Segunda Parte
LAS OPOSICIONES HECHAS
A LA REALEZA SOCIAL
DE NUESTRO SEÑOR JESUCRISTO
EL
LAICISMO
Acabamos
de ver desenmascarar el error del filosofismo racionalista y desbaratar sus más
insidiosos argumentos. Muy afín a éste y como análogo es el pecado de laicismo.
Su
argumentación será casi la misma: “Somos laicos, no somos obispos ni
sacerdotes; vivimos en un país y bajo instituciones libres, no bajo el antiguo
régimen. Somos hombres públicos y, no profesando el Estado ningún culto, los
funcionarios que enseñan en su nombre no pueden ni deben profesar más que los
principios generales de la moral natural común a todas las religiones… Hoy el
Estado es laico, el legislador es laico, la moral es laica, la enseñanza es
laica… Admitidlo; hoy la cuestión de una religión positiva se ha convertido, de
hecho, cuando no en un principio, en un asunto de preferencia personal, de
gusto… Buscando la concordia social, el Estado debe, pues, a la par que deja a
los ciudadanos toda libertad para seguir cada uno su culto respectivo,
desempeñar como un sacerdocio del orden tan sólo natural y basar así la
educación nacional, la enseñanza de las letras, de la historia, de la
filosofía, de la moral, en una palabra, toda legislación y toda organización
social, en un fundamento neutro, o más bien, en un fundamento común, y resolver
así, fuera de todo elemento revelado, el problema de la vida humana y del
gobierno público…”.
Veamos
otro argumento del laicismo, y que ofrece el interés de ser más reciente. Lo
encontramos formulado en “un manifiesto relativo al caso Finaly”,
afirmado por algunas de las más características personalidades del laicismo contemporáneo,
agrupadas bajo el cayado del muy representativo Albert Bayet. Profesores de la
Sorbona o del Colegio de Francia forman la mayor parte del grupo. Se puede,
pues, esperar, sin exagerada confianza, que sea este texto de gran calidad, que
los argumentos en él reunidos sean de los más sólidos, de los que obligan, por
decirlo así, a la convicción.
Considerando,
pues, pretenden los infrascritos, “que la ley, expresión de la voluntad general
en una esfera a todos común y abierta a las luces de todos, no puede
supeditarse, en ningún caso, a un dogma religioso o a un sistema filosófico
particular”… “declaran su firme adhesión a los principios, según los cuales, el
Estado, garantizando a todas las iglesias o escuelas filosóficas su libertad de
expresión y desarrollo en el orden espiritual, no se adhiere a ninguna y
permanece, por tanto solo juez soberano en su esfera…”.
Así,
porque la ley es (o se pretende que sea) “expresión de la voluntad general en
una esfera a todos común, y abierta a las luces de todos; la ley no puede
supeditarse, en ningún caso, a un dogma religioso o a un sistema filosófico
particular”.
¿Es
que la ley, en consecuencia, no ha de supeditarse, inspirarse, en ningún dogma
religioso, en ningún sistema filosófico particular? Pero entonces, ¿en qué se
convierte? ¿Qué es? ¿Qué puede ser? ¿Qué defiende? ¿Qué manda? ¿Qué prescribe?
¿Qué favorece? Imposible contestar a cada una de esas preguntas sin estar
condenado a recibir una etiqueta filosófica, cuando no religiosa. Sólo los
imbéciles, los animales, las plantas y las piedras se portan de modo
indiferente respecto de tales etiquetas. ¿Lo ignorarán el señor Bayet y los de
su cuerda?
Atrevámonos
a decirlo: tal definición de la ley la condenaría a su inexistencia. Y en
cuanto a nuestra legislación, nadie ignora que su espíritu general es masónico
y auténticamente revolucionario. Luego, ¿qué es sino un dogma y una filosofía
particular?
Y
no sólo tal definición de la ley la haría imposible, sino que consta que semejantes
leyes nunca existieron en el curso de la historia. Roma tenía una cierta
filosofía del Estado y Atenas también. Y pretender que no hay una filosofía del
Estado equivale a tener una, y, por tanto, sería profesar un sistema filosófico
particular.
En
realidad nada hay más mentiroso que las afirmaciones de ese manifiesto. La
solemnidad doctoral en que se envuelve, no deja de acentuar su divertido efecto.
En realidad, esa negativa de todo dogma religioso y de todo sistema filosófico
particular tiene numerosos rótulos, en el orden de las ideas: liberalismo,
sincretismo, eclecticismo, cuando no agnosticismo y escepticismo: ¡valiente
resultado, tendremos que admitir para esas gentes que se envanecen de rehuir
toda adscripción filosófica! Nada de más “particular”, pues, que ese sistema
que pretende no serlo.
Muy
bien lo dijo Renè Groos: “El liberalismo tiene como principio el respetar
igualmente todas las opiniones; lo cual es condenar la idea de elección y, por
tanto, condenar toda opinión, menos el liberalismo”.
El
Estado, que aquí se nos propone, no toma nada, no “se adhiere” a nada, para
quedar así, nos dicen, como “único juez soberano en su esfera”.
Pero,
¿cómo puede ser juez el Estado sin principios y sin normas, ya que deja a cada
uno su propio sistema filosófico y no tiene ninguno él mismo?
* * *
Naturalistas de la segunda categoría
Su
naturalismo no consistirá tanto en rechazar (o en apartar) lo sobrenatural,
como en poner al mismo nivel lo natural y lo sobrenatural, lo que no puede más
que incitar a confundirlos.
En
esas condiciones no se rehusará ya explícitamente el reconocer o siquiera
admitir lo sobrenatural, sino que se presentarán la fe y la razón como dos caminos
paralelos que el hombre puede escoger indiferentemente “habida cuenta que el
camino exclusivamente filosófico desemboca, lo mismo que el camino cristiano,
en las mismas conclusiones respecto al destino humano”.
Algunos
buenos apóstoles, todavía más sutiles, presentarán bajo mejor aspecto sus
argumentos: “Reconozcamos, dirán, que las verdades descubiertas por el filósofo
no pueden bastar al hombre ni para su santificación, ni siquiera, tal vez, para
su consolación. Mejor dicho, no pueden bastar sino a las almas privilegiadas
que saben amar y pensar, pero los demás hombres tienen otras necesidades. En
suma, la religión, el culto, son para la muchedumbre; la filosofía, para los
selectos. Sin la religión, la filosofía, reducida a lo que puede sacar a duras
penas de la razón natural y perfeccionada, se dirige a un número muy limitado y
corre el riesgo de quedar sin mucha eficacia sobre las costumbres y sobre la
vida. Dicho de otro modo, la religión es necesaria, pero tan sólo para el
pueblo. A la filosofía, por lo demás, no le parece sea humillante el afirmar
que está reservada para algunos y no basta al género humano, pues todo el mundo
no puede ser filósofo”.
Se
ve la intención.
“Se
admite —decía monseñor Pie—
que el cristiano, unido a Jesucristo por la fe y la gracia, produce frutos más
numerosos y, tal vez, más delicados; pero se pretende, que de la rama separada
del tronco, la naturaleza privada de la gracia pueda dar frutos, por lo menos,
provechosos y suficientes. Esta tesis nunca podrá probarla el naturalismo… No
vivir en Jesucristo, no producir frutos en Jesucristo, es tanto como condenarse
a ser amputado y echado al fuego”.
* * *
Pero,
dirán tal vez, ¿por qué enseñarse tanto contra esta clase de naturalismo?
aunque deficiente, no deja de ser favorable al cristianismo. Sabe, a veces hablar
de Jesucristo en términos conmovedores. No cabe duda que es insuficiente. Pero,
¿por qué crearse un enemigo, cuando sería más hábil aprovechar sus confesiones
para fines apologéticos?
Es
fácil contestar, como hizo San Hilario en cierta ocasión en su lucha con el
arrianismo: “La estrategia del momento —decía— consiste en cubrirse bajo el
velo engañoso de la ortodoxia evangélica de tal modo que Jesucristo parezca
anunciado en el mismo momento en que se le niega”.
De
ese modo, han logrado engañar a los sencillos, que piensan que las palabras
encierran las creencias que expresan, “y que no descubren el ardid de esas
escrituras compuestas en un estilo de anticristo”.
“Lo
mismo sucede a menudo, hoy día —prosigue el cardenal Pie—.
A la religión cristiana la proclaman sin posible comparación, la más perfecta y
la más santa de todas las religiones; pero se guardan bien de proclamarla
única, verdadera; al contrario, se envanecen de comulgar con cuantas grandes
filosofías y religiones cubren la tierra, como si la religión cristiana, que
condena todas las sectas disidentes y que se declara divina, no fuese reputada
falsa por el solo hecho de que otras religiones puedan reivindicar, siquiera en
más bajo grado, la perfección y la santidad…”.
Confusión
de lo natural y de lo sobrenatural que monseñor Pie denunciaba en cierto pasaje
de Víctor Cousin:
“Experimentáis un estremecimiento de alegría —decía aquél— porque acabáis de
descubrir con vuestros ojos, bajo la pluma del escritor, una de las más santas
palabras del idioma cristiano: la locura de la cruz; pero ¡qué desengaño al
leer luego que aquella locura, como la que reside en todo hombre superior, es
la parte divina de la razón, y al oírla comparar, ora con ese poder misterioso
que Sócrates llamaba su demonio, ora con lo que Voltaire llamaba el diablo en
el cuerpo, sin el cual incuso una actriz no podría ser actriz genial!”.
¡Se
advierte la intención! Toda nuestra literatura está atestada de semejante
tendencia. Sólo lo refinado de las fórmulas puede variar, según los escritores.
De insigne grosería en algunos, el procedimiento, en otros, parecerá casi
delicado. Sin embargo, el espíritu en todos los casos, es el mismo: un espíritu
que disuelve a Jesucristo.
En
una palabra, corrompe la noción sobrenatural de la Encarnación o mejor todavía,
confunde lo natural y lo sobrenatural, disuelve lo sobrenatural en lo natural.
“Dicen
que el Verbo hecho carne es la razón suprema en tanto que se comunica a todo
hombre que viene a este mundo. No ven en Cristo y por Cristo otra cosa que la
naturaleza humana más perfecta salida de la razón divina; Jesucristo es un
hombre que ha hecho dar un gran paso a la humanidad,
quien ocasionó uno de los progresos de su marcha siempre ascendente, quien
agrupó, bajo forma religiosa, las mejores tradiciones de la filosofía
espiritualista, que le había precedido y que había de mejorarse todavía después
de Él. Y así es como la orgullosa razón se adorna, como con un trofeo, con el
más grande y el más impenetrable misterio de la gracia. Y así es como la falsa
sabiduría reduce a humanas proporciones la inconmensurable obra maestra de la
omnipotencia y de la caridad divinas”.
Y
no sabríamos cuál elegir si quisiésemos citar aquí los pasajes más significativos
de la literatura contemporánea que contuviesen, en realidad, esa declaración.
En esas doctrinas, el hombre aparece verdaderamente como el creador de toda
religión, hasta el creador de Dios, de un Dios que, por otra parte, se va haciendo,
precisando sin cesar; pues Dios no sería otra cosa que la bondad y hermosura
que halla en sí misma la humanidad y que ella idealiza y adora. “No hay de
divino, en el personaje histórico de Jesucristo, más que lo que la humanidad ha
puesto en Él. Hay que dejar al pueblo su creencia en un Dios sustancial y determinado,
en una religión establecida; pero es privilegio de las clases ilustradas, es el
culto de los perfectos, saber que Dios no es, en realidad, más que todo lo que
sale de bueno de las profundidades de nuestro ser, y que Jesucristo no es más
que uno de los hombres más sublimes que la humanidad ha escogido para recordar
lo que ella es y embriagarse con su propia imagen”.
“Culto
de los hombres perfectos”, según acaba de decirse, “privilegio de las clases
ilustradas”, argumentos preferidos del esoterismo. Pues éste pertenece también
a esa categoría de naturalismo. Se conoce su idea madre: “El catecismo católico
y la teología oficial de la Iglesia romana representan esa parte de verdad que
se puede presentar a la muchedumbre; es la doctrina exotérica. En todo tiempo
se reconoció la necesidad de adaptar la enseñanza de los principios elevados a
la debilidad de espíritu de los humildes; pero también en todo tiempo buscaron
los sabios la forma perfecta de la verdad y la transmitieron a los iniciados;
es la doctrina esotérica. El esoterismo no varió apenas; el cristianismo es su
última expresión, idéntica en el fondo al esoterismo de los magos de Persia, al
de Pitágoras, al de Buda, a la cábala judaica. Para establecer esta arriesgada
tesis, se acudirá a un medio que pocas veces deja de surtir efecto sobre el
vulgo; acumula las palabras tomadas del vocabulario de las religiones
orientales y multiplica las aproximaciones. ¿Qué es el descanso (requies) que la Iglesia desea a los
muertos? Pues, el «Nirvana» budista. ¿Qué es el «Karma» de los hindúes? Pues,
el pecado original. ¿Qué es el «Kama-Loka»? Es nuestro purgatorio. ¿Y su «devackhan»?
Nuestro paraíso. ¿Y la «mansvatara»? Nuestra eternidad, etc. Ni que decir tiene
que, para establecer la identidad entre todos estos términos hace falta, a
menudo, torcer el sentido de la expresiones teológicas. Lo cual no se olvidarán
de hacer…”.
Así,
pues, desaparece por completo lo sobrenatural en ese sistema, una vez
prácticamente desfigurado, “naturalizado”, por el mismo contacto con concepciones
muy naturales, a las cuales se le opone o con las cuales se le compara.
* * *
Naturalistas de la tercera categoría
Dijimos
de esta tercera clase de naturalismo, que es, en cierto modo, más diluido,
aunque no menos perverso, por ser mucho más insidioso y, por tanto, más
extendido. Al revés del primero, éste aceptar reconocer la existencia de lo
sobrenatural. Al revés del segundo, lo admite como lo que es: es decir, por
sobrenatural, verdaderamente divino. Mas, concedido esto, sus adeptos lo
presentarán como “materia de opción”, de la cual se puede legítimamente
prescindir. Y aun cuando no fuera tan netamente formulada esta declaración,
obrarán de hecho, se expresarán, se comportarán, pensarán, escribirán como si
fuesen efectivamente libres respecto de lo sobrenatural, no hablando nunca de
ello o bien no hablando cuando, como y cuanto convendría.
* * *
Aquí,
hace observar el cardenal Pie, el naturalismo insiste en el aspecto más
especioso de su objeción.
“Profeso
abiertamente doctrinas espiritualistas; quiero con todo el ímpetu de mi
voluntad vivir la vida del espíritu y observar las leyes exactas del deber.
Pero nos habláis de una vida superior y sobrenatural, desarrolláis todo un
orden sobrehumano basado principalmente en el hecho de la encarnación de una
persona divina; nos prometéis, para la eternidad, una gloria infinita, la
contemplación de Dios cara a cara, el conocimiento y la posesión de Dios lo
mismo que Él se conoce y se posee a Sí mismo; como medios proporcionados a este
fin, nos indicáis los diversos elementos que forman, en cierto modo, el aparato
de la vida sobrenatural: fe en Jesucristo, preceptos y consejos evangélicos,
virtudes infusas y teologales, gracias actuales, gracia santificante, dones del
Espíritu Santo, sacrificio, sacramentos, obediencia a la Iglesia. Admiro esta
altura de miras y de especulaciones. Pero así como me avergüenzo de cuanto me
rebaja por debajo de mi naturaleza, tampoco me atrae cuanto propende a elevarme
por encima de ella. Ni tan bajo, ni tan alto. No quiero ser ni bestia, ni
ángel; quiero permanecer hombre. Por otra parte, mucho me agrada mi naturaleza…
La encuentro suficiente. No pretendo llegar, tras esta vida, a una felicidad
tan innegable, a una gloria tan trascendente, tan superior a todos los
postulados de mi razón, y sobre todo, no tengo el valor de someterme en este
mundo a ese conjunto de obligaciones y virtudes sobrehumanas. Le agradecerá,
pues, a Dios sus generosas intenciones, pero no aceptaré ese beneficio, que
sería para mí una carga. Está en la esencia de todo privilegio el poder
rehusarlo. Y puesto que todo ese orden sobrenatural, todo ese conjunto de la
revelación es un don de Dios gratuitamente añadido por su liberalidad y su
bondad a las leyes y a los destinos de mi naturaleza, me conformaré con mi
condición primera, viviré según las leyes de mi conciencia, según las reglas de
la razón y de la religión natural, y Dios no me negará, tras una vida honrada,
virtuosa, la única felicidad eterna que pretendo: la recompensa natural de
naturales virtudes”.
“JESUCRISTO NO ES
FACULTATIVO”
Este,
por cierto, es el más especioso argumento del naturalismo. Pero como todos los
demás, es insostenible. “Es de todo punto inadmisible, puesto que desconoce a
la vez el dominio soberano de Dios sobre su criatura, las necesarias
consecuencias de la venida de Jesucristo a la tierra y el verdadera estado de
la naturaleza humana en su condición actual.
”El
niño que nace en este mundo no pidió vivir a sus progenitores; sin embargo,
esta vida que recibe le obliga moralmente. Está obligado a conservarla y no
podría quitársela sin crimen. Además, queda sometido a toda clase de deberes
hacia sus padres entre otros posibles, y sus intereses están regidos por la ley
del país donde nació, aunque no haya escogido tal o cual patria natal… Las
cosas de la vida temporal son así, y ningún filósofo se queja de ello, ninguno
ve en ello un atentado contra la razón y la libertad del hombre. Y si al
adolescente, al llegar a la edad de discreción, o de su mayoría, se le
ocurriera decir: «Estoy agraviado en todos mis derechos, violentado en todas
mis aspiraciones; recibí el ser sin pedirlo; el nombre honrado, que me
transmitieron, me ordena una reserva y deberes que no me gustan; la fortuna,
que me entregan y que puede proporcionarme tantos deleites, me impone también
cargas que me molestan; la sociedad abusó de su poder al prejuzgar así mis
intenciones y mis voluntades; me hubiese gustado, a mí, ser oscuro y pobre,
¿por qué me infligieron la ruda tarea de tener que llevar un nombre ilustre y
de administrar tantas riquezas?, o más bien, ¿por qué me infligieron la vida?
Me resulta pesada y para mí más vale la nada…» En verdad, si el joven, cuyos
intereses cuidó la sociedad con un celo completamente maternal hasta el día de
su emancipación, se entregara a tales quejas insensatas, a tales
recriminaciones impías, ¿hallarían éstas eco en un solo hombre razonable? El
género humano entero estaría de acuerdo para gritarle que blasfema contra Dios
y contra la sociedad; que la vida, la nobleza, la fortuna son otros tantos
favores cuyo bien uso sólo depende de él, y que si, en adelante, al poder
campar por sus respetos, hace un empleo criminal de todas esas ventajas, que
fueron cuidadosamente adquiridas y conservadas para él no tendrá motivo para
quejarse sino de sí mismo, y llevará ante Dios y ante los hombres la vergüenza
de su felonía y de su crimen”.
Pero
ya el lector habrá entendido cuán fácil es el trasponer semejante modo de
pensar al plano sobrenatural. Negar su evidente conclusión sería desconocer el
soberano dominio de Dios sobre su criatura.
“En
efecto, nunca se probará que Dios, después de sacar al hombre de la nada,
después de dotarlo de una naturaleza excelente, no haya conservado el derecho
de perfeccionar su obra, de elevarlo a un destino todavía más excelente y más
noble que el que era inherente a su condición nativa… Al asignarnos una
vocación sobrenatural, Dios hizo un acto de amor, pero también de autoridad.
Dio, pero al dar quiere que se acepte. Su favor para nosotros se convierte en deber.
El soberano Señor no quiere ser rechazado…”.
“El
soberano dominio que Dios puede ejercer sobre ti a su gusto te parece mal que
Él lo ejerza por la bondad. Fenómeno monstruoso del orden moral, eres indócil
hacia el favor, rebelde contra el amor… ¡Muy bien! ¡El dominio imprescriptible
de Dios se ejercerá en ti por la justicia! Desgraciado mendigo de los caminos,
el Rey te había convidado a las bodas de su Hijo, al banquete eterno de la
gloria; a ti te corresponde encaminarte y ponerte el vestido nupcial; te presentaste
sin ese adorno requerido; no habrá sitio para ti ni en un rincón de la sala, ni
en la segunda mesa; te echarán fuera, a las tinieblas exteriores, en donde
habrá llanto y desesperación. El mismo Dios que, en el orden de la naturaleza,
por una serie de transformaciones físicas, hace pasar sin tregua los seres
inferiores de un reino más ínfimo a un reino más elevado, había querido, por
una transformación sobrenatural, levantarte hasta la participación, hasta la
asimilación de tu ser creado con su naturaleza infinita. Sustancia ingrata, te
negaste a esa gloriosa afinidad; te relegarán entre los desperdicios y los
desechos del mundo de la gloria; porción resistente del metal colocado en el
crisol, no te dejaste convertir en el oro puro de los elegidos; te echarán
entre las escorias y los residuos impuros”.
“Por
lo demás, suponer que Dios no pudo ni quiso hacer del orden sobrenatural, es
decir, del cristianismo, más que una institución libre y facultativa, no sólo
es desconocer el derecho y la voluntad del Padre, sino ultrajar a su Hijo,
nuestro Señor Jesucristo. En efecto, el segundo nacimiento del hombre, su regeneración
sobrenatural, su adopción divina, costaron caro al Dios Salvador… Aquel que
estaba eternamente en el seno del Padre se encarnó, aquel que era Dios se hizo
hombre para elevarnos hasta alturas divinas. Para comprar nuestras almas, o más
bien para rescatarlas, para abrirles las puertas del cielo, Jesucristo dio su
vida; para alumbrarlas, dejó una doctrina, un símbolo; para guiarlas, dictó preceptos;
para santificarlas, instituyó un sacrificio, unos sacramentos, un sacerdocio;
para regirlas, constituyó una Iglesia, una jerarquía. Treinta y tres años
consagró a esta gran obra, que sólo se concluyó en el árbol doloroso de la
Cruz. Ahora bien, ¿cuál es el tema del naturalismo? Que está permitido a cada
uno aceptar o rehusar su participación en la luz del Evangelio y en los méritos
de la Cruz. Para el naturalismo Jesucristo no fue un revelador divino al que se
está obligado a creer, ni un legislador serio al que se está obligado a
obedecer, ni un redentor necesario sin el cual no hay regeneración y salvación.
El Evangelio se convierte en una teoría de la cual se puede impunemente prescindir;
la cruz es la insignia de una escuela en la cual uno puede alistarse o darse de
baja a su antojo. Ahora bien, que el Hijo de Dios haya sido enviado a la
tierra, y que, en la práctica de la vida, pueda considerarse como no venido por
los que tuvo la misión de alumbrar y salvar, esta es una suposición llena de
injuria hacia la divinidad, una aserción que hace protestar al buen sentido,
una aserción que todas las palabras de Jesucristo combaten, que toda la
tradición cristiana refuta”.
“Filósofo,
no quieres ser juzgado más que por el Padre, por aquel al cual llamas autor de
la naturaleza, y el Evangelio te contesta que «el Padre no juzga a nadie, sino
que dio todo poder de juicio al Hijo, con el fin de que todos honrasen al Hijo
como al Padre, pues el hombre que no honra al Hijo ultraja al Padre que lo envió». Permites a algunos hincar la rodilla al nombre
de Jesucristo y estipulas para los demás el derecho de quedarse de pie, y «Dios enalteció a
su Hijo y le dio un nombre por encima de todo nombre, con el fin de que al
nombre de Jesús se doblase toda rodilla en el cielo, en la tierra y en los
infiernos, y que toda lengua confiese que el Señor Jesucristo está en la gloria
de Dios Padre». Quieres que, fuera de la
ciencia cristiana y frente a ella, pueda erigirse otra ciencia totalmente
independiente, cuando Dios «nos dio armas potentes para
destruir esta fortaleza filosófica en la que te atrincheras, para derribar toda
eminencia que se eleve contra la ciencia de Dios y para cautivar toda
inteligencia bajo el yugo de Jesucristo». Quieres un Cristo reducido,
limitado, y «plugo a Dios restaurar,
reconquistar todas las cosas en Jesucristo y someterle hasta tal punto la
naturaleza entera que nada se libre de su imperio».
No, y mil veces no; no harás un Cristo a quien se pueda aceptar o rehusar según
el gusto de cada uno, un cristianismo abandonado al albedrío y al antojo
peculiar de cada persona. «Esta
piedra que te gustaría poder repudiar, es la piedra angular fuera de la cual no
hay salvación; pues no hay, bajo el cielo, otro nombre dado a los hombres, en
el cual pueden ser salvos, si no es el nombre de Jesús».
Por
lo demás, admitido “el derecho innato del hombre a permanecer en el estado y en
el fin que le son propios, como pretende el naturalismo, quedaría aún por
demostrar qué implica cambiar de estado y de fin, estar constituido en un
estado y en un fin que, a la vez que respeta todos los atributos, todas las
facultades, todas las aspiraciones de la naturaleza, abre a ésta una esfera más
amplia, un horizonte más ancho y la eleva a un destino más alto. En Jesucristo
la humanidad no está absorbida ni desnaturalizada, porque, a falta de
personalidad humana, está regida por una personalidad superior. El estado y el
fin del hombre tampoco son alterados y desnaturalizados por la subrogación de
un estado más perfecto y de un fin más feliz y más glorioso…
“El
naturalismo arranca del falso supuesto de que el hombre haya sido constituido,
primero, en un estado de integridad puramente natural, con un fin puramente
natural, y facultades y potencias naturales, capaces de alcanzar este fin. En
eso el naturalismo confunde lo que hubiera podido ser con lo que fue y toma la
hipótesis por historia. Por cierto, aun cuando Dios no nos hubiese honrado con
el insigne privilegio de la adopción, más que por un acto subsecuente, por un
decreto posterior a la entrega y al ejercicio más o menos prolongado de
nuestras facultades naturales, todavía habría que aceptar su gracia como una
obligación, a la vez que como un favor. Pero la verdad es, como hemos visto,
que el decreto de nuestra exaltación es anterior a nuestra aparición, que la
bendición espiritual en Jesucristo nos fue otorgada antes de la constitución
del mundo, que fuimos creados en Él,
lo mismo que fuimos rescatados por Él, que todas las cosas fueron hechas en Él,
lo mismo que en Él fueron restauradas,
que, no sólo la justicia original, sino la misma integridad natural, nos fueron
concedidas por su gracia. La naturaleza, pues, al ser despojada de los dones
gratuitos, queda herida en lo que le es propio.
“…
Como había sido predestinada para la adopción deífica, queda deficiente desde
el momento en que le falta un orden de perfección, de hermosura, de mérito, al
que iban unidas la gracia y la salvación. De aquí la frase enérgica del apóstol,
que declara que «somos, por naturaleza hijos de
la ira» «natura filii irae». No en el sentido de que la
naturaleza sea mala y criminal por sí misma, y de que cuanto haga por sí misma
sea pecado, lo cual iría contra la fe y contra la razón;
sino en el sentido de que, al haberse desviado libremente del fin único y
sobrenatural que Dios le había asignado, está constituida fuera de la voluntad
divina, y así, aunque siga siendo buena en su esencia, lo cual se puede decir
hasta de la naturaleza de los demonios,
es mala por su estado”.
“Aquel
estado de separación de Dios y
de oposición a su propio fin, lejos de estar en armonía con la esencia de la
criatura, es ajeno y enemigo de ésta, de tal modo que el naturalismo es
verdaderamente asesino de la naturaleza. La gracia, al contrario, es para la
naturaleza una auxiliar llena de liberalidad, una amiga generosa, una
libertadora deseada, una necesaria restauradora. Separada y despojada de
Cristo, la naturaleza humana constituye lo que las Sagradas Escrituras llaman
el mundo; ese mundo al cual Jesucristo no pertenece, por el cual no ruega, al
cual ha maldecido; ese mundo cuyo príncipe es el diablo y cuya sabiduría hasta
tal punto es la enemiga de Dios, que querer ser amigo de este siglo es ser
adversario de Dios; ese mundo que, por ignorar al Cristo salvador, será ignorado
por el Cristo remunerador, y recogerá la terrible sentencia: «Nescio vos». «No
os conozco».
“Queda
pues, establecido que no hay refugio para la naturaleza fuera de Jesucristo”.
No
hay posible salvación para el hombre, sin la gracia.
* * *
Por
lo demás, no es preciso remontarse a los orígenes del mundo. Esa naturaleza, de
la cual tanto se nos dice que puede vivir su vida propia sin lo sobrenatural,
¿dónde la vemos desarrollarse verdaderamente, de tal modo que se pueda decir
que ha alcanzado su punto de equilibrio, y que tanto en el orden del conocimiento,
como en el orden de la acción, no quede ya ninguna laguna grave?
En
el orden del conocimiento como en el orden de la acción, ¿dónde se encuentran
aquellos hombres que saben alcanzar, sin el socorro de la gracia, ese
desarrollo natural que permitiría designarlos, según se nos pretendía, como ortodoxos
de la sola naturaleza?
Es
de advertir que no hablamos aquí sino del aspecto “cualitativo”. Dicho de otro
modo, no se trata, no puede tratarse, de reprochar a los naturalistas el no
conocerlo ni saberlo todo. Tampoco sabe el católico cuanto sería humanamente
posible conocer. Queremos hablar tan sólo de la cualidad, es decir, del orden,
de la coherencia en el “saber”, así como en el “obrar”; de ese conjunto filosófico
de nociones que permiten comprender verdaderamente lo “esencial”. Queremos hablar
del conocimiento que sólo puede realizar una sana metafísica, es decir, la
única, aquélla que el mismo Bergson no pudo menos de llamar “la metafísica natural
de la inteligencia humana”.
Ahora
bien: esa “metafísica natural de la inteligencia humana”, si precisamente
contiene, de hecho, numerosos elementos transmitidos por la sabiduría antigua,
no por eso se puede decir que su unidad armoniosa haya sido, de hecho, realizada
independientemente de toda influencia sobrenatural. Fueron mentes cristianas,
inteligencias iluminadas por la fe, las que, en efecto, realizaron la síntesis
sin la cual no habría existido hasta entonces sino elementos todavía mezclados
con apariencias contradictorias. En suma, esa “metafísica natural de la
inteligencia humana” no han sido los naturalistas los que la formularon y la llevaron
al grado de perfección en que la vemos hoy… Esa “metafísica natural de la
inteligencia humana” fue de hecho enfocada, unificada, sistematizada, no por
unos “filósofos”, o por hombres que pretendieran serlo, sino por santos,
doctores, Padres de la Iglesia de Jesucristo, de tal suerte que no sería de
ningún modo abusivo el pretender que la verdadera filosofía no alcanzó su
madurez hasta ponerse al servicio de la preocupación teológica durante los
trece primeros siglos cristianos.
Y
aunque pensadores no cristianos, y hasta ateos, hayan podido descubrir, a la
sola luz de la razón, muchas valiosas verdades, importa indicar cuán miserablemente
fragmentarios quedaron las más de las veces esos hallazgos, cuán limitados por
perspectivas truncadas, cuando no envueltos en sistemas viciosos, insuficientes
para unificarse en aquella total síntesis intelectual sin la cual todo conocimiento
está condenado a decepcionar.
Y
pensamos en elevadísimas inteligencias: en Sócrates, en Platón, en Aristóteles.
Por
grandes que sean, ¿quién se atrevería a decir que alcanzaron aquel grado de
plenitud natural, que no mereciese ningún reproche, excepto el único de estar
exento de las luces de la fe y de la gracia?
¡No!
Ni Sócrates, ni Platón, ni Aristóteles estuvieron plenamente libres del error,
aun desde el solo punto de vista natural y racional. Por genial que fuese el
pensamiento de un Aristóteles, en el capítulo de lo que se puede llamar, por
ejemplo, una metafísica del “movimiento”, ¡cuántas deficiencias aun sobre
puntos importantes, cuántas antinomias dejadas sin resolver en la obra del gran
filósofo! Y en lo que toca a nuestro querido Platón, ¡qué utopías, por no decir
qué costumbres!
En
cuanto a esos filósofos contemporáneos, cuyas obras están llenas de una
“ortodoxia natural”, aunque exentas de los rayos de la fe, aun antes de
reprocharles esa carencia de lo sobrenatural, es fácil indicar en sus escritos
lagunas graves, cuando no errores burdos, sólo desde el punto de vista de la
razón y, por tanto, de la naturaleza.
A
vosotros, pues, que no tenéis fe y que incluso la juzgáis inútil para el pleno
desenvolvimiento humano, no sólo se os puede reprochar ese naturalismo de
principio, sino también extravíos graves en el orden racional. Por valiosas que
sean las verdades que hayáis podido descubrir, no dejáis de ser, por otra
parte: idealistas, cuando no positivistas, agnósticos, víctimas de uno u otro
monismo.
Así, pues, aun antes de que se os pueda acusar de ignorar o rechazar la
teología, es vuestra metafísica la que flaquea y hasta está ausente; y
desconocéis totalmente, casi siempre, la más elemental y natural teodicea. Así
vosotros, que pensabais estar a cubierto, al limitaros sólo a la esfera del
orden natural, en ese mismo orden y en nombre de ese orden presentáis blanco a
legítimas acusaciones de insuficiencia, cuando no de error y de pecado.
La
historia de la filosofía, desde hace algunos siglos, ¿no es elocuente en este
punto?
Contra
la Iglesia, que, sola, sigue defendiendo los derechos de la razón y los
derechos de la fe, no hay ningún sistema filosófico que, “al separarse” de lo sobrenatural,
no haya conducido, desde hace tres siglos, a una ruina de la inteligencia por
negarse a reconocer la objetividad, si no la realidad de su conocimiento.
¡Hasta tal punto es cierto, que lo natural y lo sobrenatural van a la par, y
que el naturalismo es tan antinatural como anti-sobrenatural!
* * *
NATURAL Y
SOBRENATURAL, RAZÓN Y FE
Natural
y sobrenatural, pues, tal es la ley, tal es el orden, porque tal es, en su
unidad rigurosa, la simplicidad de la voluntad divina.
Lo
dijimos: Dios quiere crear, porque Él quiere su glorificación fuera de sí mismo.
Pero esa glorificación fuera de sí mismo, para ser verdaderamente digna de Él,
no puede ser sino una comunicación de sí mismo con ese fin de glorificación
externa.
Claro
es que, esta comunicación de Dios a sus criaturas hubiera podido quedar dentro
de los límites de un conocimiento natural. Pero como lo apuntó con mucha razón
monseñor D’Hulst,
ya que Dios se basta a sí mismo, su vida propia se desarrolla en un ciclo
cerrado de donde nada normalmente trasciende al exterior. Es decir, “que las
procesiones
divinas no tienen nada que ver con la producción de los seres contingentes, que
toda operación cuyo término es exterior a Dios debe ser común a la Trinidad
entera… De ahí, la consecuencia capital de que el Dios que se manifiesta en sus
obras es el Dios uno e indivisible, el Creador único, el Ser perfecto y
necesario, en que la criatura inteligente no podrá nunca, por el efecto propio
de su pensamiento, descubrir otra cosa…”.
Comunicación,
en cierto modo, completamente exterior que hubiera podido bastar, pero cuyos
límites, se entiende muy bien, haya querido traspasar libremente. Aquel que es
el amor y la bondad misma, para asociar a su criatura inteligente al misterio
propio de su vida divina.
Y
eso nos enseña también monseñor D’Hulst. Ese Dios, “que es amor, no se detuvo
en esa forma imperfecta del don de sí mismo que el estudio de su creación
comunica sola y naturalmente; concibió el designio de revelar lo incognoscible,
de comunicar lo incomunicable; halló en los tesoros de su potencia, guiado por
la sabiduría, inspirado por la bondad, el secreto de derramar sobre la criatura
racional algo de su vida íntima y oculta. He aquí el don regio que eleva a
aquel que lo recibe hasta asemejarlo cada vez más a su creador; hasta una
filiación adoptiva que le admite a compartir la misma felicidad de Dios… Así
nace la economía sobrenatural”…, donde nuestra inteligencia ve como una
añadidura a un estado inicial que hubiese podido bastar. En realidad, con
respecto a Dios, nuestras miserables distinciones se esfuman. Se trata, en efecto,
de la plenitud de esta gloria externa que se cuida de promover con su bondad.
Por ello se comprende que el naturalismo aparezca como un hachazo dado en medio
de ese plan divino, tan sencillo, tan lógico y tan uno.
¡Lo
natural Y lo sobrenatural! El conjunto forma y bloque. Significa: mayor gloria
de Dios, único fin efectivo del universo, por medio de una comunicación mayor,
más íntima de Dios con sus criaturas.
¡Lo
natural Y lo sobrenatural! ¡La razón Y la fe! perspectiva única… Ninguna
ruptura, ninguna oposición posible. Si la falta de fe es pecado; ¡pecado es también
todo agravio
a la recta razón!
“¡No!
¡Mil veces no! podía, pues, exclamar monseñor Pie. Nunca enseñaréis que las
virtudes naturales son virtudes falsas, que la luz natural es una luz falsa.
¡No! No emplearéis una argumentación rigurosa contra la razón para probarle,
con razones perentorias, que no puede nada sin la fe. Si, por desgracia, se nos
ocurriese enseñar tales proposiciones, caeríamos bajo la censura de la Iglesia
depositaria de toda verdad, que no se ocupa menos de mantener los atributos
innegables de la naturaleza y de la razón, que en vindicar los derechos de la
fe y de la gracia.
“La
argumentación rigurosa contra la razón para probarle perentoriamente que no
puede nada sin la fe, se encontró en este siglo bajo la pluma de un clérigo famoso
y de algunos de sus discípulos. Las encíclicas romanas acudieron a enseñarles
que demoliendo la razón destruían el sujeto al cual se dirige la fe y sin la
libre adhesión del cual el acto de fe no existe, que al negar todo principio
humano de certidumbre, suprimían los motivos de credibilidad que son los
preliminares necesarios de toda revelación. Y en cuanto toca a las virtudes
naturales, Bayo, que osó sostener que las virtudes de los filósofos son vicios,
y que toda distinción entre la rectitud natural de un acto humano y su valor
sobrenatural y meritorio del reino celeste no es más que una quimera: este
innovador fue formalmente condenado por el papa San Pío V.
“Enseñaréis,
pues, que la razón humana tiene su poder propio y sus atribuciones esenciales;
enseñaréis que la virtud filosófica posee una bondad moral e intrínseca que
Dios no desdeña en remunerar, a los individuos y a los pueblos, con ciertos
premios naturales y temporales, y aun con más altos favores a veces. Pero enseñaréis,
también, y probaréis con argumentos inseparables de la esencia misma del
cristianismo, que las virtudes naturales, que las luces naturales, no pueden
conducir al hombre a su fin postrero, que es la gloria celestial.
“Enseñaréis
que el dogma es indispensable, que el orden sobrenatural en el cual el mismo
autor de nuestra naturaleza nos constituyó, por un acto formal de su voluntad y
de su amor, es obligatorio e inevitable; enseñaréis
que Jesucristo no es facultativo y que fuera de su ley revelada no existe, no
existirá jamás ningún término medio filosófico y sereno en donde
quienquiera que sea, alma selecta o alma vulgar, pueda encontrar el reposo de
su conciencia y la regla de su vida.
“Enseñaréis
que no importa sólo que el hombre obre bien, sino que importa que lo haga en
nombre de la fe, por un movimiento sobrenatural, sin lo cual sus actos no
alcanzarán el fin último que Dios señaló, es decir, la eterna felicidad de los
cielos”.
“La
verdadera fe, según leemos en el símbolo de San Atanasio, requiere que creamos
y profesemos que nuestro Señor Jesucristo, el Hijo de Dios, es Dios y hombre.
es Dios de la sustancia de su Padre antes de los siglos; es hombre de la
sustancia de su Madre en el tiempo; Dios perfecto y también, hombre perfecto,
puesto que se compone de un alma racional y de una carne humana; igual al Padre
según la divinidad, menor que el Padre según la humanidad; aunque es Dios y
hombre, es un solo Cristo y no dos; es uno, no por la conversión de la
divinidad en la carne, sino por la asunción de la humanidad en Dios; uno, no
por la confusión de las sustancias, sino por la unidad de la persona… Tal es la
fe católica; quienquiera que no crea fiel y firmemente en ella no podrá ser
salvo”.