jueves, 30 de julio de 2009

Santo del día 29 de julio

Beato Urbano II
por Plinio Corrêa de Oliveira

Selección bibliográfica:Urbano II fue Papa desde 1088 hasta 1099. Defendió la libertad de la Iglesia Católica continuando la obra de San Gregorio VII. Fue quien convocó la primera Cruzada. El principal objetivo del Concilio de Clermont fue discutir sobre la Cruzada.
El pueblo estaba ansioso por el anuncio de la expedición y finalmente el Papa atendió su impaciente solicitud. El Papa se sentó en el trono que había sido preparado especialmente para la ocasión. A su lado estaba Pedro el Ermitaño. Debajo de él había una enorme multitud: Cardenales, Abades, sacerdotes, monjes, caballeros y el pueblo.
Después del discurso de Pedro, que describió lo que había visto en Jerusalén diriguió las siguientes palabras a la multitud:
Ver haciendo post anterior haciendo click aquí.La fecha de la Cruzada fue fijada para el 15 de agosto, fiesta de la Anunciación.
Papa Urbano II
Comentario el Prof. Plinio:
Podemos ver la gran belleza de esta escena.
En primer lugar, tenemos a un Santo en la Silla de Pedro. ¡Qué cosa maravillosa! La luz en el candelabro que debe iluminar a todos los pueblos, el punto focal de irradiación de la virtud, un santo sentado en la cátedra de donde la verdad y el bien deben ser enseñados. El les dirige la palabra a las filas de guerreros de Nuestro Señor y de Nuestra Señora para conducirlos a la lucha contra sus enemigos. Este hombre, al igual que un ángel, estaba lleno de celo por los Santos Lugares. El no podía tolerar que los infieles pudieran poseer Tierra Santa. ¿Por qué él no podía tolerar esto? A causa de la ofensa que aquello representaba para la gloria de Dios. Aquellos lugares eran los lugares por excelencia donde el verdadero culto debe ser ofrecido a Dios.
En segundo lugar, él había convocado un Concilio por esta razón. Este fue el Concilio de Clermont, una ciudad en Francia. La escena nos permite dar un vistazo – en pequeña proporción – de toda la belleza de la Iglesia Católica. Tenemos al Papa, el Beato Urbano II, que comandó como cabeza sobre el Concilio; luego tenemos a los Padres conciliares en torno del Papa, todo movidos por un auténtico celo por la gloria de Dios – un actitud similar a los ángeles que rodean a Dios. Después de eso, tenemos a la multitud de fieles llenos de piedad y entusiasmo, en cuyos ojos brillaba el espíritu de lucha y de sacrificio. Todas las familias estuvieron presentes, las mujeres y las hijas estaban allí para dar a los hombres – sus hijos, esposos y hermanos – todo su apoyo. Ellos entendieron que para liberar el Sepulcro de Cristo, deberían ofrecer el sacrificio de sus seres queridos para la Cruzada.
Caballeros cristianos toman Antioquía durante la 1ra. Cruzada
En tercer lugar, les pido que consideren el pensamiento del Papa Urbano II: “El Santo Sepulcro está en manos de los infieles. Los católicos no pueden ir allí para venerarlos debidamente ya que está en posesión de los enemigos de la Iglesia.” Entonces él les preguntó: “¿Quién puede mantener el rostro sereno ante un crimen como ese?”
Hoy en día podemos ver muchos rostros serenos y tranquilos en las calles, gente que busca una buena vida, disfrutando, dispuestos a contar el último chiste. E incluso cuando algunas de esas personas andan con el rostro preocupado, su preocupación normalmente es para sus intereses particulares. ¿Quién se preocupa realmente por la causa de la Iglesia?
En esa época los hombres eran diferentes. Cuando el Papa los desafiaba, pidiéndoles si ellos mantendrían su serenidad o irían a luchar por la Iglesia, ellos no dudaron. Ellos eran verdaderos siervos de Nuestro Señor Jesucristo. Ellos tenían a la Iglesia Católica viva en sus almas. Ellos estaban dispuestos a renunciar a la vida pacífica, a pesar de que era legítimo. Ellos se levantaron como un solo hombre para tomar la cruz y colocarla en la empuñadura de sus espadas, en sus estandartes y escudos, y en sus pechos, y realizaron esa invencible avalancha que avanzó para recuperar el Sepulcro de Cristo. ¡Cuán diferentes eran entonces las cosas de nuestra época.
Los caballeros catolicos liberan Jerusalén
En cuarto lugar, el Beato Urbano II dijo algo que debería entusiasmar y alentarnos para que enfrentemos la difícil situación actual. Afirmó que la voz unánime de la multitud, la cual pidió su decisión de tomar la cruz y liberar el Santo Sepulcro demostraba que el Espíritu Santo estaba actuando allí. El tuvo la presuposición, por lo tanto, que el Espíritu Santo está presente en las decisiones heroicas del conjunto de los pueblos en la Cristiandad.
Hoy, basados en la misma presuposición, podemos pedir y esperar que el Espíritu Santo vendrá nuevamente a ayudar a los guerreros católicos para liberar a la Santa Iglesia de la usurpación progresista. La lucha que enfrentamos ahora es, en muchos sentidos, mucho más importante que liberar el Santo Sepulcro. Por lo tanto, incluso si somos débiles y pecadores, deberíamos pedir a Nuestra Señora nos obtenga una nueva venida del Espíritu Santo, de una manera similar a su descenso sobre las multitudes del tiempo de las Cruzadas para preparar al pueblo para aquella lucha. Debemos pedirle que nos obtenga de Él la gracia que necesitamos para transformarnos en verdaderos Apóstoles de los Ultimos Tiempos, que nos haga capaces de restaurar a la Iglesia Católica en todo su esplendor y para instaurar el Reino de María, como lo predijo Nuestra Señora en Fátima.

miércoles, 29 de julio de 2009

El Papa Urbano II convoca la 1ª Cruzada

Hugh O’Reilly

Con el objetivo de extender el imperio de la Religión Católica y el poder de la Santa Sede en Oriente, el Papa San Gregorio VII ya había exhortado a los fieles a tomar las armas contra los musulmanes, prometiendo él mismo liderarlos hacia Asia.
En sus cartas, San Gregorio VII habla de cómo los sufrimientos de los católicos en Oriente lo afectaban hasta el punto que deseó la muerte. Decía que querría arriesgar su propia vida con el fin de liberar Tierra Santa. Sin embargo, San Gregorio VII no pudo realizar su plan debido a los problemas internos en Europa.
Concilio de Clermont
El Papa convoca el Concilio de Clermont
Movido por el mismo espíritu de su predecesor, el Beato Urbano II resolvió convocar el Concilio de Clermont en noviembre de 1095 en el sur de Francia, la nación de corazón de guerrero, la misma que por muchos siglos había dado el tono a toda Europa.
Respondiendo al llamado del Papa más de 200 Arzobispos y Obispos, 4.000 eclesiásticos y 30.000 legos. Los más famosos Santos y Doctores lo honraron con su presencia ilustrándolos con sus consejos.
La Tregua de Dios fue proclamada al mismo tiempo que la Guerra de Dios [la Tregua de Dios concedía la inmunidad de la violencia a los campesinos y clérigos que no podían defenderse].
El Concilio aprobó numerosos decretos para la disciplina eclesiástica y la reforma de la Iglesia, incluyendo los concernientes a la simonía y al matrimonio sacerdotal. Pero todos esos decretos – incluso la excomunión de Felipe I, el Rey de Francia, por adulterio – no lograron desviar la atención general del punto que se consideraba más importante, que era la cautividad de Jerusalén y los abusos que se producían ahí.
El día del discurso del Papa Urbano, el Concilio se reunió en la extensa plaza fuera de la puerta oeste de Clermont donde se instaló el trono papal a fin de dar cabida a la inmensa multitud. El Papa, seguido por sus Cardenales, llegaron en procesión y comenzó la reunión.
Cruzados dirigidos por Obispos
Habla el Papa
Después de Pedro el Ermitaño, el Papa tomó uso de la palabra diciendo estas motivadoras y memorables palabras:
“Hemos escuchado el mensaje de los cristianos de Oriente. Nos describe la lamentable situación de Jerusalén y del pueblo de Dios. Nos relata cómo la ciudad del Rey de Reyes, que trasmitió la fe pura a todas las otras ciudades, fue obligada a pagar tributo a las supersticiones paganas. Y cómo el milagroso Sepulcro, donde la muerte no podía guardar a su Prisionero, el Sepulcro que es la fuente de la vida futura y, sobre todo, donde el Sol de la Resurrección se levantó, fue ensuciado por aquellos que no se levantará de nuevo excepto para servir de paja para el fuego eterno.”
“Una victoriosa impiedad ha cubierto las tierras más fértiles de Asia de tinieblas. Las ciudades de Antioquía, Éfeso y Nicea ya han sido tomadas por los musulmanes. Las hordas bárbaras de los Turcos han colocado sus estandartes en las mismas fronteras de Hellespoint [donde el mar Egeo se reúne con el Mar de Marmara], donde amenazan a todas las naciones cristianas. Si el único Dios verdadero no contiene su triunfante marcha, armando a sus hijos, ¿qué nación, qué reino podrá cerrarles a ellos las puertas de Oriente?”
“El pueblo digno de gloria, el pueblo bendecido por Dios Nuestro Señor gime y cae bajo el peso de esos atropellos y más vergonzosas humillaciones. La raza de los elegidos sufre atroces persecuciones, y la raza impía de los sarracenos no respeta ni a las vírgenes del Señor ni los colegios de sacerdotes. Atropellan a los débiles y a los ancianos, a las madres les quitan sus hijos para que puedan olvidar, entre los bárbaros, el nombre de Dios. Esa nación perversa profana los hospicios… El templo del Señor es tratado como un criminal y los ornamentos sagrados robados.”
“¿Qué más debo deciros?”
“¡Somos deshonrados, hijos y hermanos, que viven en estos días de calamidades! ¿Podemos ver al mundo en este siglo reprobado por el cielo presenciar la desolación de la Ciudad Santa y permanecer en paz mientras es tan oprimida? ¿No es preferible morir en la guerra en vez de sufrir por más tiempo un espectáculo tan horrible? Lloremos por nuestras faltas que aumentan la ira divina, si, lloremos… Pero que nuestras lágrimas no sean como las semillas arrojadas sobre la arena. Dejemos que el fuego de nuestro arrepentimiento levante la Guerra Santa y el amor de nuestros hermanos nos lleven al combate. Dejemos que nuestras vidas sean más fuertes que la muerte para luchar contra los enemigos del pueblo cristiano.”

Llegada del Papa a Clermont
No es quedéis cobardemente en vuestros hogares
El Pontífice continuó: “Guerreros que escucháis mi voz, vosotros que iréis a la guerra, regocijaos, porque estáis tomando una guerra legítima… Armaos con la espada de los Macabeos e id a defender la casa de Israel que es la hija del Señor de los Ejércitos.”
“Ya no es asunto de vengar las injurias hechas a los hombres, sino aquellas que son hechas a Dios. Ya no es cuestión de atacar una ciudad o un castillo, sino de conquistar los Santos Lugares. Si triunfáis, las bendiciones del cielo y los reinos de Asia serán vuestra recompensa. Si sucumbís, alcanzaréis la gloria de en la misma Tierra donde Jesucristo murió, y Dios no olvidará que os vio en la Santa Milicia.”
“No os quedéis cobardemente en vuestros hogares con los afectos y sentimientos profanos. Soldados de Dios, no escuchéis nada sino los lamentos de Dios. Romped todos vuestros lazos terrenales y recordad que el Señor dijo: ‘El que ama a su padre o a su madre más que a mí, no es digno de mí… Y todo aquel que abandone sus casas, o hermanos, o hermanas, o padre, o madre, o esposa, o hijos, o tierras por mi nombre, recibirá el ciento por uno y heredará la vida eterna.”

Recibiendo la Cruz
Este discurso de Urbano II tocó los corazones de todos. Pareció como una llama ardiente que descendió del cielo.
La asamblea, tomada por el entusiasmo y no por la mera elocuencia humana, se inspiró y se levantó en masa gritando: “Deus vult! Deus vult!” [Dios lo quiere, Dios lo quiere].
Cuando se restableció el silencio, el Santo Pontífice continuó:
“He aquí que hoy se cumple en vosotros la promesa del Señor que dijo que donde sus discípulos se reúnen en su nombre, Él estará en medio de ellos. Si el Salvador del mundo está ahora entre vosotros, si fue Él quien inspiró lo que yo acabo de escuchar, fue Él quien ha sacado de vosotros este grito de guerra, ‘¡Dios lo quiere!,’ y dejó que fuese lanzado en todas partes como testigos de la presencia del Señor Dios de los Ejércitos!”
El Papa Urbano II exhortando a las Cruzadas
El Papa levantó la Cruz ante la asamblea, el signo de la Redención, y dijo: “Es el mismo Jesucristo que deja su Sepulcro y os presenta su Cruz. Será el signo que unirá a los hijos dispersos de Israel. Levantadla sobre vuestros hombros y colocadla en vuestros pechos. Que brille en vuestras armas y banderas. Que sea para vosotros la recompensa de la victoria o la palma del martirio. Será un incesante recordatorio de que Nuestro Señor murió por nosotros y que debemos morir por Él.”
Excomunión para aquellos que no cumplan con el juramento
El Obispo de Puy, reputado por su conocimiento y firmeza, fue el primero en entrar por el camino de Dios, tomando la Cruz de las manos del Papa. Muchos otros siguieron su ejemplo.
El Papa prometió a los cruzados la absolución de sus pecados. Y colocó a sus personas, familias y bienes bajo la protección de la Iglesia y de los Apóstoles Pedro y Pablo.
El Concilio declaró que cualquiera que hiciese violencia contra los soldados de Cristo sería castigado con el anatema.
Cruzados y musulmanes en batalla
El Santo Padre reglamentó la disciplina y fijó la fecha de partida para aquellos que se habían enlistado en la Santa Milicia. Temeroso de que algunos pudieran permanecer en sus ciudades a causa de sus intereses personales, amenazó con la excomunión a aquellos que no cumplieren con sus juramentos.
Urbano II viajó a través de las varias provincias de Francia para completar su trabajo, convocando otros concilios. Este entusiasmo ilimitado lo siguió y lo comunicó al resto del pueblo francés, y luego se extendió a Inglaterra, Alemania, Italia e incluso España, que estaba combatiendo a los sarracenos en su propio territorio.
Todo Occidente fue movido por estas palabras: “El que no toma su cruz y me sigue, no es digno de mí.”
La religión era un único objetivo de la guerra contra los infieles. El amor a los padres, los lazos familiares e incluso los más tiernos afectos fueron sacrificados por los ideales que rebasaron toda Europa. La moderación era cobardía, la indiferencia era traición, y la oposición un ultraje y un sacrilegio.

Milagros
Numerosos milagros ayudaron a levantar el entusiasmo de las multitudes. Las estrellas se desprendieron del cielo y cayeron a la tierra; fuegos desconocidos se encendían en el aire, las nubes tomaban el color sangre y un amenazante cometa apareció en el mediodía con forma de espada. Muchos franceses vieron a Carlomagno exhortando a los cristianos a luchar contra los infieles.
Todas las Ordenes de Caballería tomaron la Cruz como símbolo
“Recibe esta espada en el nombre del Padre, y del Hijo, y del Espíritu Santo.”
El sacerdote de cada parroquia bendecía las armas que se acumulaban delante de él. Rogaba al Señor Todopoderoso concediera a aquellos que las llevaran, el valor y la fortaleza que llevaron a David a derrotar el infiel Goliat.
Al entregar a cada caballero la espada que había sido bendecida, el sacerdote decía: “Recibe esta espada en el nombre del Padre, y del Hijo, y del Espíritu Santo. Que te sirva para el triunfo de la fe. Sin embargo, no derrames con ella la sangre del inocente."
Después de rociar los estandartes de la Cruz con agua bendita, se las entregaba diciendo: “Ve a combatir por la gloria de Dios y deja que este signo te haga triunfar de todo peligro.” Los cruzados recibían sus símbolos sobre sus rodillas.

Seleccionado de Joseph François Michaud, Las Cruzadas, Ed. Argentina, 1886, Vol. I, pp 33-34
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