquel que ordena a las aguas que se abran y a las montañas que se allanen”.

                Esa línea de conducta, establecida en 1843, fue rigurosamente mantenida durante toda la vida de L’Univers. Muchas veces Veuillot no era comprendido, y en los primeros tiempos no fueron pocas las ocasiones en que Montalembert e incluso Lacordaire tuvieron que intervenir en su defensa, con argumentos que ellos mismos habrían aprovechados si los hubiesen leídos más tarde, cuando el liberalismo los apartó de gran periodista.

               
Lacordaire 
En carta a Montalembert, del 21 de julio de 1843, Lacordaire dijo: “Estoy muy contento con tu aproximación con L’Univers. Son personas buenas y valientes, y sus excesos de periodistas son bien difíciles de evitar en una polémica cotidiana. ¿No sabemos bien de eso? Verdaderamente, sin ese periódico, ¿habría por ventura en Francia el menor ruido en defensa de nuestros derechos?”

                Montalembert, en carta a T. Foisset, defiende brillantemente al periodista:

                “Sin duda, L’Univers es bien difícil de dirigir y deploro sus excesos. No apruebo que él compare las blasfemias de Michelet a salchichas colgadas en una salchichería. Pero muéstreme en las actuales circunstancias un periódico que tenga su valor. Él hizo un gran bien, forzando a nuestros opresores hipócritas a desenmascararse”.

                “En cuanto a los católicos que Ud. me cita, pienso de ellos lo siguiente: son nuestros peores enemigos, mil veces más peligrosos y odiosos que los filósofos y los liberaloides; éstos no quieren sino oprimirnos y amordazarnos; aquéllos nos deshonran. Ellos venderían una a una nuestras libertades a cambio de un abrir de manos del Sr. Saint Marc Girardin. Hace mucho tiempo nos dejamos engañar por su cobardía y traicionar por su servilismo. Hace mucho tiempo, por un vergonzoso silencio, entregamos a los dientes de nuestros enemigos lo que más nos importaba defender y glorificar de nuestro pasado. Es preciso acabar con eso, y entrar nuevamente en la posesión de lo que nos pertenece”.

                “Si después de la revolución ganamos alguna cosa —os pido que reflexionéis—, ¿a quién se lo debemos? ¿A los prudentes, los tímidos, los hombres de transacción, a la escuela cuya más alta y más noble personificación es ciertamente monseñor Frayssinous? No, ciertamente. Es a los bravos, a los valientes altaneros, a los locos, como llamaban al conde de Maistre y al P. Lamennais. Esos son los hombres que hicieron lo que somos”.


                El partido católico estaba formado, y la unión entre sus jefes era la más perfecta posible. Él se lanzará a la lucha contra el monopolio de enseñanza y conseguirá la mayor manifestación de fuerza y fe del catolicismo en el siglo XIX.

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jueves, 15 de mayo de 2014

La coronación de San Luis IX de Francia

El joven San Luis siendo coronado rey de Francia en Reims, 29 de noviembre de 1228
Tradicionalmente, la nueva música sacra fue compuesta para la coronación. El motete... que fue cantado para la consagración de Luis IX ha llegado hasta nosotros. Se llamaba Gaude, felix Francia.... El niño que iba a ser ungido y coronado ya estaba sobre una plataforma construida en frente de la capilla mayor, rodeado por los grandes señores del reino. Él declamó el juramento solemne requerido: sustentar a la Iglesia, hacer justicia a su pueblo, mantener la paz. La esbelta figura de rodillas, luego se recostó boca abajo delante del altar, el coro interpretó la Letanía de los Santos....

A continuación, la catedral se llenó al son del Te Deum...
La ceremonia comenzó. Luis se quitó su manto, teniendo cuidado de dejar la camisa abierta en el cuello. Bartolomé de Roye, el Lord Grand Chamberlain, le colocó sus mangas. El duque de Borgoña, un hombre muy joven, le puso sus espuelas. Como Guillermo de Joinville, el arzobispo de Reims, había muerto junto con Luis VIII en Aviñón, fue el obispo de Soissons, James de Bazoches , quien le entregó la espada, ahora desenvainada, y quien dentro de poco lo ungiría. El pequeño príncipe, sosteniendo la espada con ambas palmas, se arrodilló solemnemente ante el altar.... Entonces él fue ungido, al igual que Saúl, David y Salomón se dice que fue en los libros de Samuel y Reyes. El santo oleo fue ungido en su frente, hombros, brazos, manos y pecho. Entonces fue vestido con la túnica y sobreveste. El anillo fue colocado en su dedo y el cetro en su mano derecha. El obispo tomó la corona y la puso sobre su cabeza al instante todos los señores presentes extendieron sus manos y simbólicamente manteniéndolas en alto.

Régine Pernoud, Blanche of Castile, trans. Henry Noel (New York: Coward, McCann & Geoghegan, 1975), 116-7.

Fuente: nobility.org

miércoles, 14 de mayo de 2014

Los católicos franceses en el siglo XIX - 3

L’UNIVERS

                La experiencia adquirida en la primera batalla en pro de la libertad de enseñanza mostraba al conde de Montalembert que la defensa de los intereses de la Iglesia exigía unidad de acción, difícil de ser obtenida con la desorientación completa en que entonces se encontraban los católicos. Las varias formas de gobierno que tuvo Francia habían dado origen a los católicos legitimistas, bonapartistas y orleanistas que, consciente o inconscientemente, colocaban los ideales políticos por encima de sus convicciones religiosas. Los errores de Lamennais agravaron aún más la situación, creando la corriente de los católicos demócratas, que se subdividían indefinidamente en el afán de conciliar la Iglesia con los principios de la Revolución. Los católicos ultramontanos, día a día más numerosos, eran, por el contrario, filialmente dedicados a Roma. Aceptaban completamente la doctrina tradicional de la Iglesia y, antes de todo católicos, colocaban su vida al servicio de la religión. Es en torno de ellos que, pasada la aventura de L’Avenir, Montalembert  intentaría la unión tan necesaria.

                La organización de un Partido Católico exigía sacrificios enormes. Era necesario despertar el espíritu de lucha, orientar a todos en esta tremenda confusión, establecer contactos, organizar centros de acción, disponer de periódicos y convencer al episcopado de la necesidad de toda esa actividad. Los lazos de familia de Montalembert, su laboriosidad, los constantes viajes que hacía por Francia y por toda Europa le permitieron resolver gran parte de esas dificultades. Le faltaba, no obstante, el apoyo del episcopado y un periódico.

                Salvo excepciones, los obispos de Francia, que deberían ser los jefes naturales del partido, o eran galicanos o amigos de las conciliaciones, con verdadero horror por la lucha. Mover la totalidad de los miembros del episcopado en la defensa de los intereses de la Iglesia era tarea sobrehumana y casi imposible. Como el gobierno francés tenía el derecho de presentar a Roma los candidatos al episcopado, el trabajo de Montelembert en este campo se limitó casi exclusivamente al empleo de su influencia, en calidad de par de Francia, para conseguir la nominación de los obispos ultramontanos en las sedes vacantes.

                Encontrar un periódico que reemplazara L’Avenir en las campañas del partido católico era otro problema casi insoluble. Montalembert conocía por experiencia propia las enormes dificultades que surgirían con la fundación de un nuevo periódico, tanto más que era imposible prever la aceptación que tendría en los medios católicos la aparición de un órgano ultramontano. Por otro lado, entre los ya existentes, L’ami de la religion et du clergé y el Journal des villes et des campagnes eran órganos oficiosos del galicanismo, y casi todos los otros eran legitimistas. Restaba apenas un pequeño periódico de París, L’Univers, que tenía una historia de las más curiosas. Sería ése el que Montalembert transformaría en el órgano del partido.

                La necesidad de un periódico exclusivamente católico ya se había hecho sentir, y habían sido innumerables los intentos para fundarlo. En 1834, el P. Migne, que después se volvería conocido con la publicación de la Patrología, resolvió fundar al mismo tiempo dos periódicos que, de acuerdo con los folletos, deberían orientarse cada uno de acuerdo con las “dos opiniones religiosas de la Francia católica”. Todo muy vago, y ninguna de las dos opiniones eran estaban caracterizadas.  Fueron entonces lanzados Spectateur y L’Univers religieux, con pomposos artículos y en tono agresivo, prometiendo mundos y fondos.

                La osadía del P. Migne, lanzando dos periódicos católicos en un ambiente que acogió con indiferencia u hostilidad a todos los otros, le aseguró éxito desde el principio. Poco antes de él, el fundador de la Sociedad de los Buenos Estudios, el Sr. Bailly, había lanzado el Tribune Catholique, sin mucho éxito. Viendo aparecer dos más periódicos que le hacían competencia, Bailly propuso al P. Migne la fusión de los tres, apareciendo entonces L’Univers, en el cual dentro de poco colaborarían todos los antiguos discípulos de Lamennais. Entre ellos se destacaban, por la solidez de doctrina y dedicación al periódico, Melchior du Lac, que dirigía la redacción, y que pasaría toda su vida en el L’Univers.

                Durante cuatro años Bailly y Melchior du Lac sustentaron L’Univers. Bailly, que compró la parte del P. Migne en el periódico, no era bastante rico para cubrir los déficits que aumentaban, a pesar del socorro que representaron la entrada del periódico del rico negociante Taconet y las fusiones con pequeños periódicos católicos. Melchior de Lac, el alma de la redacción, deseaba ser sacerdote. Esperaba apenas la solución de ciertas cuestiones de familia para entrar en la abadía de Solesmes, que el gran Dom Guéranger reconstruyó. Sin embargo, el futuro del periódico no era de los más prometedores.

                En 1838 la situación se volvió insustentable. L’Univers tenía una pérdida mensual de 1.000 francos y ya debía 26.000. Fue entonces que Montalembert decidió transformarlo en órgano del partido católico. Pagó la deuda del periódico y se responsabilizó por los déficits mensuales, consiguiendo también otros donativos de sus amigos. Él se convirtió prácticamente en dueño del periódico. Colocó en la redacción a un elemento de confianza, Saint Chéron, encargado de la orientación política del periódico, y consiguió que todos los grandes nombres del catolicismo europeo colaborasen en él.

                A pesar de todo, el periódico continuó en mala situación. La colaboración de Rio, de Ozanam, de Montalembert, de Lacordaire, del P. Rohrbacher, del futuro cardenal Wiseman, no era suficiente para interesar a la opinión pública católica. Faltaba el periodista ultramontano que viniera a realizar la finalidad por la que fue fundado el periódico: ser un periódico exclusivamente católico. Esta situación preocupaba a los dirigentes del partido católico en formación, y el mayor mérito de Montalembert fue el haber salvado al L’Univers colocando en su redacción al hombre indispensable.

               
Louis Veuillot
En 1839, en una carta a Montalembert, Saint Chéron habló de un joven y enérgico escritor que él deseaba interesar en el periódico: “Su colaboración nos será muy preciosa, pero él es muy pobre, y nosotros más que él. Será enteramente nuestro en el día en que podamos pagar un poco sus artículos”. Montalembert se interesó por el joven y enérgico escritor, y dentro de poco fue integrado al L’Univers. Su nombre era Louis Veuillot.

                Hijo de obreros humildes, Veuillot no recibió educación religiosa en la infancia, creciendo absolutamente sin fe. Habiendo apenas cursado las primeras letras, a los catorce años abandonó su ciudad natal y fue a París para ganarse la visa. En poco tiempo se impuso su talento, y todavía muy joven, los orleanistas le entregaron la dirección de sus periódicos, inicialmente en las provincias, y después en París. En su primer empleo en París, en la firma de abogados de Fortunato Delavigne, Veuillot conoció a Gustavo Olivier, con quien estableció una sólida amistad. Olivier, habiéndose convertido al catolicismo, deseaba ardientemente la conversión de su amigo, pero siempre se encontraba con la indiferencia que nada conseguía romper.

                Un día en que Veuillot estaba cansado y convencido de la necesidad de un reposo, Gustavo Olivier le propuso un viaje a Roma y a Oriente. Como su propuesta fue aceptada, Gustavo, que decidió aprovechar el viaje para intentar nuevamente la conversión del amigo, le pidió a las monjes del convento Des Oiseaux que rezaran por Veuillot durante el viaje. En Roma él se convirtió, y cambió el viaje a Oriente por un retiro con los jesuitas de Friburgo y regresó a París dispuesto a dedicar su vida al servicio de la Iglesia. Abandonó los periódicos orleanistas, en cuyas redacciones consideraba que un católico no podía permanecer, y comenzó a escribir sus primeros libros.

               
L'Univers, el periódico del partido católico francés
Sus contactos iniciales con L’Univers no tuvieron nada de extraordinario. Comenzó escribiendo una carta al periódico en defensa del general Bougeaud, y de ahí datan sus relaciones con Saint Chéron. Un día envió al periódico un artículo sobre una ceremonia realizada en el convento Des Oiseaux, al cual lo unía una gran gratitud porque sus religiosas habían rezado por su conversión. Le pidieron que pasase por el periódico a fin de corregir las pruebas. Esa primera visita fielmente descrita por Eugène Veuillot en la biografía que escribió de su hermano:

                L’Univers salía entonces por la mañana y su oficina de redacción estaba en la calle des Fossés-Saint Jacques, una calle estrecha de un barrio pobre. Visto desde fuera, el número 11 era desalentador, y dentro tenía un aspecto peor de lo que prometía. Le dijeron a Louis que tendría las pruebas a las diez de la noche. En la hora fijada, fue para el periódico y yo lo acompañé. No había luz en la entrada ni portero que nos anunciara. Empujamos una puerta entreabierta y entramos en la sala de redacción. Una sala pequeña, mal iluminada, sin muebles, asiento de paja y una mesa llena de periódicos. Dos redactores trabajaban en silencio: uno de ellos, de sotana, era Melchior du Lac, que respondió a nuestro saludo levantándose un poco; el otro, un lego, era Jean Barrier, pegando con mucha gravedad, con los dos pulgares, noticias diversas en una gran hoja gris. ‘Dentro de cinco minutos tendrá las pruebas’ – nos dijo. En efecto, luego llegaron. Louis las corrigió y salimos, sin haber intercambiado diez palabras con los redactores. Ellos sólo habían interrumpido el trabajo para tomar tabaco, frecuente y abundantemente.

                “Así que llegamos a la calle, riendo, exclamamos al mismo tiempo:
      ¿Qué tal?
                Después de un corto silencio, Louis dijo:
      Realmente ese periódico es muy pobre, pero vale mucho más que los otros. El joven clérigo poco hablador, cuya nariz tan grande absorbe todo el rostro, tiene una fisonomía muy inteligente: debe ser un hombre.
      Sí, y el otro debe ser un buen muchacho.
Como todavía no me había convertido, agregué que no me gustaría verlo como redactor de un periódico tan desconocido, y al cual ciertamente faltaban recursos.
      Bien, hermano – dijo él –, si yo vuelvo al periodismo, será ciertamente aquí.
      Tú eres bien capaz de eso.
Y pasamos para otro tema”.
               
                Y desde esa época a la carta de Saint Chéron a Montalembert. Las cosas se acomodaron y el 24 de enero de 1840, Saint Chéron comunicó: “La colaboración del Sr. Veuillot está garantizada”. Más de que sus donaciones, el interés de Montalembert por el ingreso de Louis Veuillot en el periódico salvó L’Univers y dotó al partido católico de un gran órgano.


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La “minúscula carolingia" mudó el rumbo de la cultura y de la alfabetización

El Sacramentario de Tyniecki adoptó la minúscula
carolingia, clara, fácil de leer 
No hay nada más básico para la lectura que una escritura legible y una buena caligrafía o tipografía.

Imagínese un texto todo escrito en mayúsculas, sin espacios entre palabras. Sería muy difícil leer.

Ese era el caso de la escritura de los romanos de la cual proviene la nuestra.

Los romanos escribían así, como está registrado en innumerables documentos, como en el arco de Septimio Severo en Roma por ejemplo.

La facilidad de lectura de nuestra escritura se la debemos a la Edad Media.

Y sobre todo, al emperador Carlomagno.

Cerca del año 780, el emperador ordenó que la Escuela Palatina, que funcionaba en su palacio, pasara a usa letras minúsculas y pusiese espacios entre las palabras.

Fue así que se volvió oficial la “minúscula carolingia”, antepasada directa de nuestra escritura.

Dedicatoria al emperador Septimo Severo, Roma
Los romanos escribían todo en mayúsculas y sin espacios.
Carlomagno dispuso de ello por el consejo del abad Alcuíno, monje benedictino de York, y que fue una especie de ministra de educación muy apreciado por el emperador.

El ejemplo del palacio real repercutió en todo el imperio: escuelas, libros, textos religiosos adoptaron la nueva forma de escribir.

Carlomagno quería que las letras fuesen redondeadas, de igual tamaño, de modo que fuese lo más fácil posible de leer y de escribir.

La minúscula carolingia substituyó la minúscula merovingia irregular confusa y de difícil lectura.

En la nueva letra, las mayúsculas quedaron como la de los romanos.

Las minúsculas fueron inspiradas por la escritura uncial y semi-uncial usada por los monjes de Inglaterra e Irlanda.

Alternando mayúsculas, minúsculas y espacios, la lectura
se facilitó enormemente
La forma final fue elaborada por el abad Alcuino bajo la directa supervisión de Carlomagno.

El manuscrito más antiguo que usa la “minúscula carolingia” es el evangelario de Carlomagno, o de Godescalco que hoy se encuentra en la Biblioteca Nacional de Francia (NAL 1203) y que fue encomendada por el emperador.
La minúscula fue una gran y utilísima novedad: homogénea, redondeada, formas claras, las más legibles posible, incluyendo la separación de las palabras con espacios.

La recién nacida minúscula comportó variantes regionales y dio origen a diversos tipos de letras, de las cuales derivaron las que visualizamos en el teclado del computador.

Las abadías de Francia, Suiza, Alemania, Austria e Italia comenzaron a emplearla.

Inglaterra e Irlanda la adoptaron poco después, y lo mismo hicieron los otros países de la cristiandad.

El manuscrito de Freising, primer escrito en lengua eslava,
también adoptó la minúscula carolingia
Fue tan grande la expansión de la letra del emperador que el manuscrito de Freising, el primer texto redactado en lengua eslava ya la utilizaba.

La facilidad de leer y escribir influenció decisivamente en la conservación y transmisión de las obras clásicas de la antigüedad.

Los escritos de Ovidio, Cicerón, Virgilio, entre otros, copiados por los monjes quedaron accesibles a todos.

Este formidable movimiento cultural es conocido como el “Renacimiento Carolingio”.

Así llegaron hasta nosotros, millares de libros del mundo griego y latino, escritos con la “minúscula carolingia”.


Por primera vez en la historia, un continente entero – Europa – comenzó a salir del analfabetismo por la obra benefactora de los monjes de las abadías católicas y del gran emperador Carlomagno.

lunes, 12 de mayo de 2014

L’AVENIR

El periódico L’Avenir apareció en la segunda fase de Lamennais,  cuando éste, renunciando a sus antiguos principios, procuraba introducir en la Iglesia el espíritu de la Revolución. Ese periódico hacía parte de un gran movimiento con que él procuraba alcanzar todos los estratos de la población francesa, orientado por la “Agencia General para la Defensa de la Libertad Religiosa”, extendido por toda Francia con la finalidad de congregar a todos los católicos en la lucha común.

               
L'Avenir un periódico que intentó introducir el
espíritu de la Revolución en la Iglesia
Jugando con el concepto de libertad
el cual, en su verdadera acepción, no es más que la prerrogativa de la verdad, y, por lo tanto, de la Iglesia la agencia tenía por lema la reconciliación entre la Iglesia y la libertad, y como uno de los puntos de su programa la conquista de la libertad de enseñanza. Cupo a ella, a pesar de sus graves errores, la gloria de trabar la primera batalla a favor de esta libertad; batalla que, por las circunstancias que la rodean y por los hombres que en ella estuvieron empeñados, estaba destinada a pasar para la historia.

                La carta jurada por Luis Felipe prometía la libertad de enseñanza, pero, bajo el pretexto de que el gobierno preparaba las leyes que la regularían, la concretización de esa libertad fue pospuesta indefinidamente y el monopolio de la Universidad se acentuaba día a día.

                Después de esperar un año, la “Agencia General para la Defensa de la Libertad Religiosa” resolvió lanzarse a la lucha. En poco tiempo obtuvo las firmas de 15 mil padres de familia, para una representación pidiendo que las leyes reguladoras de la disposición constitucional fuesen enviadas a la Cámara de Diputados. L’Avenir, en todos sus miembros, se manifestó a favor de la petición. En respuesta, el gobierno reafirmó que las leyes estaban siendo preparadas. Por intermedio del ministro de educación, el Sr. de Montalivet, dejó claro su descontento mediante el cierre de las escuelas parroquiales de Lyon, que hasta entonces habían sido toleradas. Eran escuelas antiquísimas, y en nada tenían que ver con la enseñanza orientada por la Universidad, pues estaban exclusivamente destinadas a la enseñanza de las primeras letras a los niños pobres que querían dedicarse al servicio de la Iglesia. De ese modo Montalivet indicaba que la tendencia del gobierno era fortalecer el monopolio universitario, evitando tanto cuanto posible cumplir la carta.

                En los primeros días de mayo de 1831 comenzaron a aparecer carteles en los muros de París, con las palabras: “Libertad de enseñanza – Agencia General para la Defensa de la Libertad Religiosa funda una escuela gratuita de externos, sin autorización de la Universidad, en la calle de las Bellas Artes, n°5, en París. La instrucción será dada a los niños por los miembros de la Agencia General, Sr. de Coux, P. Lacordaire y vizconde de Montalembert, que toman sobre sí la responsabilidad legar por esta escuela”.

                Lamennais colocó como maestros de escuela a tres de sus discípulos más representativos. El conde de Coux había sido profesor de Economía Política en la Universidad de Lovaina y era un nombre respetado por los medios cultos franceses. El P. Lacordaire, abogado convertido, ya era considerado un gran orador sacro, fama que llegaría al auge con sus conferencias de Notre Dame. El vizconde de Montalembert era hijo de un par de Francia, heredero de un nombre ilustre. A pesar que tenía apenas veinte años en esa época, su inteligencia ya lo había convertido en líder de la nueva generación, y más tarde sería uno de los mayores oradores de Francia.

               
Lacordaire
El 9 de mayo de 1831 comenzaron las clases, con gran asistencia de alumnos. Si bien el conde de Coux, Lacordaire y Montalembert esperaban las represalias del gobierno, no fueron incomodados. Pero al día siguiente, cuando sólo se encontraba Lacordaire dando clases a los niños, llegó la policía. El comisario, invadiendo las salas de clases, proclamó: “En nombre de la ley, declaro cerrada la escuela y ordeno a los niños que no vuelvan más, hasta que se pronuncie la justicia”. Sin replicar una palabra, Lacordaire se arrodilló con sus alumnos, recitó el “Sun tuum praesidium” y después les dijo: “Hijos míos, ustedes están aquí por orden de sus padres, están aquí como en sus brazos. Ningún poder, a no ser la justicia, puede separarnos. Yo los espero a todos mañana a las 8 horas”.

                Al día siguiente, otra visita de la policía, esta vez esperada por Lacordaire, de Coux y Montalembert, a quienes se les ordena cerrar la escuela. Delante del nuevo rechazo, el comisario, dirigiéndose a la sala de clases, exclamó: “En nombre de la ley, ordeno a los niños que se retiren”. Lacordaire, poniéndose adelante, replicó: “En nombre de vuestros padres, de quienes tengo la autoridad, les ordeno que se queden”. Delante de la resistencia, los niños fueron expulsados a la fuerza por la policía, la escuela fue cerrada y se instauró un proceso contra los profesores.

                El gobierno pretendía tratar la cuestión sin darle mayor importancia y acabar con el caso lo más deprisa posible, para no darle tiempo al L’Avenir de informar a la opinión pública y conquistarla. Delante de esta primera resistencia, intentó ahogar el proceso, mandando que la propia policía lo juzgase. Lacordaire, sin embargo, quien antes de convertirse había sido abogado, alegó la incompetencia de la policía y pidió que la cuestión fuese llevada al jurado. Sea por el espíritu de independencia en relación al gobierno, o por sentirse intimidados por la reputación de los acusados, los jueces de la policía atendieron el pedido de Lacordaire.

                La cuestión se complicaba. Las derrotas del gobierno comenzaban a hacer que las causas que él consideraba muy pequeñas y sin importancia fueron creciendo poco a poco y atrayendo el interés de la opinión pública. L’Avenir no perdió oportunidad de explotar el proceso de modo inquietante. Procurando silenciar la campaña, el gobierno mandó que el juicio se hiciese sin demora.
               
Montalembert
En el intertanto, moría el padre de Montalembert, siendo por tanto, elevado a par de Francia, con derecho a ser juzgado por la Cámara de los Pares, la más alta institución política de Francia de entonces. Usando de este derecho, Montalembert pidió fuese juzgado por sus pares, lo que provocó un verdadero pánico entre éstos. El barón Pasquier, presidente de la Cámara, procuró por todos los medios convencer a Montalembert que desistiese de su petición. Uno de los pares, irritado, llegó a exclamar: “Si a ese joven le viniere la idea de dejar caer un florero sobre la cabeza de alguien, él nos forzaría a reunirnos para juzgarlo”. Al final, delante de la firmeza de Montalembert, la Cámara fue obligada a cumplir con su pedido. Y el proceso, del que el gobierno intentó sofocar por todos los medios, de repente se transformó en una cuestión nacional.

                Decía L’Avenir: “Ved a ese francés investido de la dignidad de par. Una vida nueva comienza para él. Todas las jurisdicciones criminales están muertas para él. Posee para siempre el derecho de hacer leyes, y lo trasmite a sus hijos. Pues bien, ese ciudadano lleno de prerrogativas no puede ser maestro de escuela”.

                El día del juicio era ansiosamente esperado. Todo lo que de mejor y más ilustre tenía Francia quería ver defenderse al joven par; toda la juventud se regocijaba ante el espectáculo de un joven de veinte años enfrentando la Cámara de los Pares. Los boletos de entrada se los peleaban.

                 En el día fijado, el edificio de la Cámara estaba repleto, las tribunas regurgitaban y todo el ambiente era favorable a los acusados. Al subir a la tribuna para hacer su propia defensa, Montalembert llevó el entusiasmo al auge de la asistencia al responder al barón Pasquier, que le preguntaba por su profesión: “Charles de Montalembert, Par de Francia y maestro de escuela”.

                Defendiéndose de la acusación que se le hacía, Montalembert pronunció su primera gran pieza de oratoria. Lacordaire respondió al representante del gobierno con uno de los más felices discursos de su vida. La sesión terminó con un éxito enorme en favor de los acusados, habiendo declarado el barón Pasquier refiriéndose al discurso de Montalembert que la Cámara de los Pares vio ese día la aurora de un gran hombre.

                Al día siguiente, se reunieron los pares en sesión secreta para el juicio. El proceso era embarazoso. De un lado estaba el derecho y la impresión causada en el público por la sesión del día anterior; de otro el gobierno, que deseaba la condenación. La discusión duró cuatro horas, después de las cuales la Cámara condenó a los reos a cien francos de multa. Esa pena irrisoria equivalía a la absolución, de modo que la primera batalla terminó con la victoria de los católicos.

                Poco tiempo después, L’Avenir y la Agencia eran cerrados, y Lamennais condenado por la Santa Sede. La campaña por la libertad de enseñanza tuvo que esperar ocho años para ser reiniciada. Durante ese tiempo, Montalembert se dedicó a la formación del Partido Católico, con el cual llevó adelante la lucha, en la cual L’Avenir sería sustituido por L’Univers, de Louis Veuillot.

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Carlomagno según el pinto Albrecht Durero

En el famoso cuadro del pintor alemán Albrecht Durero (1471-1528), el artista imaginó, en 1512 por lo tanto muchos siglos después a Carlomagno entre la edad madura y en el comienzo de la vejez.

En el famoso cuadro del pintor alemán Albrecht Durero (1471-1528), el artista imaginó, en 1512

Su bigote todavía es, en parte, castaño rubio, pero una parte ya es canosa y completamente blanca.

Su mirada es de un hombre experimentado, que está prevenido para ver al venir al adversario desde cualquier frente y en cualquier momento.

Él está seguro de sí mismo como un Himalaya. Toda su mirada revela la continua vigilancia; pero todo el modo de ser, su rostro, su cuerpo, todo lo demás indica la continua estabilidad, la continua distancia psíquica: “si es necesario lo haremos. Pero ahora estoy tranquilo. Y en la hora del combate, no dejaré de estar tranquilo, porque confío en Dios, mi Señor”.

Una corona magnífica, llena de joyas que no han sido pulidas —en esa época no se pulían las piedras— que se guarda hoy en día, de hecho, en el Schatz Kammer, la cámara del tesoro imperial, en el palacio imperial de Viena.

Y un maravilloso manto de brocado, con el águila ornamental imperial en algunos puntos. Se diría que el águila es él, y él es entre los hombres lo que el águila es entre los pájaros.

La corona tiene encima la cruz de nuestro Señor Jesucristo; así como la cruz estuvo en la cima del Calvario, en la cima de esa gloria también toda resplandeciente.

Esa cruz es, al mismo tiempo, la memoria de adoración a nuestro Redentor y Creador.

Pero, por otro lado, también es la glorificación, casi un acto de reparación: porque hicieron para Él una cruz, negra, dura, un instrumento de suplicio, de humillación, con la que quisieron difamarlo.

Ahora está en la cima de la corona imperial en oro y piedras preciosas. ¡Para glorificarlo! Como si alguien dijera: “¡verdugos miserables, que hicisteis lo que hicisteis, aquí está el Sacro Imperio Romano entero, sobre mi frente, ofreciendo un acto de reparación!”

(Plinio Corrêa de Oliveira, extractos de una conferencia pronunciada el 22/2/86. Si revisión del autor)


domingo, 11 de mayo de 2014

LOS CATÓLICOS FRANCESES EN EL SIGLO XIX - I

A partir de hoy publicaremos una serie sobre el catolicismo en Francia en el siglo XIX. Estos artículos se basan en los estudios del Prof. brasileño Fernando Furquim de Almeida. Los lectores podrán conocer las luchas del movimiento católico contrarevolucionario del siglo XIX contra la Revolución y el liberalismo.

LOS CATÓLICOS FRANCESES 
EN EL SIGLO XIX

               
Joseph de Maistre, uno de los mayores líderes
del movimiento contrarevolucionario del siglo XIX
En el primer capítulo de su libro Des intérêts catholiques au dix-neuvième siècle, Montalembert, describiendo la situación de la Iglesia en 1800, mostraba ruinas y persecuciones en todas partes, y no vislumbraba en ese vasto naufragio la menor señal que justificase la esperanza de mejores días para la Iglesia de nuestro Señor. Un testimonio de esa época, lo encontramos en una carta de Joseph de Maistre a un marqués. Estas son sus palabras: “Usted me pide que abra mi corazón sobre una de las mayores cuestiones que pueden interesar hoy en día a un hombre sensato. Quiere que exponga mi pensamiento sobre el estado actual del cristianismo en Europa. Le podría responder en dos palabras: mire y llore”.

                Realmente todo parecía perdido. Después de ser derribado uno de los más fuertes y gloriosos tronos de la cristiandad y la prisión del Santo Padre, fuente y savia de la civilización católica, la Revolución, juzgando haber realizado la primera parte de su programa, iniciaba una nueva fase, en la cual, sin los horrores de los tiempos iniciales, esparcía sus ideas en un mundo atemorizado, que buscaba en esa presunta conversión del monstruo revolucionario el pretexto para no combatir más. Por otro lado, las monarquías tradicionales, que deberían liderar la reacción, procuraban amoldarse a los nuevos principios, en un anhelo sin sufrimiento de no perder sus tronos; o resucitaban los antiguos errores regalistas, imaginando oponerse tanto mejor a la Revolución cuanto más absolutistas se mostrasen. Para agravar la calamidad, muerto Pío VI en Valence-sur-Rhône, la Iglesia entraba en el nuevo siglo sin pastor y con el sacro colegio disperso, impedido de regresar a Roma y enfrentando las mayores dificultades para reunirse a fin de elegir un nuevo pontífice.

                Titubeantes y débiles en el inicio de la Revolución, sacrificando todo cuanto era humanamente posible para no enfrentarla, los católicos, sin embargo, habían soportado el martirio con denuedo cuando la Revolución quiso exigir más de lo que ellos podrían ofrecer. Esa firmeza en la defensa de sus principios transformaría la fisonomía del siglo, que se iniciaba con tan malos pronósticos. Un renacimiento católico pujante sería el fruto de los sufrimientos y de la valentía de los católicos de la era de la Revolución.

                Ese florecimiento católico fue universal. Basta recordar los hombres de O’Connell en Inglaterra, Balmes y Donoso Cortés en España y Windhorst en Alemania. Pero, como no podría dejar de ser, fue Francia su lugar de nacimiento, y ahí serían libradas, durante todo el curso del siglo XIX, las batallas más encendidas entre la Iglesia y la Revolución; batallas esas seguidas con interés por todo el mundo, y cuyo resultado era ansiosamente esperado, pues indicaría el curso que sería seguido por la humanidad. Así, estudiando el movimiento católico francés, se tendrá una visión de conjunto del catolicismo en el siglo XIX.

                Ese movimiento tuvo como punto de partida dos hombres, de los cuales uno es justamente célebre y de renombre universal, y el otro injustamente olvidado: Joseph de Maistre y el P. Bourdier Delpuits.

                Justificando el viejo dictado de que Dios escribe derecho por líneas torcidas, uno de los grandes beneficios —sino el mayor— que surgió indirectamente de la Revolución, fue el haber llevado a Joseph de Maistre a escribir sus célebres libros. Senador de Saboya y viviendo en un país organizado, su existencia transcurría serena cuando estalló la Revolución. Obligado a emigrar, el espectáculo de devastación que presenció y su larga visión de futuro lo llevaron a tomar la pluma para combatirla, advirtiendo a la humanidad de los peligros que correría si siguiese sus principios y señalando el abismo en que fatalmente caería con su victoria. De ahí los libros que lo convirtieron en un clásico de la literatura francesa, entre ellos el célebre Du Pape, que lo transformó en líder de las nuevas generaciones católicas.

                El libro Du Pape, verdadero himno al papado, restableció su verdadero lugar en la historia, sus derechos y prerrogativas, y principalmente le dio un impulso nuevo a la doctrina de la infalibilidad del soberano pontífice, que el Primer Concilio Vaticano, que en 1870, promulgaría como dogma. Fue el libro que más influyó en los católicos del siglo XIX. Desde entonces fueron conocidos por ultramontanos los que seguían sus ideas. Louis Veuillot, respondiendo a Le Siècle, que apuntaba al ultramontanismo como una nueva secta, podía decir que el católico y ultramontano eran palabras perfectamente equivalentes, siendo una sinónimo de la otra; pues, salvo los galicanos, todos los católicos se declaraban ultramontanos.

                El P. Bourdier Delpuits entró muy joven en la Compañía de Jesús. En 1762, cuando la orden fue expulsada de Francia, él todavía no había pronunciado los últimos votos, lo que le permitió entrar en el clero secular. Durante la Revolución, fue preso y exiliado, pero volvió a Francia antes de la caída de Robespierre, porque juzgó que era su deber ejercer ahí el sagrado ministerio, a pesar de los peligros que corrían los padres refractarios. Preocupado con la situación de los jóvenes, y principalmente de los universitarios, el P. Delpuits, aprovechando la libertad que Napoleón concedió al ejercicio del culto, fundó el 2 de febrero de 1801 la Congregación Mariana Santa María Auxilium Christianorum, conocida en la historia de Francia simplemente por “la congregación”.

               
Félicité de Lamennais, líder católico que posteriormente
apostató y se unió al liberalismo
Fue esa congregación mariana la que dio verdadera formación religiosa a la juventud que creció bajo la Revolución. De ella salieron los primeros grandes nombres católicos en ese siglo: el duque Mathieu de Montmorency, el cardenal príncipe de Rohan y Félicité de Lamennais. Sus congregados eran incansables en el servicio de la Iglesia. Cuando Napoleón, después de intentar subyugar a la Iglesia, entró en lucha abierta contra ella, fueron los congregados quienes trajeron la bula de excomunión del emperador y la publicaron en París. En el auge de la lucha, cuando Napoleón apresó al papa e impidió la comunicación entre los cardenales, fueron ellos quienes, burlando la policía mejor organizada de aquella época, sirvieron de mensajeros entre los miembros del sacro colegio que estaban en Francia. La congregación fue la primera en ser combatida por los revolucionarios, que a finales de la restauración, movilizaron una persecución sistemática, hasta abatirla, aprovechándose de la debilidad de Carlos X. Pero, al desaparecer, la semilla ya estaba lanzada: se anunciaba una numerosa conversión, y Lamennais ya lideraba uno de los más auspiciosos movimientos católicos jamás aparecidos en Francia.

                Napoleón no se ilusionó con la pseudo-derrota de la Iglesia a inicios del siglo, e intentó una retirada dándole una aparente libertad, pero intentando por todas las formas subordinarla al Estado. La Restauración se mostró incapaz de reconstruir la antigua monarquía francesa. Aprovechándose de todas las instituciones napoleónicas, intentó amoldarse a las nuevas ideas y restaurar el absolutismo estatal en materia religiosa. Toda la política eclesiástica de Luis XVIII y de Carlos X trató de resucitar el galicanismo. Si Francia no se volvió un país galicano, eso se debe en gran parte a Félicité de Lamennais.

               
Dom Prosper Guéranger, abad de Solesmes, restaurador
de la liturgia católica y gran representante del catolicismo
ultramontano
Lamennais unía a una inteligencia genial un don excepcional de proselitismo. Discípulo de Joseph de Maistre, reunió en torno de sí una verdadera multitud de futuros grandes nombres del catolicismo, formándolos y difundiendo las ideas ultramontanas. Así, vemos en La Chênaie, su cuartel general a Dom Guéranger, el restaurador de la liturgia romana; al P. Salinis, que sería cardenal y uno de los primeros periodistas católicos; al P. Rohrbacher, el mejor historiador de la Iglesia del siglo XIX; al P. Gerbert, que Louis Veuillot consideraba uno de los maestros de la literatura francesa; el conde de Lacordaire, Montalembert y tantos otros, sin contar los tránsfugas Lamartine y Víctor Hugo.

                Desde La Chênaie partieron los asaltos contra el galicanismo, ya sea combatiendo sus errores, ya sea denunciado sus tramas, ya sea exponiendo los verdaderos principios del catolicismo. De ahí salieron libros, periódicos, nuevas ediciones de Joseph de Maistre, obras de puro apostolado. Habiendo Chateubriand abierto a Lamennais y a sus discípulos las puertas del Le Conservateur, las tesis queridas de Joseph de Maistre eran expuestas en el mejor periódico de la época. Lamennais no dejaba en paz a Mons. Frayssinous, obispo de Hermópolis, Gran Maestre de la Universidad y en esa época jefe del galicanismo. La inquisición, la Liga y los Guisa eran elogiadas, y, para gran escándalo de algunos galicanos, el P. Salinis publicó artículos en honra a San Gregorio VII.

                Con la caída de Carlos X, toda esa obra tan promisoria casi se perdió, con el brusco giro de su jefe. De un momento para otro, el líder ultramontano y legitimista Lamennais pasó a defender los errores de la Revolución. Es cuando apareció L’Avenir, fundado con el objetivo de “reconciliar la Iglesia con la libertad”. Lamennais era una bandera, y el alto nivel y brillo con que sus editores presentaban el periódico le aseguró un éxito incalculable. Poco a poco, sin embargo, no tanto los ataques de los galicanos cuanto la verdadera orientación, que se tornaba clara, fue apartando a los católicos. L’Avenir fue perdiendo adherentes y terrenos, hasta ser forzado a desaparecer en 1832.

               
El papa Gregorio XVI, condenó las tesis del L'Avenir en su
encíclica Mirari vos
Es bastante conocida la historia del fin de Lamennais. Cerrado el periódico, él fue para Roma con Lacordaire y Montalembert, a pedir a la Iglesia un pronunciamiento sobre las tesis del L’Avenir. Recibiéndolos fríamente, Gregorio XVI usó todos los medios para no ser obligado a lanzar una condenación sobre el antiguo campeón de la infalibilidad. Lacordaire y Montalembert vieron la partida perdida y se alejaron de la ciudad, pero Lamennais, tomado de un orgullo satánico, se obstinó. Cuando al final resolvió retirarse, lo hizo con un supremo desafío a la Santa Sede, declarando al internuncio en Florencia, que iba a reabrir L’Avenir, y que no queriendo Roma juzgarlo, se consideraba absuelto. Gregorio XVI con la encíclica Mirari vos, condenó entonces todas las tesis de L’Avenir. Reprimiendo su ira, Lamennais se sometió, para poco después apostatar.

                El conocido agitador italiano Mazzini escribió por esa época: “Napoleón, aprisionando al papado, arrastrándolo a París, amenazándolo y transigiendo políticamente con él, acabó ignorándolo y menospreciándolo. Cayendo el gigante, y la inercia política permitiendo el renacimiento de los estudios filosóficos y pacíficos, aparecen el espiritualismo, el eclecticismo, escuelas que, si bien no renegaban el sentimiento religioso, no consideraban más al papado como un elemento necesario. En todo el mundo católico no quedaba para el papa sino Joseph de Maistre”.

        
Louis Veuillot, el más grande periodista católico de todos
los tiempos
Era todavía temprano para que Mazzini cantara victoria. Lamennais, de hecho, comprometió seriamente el movimiento católico del siglo XIX con la aventura de L’Avenir. Su escuela se dividió. Algunos como Lacordaire y Montalembert, conservaron las tendencias más de la segunda época: de la época del periódico, e irían a tomar más tarde el lado de los católicos liberales, en cuanto los otros, como Dom Guéranger, el P. Rohrbacher y el P. Salinis conservaron la formación  antigua. Dentro en breve surgiría aquel que, como Lamennais de la primera época, sería el sucesor de Joseph de Maistre en la defensa del papado: Louis Veuillot, el mayor periodista católico de todos los tiempos.


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