CAPÍTULO
V
FIN Y MEDIOS, TEORÍA Y PRÁCTICA,
TODO ESTÁ EN CRISTO
Somos
católicos.
Como
los “clérigos”, los laicos pertenecemos también totalmente a la Iglesia[1].
Pero tanto como los “clérigos”, y no menos que ellos, los “laicos” debemos ser
hijos de la Iglesia en todos nuestros pensamientos, palabras y acciones.
“Todas
las acciones del católico —escribió san Pío X— en tanto que sean moralmente
buenas o malas, es decir, de acuerdo o en desacuerdo con el derecho natural y
divino, caen bajo el juicio y la jurisdicción de la Iglesia…”[2].
¡Ser
católico! En el fondo, ese es nuestro único deber, como debe ser nuestro único
título, porque en este único deber y en este único título, adecuadamente
comprendidos, hallan cabida y están incluidos todos los demás deberes para con
Dios, deberes para con la patria, deberes para con el prójimo, deberes hacia
nosotros mismos, los múltiples deberes de estado…, nada escapa al ordenamiento
universal del espíritu católico.
“Porque
hasta el mismo emperador —decía san Ambrosio— pertenece a la Iglesia; es hijo
de la Iglesia. Y no es hacerle injuria, sino honor, el recordárselo”[3].
NATURAL
Y SOBRENATURAL
¿Cuáles
son nuestros deberes como ciudadanos?[4].
Es
el catolicismo el que nos dicta nuestros deberes ciudadanos, recordándonos que
las naciones pertenecen a un orden querido por Dios. Y no sólo nos dicta esos
deberes el catolicismo, sino que nos enseña de qué manera, dentro de qué
límites y con qué espíritu deben cumplirse. Mucho más que en las vehemencias,
harto frecuentemente sentimentales, de un patriotismo apasionado, origen de
innumerables crímenes, la Iglesia nos enseña a servir a la “ciudad carnal” con
tanta sabiduría como heroísmo, si, en efecto, el heroísmo llegara a ser
necesario.
“Seréis
tanto más patriotas —no vacilaba decir monseñor Pie— cuanto más cristianos
seáis”. Y san Ambrosio… “Qui se a Christo
separat, exul est patriae” “se destierra de su patria quien se separa de
Cristo”.
Es
imposible llamarse plenamente cristiano si se niega uno a prestar a la patria
los deberes que le son debidos[5].
De igual modo, todo servicio a la patria es engañoso cuando se aleja o se
separa profundamente de Jesucristo.
Como
ha escrito Dom Vonier, “nuestro civismo celestial es tan amplio como la realeza
de Cristo. En la medida en que Cristo es el verdadero rey de los Estados de la
tierra, somos también ciudadanos de esos Estados”[6].
* * *
Todo
tiende a la unión de lo natural y lo sobrenatural[7].
Esta unión se comprende hoy día muy mal, a causa de la influencia del laicismo
en la sociedad. Algunos creen que la simple yuxtaposición de estos dos términos
basta para asegurar la ortodoxia. Todas estas formas de naturalismo son las que
estudiaremos en la segunda parte de esta obra.
Otros,
por el contrario, se figuran que la entrada en los caminos de Dios impone el
abandono de las más vulgares máximas de prudencia y que se pueden rechazar las
mejores lecciones establecidas por la experiencia y la historia.
Aunque
opuestos, estos dos errores son semejantes. Tanto uno como otro, desconocen el
hecho que justamente Dios ha querido (como dice monseñor Pie) “implantar la fe
y la gracia” sobre la razón y la naturaleza.
Hay,
pues, error en todo lo que pudiera dar a entender que lo sobrenatural debe estar
a un lado y lo natural al otro. En el centro mismo de la naturaleza, en el seno
mismo de nuestras actividades más cotidianas, más temporales, Jesucristo quiere
plantar su estandarte y otorgarnos su fuerza. La gracia se injerta sobre la
naturaleza y, por si el término “sobre” pudiera todavía darnos una idea de yuxtaposición,
no vacilamos en decir que la “gracia” se injerta “en” la naturaleza, sin
destruirla y sin prescindir de ella[8].
La
naturaleza, en efecto, no se destruye por la gracia. Lo sobrenatural no suprime
lo natural, sino que, por el contrario, lo eleva a un máximo de posibilidades.
No habrá ningún dominio, ninguna acción, ninguna empresa verdaderamente humana
que no pueda colocarse bajo el signo de la Cruz y regenerarse por su universal
bendición.
Imaginar
que pudieran existir zonas “neutras”, es decir, zonas en las cuales la acción
de los hombres no tendría que estar ordenada a la gloria divina, equivale
sencillamente a negar a Dios o, si se prefiere, a no admitir más que la
existencia de un dios que no es Dios. Con esto se pretende que Dios no es ya
dueño del mundo, que Él no es ya el principio y el fin de todas las cosas, sino
solamente el principio y el fin de una parte. Un ser así, por tanto, no sería
Dios, ya que se trataría de un dios que no respondería ni a la más elemental de
sus definiciones, de un dios que no sería ya principio y fin del universo
entero, de un dios que no sería necesario sino en parte, de un dios que no
sería incluso un absoluto.
Por
lo demás, y sólo desde el punto de vista de la razón, aunque el hombre no tuviera
más que un fin natural…, todo —aunque de manera natural— debería estar ordenado
a la gloria de Dios, esta es una verdad que un poco de reflexión permite
alcanzar. Aun sin la fe, la sola razón podría todavía demostrarlo.
Nada
hay en esta proposición necesariamente sobrenatural; basta con estar sano de
espíritu y de corazón para comprenderla y admitirla. Los mismos paganos habían
entendido y admitido ese sentido divino que se debe dar a todas las cosas,
puesto que encontraron justo colocar cada uno de los actos de su vida bajo el
signo de un triste ídolo.
Bajo
este aspecto, es rigurosamente exacto afirmar que el laicismo contemporáneo
—fruto de la Revolución del 89— es más monstruoso que el mismo paganismo. La
sociedad pagana era religiosa. Hemos inventado lo que el mundo había ignorado
en todas las épocas: una sociedad que pretende prescindir de Dios ¡Qué
vergüenza para nosotros que un Epicteto pueda hoy recordarnos que “Dios no es
extraño a la obra del universo”!
* * *
Los
errores sobre las relaciones entre lo natural y lo sobrenatural originan dos
actitudes peligrosas. Unas veces se aísla lo sobrenatural hasta despreciar las
enseñanzas de la razón y las reglas de la prudencia. Otras se aprovechan
situaciones no favorables al reinado de los principios para escabullirse de
ellos.
Una
y otra actitudes desprecian el orden querido por Dios.
* * *
En
los capítulos precedentes hemos visto el objetivo que conseguir: “Omnia instaurare in Christo”, “instaurar
todo en Cristo”, nuestro Rey y Señor. Antes de demostrar en la segunda aparte
de esta obra quién es el enemigo que nos acecha, no es inútil insistir sobre lo
que no deberemos nunca perder de vista en la pelea.
No
se debe en absoluto… “transformar en ideal político una situación contingente
que la Iglesia se ve forzada a tolerar”, decía el cardenal Mercier[9].
Es,
pues, de gran importancia que sean bien establecidas las relaciones entre la doctrina
y su aplicación a las situaciones concretas del mundo contemporáneo.
TEORÍA
Y PRÁCTICA, PRINCIPIOS Y APLICACIONES, TESIS E HIPÓTESIS[10],
ESPECULACIÓN Y ACCIÓN
¿Por
qué justar estos términos?
¿Qué
significan estos dualismos?
Están
ahí para recordar que la teoría es en sí misma inútil si no es la teoría de una
práctica, y a su vez, la experiencia nos enseña que toda práctica o no existe o
es sólo pura agitación sin futuro como no esté ordenada, al menos confusa e
implícitamente, por una “teoría”.
Ahora
bien, el tesoro de doctrina que la Iglesia nos ofrece no fructifica sin
esfuerzo.
En
la meditación de las Dos banderas[11],
san Ignacio presenta el campo de Jesucristo y el de Satanás mezclados en el
mundo como el buen grano y la cizaña.
Existe
la tesis: lo que la Iglesia nos enseña, lo que Dios quiere desde toda la eternidad:
la plenitud del orden cristiano.
Pero
existe la hipótesis —lo que está “bajo la tesis”—[12],
que también podemos llamar una “sub-tesis”, una tesis reducida, truncada,
inferior. Esto es así a causa de las circunstancias, bajo la presión de los
hechos, porque el estado de los espíritus o de las cosas no permite la
aplicación integral de la “tesis” propiamente dicha.
Una
vez conocidos los principios, la “ideología”, la doctrina especulativa, hay que
tener en cuenta la situación. “Querer en el tiempo lo que Dios quiere desde
toda la eternidad”. Como lo señala Sardá y Salvany[13],
“hay, por una parte,… el deber sencillo y absoluto en que está toda la sociedad
o Estado de vivir conforme a la ley de Dios, según la revelación de su Hijo
Jesucristo, confiada al ministerio de su Iglesia”… Y, por otra parte, “el caso
hipotético de una nación o Estado donde, por razones de imposibilidad moral y
material, no puede plantearse francamente la tesis o el reinado exclusivo de
Dios, siendo preciso que entonces se contenten los católicos con lo que aquella
situación hipotética pueda dar de sí; teniéndose por muy dichosos si logran
siquiera evitar la persecución material o vivir en igualdad de condiciones con
los enemigos de la fe”.
“La
tesis[14]
se refiere, pues, al carácter absoluto de la verdad: la hipótesis se refiere a
las condiciones más o menos duras a que la verdad ha de sujetarse algunas veces
en la práctica, dadas las condiciones hipotéticas de cada nación”.
Hay,
pues, un problema de aplicación de principios, problema esencial de toda acción,
puesto que la acción no es otra cosa que la realización concreta de verdades
conocidas especulativamente por la inteligencia.
Este
problema de la práctica no es otro que el de las relaciones que DEBEN UNIR los
binomios antes enumerados: teoría y práctica, tesis e hipótesis, doctrina
especulativa y doctrina de la acción.
La
naturaleza humana es tal que Santo Tomás distingue “el intelecto especulativo”,
que contempla lo Verdadero, y el “intelecto práctico”, que ordena la Verdad a
la acción mediante la virtud de la prudencia.
Y
si se piensa en las perturbaciones que el pecado trae al orden querido por
Dios, se comprende que será necesario un ingenio particular y una verdadera
ciencia de la acción para convertir “en actos” esas virtualidades, que son aún
los principios, en nuestro espíritu.
Pero
en Santo Tomás y los escolásticos, el intelecto práctico está sometido al
intelecto especulativo, la acción al conocimiento de los principios, la
elección de los medios a la finalidad perseguida.
Hay
unión entre estos dos aspectos de la doctrina, entre la “ideología” y la
“acción ideológica”.
Los
filósofos llamados “modernos” han trastornado este orden y esta es la razón por
la que la confusión y las contradicciones reinan donde debiera haber unión y
armonía.
Desde
Kant y Bergson hasta Lenin o Sartre, el divorcio está en todas partes.
Por
haber decretado que la razón especulativa no podía alcanzar la verdad, reducen
la inteligencia a un papel puramente práctico.
El
orden divino es despreciado. Y, de ahí, esas “morales” de “situación” de que
tanto se habla y no sólo entre los marxistas.
Los
acontecimientos, al desvirtuar los principios, hacen que éstos dejen de ser
tales principios.
La
consecuencia es el triunfo brutal del hecho, la ley del más fuerte, el reinado
de lo arbitrario. ¿No nos acecha la tentación de sacrificar los principios a
los acontecimientos, la verdad a las contingencias, la doctrina inmutable a las
circunstancias efímeras?
¿No
se alegan, demasiado a menudo, las dificultades de la acción para consumar cobardes
abandonos? En lugar de pesar concienzudamente las posibilidades de éxito de una
voluntad tendida hacia la realización de una ciudad cristiana, se invoca casi
siempre “la hipótesis”, la “coyuntura presente”, la obligación “de no aislarse
de las masas” o “de su ambiente”, el “sentido de la historia”, “la inserción en
los acontecimientos”, etc.
Todo
esto para dejar a los católicos en la perplejidad, en la ineficacia, en la
aceptación pura y simple de un ateísmo social cada vez más profundo.
Sería
preciso, ciertamente, hacer algunos esfuerzos para conocer simultáneamente la
teoría y la doctrina de la acción, para pensar rectamente guardando a la vez el
sentido práctico.
Ahora
bien, este esfuerzo es penoso. Muy poco lo acometen.
Unos
tienen tal comezón de obrar que toda la acción se convierte para ellos en válvula
de escape de su frenesí.
Otros
tienen tan pocas ganas de actuar que se hunden en el humano consuelo de tener
razón.
* * *
Concupiscencia
del estudio por el estudio, o de la acción por la acción, tales son los vicios
que impiden a la doctrina católica ser conocida y amada y aportar los
beneficios sociales que sólo ella puede deparar a las naciones. Se reconoce, si
llega el caso, la excelencia teórica de la tesis, pero sólo remotamente.
Pero,
en concreto, la acción, que no debería tener más que un valor de etapa en la hipótesis
dada, se convierte en una forma de abandono en la que uno se recrea.
Han
tomado el partido de la derrota, y se la hace dogma.
La
justa primacía de rango que los poderes temporales reconocían y garantizaban a
la Iglesia no tiene ya más que un valor de recuerdo histórico. Valedera en una
época de cristiandad “sacral”, hoy estaría “pasada de moda”.
¿Cuántas
veces se nos ha reprochado de falta de realismo? “Vosotros fabricáis especulativos”
se nos reprocha. Tal vez, ¡pero no por amor a la pura especulación! Queremos
que se conozcan bien los principios católicos, para estar seguros de no
hundirnos en la ciénaga de una hipótesis laicista que no es un lugar deseable
de reposo.
Lo
que nos parece inquietante es que el simple recuerdo de la doctrina, del fin
hacia el cual debemos tender, tiene la virtud de exasperar a estos tácticos de
la hora presente. Se percibe muy bien que no evocan la adaptación a las
circunstancias más que para evitar a los principios.
Sin
voluntad, sin amor sincero al orden cristiano, lo que ellos llamarán
“prudencia” será parálisis, abandono, pretexto de apostasía social. Prudencia
de la carne y no prudencia de los hijos de Dios.
Si
París es el objetivo, ¿qué importa estar solamente en Limoges, con tal que se
progrese audazmente, pacientemente y con método en la buena dirección? Esto
vale más, en todos los sentidos, que estar en Orleáns, complacerse en ello y
negarse a avanzar.
Un
gran peligro para la Iglesia es la tergiversación, la indecisión y la molicie
de demasiados católicos en situaciones menos graves que la persecución de un
enemigo notorio.
“Se
acostumbra de tal manera a respirar esta atmosfera de inacción y a veces de desaliento
desde el punto de vista social —escribía el R.P. Philippe…— que no percibimos
el veneno que lleva consigo y que inconscientemente se absorbe… No solamente
las almas no se santifican sino que se entorpecen y acaban en la indiferencia
práctica”.
¿Sigue
siendo la Verdad católica el objetivo querido por encima de todo, hacia el cual
deben converger todas nuestras “opciones”? ¿Tenemos siempre el cuidado de velar
por la defensa y el mantenimiento de la ortodoxia?
Si
esta organización es interconfesional, ¿actuamos en ella de tal suerte que el
único objeto de nuestros deseos y de nuestros afanes sea el ver la doctrina
católica más realizada, más cercana, más servida por los progresos incluso de
aquel grupo al cual nos hemos adherido?
Al
contrario, si somos movidos por el academicismo de la neutralidad o por el
“fair-play” de un laicismo práctico, ¿no serviremos de aval a una actividad
que, en último término, perjudicará a la Iglesia?
Hemos
entrado en tal agrupación de padres de familia, en tal sindicato, en tal movimiento
político… para ejercer allí una buena influencia católica y esto es muy loable.
Pero,
¿tenemos verdaderamente esta influencia?
O,
si la tenemos, ¿es bastante católica? Hemos hecho progresar el principio de una
cuidad católica en ese grupo, o el grupo nos ha asimilado hasta hacernos
olvidar el objetivo inicial de nuestra entrada en él?
¿No
pertenecemos nosotros a esta categoría de gentes que según Pío XII: “hacen separación
entre su vida religiosa y su vida civil y que víctimas como son por haberse separado
la vida de la religión, el mundo de la Iglesia, viven una doble existencia
contradictoria que oscila entre Dios y el mundo enemigo: triste fruto del
carácter laico de la vida pública?... ¿Qué hay más contrario —concluye Pío XII—
al sentir católico que esta división de la vida?”[15].
* * *
¡Qué
pensar entonces, del carácter de ciertas confesiones!: “La tesis es evidente
(¡?)… No se comprende que pueda ser motivo de discusión…” Pero “en ninguna
parte los católicos pretenden imponerla, ni los incrédulos la temen, YA NO SE
VE APLICACIÓN POSIBLE DE LA TESIS…”.
Dicho
de otra manera, para la mayoría de nuestros contemporáneos la teoría de una
ciencia cristiana es admirable…, evidente. No se puede comprender que esto dé
origen a discusión. Esta teoría aparece, pues, como el orden y, sin duda (?),
el remedio. Pero, ¡no tiene aplicación posible!, según parce. Todavía más: ¡en
ninguna parte los católicos pretenden la instauración de este orden, que, sin
duda, debe ser el orden verdadero…, a menos que el Dios de los cristianos no
sea ya, verdaderamente, el fin con relación al cual todo, absolutamente todo,
debe ser ordenado, así en la tierra como en el cielo!
Así
se producirá, en el terreno de la doctrina social cristiana, un fenómenos
verdaderamente insólito y se puede decir que único en la historia de la
actividad racional. A saber: que un fin presentado como bello y bueno, un fin
que se impone como indiscutible, sea prácticamente denunciado, no ya como un
ideal cuya realización perfecta e integral no será, quizás, jamás plenamente
alcanzada en este bajo mundo, sino como carente de valor práctico y de toda
aplicación; fin hacia el cual no habría ya que tender, y que sería, en efecto,
abandonado por los mismo que tienen el deber de trabajar por su victoria…
Fenómenos
verdaderamente único, hemos dicho, pues por imposible que sea, en todo campo o
actividad, una realización perfecta de la teoría, la búsqueda de tal
realización no por eso deja de ser el fin hacia el cual es sabio y prudente
tender, hacia el cual los esfuerzos se orientan efectivamente. Este es el
principio mismo del progreso. Es la lay misma de la vida, o mejor todavía, de
la salud. En medicina, principalmente, el más pesimista terapeuta habrá de
reconocer con “Knoch” que todo hombre sano es un enfermo que se ignora; ello no
obstante, procura cuidarle a pesar de todo. Así, y por malo que sea el caso, prueba de hacer
progresar el estado del paciente hacia ese ideal de salud, del cual afirma, sin
embargo, que bien pocos lo poseen integralmente. ¿No juzgaríamos que es un
siniestro farsante todo médico que rehusase trabajar por la curación de sus
enfermos, es decir, que no trabajara por conducirles hacia ese ideal, hacia esa
tesis de la salud, so pretexto que tal estado, por excelente que sea
“indiscutiblemente”, no se encuentra, de hecho, sino en un pequeñísimo número
de personas?
¿Dónde,
cuándo, en qué terreno se ha visto que la experiencia o que la razón preconicen
semejante método? ¿Dónde, cuándo, en qué terreno se ha visto a una disciplina
cualquiera progresar verdaderamente por el abandono deliberado de la búsqueda
del FIN que la especifica? Una de dos: o la tesis (la doctrina, el fin) es
verdaderamente justa, verdaderamente razonable, como se pretende, en efecto, y
hay que aplicarla (o al menos, tratar de aplicarla, pues su aplicación no puede
dejar de ser deseable), o no es verdaderamente aplicable y hay que decir,
entonces, que esa tesis es una pura creación del espíritu, una especulación
inútil, y que no merece, de ninguna manera, ser llamada evidente e indiscutible,
como se afirmó al principio.
Sin
duda, dirán algunos: también exageráis vosotros, pareciendo creer que se ha sostenido
que la tesis es inaplicable por esencia y definitivamente. Esta imposibilidad
de aplicación, por el contrario, depende únicamente de la situación actual…
Pero si es así, ¿cómo encontrar normal y cuasi legítimo que los católicos, en
ninguna parte, pretendan salir de una tal situación? Pues no olvidemos: lo que
refrena nuestras realizaciones prácticas por encima de las promesas de la
teoría (cuando esta teoría es verdaderamente justa) depende, casi siempre, de
las circunstancias, de las contingencias. Y lo propio de las contingencias es
ser contingentes, esto es, esencialmente inestables, variables, movedizas… Por
tanto, puede que en un lapso muy pequeño de tiempo, lo que parecía imposible o
solamente temerario legue a ser realizable, y esto con tantas más probabilidades
de producirse cuanto más se haya trabajado para ello.
Este
razonamiento parecerá más certero todavía si no se olvida que la tesis de que
aquí se trata no es el fruto de la inteligencia humana alguna, sino que es la
tesis por excelencia, la tesis católica, es decir, el fin fijado a toda la
sociedad por la Iglesia de Jesucristo.
¿Cómo
podría ser que una teoría sea inaplicable, o que uno pueda legítimamente
dispensarse de trabajar por su aplicación, cuando expresa para qué han sido
creadas todas las cosas, es decir, para la gloria de Dios? ¿Cómo podrían ser
inaplicables los principios que expresan lo que hay de más fundamental en el
universo, o sea, la voluntad de su Creador?
¿Es
posible que en este universo que es su obra, y que, segundo a segundo, no cesa
de ser mantenido en el ser, guardando sus leyes, por la voluntad del Verbo, por
quien todo ha sido hecho y sin el cual nada hizo de cuanto ha sido hecho, que
sólo esa voluntad de Jesucristo nuestro Señor, sea tenida por inaplicable? ¡Y
por cristianos además! Y eso cuando vemos que en todas partes cualquier
“charlatán”, el más deleznable político, el menor filosofo o teorizante sienta
cátedra, propaga su plan de renovación y recluta adeptos que, sin esperar más,
se lanzarán llenos de entusiasmo a la conquista del poder. Los más miserables
retóricos han sabido encontrar, y encuentran todavía, millares de hombres
dispuestos a hacerse matar por la aplicación de lamentables utopías sociales,
cuando no sanguinarias. ¿Sólo el plan social de Jesucristo, sólo el plan social
de su Iglesia queda paralizado?... ¡Y aún tendremos que soportar sin chistar la
afirmación, explícitamente lanzada por católicos, de que, en ninguna parte,
tratarán de promover ese plan; que, en ninguna parte, consideran posible la
aplicación de la tesis!
Es
inconcebible que, en un universo que ha sido hecho para su gloria sólo la voluntad
de Dios se encuentre hoy en inferioridad sobe el plano social, mientras que los
más siniestros farsantes hacen carrera. Porque… “decir que Jesucristo es el
Dios de los individuos y de las familias —podemos precisar con el cardenal
Pie—, pero no es el Dios de los pueblos y de las sociedades, es decir que Él no
es Dios. Decir que el cristianismo es la ley del hombre individual y no es la
ley del hombre colectivo, es decir que el cristianismo no es divino. Decir que
la Iglesia es juez de la moral privad y que nada tiene que ver con la moral
pública, es decir que la Iglesia no es divina”[16].
“No
saldremos de estos dilemas, se ha podido aún decir: o la Iglesia es la salud de
las naciones, o su doctrina les es inaplicable; o las encíclicas de los papas,
afirmando no sólo para los individuos, sino también para los Estados, la
obligación del culto público debido a Cristo-Rey son normas que aplicar, o no
son más que sermones en el aire…”[17].
Para
entender mejor lo que tal actitud tiene de insensato, imaginémosla no en el
plano colectivo y social, sino en el de nuestra conducta personal. En este
plano también existe una tesis, y el decálogo indica más directamente los
grandes rasgos. Ahora bien, ¿Qué se pensaría del individuo que fuera diciendo?:
“¡La excelencia de estos mandamientos es evidente! Son verdaderamente
indiscutibles… Pero reconozcamos que todo esto es muy penoso y difícil de
observar. En cuanto a mí, no veo aplicación posible de esta tesis… Me quedo,
pues, con la hipótesis, dicho de otro modo: me dedico a beber como una esponja
y alternar alegremente con rubias y morenas”.
¡Pero
cuántos hoy día razonan de una manera análoga e incluso no sospechan, al parecer,
la criminal miseria de tal comportamiento! “Lo mismo que la fe sin las obras no
salva al cristiano —escribía García Moreno—, lo mismo las tesis sociales
católicas no salvarán al mundo de la anarquía si ni siquiera se intenta
aplicarlas”.
JESUCRISTO, ALFA Y OMEGA
En
el fondo, detrás de todo esto, hay, en primer lugar, una gran falta de fe. Si
se creyese verdaderamente que tender hacia la tesis es el único remedio, si se
creyese verdaderamente que la doctrina católica es la salud, el orden y la paz,
nos pondríamos a trabajar costase lo que costase.
Pero,
en realidad, no se cree. Ya no se cree (realmente) en la verdad de la enseñanza
de la Iglesia, y sobre todo en la verdad de su enseñanza social. Se cree “en
principio” lo que se ha convertido en una excelente manera de no creer de
hecho… Se cree, pero se cree también, poco o mucho en lo que es contrario[18].
Se cree en todo, lo que equivale a no creer en nada. Y es justamente porque no
se cree por lo que se tiene poca prisa por trabajar en la instauración de un
orden social cristiano.
Únicamente
a quienes tienen fe se ha prometido el mover las montañas[19].
¿Qué tiene de extraño, por tanto, que quedemos como paralizados?
Ya
no se cree que el fin y los medios puedan estar en Jesucristo.
Se
admite teóricamente que Él es la Verdad. Pero ya no se quiere admitir que Él
sea ante todo el Camino que lleva a la Verdad.
Cada
uno se traza su propio camino. Cediendo a la “prudencia del siglo”, se calcula
la dosis de Verdad que nuestra época podría asimilar. Se fía uno de sus propias
fuerzas, sin ver lo que Jesucristo espera de nosotros.
A
veces Él no espera más que nuestro esfuerzo perseverante, contra viento y
marea, los ojos fijos sobre el fin que la Iglesia nos propone. Y cuando nos
vemos sin salida, cuando la situación nos parece totalmente inapropiada a la
aplicación de los principios, es la hora que el Señor espera para cambiar en
nuestro favor las circunstancias que nos eran contrarias. La historia está
llena de esos bruscos cambios. Aquel que es el Verbo de Dios, el Todopoderoso,
no defraudará nuestra esperanza.
Pero
es preciso que pongamos de nuestra parte todo cuanto podamos para realizarlo[20].
* * *
Cuántos
lo olvidan: todo acaba por encontrarse en Él. Lo mismo que Él es plenamente
Dios y plenamente hombre, en Él todo se concentra y se unifica: lo natural y lo
sobrenatural.
Cuantos
lo olvidan: todo acaba por encontrarse en Él. Lo mismo que Él es plenamente
Dios y plenamente hombre, en Él todo se concentra, se ordena y se unifica: lo
natural y lo sobrenatural.
MEDIOS
y FIN, nada escapa del imperio de Dios hecho hombre.
Y,
adviértase bien, Cristo no es solamente FIN universal, sino también MEDIO.
Esta
observación es capital.
Dicho
de otro modo, Cristo no es uno de ESOS FINES QUE PUEDEN ALCANZARSE POR MEDIOS
DISTINTOS o diferentes de esos mismos fines.
Jesucristo
es a la vez FIN y MEDIO.
“Sin
Mí nada podéis hacer”.
Antes
de llamarse la Verdad y la Vida ha querido ser el Camino.
Hay
en la ordenación de estas palabras una gran lección. ¿Cuántos se han extrañado
de tal concatenación? ¿No hubiese sido más racional —piensan algunos— que, en
primer término, Cristo se hubiera llamado la Verdad, la cual sería el Camino
para conducir a la Vida? Pero Cristo no ha dicho eso. Él es, en primer lugar,
el Camino, y toda la historia del pensamiento humano lo atestigua. ¿Cuántos que
se han perdido o no han alcanzado la luz hubieran querido, sin embargo, ir a
Cristo; pero por sus propios caminos, por sus propios medios, a la luz de una
crítica sistemáticamente abstracta y considerada tanto más soberana cuanto más
cerrada a todo “prejuicio” teológico?
¡No!
No es posible ir a Cristo más que por Él; y, sobre todo, es imposible promover
su reino social si Él no reina ya sobre los medios que para ello se pongan en
acción.
De
ahí la vanidad, la mentirosa insuficiencia, y el peligro de métodos tan en boga
hoy en día, que, so pretexto de trabajar más eficazmente por el avance del
reino de Dios, se limitan a no poner en obra más que medios que no proceden de
Él. ¡Cómo si le fuese dado a lo natural, no fecundado por la gracia, dar a luz
lo sobrenatural.
“Muy
al contrario —decía Dom Paul Delatte—, empecemos por ponernos en manos de Dios;
sin esto nuestras obras no serán más que naturalismo disfrazado”.
La
distinción entre el “antes” y el “después” no tiene sentido en el punto en que
nos hallamos, porque no hay “antes” y “después” con respecto al Ser
universalmente necesario. Ante todo, tenemos a Cristo; le tenemos todavía, para
tenerle después y siempre.
Vendrá,
ciertamente, la hora en que, en el combate por la ciudad católica, será preciso
ordenar cada uno de nuestros actos, saber cuáles de ellos actúan, accionando
como gigantescas palancas sobre los otros, colocar a los primeros “antes” y los
otros “después”…, pero todos bajo la bendición de Dios.
Hemos
insistido bastante[21]
sobre la importancia de las instituciones y, por tanto, de su reforma cuando
son malas, para que sea necesario hacer aquí grandes consideraciones.
Es
evidente que en el orden táctico, en el orden de la eficacia natural, hay
necesidad de saber ordenar los objetivos sucesivos. “Y AL PRINCIPIO —leemos en Quadragesimo Anno— ES NECESARIO
ESFORZARSE EN QUE, EN LA SOCIEDAD, EL RÉGIMEN ECONÓMICO Y SOCIAL SEA
CONSTITUIDO DE MODO QUE…”, etc.
“Social
ante todo” o incluso “política ante todo”, exclamarán al leer este pasaje. Y no
sin razón. Todo está en saber bien entre qué límites, en qué orden se pretende
circunscribir el uso de esas fórmulas.
¿No
es evidente que la salud de la nación por la restauración del Estado aparece como
una gran enseñanza de la misión de santa Juana de Arco? Como se ha hecho
observar hubo en ello, en cierto sentido, “política ante todo”. Pero lo que aún
importa señalar es que todo fue explícitamente ordenado y realizado para la
gloria, bajo el signo, tanto como bajo la gracia del rey Jesús. “Ante todo
política”, realizada “en nombre de Dios” por una santa, en colaboración con el
cielo, todo animado de fe y de oraciones, iluminado de formas angélicas.
Solo
un alma sobrenatural, ciertamente, puede percatarse de semejantes valores.
¿Quién
se atrevería a decir, no obstante, que lo esencial tanto como lo importante estuviere
en otro lugar? Una vez admitido que los soldados tienen siempre el deber de luchar,
¿quién se atrevería a subestimar el hecho de que sólo Dios otorga la victoria?
Es,
pues, insensato creer, como se hace demasiado a menudo en ciertos medios católicos,
que “lo social ante todo”, por ejemplo, o “humanicemos ante todo”, o “lo
natural ante todo”, puedan significar que Dios será el FIN de un MEDIO que no
le contiene, de un MEDIO en el cual su Poder no habrá sido jamás reconocido e
invocado, de un MEDIO voluntariamente colocado al margen de toda profesión
sobrenatural, por decirlo abiertamente, de un medio “neutro”, “laico”,
“naturalista”, de hecho, por la voluntad o la cobardía de los que lo emplean.
A
su vez, la fórmula “Dios ante todo”, aunque de apariencia piadosa, no carece de
peligro. Cuántos se sirven de ella, en realidad, para justificar un angelismo
inaceptable, argumento cumbre de un “absentismo” social, cuyo efecto principal
ha sido abandonar a los malvados todos los puestos clave en el orden político.
En cierto sentido, la fórmula “Dios ante todo” conduce a los mismos defectos
que las fórmulas que pretende combatir, pues no hace otra cosa que mantener
esta idea rigurosamente semejante, a saber: que Dios podría estar sólo en
alguna parte y no en todo[22].
Hemos
dicho esto para hacer comprender que, desde su principio hasta sus consecuencias,
todos nuestros actos deben ser por Jesucristo, con Jesucristo, en Jesucristo.
Todo es Suyo. Su imperio es universal, y el deber del hombre es de ordenarlo
todo, medios y fin, bajo su bendición.
“Cristo
conmigo; Cristo detrás de mí”.
“Cristo
dentro de mí; Cristo debajo de mí; Cristo por encima de mí”.
“Cristo
a mi derecha; Cristo a mi izquierda”.
“Cristo
en la fortaleza; Cristo en el asiento del carro; Cristo sobre la popa del
navío”.
“Cristo
en el corazón de todo hombre que piense en mí”.
“Cristo
en la boca de todo hombre que hable de mí”.
“Cristo
en todo hombre que me ve”.
“Cristo
en todo oído que me oye”.
Tal
es la oración de san Patricio[23].
Y Pío XII, todavía hoy, no enseña otra cosa:
“Dios está en su puesto
—escribe— no sólo en las iglesias, sino también en los corazones, en las
mentes, en las familias, en los lugares de trabajo, en las calles y en las
plazas, en los partidos y en los sindicatos, en los municipios y en los
Parlamentos… Todo existe por Él; todo, por lo tanto, le pertenece
absolutamente. Por ello cuando un hombre o un cierto número de hombres,
haciendo mal uso del libre arbitrio, consideran y tratan a Dios como un extraño
en cualquier campo de la vida pública
o privada, he ahí el desorden, he ahí
la condición para destruir en aquél la paz”[24].
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[1] En el capítulo
precedente hemos citado largamente el discurso de Pío XII en el II Congreso Mundial del Apostolado Seglar.
Hemos visto qué lugar quiere el santo Padre para el laicado en la Iglesia.
[2] Encíclica Singulari quadam caritate, 24 de
septiembre de 1912.
[3] Serm. contra Auxent.
[4] … y estos
deberes, en su generalidad, son también los de los suizos, los belgas, los
españoles y los de los ciudadanos de todos los países.
[5] Cf.: Pío XII, Alocución al marquesado residente en Roma,
23 de marzo de 1958. “Se encuentran a veces hoy ciudadanos poseídos de una
especie de temor a mostrarse señaladamente leales a la patria. Como si el amor
hacia su país pudiera significar señaladamente el desprecio hacia los otros países,
como si el deseo natural de ver a su patria bella y próspera en el interior,
estimada y respetada en el extranjero, debiese ser inevitablemente una causa de
aversión hacia los otros pueblos. Hay incluso quienes evitan pronunciar hasta
la palabra «patria» e intentan reemplazarla con otros nombres más adaptados, en
su opinión, a nuestro tiempo”.
[6] Christianus, p. 180.
[7] ¿Es necesario
recordar lo que se entiende por estos dos términos? Como la palabra lo indica,
es NATURAL lo que está por sí en conexión con la naturaleza, sea porque la
constituye, sea porque proviene de ella, sea, en fin, porque está por ella
misma destinada a alcanzarla. Este lazo necesario entre NATURALEZA y NATURAL
establece entre estos dos términos una proporción o unidad de orden, y, en este
sentido, lo natural pertenece al orden de la naturaleza. Ejemplo: que el hombre
sea un animal racional o que invente la bomba atómica, estos son, para él,
hechos de orden natural; cualquiera que posea una naturaleza humana es animal
racional y posee el poder radical de realizar cualquier clase de
descubrimientos científicos.
En
el universo creado, un orden natural (que de hecho no ha existido jamás en
estado puro) sería el de una creación donde Dios no hubiera añadido a las
perfecciones naturales de sus elementos ninguna finalidad superior ni ningún
don trascendente y gratuito en relación a no importa qué naturaleza creada o
creable. De aquí (se infiere) en tal universo un cierto determinismo, ciertas
leyes necesarias a su coherencia íntima, ciertas limitaciones (tales como la
imposibilidad de alcanzar, por sus propias fuerzas, una beatitud perfecta que
Dios sólo posee por naturaleza, y a la cual ninguna naturaleza creada está por
sí misma efectivamente destinada).
Superior
a este orden natural de la creación, lo SOBRENATURAL es de orden divino. Es un
privilegio de Dios que no puede ser otorgado a la criatura —incluso espiritual—
más que en virtud de una iniciativa gratuita del Amor divino. Y puesto que la
creación es ya ella misma una iniciativa enteramente gratuita de ese Amor, el
don sobrenatural será doblemente gratuito o, mejor, constituirá una segunda
etapa de voluntaria potestad divina que, en ningún caso, el primer don gratuito
de la simple creación habrá hecho necesario. He aquí cómo el orden sobrenatural
es, esencialmente un orden de gracia, mejor, el orden de la gracia por excelencia;
es decir, el orden del amor plenamente gratuito. No vamos aquí a detallar sus
insondables riquezas (gracia, virtudes teologales, dones del Espíritu Santo,
múltiples grados de conocimientos sobrenaturales hasta la visión beatífica, sin
hablar del dominio todavía superior del orden hipostático propio del Verbo encarnado).
Por
el contrario, la trascendencia y la gratuita voluntad de lo sobrenatural no
suponen, en la naturaleza, una perfecta indiferencia a su respecto. Esto sería
el poder “extrínseco” que conduciría a lo “sobrenatural abandonado”. El don
sobrenatural es, al contrario, el bien más grande que puede hacerse a la
naturaleza. Santo Tomás no duda en decir que la criatura espiritual es
“naturalmente capaz” de recibir la gracia y los otros dones sobrenaturales. Una
capacidad así de la naturaleza es incluso necesario que sea previamente requerida
para que Dios pueda, si Él lo quiere, destinar esta naturaleza y ordenarla, de
hecho, a su fin sobrenatural; pero no se puede admitir que esta capacidad
constituye ya por sí misma un orden o destino. La ordenación actual de la
criatura espiritual a la beatitud perfecta no es más que el resultado de una
vocación gratuita de Dios, el cual, entonces solamente, debe dar a su criatura
los medios sobrenaturales necesarios para alcanzar el fin superior que Él le
asigna. Se comprende que esta llamada gratuita ha podido hacerse desde el
primer instante de la creación, y sabemos que, de hecho, así ha sido. Además,
si se tiene en cuenta el misterio de la Encarnación, se ve claro que el Amor
divino ha querido libremente colmar la capacidad de su criatura hasta el
máximum absoluto de posibilidades; pero nada, ni en Dios mismo, ni en su acto
creador, y todavía menos en la criatura, hace necesaria esta espléndida y
suprema eventualidad.
[8] Pero,
“compenetración” no es “confusión”. Confundir es, esencialmente tomar una cosa
por otra. Tomar los valores naturales por los valores sobrenaturales o a la
inversa, he aquí el pecado. La falsa piedad, la falsa mística son
manifestaciones muy corrientes. ¿Cuántas veces se toman por impulsos
sobrenaturales los estremecimientos puramente sentimentales de un “pietismo”
casi “orgánico”? Por el contrario, ¡cuántos bienes sobrenaturales son
desconocidos o despreciados porque no queremos ver en ellos más que las manifestaciones
de un “temperamento” cuando no de una “neurosis”, etc.! En literatura, los
románticos están llenos de esta confusión: lo humano es divinizado y lo
sobrenatural es naturalizado.
[9] Oeuvers pastorales, t. III, p. 152. A
propósito del “Discours de Malines” de Montalembert.
[10] No se toma esta
palabra en el sentido científico.
[11] Ejercicios espirituales, 3ª semana.
[12] El sentido de
“tesis” e “hipótesis” difiere aquí del que en lenguaje corriente se da a estos
términos, y lo mismo en el lenguaje científico. En el lenguaje corriente, en
efecto, el sentido de la palabra “hipótesis” apenas es otro que el de “suposición”,
y, en el lenguaje científico, el de un conjunto de principios y de nociones, al
menos temporalmente admitido y utilizado en tanto que quede probado por un
cierto número de experiencias. En efecto, ocurre bastante frecuentemente que
tal hipótesis universalmente admitida hasta entonces por los sabios, se
encuentre desechada por los progresos mismos de las investigaciones
experimentales que de un día a otro obligan a reconocer que lo real es mucho
más complejo que lo que se había pensado en un principio y que no se puede uno
contentar, como consecuencia, con “hipótesis” desde este momento “superadas”
por la experiencia. Señalemos, todavía, que por confusión con el sentido
matemático de la “hipótesis”, los liberales pretenden que la “tesis” no tiene
por sí misma un valor integral, sino que no existe más que en función de una
“hipótesis” que es mera ocasión. Para ellos la “hipótesis” es, simultáneamente:
la coyuntura y… un elemento de la “tesis” (esencialmente movedizo), lo que
quita a la doctrina su carácter absoluto y permanente. Debemos precisar, por el
contrario, que la “hipótesis” no es de la misma naturaleza que la “tesis”: la
primera es “programa”, dependiendo esencialmente de la segunda, que es
“doctrina”, y, accesoriamente, de la coyuntura. Cf.: en Au commencement…, p. 38 y 39, la distinción entre doctrina y programa.
“Hypo” es la forma francesa (y española) de la preposición griega “hupo”, más
abajo.
[13] Le liberalismo est un péché, p. 240.
Tequi (edición francesa).
[14] … o la teoría,
la doctrina especulativa, la ideología… todos estos términos pueden ser
considerados como sinónimos (Nota de la Cité
Catholique).
[15] Alocución a los Predicadores de la Cuaresma,
1943.
[16] Oeuvres, t. VI, p. 434.
[17] R. Vallery-Radot, Univers,
1919, p. 339.
[18] Cf.: Monseñor
Lefevbre, arzobispo de Bourges, Rapport doctrinal
presentado a la Asamblea del Episcopado francés, abril 1957. “Sin profesar un
verdadero laicismo doctrinal, parecen, sin embargo, arreglarse bastante bien
con una laicización de hecho cuya extensión a todos los dominios se les aparece
como inevitable. Comprobando que ya no hay cristianos, concluyen ellos, un poco
a la ligera, que tal es el proceso irreversible de la historia.
[19] La verdadera fe.
no ese “sentido religioso ciego surgiendo de las profundidades tenebrosas de la
subconsciencia, informado bajo la presión del corazón y el impulso de la
voluntad” denunciado por el juramento anti-modernista; sino esta verdadera fe
que es asentimiento de la inteligencia a la verdad adquirida del exterior, por
la enseñanza recibida ex auditu,
asentimiento por el cual nosotros creemos verdadero, a causa de la autoridad de
Dios, cuya veracidad es absoluta, todo aquello que ha sido dicho, atestiguado y
revelado por Dios en persona, nuestro Creador y nuestro Maestro.
[20] Cf.: Santo Tomás
de Aquino. Extractos de la Suma Teológica sobre la “Prudencia” en Verbe, núm. 95. Les Saints et l’Actión.
[21] Cf.: Verbe, núm. 7, p. 11, y nuestra Introduction a la politique (en
preparación).
[22] Cf.: León XIII,
8 de diciembre de 1882: “Hay quienes tienen costumbre no solamente de distinguir
la política y la religión… Aquellos, en verdad, no difieren mucho de los que
desean que el Estado esté constituido y administrado fuera de Dios, creador y
dueño de todas las cosas…”.
[23] Cf.: R. P. de Grandmaison, Jesus-Christ, t. II, p. 640.
[24] Discurso a los funcionarios de Ministerio de
“Defensa” de Italia.