CLÉRIGOS
Y LAICOS
DOCTRINA OBLIGATORIA,
OPINIONES LIBRES
La
tesis católica es invencible en el campo de la doctrina. Por lo tanto, rara vez
es combatida en ese terreno.
Todo
el mal viene, prácticamente del empleo de fórmulas equívocas, por ejemplo:
“La
Iglesia no hace, ni debe hacer política”[1].
Esta
fórmula constituye un excelente medio para dar a entender (más que para decir)
que en este terreno sólo es admisible una regla: la libertad… Si hemos de creer
a los que la emplean, la Iglesia no tiene por qué ocuparse de problemas
políticos, ya que, en estas materias, no hay, o no puede haber, o no se puede
alcanzar la verdad.
De
ahí que la elección sea libre. Cada uno con su opinión. Todas son buenas a condición
de ser sinceras. Que cada cual vote según su conciencia; esta libertad integral
es esencial a toda actividad política.
Partiendo
del principio de que “en las cosas dudosas” la libertad es necesaria, “in
dubiis libertas”, se aprovecha la euforia provocada por la prudencia de esta
fórmula para presentar como dudosas las evidencias más claras y las
conclusiones más ciertas.
Y
pasando al capítulo de la enseñanza de la Iglesia, se proclama no atenerse ni
dar importancia más que a las “verdades de fe”.
“Es
de fe… No es de fe…”, se hará observar; pero de tal suerte que se pueda creer
fácilmente que es así como se ha de señalar el límite que separa lo que es
cierto de lo que no lo es (por lo tanto, de lo que es libre…).
¡Pero
qué pensar de aquellos que se complacen en limitar tan sólo a los dogmas de fe
solemnemente definidos por la Iglesia (mínimo que hay que creer bajo pena de
herejía o de apostasía), el conjunto de verdades a las cuales debamos someter
nuestro espíritu y nuestro corazón![2].
Es
un gran error considerar como de libre opinión todos los puntos de doctrina y
de interpretación sobre los cuales la Iglesia no ha dado su definición expresa.
Pío
XII en su encíclica Humani generis,
no ha dejado de señalarlo: “Ni puede afirmarse que las enseñanzas de las
encíclicas no exijan de por sí nuestro asentimiento pretextando que los romanos
pontífices no ejercen en ellas la suprema potestad de su magisterio. Pues son
enseñanzas del magisterio ordinario, para las cuales valen también aquellas palabras:
«El que a vosotros oye, a Mí me oye»;
y la mayor parte de las veces lo que se propone e inculca en las encíclicas
pertenece ya —por otras razones— al patrimonio de la doctrina católica. Y si
los sumos pontífices, en sus constituciones, de propósito pronuncian una sentencia
en materia hasta aquí disputada, es evidente que, según la intención y voluntad
de los mismos pontífices, esa cuestión ya no se puede tener como de libre
discusión entre los teólogos”[3].
* * *
¿Puede
hablarse con mayor claridad?
Pero
no se trata en ese texto más que de la enseñanza específicamente religiosa de
la Iglesia.
Se
comprende que si hay quien no duda en ejercer su impertinencia en el dominio de
la fe, no reconocerá límites en el plano de la mera razón. Si, en efecto, con
respecto a las “verdades de fe”, algunos se permiten considerar como “dudosas”
las proposiciones de la Iglesia que no llevan el sello apostólico de la
infalibilidad, a fortiori, el
testimonio de la inteligencia, de la razón o de la simple experiencia puede ya
ser recusado.
Según
la frase de monseñor Pie: “la Iglesia no está menos atenta a mantener los atributos
ciertos de la naturaleza y de la razón que a salvar los derechos de la fe y de
la gracia”.
“Desde
este punto de vista, la Iglesia ha condenado como escandalosa y temeraria la
opinión de quienes sostienen que pueda haber un pecado puramente filosófico,
que sólo sería una falta contra la recta razón, pero sin ser una ofensa a Dios”[4].
Si
se medita algunos minutos esta decisión no se tardará en ver la importancia de
sus repercusiones.
Es
equivocado creer que fuera de la enseñanza explícitamente religiosa de la
Iglesia comienza el pantanoso terreno de esas “cosas dudosas” donde el
liberalismo podría valer como ley.
León
XIII lo asegura sin la menor ambigüedad en la encíclica Libertas:
“Las
verdades naturales, como son los primeros principios y los deducidos inmediatamente
de ellos por la razón, constituyen un como patrimonio común del género humano;
y puesto que en él se apoyan como en firmísimo fundamento las costumbres, la
justicia, la religión, la misma sociedad humana, nada sería tan impío, tan
neciamente inhumano como el dejar que sea profanado y disipado”.
La
Iglesia ha considerado siempre como deber suyo enseñar estas verdades naturales.
La
proposición 57 del Syllabus[5]
recuerda la condenación en que incurre quienquiera pretendiese que “que la
ciencia de las cosas filosóficas y morales, y aun las leyes civiles, pueden y
deben prescindir de la autoridad divina y eclesiástica”[6].
“Enseñar
la religión y luchar perpetuamente con los errores. Tal es —dice León XIII en
la encíclica Aeternis Patris—la
finalidad de los diligentes trabajos de cada uno de los obispos, de las leyes y
decretos promulgados en los concilios, y sobre todo de la cotidiana solicitud
de los romanos pontífices…
”Pero,
como según el aviso del Apóstol por la filosofía y la vana falacia suelen ser
engañadas las mentes de los fieles cristianos y es corrompida la sinceridad de
la fe en los hombres, los supremos pastores de la Iglesia siempre juzgaron ser
también propio de su misión promover con todas sus fuerzas las ciencias que
merecen tal nombre, y a la vez proveer con singular vigilancia para que las
ciencias humanas se enseñasen en todas partes según la regla de la fe católica,
y en especial la filosofía, de la
cual depende, sin duda, e gran parte, el buen método de las demás”.
Por
lo tanto, y puesto que la Iglesia reivindica el derecho de enseñar todas las
ciencias humanas, es difícil comprender por qué únicamente la ciencia política
deba escapar a su magisterio.
¿No
rechazaba enérgicamente monseñor Freppel la idea de que “las formas de gobierno,
sus cambios, sus modificaciones, sus sucesiones…, sean lo que menos importe a
la Iglesia”?
También
la proposición 57 del Syllabus, ya citada, nos recordaba que “la autoridad
divina y eclesiástica” rehusaba el dejarse sustraer “la ciencia de las cosas
filosóficas y morales, ASÍ COMO LAS LEYES CIVILES”[7].
Esto
sí que es claro y permite prever que si, en cierto sentido es exacta[8]
la fórmula: “la Iglesia no debe hacer política”, ello no significa que la
Iglesia no tenga ningún derecho, ningún poder que ejercer, nada que decir en lo
relativo al gobierno y a la organización del Estado.
Bastará
con recordar que la Iglesia y los papas han condenado, reprobado o proscrito
los principios de 1789, el laicismo o naturalismo político, el estatismo
totalitario, el liberalismo, el socialismo, el comunismo, la doctrina política
del Sillon, el nazismo y todo nacionalismo
inmoderado. Uno se preguntará, sin duda, qué más pruebas podrían exigirse para
admitir que la Iglesia no cree conveniente desinteresarse de la vida o de la
muerte de las sociedades civiles.
Si
se meditan estas condenaciones y se piensa en las repercusiones prácticas que
acarrean se comprobará que constituyen una red tan tupida que es capaz de
impedir que pasen la mayoría de las teorías políticas que hoy se profesan.
TRANSCENDENCIA
DE LA IGLESIA, PERO NO INDIFERENCIA
Ahora
que sabemos por qué y en qué sentido es falso decir que “la Iglesia no hace o
no debe hacer política”, nos queda por estudiar cómo debe ser entendida esta
fórmula para poder ser aceptable.
Puede
ser legítima si con ella se quiere afirmar que la Iglesia, en lo que tiene de
esencial, es trascendente; que su fin, su misión, su acción, son
sobrenaturales; que para llegar a ese fin, cumplir esa misión, proseguir esa
acción, no tiene la Iglesia necesidad, por esencia, de ninguna colaboración
política; que es una sociedad perfecta; que, por consecuencia, no podía ser
tributaria de ninguna potestad inferior y que en caso necesario podría ejercer
su divino ministerio, a pesar de la indiferencia, a pesar incluso de las
persecuciones de los poderes temporales.
Pero,
digámoslo una vez más, esta transcendencia no significa indiferencia[9].
La
Iglesia tiene por suprema misión la salvación de las almas. Más exactamente, en
esta inmensa sociedad que es la Iglesia, compuesta de clérigos y laicos, aquellos
que son en toda la plenitud del término “gentes de Iglesia”, o sea los
“eclesiásticos”, tienen como misión el cuidado y la salvación de las almas.
En
lo sucesivo, esta distinción entre clérigos y laicos[10]
va a sernos indispensable. Porque la Iglesia en la persona de los
eclesiásticos, tiene por misión el cuidado y la salvación de las almas; la
Iglesia, repetimos, en la persona de los eclesiásticos, desde el soberano
pontífice hasta el menor clérigo, no puede quedarse indiferente ante el régimen
del Estado.
Nuestra
historia abunda en pruebas de esta solicitud. Desde los primeros obispos de la
Galia, desde San Germán, San Cesáreo, San Avito, San Remigio, hasta San Vicente
de Paul, pasando por Suger y sin omitir a Richelieu, los clérigos se han unido
gustosamente a los laicos para la salvación, tanto espiritual como material del
estado10 bis.
¡Felices
costumbres de los siglos de fe!
Doscientos
años de naturalismo, de liberalismo, de laicismo triunfantes han destruido la
armonía de esta colaboración. En todas, o en casi todas partes, el poder civil
ha querido separarse del poder religioso. Se ha abierto un foso, cada vez más
profundo, entre clérigos y laicos. Estos últimos llamaron “rapiñas y usurpaciones” a los beneficios prestados por los primeros
a la ciudad temporal.
“La
Iglesia (entendida como el conjunto de los eclesiásticos) no insistió —prosigue
monseñor Pie— en imponer al mundo servicios que el mundo rechazaba… Obligada a
abandonar los baluartes, los contramuros y todas las construcciones avanzadas de
que se había rodeado en la ciudad temporal, la Iglesia (conjunto de los
eclesiásticos) se atrincheró, sobre todo, en el santuario, a fin de
fortificarle”[11].
Para
evitar todo equivoco, los clérigos no quisieron aparentar que disputaban a los
príncipes un poder cuyo ejercicio no tienen como misión principal. Sin embargo,
su misión les imponía el deber de adoctrinar a las naciones. “Papas y obispos
aplastaron todos los errores bajo el peso de sus anatemas”, y no dejaron de
recordar o de indicar los prudentes principios que debían presidir tanto el
gobierno como la organización de la sociedad. Pero, preocupados por evitar la
menor perturbación, cuidando de no aparecer guiados por ninguna ambición
temporal, esos mismos papas y esos mismos obispos se guardaron muy bien de
traspasar los límites del papel que se habían fijado. De ahí la altura y el
carácter de generalidad que son como la marca y el sello de sus directrices y
consejos.
Los
clérigos saben cómo el detalle práctico, el diario cuidado de los negocios públicos,
la adaptación de los principios eternos de la prudencia política a las
diferentes condiciones del tiempo y de lugar, son obra particular de los
laicos, acción propia del Estado, justo dominio de su autonomía y de su
competencia. Saben que si penetran en ese terreno, a título de su propia
autoridad eclesiástica, sería entonces cuando se podría acusar y gritar: he ahí
el “clericalismo”; es decir, la intrusión de los “clérigos” en la gestión
directa de lo temporal, en el ejercicio práctico del poder civil. La Iglesia,
entonces, “haría política” en el sentido impugnable de la fórmula.
Ahora
bien, cosa curiosa: en lugar de reconocer la delicadeza de tal reserva, buen
número de “laicos” tienden a reprochar a la Iglesia, en la persona de sus
clérigos, ese carácter de generalidad que sus directrices guardan siempre en
materia política. ¿No ven acaso estos laicos que con tales reproches lo que
subrayan es su propia incuria, así como su desconocimiento de los deberes que
les impone precisamente su estado de laicos?
Esa
precisión en los detalles, esas soluciones concretas que piden, ¿no ven los
laicos que son ellos quienes deben descubrirlas, quienes deben extraerlas,
aunarlas de algún modo en la línea recta de los sabios principios de toda sana
y santa política recordados por el magisterio eclesiástico? Lo que reprochamos
a los clérigos debemos considerar que nos corresponde averiguarlo y precisarlo
por nosotros mismos.
¿Cómo
podrían los romanos pontífices desde la cátedra de San Pedro, proponer para el
planeta entero soluciones políticas con detalles rigurosamente fijados?
La
Iglesia, además, es prudente. Sabe cuánto tiempo y paciente perseverancia necesitan
las reformas sociales para ser sabias y fecundas. Los clérigos podrían, sin
duda, llevar adelante, hasta en sus menores detalles, la enseñanza de la sana
doctrina política o, para emplear la expresión de León XIII, el estudio
minucioso de “la filosofía del Evangelio aplicada al gobierno de los Estados”. Esto
hubiera sido peligroso.
La
enseñanza de la ciencia política, por desinteresada que sea, no es como la enseñanza
de las otras ciencias, un simple trabajo dogmático lleno de serenidad.
Difundir, profesar una doctrina política, es ya, inevitablemente, hacer una
propaganda…, y por eso mismo, comprometerse, al menos de lejos, en las luchas y
en la acción políticas.
Siendo
esto así se comprenderá la reserva de la Iglesia…
Además,
tales indicaciones, tales reformas, tales instituciones, aunque legítimas por
sí mismas y verdaderamente deseables, tienen el riesgo de provocar catástrofes
sociales si son dadas, emprendidas o fundadas torpemente o a destiempo.
Recuérdese
la esclavitud antigua y los desórdenes que hubieran estallado si los primeros
papas hubieran declarado explícitamente, sin más, que era ilegítima. Se podrían
multiplicar los ejemplos contemporáneos que ilustrarían los rasgos de una
prudencia similar. Nada de oportunismo, en el mal sentido de la palabra, sino
afán de evitar un mal mayor.
No
reprochemos, pues, a las encíclicas, una cierta imprecisión en el detalle
práctico o incluso su silencio sobre asuntos que, para nosotros los laicos, nos
parecen decisivos, porque sean temas de inmediata resolución. Pensemos en los
movimientos de odio, en las palabras injuriosas que provocaron los consejos tan
delicados y sabios que Pío XII se dignó dirigir a las “Semanas Sociales” de
Estrasburgo.
No
exijamos —digámoslo de una vez— del soberano pontífice lo que debe ser precisamente
nuestra tarea, lo que nos impone nuestro estado de “laico”.
Las
encíclicas no contienen —porque no deben contenerlo— un curso explícito de
doctrina política minuciosamente pormenorizada; pero sí contienen los
principios, las grandes líneas, el bosquejo de esa doctrina. A los laicos nos
corresponde desenvolver y desarrollar sus consecuencias.
El
Vicario de Jesucristo, así como los obispos, no han de descender más allá de un
cierto grado. Su misión es muy distinta a la de publicar todos los meses un
boletín de formación o de orientación política. Los “clérigos” no tienen que
hacer esa tarea de “laicos”.
“Le
hace falta al clero —nos dice Pío XII[12]—
reservarse, ante todo, para el ejercicio de su ministerio propiamente
sacerdotal, en el cual nadie puede suplirle. Una ayuda proporcionada por laicos
al apostolado es, por tanto, de necesidad indispensable”.
Esta
labor de desarrollo, de explicación de la doctrina social de la Iglesia,
corresponde a nosotros realizarla, sin cesar, precisamente por ser católicos,
esto es, debemos pensar, hablar, actuar como católicos y hacer labor de
política católica.
De
tal manera que, sin que el magisterio eclesiástico tenga que comprometerse y corra
el riesgo de verse envuelto en las vicisitudes e inevitables decepciones de los
asuntos temporales, el reino de Cristo o, lo que es lo mismo, el reino de la
Iglesia, pueda, sin embargo, extenderse a toda la vida política.
APOSTOLADO
PROPIO DE LOS LAICOS
Porque
también nosotros, los laicos o seglares, somos la Iglesia. Y eso que se llamó
en el siglo XIX el “repliegue de la Iglesia al Santuario” no es, en realidad,
más que la deserción de la gran masa de los seglares cristianos del combate por
una “ciudad católica”.
“Bajo
este aspecto —ha podido decir Pío XII[13]—,
los fieles, y más concretamente los seglares, se hallan en la línea más
avanzada de la vida de la Iglesia; para
ellos la Iglesia es el principio vital de la sociedad humana. Por esto,
especialmente, deben tener un convencimiento cada vez más claro no sólo de que pertenecen a la Iglesia, sino
que son la Iglesia; es decir, la comunidad de los fieles en la tierra,
bajo la dirección del Jefe común, el papa, y de los obispos en comunión con él.
Ellos son la Iglesia, y por esto ya desde los primeros tiempos de su historia,
los fieles, con el consentimiento de sus obispos, se han unido en asociaciones
particulares concernientes a las más diversas manifestaciones de la vida. Y la
Santa Sede no ha cesado jamás de aprobarlas y de alabarlas”[14].
“Sería
desconocer la naturaleza real de la Iglesia y su carácter social —escribía más
recientemente Pío XII[15]—
distinguir en ella un elemento puramente activo, las autoridades eclesiásticas,
y por otra parte, un elemento puramente pasivo, los laicos. Todos los miembros
de la Iglesia como Nos hemos dicho en la encíclica Mystici Corporis Christi, están llamados a colaborar en la
edificación y en el perfeccionamiento del Cuerpo místico de Cristo” (cf. A.A.S.
a. 35, 1943, página 241). Todos son personas libres y deben ser, por lo tanto,
activos…. “El respeto a la dignidad del sacerdote fue siempre uno de los rasgos
más típicos de la comunidad cristiana”. Por el contrario, también el laico
tiene sus derechos, y el sacerdote debe reconocerlos por su parte. “El laico
tiene derecho a recibir de los sacerdotes todos los bienes espirituales, con el
fin de lograr la salvación de su alma y llegar a la perfección cristiana.
Cuando se trate de los derechos fundamentales del cristiano, puede hacer valer
sus exigencias; el sentido y la finalidad misma de toda la vida de la Iglesia
se hallan aquí en juego, así como la responsabilidad ante Dios tanto del
sacerdote como del laico…
”…
Es verdad que hoy más que nunca deben prestar esta colaboración con tanto más
fervor «para la edificación del Cuerpo de Cristo» (Efesios, IV, 12) en todas
las formas de apostolado, especialmente cuando se trata de hacer penetrar el
espíritu cristiano en toda la vida familiar, social, económica y política…
”Por
otra parte, apartándonos del problema que crea el reducido número de sacerdotes,
las relaciones entre la Iglesia y el mundo exigen la intervención de los
apóstoles seglares. La «consecratio mundi»
es, en lo esencial, obra de los seglares
mismos, del hombres que están mezclados íntimamente en la vida económica
y social, participando en el gobierno y en las asambleas legislativas…”.
Sin
duda alguna el “Príncipe de este mundo” debe temerlo todo de un ejército de seglares
verdaderamente católicos y decididos a combatir de veras por el reinado de
Cristo sobre las instituciones.
La
ignorancia religiosa de los seglares es el auxiliar más seguro de Satanás. Y,
cuando no puede conseguirla, tiende a hacer callar a los que saben.
Este
es el secreto de cierto “testimonio” que algunos quisieran vernos prestar…,
pero a condición de que fuese mudo.
Hablar
—dicen— no corresponde al laico; sólo el clérigo tiene potestad de enseñar.
Piensan
que “basta dar testimonio de existencia, aun cuando este testimonio se exteriorice
sólo por actos de beneficencia o por un esfuerzo para la obtención de una mayor
justicia y caridad humanas. Pero, ¿no sería equívoco semejante testimonio si no
deja entrever la fuente profunda donde se alimenta? Por no expresar la fe que
le anima, favorecerá a veces un respeto humano que se ignora y quedará con
frecuencia ineficaz, desde el punto de vista cristiano, en un mundo que recusa
lo sobrenatural…
“Elegir
un principio que es preciso silenciar lo sobrenatural, es exponerse, en realidad,
a testimoniar contra ello. Se llegará fácilmente a la conclusión o de que no
creemos en lo sobrenatural o que lo consideramos sin importancia”[16].
Santo
Tomás pensaba, muy al contrario, que “cada uno está obligado a manifestar públicamente
su fe, ya sea para instruir y animar a los otros fieles, ya para rechazar los
ataques de los adversarios”16 bis.
Y
León XIII precisa[17]:
“Ceder el puesto al enemigo, o callar cuando de todas partes se levantan
incesantes clamores para oprimir la verdad, propio es o de hombres cobardes, o
de quien duda estar en posesión de las verdades que profesa… Bien poca cosa se
necesitaría, a menudo, para reducir a la nada las acusaciones injustas y
refutar las opiniones erradas; y si quisiéramos imponernos un trabajo más
serio, estaríamos siempre ciertos de vencerlas.
”Lo
primero que ese deber nos impone, es profesar abierta y constantemente la doctrina
católica y propagarla, cada uno según sus fuerzas[18].
Porque, como repetidas veces se ha dicho, y con muchísima verdad, nada daña
tanto a la doctrina cristiana como el no ser conocida; pues siendo bien
entendida, basta ella sola para rechazar todos los errores…
”Por
derecho divino la misión de predicar, es decir, de enseñar, pertenece a los doctores,
esto es, a los obispos, que el Espíritu Santo ha puesto para regir la Iglesia
de Dios. Por encima de todo, esa misión pertenece al romano pontífice, vicario
de Jesucristo, encargado con poder soberano para regir la Iglesia universal
como maestro de la fe y de las costumbres. A pesar de ello, no se debe creer
que esté prohibido a los particulares cooperar, en una cierta manera, a este
apostolado, sobre todo si se trata de hombres a quienes Dio ha otorgado, junto
a los dones de la inteligencia, el deseo de hacerse útiles.
”Cuántas
veces lo exija la necesidad, pueden éstos con facilidad, no, ciertamente,
arrogarse la misión de los doctores, sino comunicar a los demás lo que ellos
mismos han recibido, y ser, por así decirlo, el eco de la enseñanza de los
maestros. Por otra parte, la cooperación privada ha sido juzgada por los padres
del Concilio Vaticano, de tal modo oportuna y fecunda que no han dudado en reclamarla…
Que cada uno, pues, recuerde que puede y que debe difundir la fe católica con
la autoridad del ejemplo, y predicarla mediante la profesión pública y
constante de las obligaciones que ella impone”[19].
* * *
La
verdadera misión del laico cristiano es hablar, hacer suyo todo lo que es de la
Iglesia. Esta identificación es indispensable para la plena expansión del
reinado de nuestro Señor.
El
orden divino es tan perfecto que esos deberes del laico se encuentran unidos
entre sí por un interés más directo, cuyo saludable impulso tal vez no
experimente el clérigo.
Monseñor
Pie lo presentía ya cuando exclamaba: “Llegará el día en que la sociedad, la
familia, la propiedad rechazarán aún más enérgicamente que nosotros mismos,
ciertos axiomas de secularización exclusiva y sistemática, que les habrán sido
más funestos que a la misma Iglesia”[20].
El
laico, en cierto sentido, está más directamente interesado en el triunfo de la
realeza social de nuestro Señor Jesucristo, y esto por razón de que el laico se
encuentra, más que el clérigo, inmerso en el orden temporal, en el orden civil,
en el orden secular; más comprometido en los problemas sociales y más
directamente interesado en materia política…
En
el fondo de todo ello puede haber una buena parte de egoísmo. Lo que no obsta
para que este reflejo de simple interés pueda ser, como el temor de Dios,
principio de sabiduría.
Forzando
la nota, puede ocurrir que, por un sentido un tanto estrecho de la vida contemplativa
y del reino de Dios, algún clérigo encuentre más cómodo hallarse reducido al
santuario.
Así
nos lo han dado a entender con bastante frecuencia exclamaciones como esta: “Estamos
mucho más tranquilos ahora, ahora que la Iglesia está separada del Estado…” ¡Como
si esta tranquilidad pudiese ser un ideal de la Iglesia militante!
Por
lo tanto, es una gracia concedida al laicado el no poder reposar en semejante
abandono y el verse más directamente sacudido por la conmoción del orden civil,
que es su propio dominio.
Una
vez más tenía razón el cardenal Pie: “llegará un día…”. Y consideramos que ha
llegado ese día… en que los laicos tienen que rechazar más enérgicamente acaso
que ciertos clérigos, esos axiomas de secularización, laicismo, liberalismo,
socialismo, que son como el cáncer de la sociedad moderna.
Y
esta reacción no expresa, en modo alguno, una iniciativa temeraria, incluso anárquica,
del laicado. Muy al contrario, los infortunios que nos atrajo nuestra
desobediencia a las enseñanzas de la Iglesia son frutos que nos empujan hoy a
los seglares a volver a su orden y a su verdad. Hijos pródigos, sin duda, poco
ufanos de las catástrofes que han venido sobre el mundo por nuestra negativa a
escuchar las enseñanzas de los soberanos pontífices desde hace más de dos
siglos; pero hijos pródigos llenos de confianza y sin inquietud alguna por la
acogida que saben les está reservada. Confianza que se apoya, también sobre el
principio de un derecho fundamental; porque es justo, en efecto, en el orden
moral que a todo debe corresponder un derecho. Somos seglares. Nuestro deber es
la obediencia. Pero, como contrapartida inmediata, tenemos un derecho. Y es el
derecho a esa maternidad de la Iglesia a la cual debemos sumisión como hijos. Derecho
a la verdad, a la Verdad integral que detenta. Derecho a la doctrina católica,
tanto social como privada.
Derecho a que la Iglesia
sea nuestra Reina, puesto que tenemos el deber de ser sus súbditos.
[1] Precisamos más adelante el sentido real de esta fórmula. A este
sentido no nos referimos en la primera parte de este capítulo.
[2] La 22ª proposición del Syllabus
condena a los que sostienen que “la obligación a que sin excepción están sometidos
los maestros y escritores católicos se limita únicamente a los puntos
propuestos por el juicio infalible de la Iglesia como dogmas de fe, que deben
ser creídos por todos”.
Una carta de Pío IX al arzobispo de Munich (21
de diciembre de 1863) recordaba muy claramente: “Cuando se tratare de esta
sumisión que exige un acto de fe divina, no debe limitarse a las cosas que han
sido definidas por los decretos formales de los concilios o de los pontífices
romanos y de la sede apostólica, sino que debe extenderse también a las cosas
que son propuestas por el magisterio de toda la Iglesia extendida en el mundo,
como reveladas por Dios, y que el consentimiento universal y constante de los
teólogos católicos considera como pertenecientes al dominio de la fe”
(Denzinger, 1683).
El derecho canónico no es menos explícito.
Bastaría citar todo el canon 1321.
[3] Documentation Catholique, núm. 1077, c.
1159, p. 3.
[4] Cf.: Denzinger, 1290.
[5] Cf.: Aloc. Maxima quidem,
9 de junio de 1862.
[6] Denzinger, 1757.
[7] Denzinger, 1757.
[8] Que estudiaremos más adelante.
[9] “Las grandes cuestiones que deciden la suerte de la sociedad no
podrán encontrar a la Iglesia indiferente”. Monseñor Pie, Oeuvres, t. I, p. 206.
[10] Bien entendido, que la palabra “laico” está aquí tomada en su
verdadero sentido, el pleno sentido católico. Los “laicos” en la Iglesia se
distinguen de los “clérigos”, pero no dejan de ser católicos y de actuar en
todo y por todo como católicos.
10 bis La
revista argentina VERBO (núm. 5), al llegar a este pasaje, recuerda la
actuación de los grandes santos de España, Hermenegildo, Leandro o Isidoro de
Sevilla, y de los prelados y gobernantes del tipo del cardenal Cisnero, santo
Toribio, arzobispo de Lima, o Vasco de Quiroga, obispo de Michoacán, hasta fray
Mamerto Esquiú, en los que puede verse una larga tradición de clérigos que
trabajan para asegurar la felicidad espiritual y material de la ciudad terrena.
[11] Monseñor Pie, Oeuvres, t.
I, p. 207.
[12] Discurso al Primer Congreso del Apostolado
Seglar, 14 de octubre de 1951.
[13] Discurso a los nuevos cardenales, 20 de
febrero de 1946.
[14] Cf., aquí todavía,
el importante discurso de Pío XII al Primer Congreso del Apostolado Seglar, 14
de octubre de 1951: “Hay quienes gustan de decir frecuentemente que durante los
cuatro siglos la Iglesia ha sido exclusivamente «clerical», por reacción contra
la crisis que en el siglo XVI había pretendido llegar a la abolición pura y
simple de la jerarquía; y, como consecuencia, insinúan que ya le ha llegado (a
la Iglesia) el tiempo de ampliar sus cuadros. Semejante juicio está tan lejano
de la realidad, que precisamente a partir del santo Concilio de Trento es
cuando el laicado se ha encuadrado y ha progresado en la actividad apostólica.
Ello es fácil de comprobar; basta recordar dos hechos históricos patentes entre
muchos otros: las Congregaciones Marianas de hombres que ejercitaban
activamente el apostolado de los seglares en todos los terrenos de la vida pública
y la introducción progresiva de la mujer en el apostolado moderno… De manera
general, en el trabajo apostólico es de desear que reine entre sacerdotes y
seglares la más cordial inteligencia. El apostolado de los unos no es una
competencia con el de los otros. Hasta, a decir verdad, la expresión
«emancipación de los seglares» que se oye acá y allá no Nos agrada. Ya de por
sí la palabra no suena con agrado; además, históricamente es inexacta… Es
evidente que, en todo caso, la iniciativa de los seglares en el ejercicio del
apostolado ha de mantenerse siempre en los límites de la ortodoxia y no
oponerse a las legítimas prescripciones de las autoridades eclesiásticas competentes”.
[15] Discurso al Segundo Congreso Mundial del
Apostolado Seglar, Roma, 5-13 octubre de 1957.
[16] Rapport doctrinal presentado por
monseñor Lefevbre, arzobispo de Bourges, a la asamblea del episcopado francés
(abril de 1957)
16 bis Suma Teológica, IIa, IIae, q. III, a. 2,
ad 2.
[17] Sapientiae
Christianae; párrafos 20 a 23.
[18] Cf.: Théologie de l’Apostolat, por monseñor
León Suenens.
(Desclée
de Brouwer): “¿A qué esperamos para llevar socorros? ¿La ocasión? Pues abunda. ¿La
llamada? Pues hay angustias mudas más elocuentes que los gritos más
penetrantes. ¿Es preciso que el herido desvanecido en el camino vuelva en sí y
pida ayuda para que el que pasa se pare junto a él y cure sus heridas? ¿Conocéis
esta queja de un socialista austríaco, recientemente convertido, publicada en
forma de carta?...: «He encontrado a Cristo a los veintiocho años de edad. Considero
los años que han precedido a este encuentro como años perdidos. Pero esta pérdida
¿me es imputable a mí sólo? Escuchad: Nadie me ha pedido jamás que me
interesara por el cristianismo. He tenido amigos y conocidos cristianos
practicantes que tenían plena conciencia de todo lo que aporta la religión en
la vida humana… Pero ninguno de ellos me ha hablado nunca de su fe. No obstante,
se sabía que yo no era ni un aventurero, ni un libertino, ni un burlón de quien
pudieran temer los sarcasmos… ¿Sabéis por qué he tardado tanto tiempo en
descubrir la verdad? Porque la mayor parte de los creyentes son demasiado
indiferentes, demasiados apegados a su comodidad, demasiado perezosos».
…
“Cómo no pensar aquí en las palabras de monseñor Ancel: «Con frecuencia se
dice: no se puede hablarles de Cristo… no están preparados. Esto puede ser
verdad…; pero, con más frecuencia, somos nosotros los que no estamos preparados».
[19] ¿Es necesario
añadir que si el cristiano tiene el deber de hablar, este deber es inseparable
del de estudiar y aprender?
“Juzgamos
muy útil y muy conforme a las circunstancias presentes —escribía León XIII en Sapientiae Christianae— el estudio
diligente de la doctrina cristiana según las posibilidades y capacidad de cada
uno y el empeño por alcanzar un conocimiento lo más profundo posible de las
verdades religiosas accesibles a la sola razón”.
[20]
Opus. cit., t. II, p. 135-136.