“de la reina surgió una mártir, y de la muñeca una heroína”
María Antonieta, Archiduquesa de Austria, Reina de Francia y viuda Capeto.
Reverendísimo Monseñor Director de la Academia, Señores Académicos
La simple enumeración de los títulos con que fue conocida durante su corta vida María Antonieta de Habsburg, más tarde María Antonieta de Bourbon, trae consigo el recuerdo de la serie de acontecimientos extraordinario e imprevistos que constituyeron la trama de la existencia femenina más interesante del siglo XVIII.
En su primera fase, la vida de esta princesa corrió feliz y brillante como un sueño dorado, en que se reunían, en la misma persona, toda la gloria del poder, todo el brillo de la fortuna, y todo el encanto de una radiosa juventud. Súbitamente, sin embargo, este largo encadenamiento de venturas fue cortado por un tifón horroroso, que provocó el naufragio de la Monarquía, la profanación de los altares y la derrota de una nobleza que, a través de los siglos, venía escribiendo con la propia espada las páginas más brillantes de la historia de Francia. Y en pleno desmoronamiento del edificio político y social de la monarquía de los Bourbon, cuando todo el mundo sentía el suelo deshacerse bajo sus pies, la alegre archiduquesa de Austria, la jovial reina de Francia, cuyo porte elegante recuerda una estatuilla de Sèvres, y cuya sonrisa tenía los encantos de una felicidad sin nubes, bebía, con una dignidad, con una altanería, y con una resignación cristiana admirables los golpes amargos de la inmensa taza de hiel con que resolvió glorificarla la Divina Providencia. Hay ciertas almas que sólo son grandes cuando sobre ellas soplan las ráfagas del infortunio. María Antonieta, que fue fútil como princesa, e imperdonablemente liviana en su vida de reina, delante el baño de sangre y de miseria que inundó a Francia, se transformó de un modo sorprendente; y el historiador verifica, tomado de respeto, que de la reina surgió una mártir, y de la muñeca una heroína.
En el año de 1755, nacía en el magnífico palacio de Schönbrunn, en Viena, la archiduquesa María Antonieta, hija de la impetuosa María Teresa, Reina de Hungría y Bohemia, y de Francisco I, soberano de Sacro Imperio Romano Alemán. La diferencia entre los caracteres de sus progenitores tal vez explique las desconcertantes contradicciones que se encuentran en todos los actos y durante toda la visa de María Antonieta. María Teresa era viril y enérgica al punto de enfrentar, gloriosamente, al gran Federico de Prusia, y tal era la fuerza con que hacía pesar sobre sus súbditos la autoridad real, que estos la llamaban, incluso en los documentos oficiales más importantes de Rey y no de Reina. Francisco I, al contrario, era débil, pusilánime y poco inteligente. Se cuenta que, cuando se repetían en su presencia los injustas reproches de Voltaire contra la forma Monárquica, el pobre soberano, no teniendo cultura y energía suficientes para defender los principios de que era guardián, se limitaba a decir a sus cortesanos: ¡qué queréis, mi oficio exige que yo sea monárquico!
La infancia de María Antonieta tuvo como escenario la pomposa corte de Viena. La joven archiduquesa se mostraba dotada de un natural bondadoso, que se aliaba a un gusto acentuado por los estudios. Todavía es conocido en nuestros días su noviazgo con Mozart, el gran músico, que siendo entonces apenas un niño de cinco años, creía ingenuamente estar de novio de la hermosa hija de los soberanos del Sacro Imperio.
La diplomacia de Choiseul, el influyente ministro del rey de Francia, Luis XV, puso término a esta infancia ausente de nubes promoviendo el casamiento de Luis XVI, entonces príncipe heredero, con María Antonieta. Evidentemente, el amor no unió el corazón de los jóvenes príncipes. Se trataba apenas de un acuerdo diplomático en que Austria, fiel a su política de casamientos, y teniendo en vista exclusivamente sus propias ventajas, cedía una de sus archiduquesas, mediante determinadas compensaciones por parte de Francia.
Concluidas las últimas negociaciones diplomáticas, y hechas las necesarias despedidas, la joven María Antonieta se puso en camino en al país del cual vendría a ser, en el futuro, la poderosa Reina. La acompañaba un séquito brillante, constituido por todo cuanto la nobleza del Sacro Imperio tenía de más elevado. En la frontera francesa se realizó la curiosa ceremonia de la “entrega de la archiduquesa”. Había un edificio que se componía de dos partes absolutamente idénticas, de las cuales una quedaba en territorio francés, y otro en territorio alemán. El séquito de la archiduquesa, penetrando por la puerta alemana, condujo a María Antonieta hasta los aposentos donde ella dejó definitivamente sus trajes de princesa del Sacro Imperio, cambiándolos por los de dama francesa. Así vestida, María Antonieta penetró, acompañada apenas por el embajador austríaco, en la parte francesa del edificio. Ahí, toda la hidalguía la esperaba, ostentando la incomparable elegancia, la inmensa riqueza y el requintado gusto artístico que caracterizaban a la corte de entonces.
Luis XVI, el príncipe heredero, era conocido por la austeridad de su conducta, y por la piedad, bondad y honestidad que ornamentaban su carácter. Sus más encarnizados adversarios consiguieron levantar contra él apenas tres acusaciones: la de apático, glotón y habilísimo cerrajero. En el nuevo hogar principesco, que se formaba sin los vínculos de un afecto profundo, el espíritu cristiano de que estaban imbuidos los novios, suplía con ventaja la ausencia de amor. María Antonieta y Luis XVI siempre fueron esposos ejemplares que construyeron sobre los sólidos cimientos del respeto mutuo y de la moralidad absoluta la indiscutible felicidad de su vida familiar.
Los años transcurridos entre el casamiento y la coronación, fueron, tal vez, los más venturosos de toda la corta existencia de María Antonieta.
Hermosa, poderosa, rica, bien casada y venerada por el pueblo con cariñosa dedicación, la joven princesa tenía por única ocupación pasear por los suntuosos palacios de la corona de Francia, trayendo consigo su corte traviesa y todo el lujo fulgurante de que se cercaba constantemente. Entre sus contrariedades, en este tiempo de venturas, se contaban sus frecuentes e interesantes alteraciones con la condesa de Noailles, su severa maestra de etiquetas, que la joven princesa apellidaba impertinentemente de “Madame Étiquette”. Se cuenta que, cierta vez, habiéndose María Antonieta de un caballo que montaba en presencia de toda la corte, exclamó riendo caída en el suelo: llamen a Madame Étiquette, para que me explique cómo debe levantarse la heredera del trono de Francia cuando cae de un caballo.
Uno de los aspectos curiosos del carácter de la joven esposa de Luis XVI era su deseo ardiente de poseer una amiga íntima, confidente de todos los momentos, y de todas las situaciones. Luego que atravesó los umbrales de la puerta que separaba el pasado de la archiduquesa del futuro de la princesa de Francia, su mirada se posó sobre una dama de belleza ideal, la princesa de Lamballe, emparentada con la Familia Real, e infeliz viuda de uno de los hidalgos más traviesos de Francia. La princesa de Lamballe era joven, hermosa y esencialmente aristocrática en la gracia de su porte y de una elegancia sin par. Sus ojos, de un azul profundo, reflejaban todo el candor de su alma sin maldad, y la inmensa tristeza de su juventud sin risa. Su delicadeza era tal que, cierta vez, se desmayó de susto delante de una pintura representando un cangrejo. Esta fue la primera y la más sincera de las amigas de María Antonieta. Poco después, sin embargo, era substituida por la frívola condesa de Polignac. La princesa de Lamballe sufrió su apartamiento con la dignidad propia de una gran alma, no se quejó y no se rebajó. La princesa de Lamballe sólo reaparece en el escenario amputada y mutilada en las calles de París, cuando venía de Inglaterra, a la búsqueda de la infortunada mártir, a quien la princesa perdonaba, así, en las amarguras del sufrimiento, la infidelidad del tiempo de venturas. Aquella que se desmayaba delante de un cangrejo pintado, tuvo ánimo suficiente para arrostrar el tifón revolucionario, y morir por la causa de la amiga que, en el tiempo de los esplendores, le fuera infiel. La condesa de Polignac, en cambio, en vez de ejercer sobre María Antonieta una influencia saludable, la arrastró a una ludopatía desenfrenada. Estaba, entonces, en boga el juego de azar extremadamente dispendioso, llamado Faraón. Las partidas de Faraón comenzaban en la noche, en la residencia de los Polignac, y terminaban con los primeros albores del día, a los ojos de la población escandalizada por la participación asidua de la heredera del trono. Fue esta una fuente de merecidas censuras dirigidas a María Antonieta. Poco después, fue descubierta en un baile popular carnavalesco aquella que debía ser reina de Francia, que se divertía, por lo demás inocentemente, sin recordarse de la dignidad de su posición. Poco a poco, los rumores se fueron acentuando, y cuando murió el viejo Luis XV, María Antonieta subió al trono contando ya con numerosas antipatías.
Incluso así, fue grande el entusiasmo del pueblo, cuando los aplausos anunciaron a María Antonieta, a altas horas de la noche, que llegaba, con el fallecimiento de Luis XV el momento de ser coronado rey de Francia y de Navarra el débil y bueno Luis XVI.
Las fiestas de la coronación fueron un contraste curioso de miseria y de pompa. Luis XVI, después de consagrado y coronado rey de Francia, en la antiquísima y suntuosa Catedral de Reims, en la presencia de toda la nobleza y de todo el clero de Francia, después de haber sido ungido por el representante del Santo Padre con el poleo que, según la tradición, descendió del cielo en el día de la conversión de Clovis, después de haber recibido los homenajes de los elementos más representativos y nobles de la nación, salió de la Catedral acompañado por el obispo de Autun, a tocar con sus manos las llagas de más de 2000 enfermos de toda especie, que esperaban en fila en la puerta de la Iglesia, la salida del Rey que, según la tradición, debería curar, con el simple toque de sus manos soberanas, determinadas molestias. Se cuenta que, como preanuncio de tristes acontecimientos, la corona, al ser colocada sobre la cabeza del Rey, se cayó de las manos del Nuncio Apostólico, y, golpeando a Luis XVI en la cabeza, lo hirió al punto de hacer correr sangre.
Con la coronación, comienza el largo padecimiento de la reina. El pueblo sufría hambre, y no quería comprender que los gastos de la corte eran, en gran parte, necesarios para el decoro de la Monarquía. El pueblo, siempre víctima de explotadores de torpe inconsciencia, no comprendía que la nobleza gozaba de grandes privilegios, pero que, en compensación, sustentaba a expensas propias el ejército y la marina, proveyendo, por otro lado, los gastos de gran parte de la administración. El pueblo, en fin, no comprendía que el clero, esta clase denodada que siempre luchaba por el bien, contra todos los males, por los débiles, contra todos los poderosos, y por Dios contra sus enemigos, este clero costeaba, solo, los gastos de los actuales ministerios franceses de la Instrucción Pública y de los Cultos. No, los sofismas de un espíritu demoledor como Voltaire, la elocuencia lloricona y perversamente hueca de Rousseau, habían gangrenado toda la sociedad francesa. Esta nobleza frívola, que afectaba olvidarse de su Dios, habría de mostrar dentro de poco, que se olvidaría igualmente de su Rey, de su pasado, y del enorme peso de glorias que representaban las nobles tradiciones de que era depositaria. Estos hidalgos, cuyos antepasados habían sido leones, la vida disipada e irreligiosa de la corte los transformara en bailarines. Y el pueblo, movido por la envidia más de que por el hambre, y olvidado de que representar en la sociedad un papel humilde es, también, desempeñar un mandato divino, se lanzó furioso contra la organización política de Francia. El 14 de julio, la invasión de Versalles por un bando de malvadas arrastrando atrás de sí la chusma de la población parisiense, a imponer al Rey débil el gorro frígio, y a insultar bajamente una monarquía que estaba imposibilitada de defenderse, la masacre de sacerdotes inocentes, que pagaban con la propia vida el enorme crimen de haberse dedicado de cuerpo y alma al servicio de Dios, predicando Su santo Nombre y Su Ley de paz y amor, el asesinato de diversos hidalgos que no querían desertar en la hora del peligro del trono en vuelta del cual habían pasado la vida danzando, este encadenamiento horrible de crímenes que sino a ensuciar las páginas de la Historia de la Humanidad, ¿abatió, por ventura a la reina de Francia, la hija de los altivos Habsburg? ¡Nunca! Nunca, esta muñeca de porcelana de los bailes del Trianon dobló su cabeza delante de la ignominia de sus enemigos. Nunca, ni un solo momento, la soberana destronada dejó de ser Reina, pues que, mayor en el sufrimiento de que en la gloria, demostró, al afrontar desarmada y con el hijo en los brazos a aquellos borrachos furiosos que invadían los palcos reales, que era de una raza que no teme el peligro, máxime cuando encarna una causa justa.
Arrastrada la realeza en el lodo de París, humillada la débil personalidad de Luis XVI bajo el peso del infortunio, el único baluarte de la resistencia era María Antonieta, que, haciendo de su desdicha un trono fulgurante para su personalidad, afronta impávida, enorme, delante del sufrimiento, armada apenas con la coraza sublime de la fe y de la resignación cristiana, la oleada que sumergiría a Francia. Hasta el último momento, esta soberana quiso salvar su trono, no por interés personal, sino que por amor al principio monárquico. Y esto ella lo hizo sin vacilar, alentando a todos, y nunca desesperando, incluso cuando la población la saca de las Tullerías, donde estaba detenida, y la conduce, al sonido de los clamores e insultos de la plebe, a la sombra mortal de la lúgubre prisión del Templo, incluso cuando es obligada a ver, abatida de horror y de remordimiento, la cabeza de la valiente princesa de Lamballe, de ojos vacíos, cabellera empolvada y salpicada de sangre, y labios pálidos, introducida en la punta de una asta, entre las rejas de la ventana de su mazmorra, como testimonio de la muerte atroz e inmerecida de su mejor amiga.
He aquí, señores, su tortura de Reina. Fue completa, nada faltó, y todo ella lo soportó con calma y resignación, arrancando, de vez en cuando, gritos de admiración de sus propios adversarios.
Como esposa, María Antonieta sufrió el mayor de los martirios. Su marido, al cual ella dedicaba todos los sentimientos de una esposa católica ejemplar, después de ser blanco de las más crueles afrontas, fue, en fin, arrastrado a una muerte gloriosa para la posteridad, pero que parecía entonces absolutamente deprimente. De su prisión del Templo, oyó María Antonieta, ciertamente, el retumbar de los tambores anunciando que la Convención Nacional, en nombre de la igualdad, destruía al inocente representante de la realeza, en nombre de la libertad lo impedía despedirse, al borde de la tumba, de su pueblo a quien mucho amara, en nombre de la fraternidad le iría a quitar la vida en la guillotina.
Pero, señores, fue la madre que, en María Antonieta, sufrió las más horrorosas torturas. Cuando la Convención fue a separa a María Antonieta de su hijo, esta, durante dos horas, cubriendo con su cuerpo el del inocente principito, luchó contra el brutal zapatero Simón y su bando siniestro, sólo abandonando al hijo cuando, de todo en todo, le faltaron las fuerzas para resistir. Largos fueron los meses de la separación. Sola, terriblemente sola, presa a la vista de un cuarto horrible de la prisión del Templo, la infeliz mujer tenía como único consuelo, y por lo demás poderoso, su oración. Hasta hoy, conserva Francia su libro de Misa, sobre el cual cayeron, con certeza, las lágrimas amargas de aquella madre que, en el auge de la infelicidad y del abandono, supo siempre agradecer a Dios el desamparo en que se encontraba.
Finalmente, fue ella procesada por el “Comité de Salud Pública”, por traicionar a la patria, por ser una nueva Catalina de Médicis, por ser madre esposa y madre (…).
En el proceso, culminó su padecimiento. Su hijo, embrutecido por el alcohol, se volvió un verdadero animalillo, que tenía como único y constante sentimiento el miedo. Imagínese la escena: sobre un estrado, sentados los alguaciles que, en el proceso, se intitulaban de jueces. En una serie de bancos, media docena de individuos repugnantes, oliendo a alcohol, desempeñaban el papel de jurados. La Reina, delgada, en su larga ropa negra, de cabellos enteramente blancos, envejecida en su juventud abatida y triste, entra con toda la majestad de su decadencia aun altiva, aun bella, y siempre digna e invencible, en esta jaula donde su reputación y su corazón de madre van a ser despedazados por las fieras más desalmadas de la Historia francesa. El interrogatorio comienza brutal, felino, perverso. La Reina, o responde con dignidad, o se calla, desdeñando con su silencio la infamia de ciertas acusaciones. He aquí que es introducido en la sala el príncipe heredero de los tronos de Francia y Navarra. Calzado de toscos suecos, con un gorro frígio en la cabeza, un aire embrutecido y triste de quien, hace mucho, padece todos los horrores de la barbaridad de un verdugo como Simón, y con la fisonomía estúpida de los alcohólicos inveterados, con una voz llorosa, lanza contra la madre las mayores injurias. He aquí señores, el cúmulo del sufrimiento. La escena, horripilante en sí, dispensa comentarios. Os diré solamente que la Reina, en un grito magnifico de corazón de madre ulcerado por el más atroz de los dolores, lanza, en la elocuencia de su alucinación, en el horror de su padecimiento dantesco, un apelo a todas las madres presentes, preguntándoles si creen en las injurias del niño. Y, como si la naturaleza humana, en el fondo de aquellos corazones de mujeres malvadas, comprimido por mucho tiempo, finalmente explota en la sala, una lluvia de aplausos, y un delirio de entusiasmo de aquel pueblo que fuera al tribunal para asistir feroz al desenlace del proceso, es tomado súbitamente de un formidable entusiasmo por su víctima, y María Antonieta, en el banco de los reos, en el auge de la ignominia recibe una formidable y sincera ovación de sus verdugos. ¿Qué decir, señores, de este lance histórico?
La simple enumeración de los títulos con que fue conocida durante su corta vida María Antonieta de Habsburg, más tarde María Antonieta de Bourbon, trae consigo el recuerdo de la serie de acontecimientos extraordinario e imprevistos que constituyeron la trama de la existencia femenina más interesante del siglo XVIII.
En su primera fase, la vida de esta princesa corrió feliz y brillante como un sueño dorado, en que se reunían, en la misma persona, toda la gloria del poder, todo el brillo de la fortuna, y todo el encanto de una radiosa juventud. Súbitamente, sin embargo, este largo encadenamiento de venturas fue cortado por un tifón horroroso, que provocó el naufragio de la Monarquía, la profanación de los altares y la derrota de una nobleza que, a través de los siglos, venía escribiendo con la propia espada las páginas más brillantes de la historia de Francia. Y en pleno desmoronamiento del edificio político y social de la monarquía de los Bourbon, cuando todo el mundo sentía el suelo deshacerse bajo sus pies, la alegre archiduquesa de Austria, la jovial reina de Francia, cuyo porte elegante recuerda una estatuilla de Sèvres, y cuya sonrisa tenía los encantos de una felicidad sin nubes, bebía, con una dignidad, con una altanería, y con una resignación cristiana admirables los golpes amargos de la inmensa taza de hiel con que resolvió glorificarla la Divina Providencia. Hay ciertas almas que sólo son grandes cuando sobre ellas soplan las ráfagas del infortunio. María Antonieta, que fue fútil como princesa, e imperdonablemente liviana en su vida de reina, delante el baño de sangre y de miseria que inundó a Francia, se transformó de un modo sorprendente; y el historiador verifica, tomado de respeto, que de la reina surgió una mártir, y de la muñeca una heroína.
En el año de 1755, nacía en el magnífico palacio de Schönbrunn, en Viena, la archiduquesa María Antonieta, hija de la impetuosa María Teresa, Reina de Hungría y Bohemia, y de Francisco I, soberano de Sacro Imperio Romano Alemán. La diferencia entre los caracteres de sus progenitores tal vez explique las desconcertantes contradicciones que se encuentran en todos los actos y durante toda la visa de María Antonieta. María Teresa era viril y enérgica al punto de enfrentar, gloriosamente, al gran Federico de Prusia, y tal era la fuerza con que hacía pesar sobre sus súbditos la autoridad real, que estos la llamaban, incluso en los documentos oficiales más importantes de Rey y no de Reina. Francisco I, al contrario, era débil, pusilánime y poco inteligente. Se cuenta que, cuando se repetían en su presencia los injustas reproches de Voltaire contra la forma Monárquica, el pobre soberano, no teniendo cultura y energía suficientes para defender los principios de que era guardián, se limitaba a decir a sus cortesanos: ¡qué queréis, mi oficio exige que yo sea monárquico!
La infancia de María Antonieta tuvo como escenario la pomposa corte de Viena. La joven archiduquesa se mostraba dotada de un natural bondadoso, que se aliaba a un gusto acentuado por los estudios. Todavía es conocido en nuestros días su noviazgo con Mozart, el gran músico, que siendo entonces apenas un niño de cinco años, creía ingenuamente estar de novio de la hermosa hija de los soberanos del Sacro Imperio.
La diplomacia de Choiseul, el influyente ministro del rey de Francia, Luis XV, puso término a esta infancia ausente de nubes promoviendo el casamiento de Luis XVI, entonces príncipe heredero, con María Antonieta. Evidentemente, el amor no unió el corazón de los jóvenes príncipes. Se trataba apenas de un acuerdo diplomático en que Austria, fiel a su política de casamientos, y teniendo en vista exclusivamente sus propias ventajas, cedía una de sus archiduquesas, mediante determinadas compensaciones por parte de Francia.
Concluidas las últimas negociaciones diplomáticas, y hechas las necesarias despedidas, la joven María Antonieta se puso en camino en al país del cual vendría a ser, en el futuro, la poderosa Reina. La acompañaba un séquito brillante, constituido por todo cuanto la nobleza del Sacro Imperio tenía de más elevado. En la frontera francesa se realizó la curiosa ceremonia de la “entrega de la archiduquesa”. Había un edificio que se componía de dos partes absolutamente idénticas, de las cuales una quedaba en territorio francés, y otro en territorio alemán. El séquito de la archiduquesa, penetrando por la puerta alemana, condujo a María Antonieta hasta los aposentos donde ella dejó definitivamente sus trajes de princesa del Sacro Imperio, cambiándolos por los de dama francesa. Así vestida, María Antonieta penetró, acompañada apenas por el embajador austríaco, en la parte francesa del edificio. Ahí, toda la hidalguía la esperaba, ostentando la incomparable elegancia, la inmensa riqueza y el requintado gusto artístico que caracterizaban a la corte de entonces.
Luis XVI, el príncipe heredero, era conocido por la austeridad de su conducta, y por la piedad, bondad y honestidad que ornamentaban su carácter. Sus más encarnizados adversarios consiguieron levantar contra él apenas tres acusaciones: la de apático, glotón y habilísimo cerrajero. En el nuevo hogar principesco, que se formaba sin los vínculos de un afecto profundo, el espíritu cristiano de que estaban imbuidos los novios, suplía con ventaja la ausencia de amor. María Antonieta y Luis XVI siempre fueron esposos ejemplares que construyeron sobre los sólidos cimientos del respeto mutuo y de la moralidad absoluta la indiscutible felicidad de su vida familiar.
Los años transcurridos entre el casamiento y la coronación, fueron, tal vez, los más venturosos de toda la corta existencia de María Antonieta.
Hermosa, poderosa, rica, bien casada y venerada por el pueblo con cariñosa dedicación, la joven princesa tenía por única ocupación pasear por los suntuosos palacios de la corona de Francia, trayendo consigo su corte traviesa y todo el lujo fulgurante de que se cercaba constantemente. Entre sus contrariedades, en este tiempo de venturas, se contaban sus frecuentes e interesantes alteraciones con la condesa de Noailles, su severa maestra de etiquetas, que la joven princesa apellidaba impertinentemente de “Madame Étiquette”. Se cuenta que, cierta vez, habiéndose María Antonieta de un caballo que montaba en presencia de toda la corte, exclamó riendo caída en el suelo: llamen a Madame Étiquette, para que me explique cómo debe levantarse la heredera del trono de Francia cuando cae de un caballo.
Uno de los aspectos curiosos del carácter de la joven esposa de Luis XVI era su deseo ardiente de poseer una amiga íntima, confidente de todos los momentos, y de todas las situaciones. Luego que atravesó los umbrales de la puerta que separaba el pasado de la archiduquesa del futuro de la princesa de Francia, su mirada se posó sobre una dama de belleza ideal, la princesa de Lamballe, emparentada con la Familia Real, e infeliz viuda de uno de los hidalgos más traviesos de Francia. La princesa de Lamballe era joven, hermosa y esencialmente aristocrática en la gracia de su porte y de una elegancia sin par. Sus ojos, de un azul profundo, reflejaban todo el candor de su alma sin maldad, y la inmensa tristeza de su juventud sin risa. Su delicadeza era tal que, cierta vez, se desmayó de susto delante de una pintura representando un cangrejo. Esta fue la primera y la más sincera de las amigas de María Antonieta. Poco después, sin embargo, era substituida por la frívola condesa de Polignac. La princesa de Lamballe sufrió su apartamiento con la dignidad propia de una gran alma, no se quejó y no se rebajó. La princesa de Lamballe sólo reaparece en el escenario amputada y mutilada en las calles de París, cuando venía de Inglaterra, a la búsqueda de la infortunada mártir, a quien la princesa perdonaba, así, en las amarguras del sufrimiento, la infidelidad del tiempo de venturas. Aquella que se desmayaba delante de un cangrejo pintado, tuvo ánimo suficiente para arrostrar el tifón revolucionario, y morir por la causa de la amiga que, en el tiempo de los esplendores, le fuera infiel. La condesa de Polignac, en cambio, en vez de ejercer sobre María Antonieta una influencia saludable, la arrastró a una ludopatía desenfrenada. Estaba, entonces, en boga el juego de azar extremadamente dispendioso, llamado Faraón. Las partidas de Faraón comenzaban en la noche, en la residencia de los Polignac, y terminaban con los primeros albores del día, a los ojos de la población escandalizada por la participación asidua de la heredera del trono. Fue esta una fuente de merecidas censuras dirigidas a María Antonieta. Poco después, fue descubierta en un baile popular carnavalesco aquella que debía ser reina de Francia, que se divertía, por lo demás inocentemente, sin recordarse de la dignidad de su posición. Poco a poco, los rumores se fueron acentuando, y cuando murió el viejo Luis XV, María Antonieta subió al trono contando ya con numerosas antipatías.
Incluso así, fue grande el entusiasmo del pueblo, cuando los aplausos anunciaron a María Antonieta, a altas horas de la noche, que llegaba, con el fallecimiento de Luis XV el momento de ser coronado rey de Francia y de Navarra el débil y bueno Luis XVI.
Las fiestas de la coronación fueron un contraste curioso de miseria y de pompa. Luis XVI, después de consagrado y coronado rey de Francia, en la antiquísima y suntuosa Catedral de Reims, en la presencia de toda la nobleza y de todo el clero de Francia, después de haber sido ungido por el representante del Santo Padre con el poleo que, según la tradición, descendió del cielo en el día de la conversión de Clovis, después de haber recibido los homenajes de los elementos más representativos y nobles de la nación, salió de la Catedral acompañado por el obispo de Autun, a tocar con sus manos las llagas de más de 2000 enfermos de toda especie, que esperaban en fila en la puerta de la Iglesia, la salida del Rey que, según la tradición, debería curar, con el simple toque de sus manos soberanas, determinadas molestias. Se cuenta que, como preanuncio de tristes acontecimientos, la corona, al ser colocada sobre la cabeza del Rey, se cayó de las manos del Nuncio Apostólico, y, golpeando a Luis XVI en la cabeza, lo hirió al punto de hacer correr sangre.
Con la coronación, comienza el largo padecimiento de la reina. El pueblo sufría hambre, y no quería comprender que los gastos de la corte eran, en gran parte, necesarios para el decoro de la Monarquía. El pueblo, siempre víctima de explotadores de torpe inconsciencia, no comprendía que la nobleza gozaba de grandes privilegios, pero que, en compensación, sustentaba a expensas propias el ejército y la marina, proveyendo, por otro lado, los gastos de gran parte de la administración. El pueblo, en fin, no comprendía que el clero, esta clase denodada que siempre luchaba por el bien, contra todos los males, por los débiles, contra todos los poderosos, y por Dios contra sus enemigos, este clero costeaba, solo, los gastos de los actuales ministerios franceses de la Instrucción Pública y de los Cultos. No, los sofismas de un espíritu demoledor como Voltaire, la elocuencia lloricona y perversamente hueca de Rousseau, habían gangrenado toda la sociedad francesa. Esta nobleza frívola, que afectaba olvidarse de su Dios, habría de mostrar dentro de poco, que se olvidaría igualmente de su Rey, de su pasado, y del enorme peso de glorias que representaban las nobles tradiciones de que era depositaria. Estos hidalgos, cuyos antepasados habían sido leones, la vida disipada e irreligiosa de la corte los transformara en bailarines. Y el pueblo, movido por la envidia más de que por el hambre, y olvidado de que representar en la sociedad un papel humilde es, también, desempeñar un mandato divino, se lanzó furioso contra la organización política de Francia. El 14 de julio, la invasión de Versalles por un bando de malvadas arrastrando atrás de sí la chusma de la población parisiense, a imponer al Rey débil el gorro frígio, y a insultar bajamente una monarquía que estaba imposibilitada de defenderse, la masacre de sacerdotes inocentes, que pagaban con la propia vida el enorme crimen de haberse dedicado de cuerpo y alma al servicio de Dios, predicando Su santo Nombre y Su Ley de paz y amor, el asesinato de diversos hidalgos que no querían desertar en la hora del peligro del trono en vuelta del cual habían pasado la vida danzando, este encadenamiento horrible de crímenes que sino a ensuciar las páginas de la Historia de la Humanidad, ¿abatió, por ventura a la reina de Francia, la hija de los altivos Habsburg? ¡Nunca! Nunca, esta muñeca de porcelana de los bailes del Trianon dobló su cabeza delante de la ignominia de sus enemigos. Nunca, ni un solo momento, la soberana destronada dejó de ser Reina, pues que, mayor en el sufrimiento de que en la gloria, demostró, al afrontar desarmada y con el hijo en los brazos a aquellos borrachos furiosos que invadían los palcos reales, que era de una raza que no teme el peligro, máxime cuando encarna una causa justa.
Arrastrada la realeza en el lodo de París, humillada la débil personalidad de Luis XVI bajo el peso del infortunio, el único baluarte de la resistencia era María Antonieta, que, haciendo de su desdicha un trono fulgurante para su personalidad, afronta impávida, enorme, delante del sufrimiento, armada apenas con la coraza sublime de la fe y de la resignación cristiana, la oleada que sumergiría a Francia. Hasta el último momento, esta soberana quiso salvar su trono, no por interés personal, sino que por amor al principio monárquico. Y esto ella lo hizo sin vacilar, alentando a todos, y nunca desesperando, incluso cuando la población la saca de las Tullerías, donde estaba detenida, y la conduce, al sonido de los clamores e insultos de la plebe, a la sombra mortal de la lúgubre prisión del Templo, incluso cuando es obligada a ver, abatida de horror y de remordimiento, la cabeza de la valiente princesa de Lamballe, de ojos vacíos, cabellera empolvada y salpicada de sangre, y labios pálidos, introducida en la punta de una asta, entre las rejas de la ventana de su mazmorra, como testimonio de la muerte atroz e inmerecida de su mejor amiga.
He aquí, señores, su tortura de Reina. Fue completa, nada faltó, y todo ella lo soportó con calma y resignación, arrancando, de vez en cuando, gritos de admiración de sus propios adversarios.
Como esposa, María Antonieta sufrió el mayor de los martirios. Su marido, al cual ella dedicaba todos los sentimientos de una esposa católica ejemplar, después de ser blanco de las más crueles afrontas, fue, en fin, arrastrado a una muerte gloriosa para la posteridad, pero que parecía entonces absolutamente deprimente. De su prisión del Templo, oyó María Antonieta, ciertamente, el retumbar de los tambores anunciando que la Convención Nacional, en nombre de la igualdad, destruía al inocente representante de la realeza, en nombre de la libertad lo impedía despedirse, al borde de la tumba, de su pueblo a quien mucho amara, en nombre de la fraternidad le iría a quitar la vida en la guillotina.
Pero, señores, fue la madre que, en María Antonieta, sufrió las más horrorosas torturas. Cuando la Convención fue a separa a María Antonieta de su hijo, esta, durante dos horas, cubriendo con su cuerpo el del inocente principito, luchó contra el brutal zapatero Simón y su bando siniestro, sólo abandonando al hijo cuando, de todo en todo, le faltaron las fuerzas para resistir. Largos fueron los meses de la separación. Sola, terriblemente sola, presa a la vista de un cuarto horrible de la prisión del Templo, la infeliz mujer tenía como único consuelo, y por lo demás poderoso, su oración. Hasta hoy, conserva Francia su libro de Misa, sobre el cual cayeron, con certeza, las lágrimas amargas de aquella madre que, en el auge de la infelicidad y del abandono, supo siempre agradecer a Dios el desamparo en que se encontraba.
Finalmente, fue ella procesada por el “Comité de Salud Pública”, por traicionar a la patria, por ser una nueva Catalina de Médicis, por ser madre esposa y madre (…).
En el proceso, culminó su padecimiento. Su hijo, embrutecido por el alcohol, se volvió un verdadero animalillo, que tenía como único y constante sentimiento el miedo. Imagínese la escena: sobre un estrado, sentados los alguaciles que, en el proceso, se intitulaban de jueces. En una serie de bancos, media docena de individuos repugnantes, oliendo a alcohol, desempeñaban el papel de jurados. La Reina, delgada, en su larga ropa negra, de cabellos enteramente blancos, envejecida en su juventud abatida y triste, entra con toda la majestad de su decadencia aun altiva, aun bella, y siempre digna e invencible, en esta jaula donde su reputación y su corazón de madre van a ser despedazados por las fieras más desalmadas de la Historia francesa. El interrogatorio comienza brutal, felino, perverso. La Reina, o responde con dignidad, o se calla, desdeñando con su silencio la infamia de ciertas acusaciones. He aquí que es introducido en la sala el príncipe heredero de los tronos de Francia y Navarra. Calzado de toscos suecos, con un gorro frígio en la cabeza, un aire embrutecido y triste de quien, hace mucho, padece todos los horrores de la barbaridad de un verdugo como Simón, y con la fisonomía estúpida de los alcohólicos inveterados, con una voz llorosa, lanza contra la madre las mayores injurias. He aquí señores, el cúmulo del sufrimiento. La escena, horripilante en sí, dispensa comentarios. Os diré solamente que la Reina, en un grito magnifico de corazón de madre ulcerado por el más atroz de los dolores, lanza, en la elocuencia de su alucinación, en el horror de su padecimiento dantesco, un apelo a todas las madres presentes, preguntándoles si creen en las injurias del niño. Y, como si la naturaleza humana, en el fondo de aquellos corazones de mujeres malvadas, comprimido por mucho tiempo, finalmente explota en la sala, una lluvia de aplausos, y un delirio de entusiasmo de aquel pueblo que fuera al tribunal para asistir feroz al desenlace del proceso, es tomado súbitamente de un formidable entusiasmo por su víctima, y María Antonieta, en el banco de los reos, en el auge de la ignominia recibe una formidable y sincera ovación de sus verdugos. ¿Qué decir, señores, de este lance histórico?
Vino, finalmente, la muerte. Dios, en su inmensa bondad, preparó en el Cielo el lugar digno de aquella que tanto había sufrido, amándolo más cuando le enviaba las penas, de que en la plenitud de sus placeres. En el día 16 de octubre de 1793, cesó su largo martirio, en la guillotina cuya lámina, al mismo tiempo criminosa y caritativa, cortó el hilo de su extraordinaria existencia.
Así terminó la soberana mártir, cuya historia recuerda un minueto delicado y palaciego cuyas notas harmoniosas fuesen bruscamente sofocados por el rugido pavoroso de una horrenda farándula revolucionaria.
Discurso pronunciado por el prof. Plinio Corrêa de Oliveira en la Academia de Letras de las Congregaciones Marianas de Sao Paulo en 1928, a sus veinte años de edad.
Así terminó la soberana mártir, cuya historia recuerda un minueto delicado y palaciego cuyas notas harmoniosas fuesen bruscamente sofocados por el rugido pavoroso de una horrenda farándula revolucionaria.
Discurso pronunciado por el prof. Plinio Corrêa de Oliveira en la Academia de Letras de las Congregaciones Marianas de Sao Paulo en 1928, a sus veinte años de edad.