CAPÍTULO
III
LAS
DOS ESPADAS
“A
mi entender, Nuestro Señor y la Iglesia son una misma cosa”.
Santa Juana de Arco
PODER DIRECTO Y PODER
INDIRECTO DE LA IGLESIA
“Todo
el misterio de la Iglesia —ha escrito el P. Clérissac[1]—
yace en la ecuación y en la convertibilidad de estos dos términos: Cristo y la
Iglesia”. Porque la Iglesia, podemos decir con Bossuet, es “Jesucristo
difundido y comunicado”.
“Teniendo
todo en común con Él”, nos enseña san Pío X[2],
“rica de sus bienes, depositaria de la Verdad…, la Iglesia Católica, dueña de
las almas, reina de los corazones, domina al mundo porque es la esposa de
Jesucristo”.
Debe
dominar el mundo, porque siendo la esposa de Jesucristo, tiene por misión hacer
nacer los hombres a la Vida Sobrenatural, que es el fin último de todo el
universo, pues todo ha sido hecho para esto; nada hay que pueda escapar a la
unidad admirable de este plan; ya que todo, absolutamente todo, debe estar
subordinado a esta razón suprema.
Pero
si la Iglesia domina y debe dominar al mundo, lo domina como Jesucristo. El
reino de ella no es tampoco “de este
mundo”, no es según este mundo. Entended que a ejemplo de Jesucristo, la
Iglesia no buscará reemplazar a los reyes de la tierra, no buscará gobernar
práctica y directamente las naciones. Sino que como su divino Fundador, tendrá
en primer término por misión “dar
testimonio de la verdad”, restablecerla, enseñarla. Como Jesucristo, y en
Él y por Él, la Iglesia reinará por la verdad de sus enseñanzas, por el magisterio
de su doctrina y, más particularmente en lo que ahora tratamos, por el
magisterio de su doctrina social.
Existirá,
pues, la Iglesia y existirá el Estado, del mismo modo que existía, que podía
existir y que sigue existiendo Jesús, al lado de los gobernantes “de este mundo”.
La
Iglesia es, pues, DIRECTAMENTE
soberana en todo lo que concierne DIRECTAMENTE
a la salvación espiritual del género humano.
Es
indirectamente soberana en todo aquello que no tiene más que una relación indirecta
con esa salvación.
Por
lo tanto, ya sea directa o indirectamente, no hay nada que, al menos en cierto
aspecto, no caiga bajo la soberana autoridad de la Iglesia, porque no hay nada
aquí abajo, que directa o indirectamente no pueda, en cierto aspecto, o en
determinadas circunstancias, tener relación con la salvación de las almas[3].
* * *
La
Iglesia tiene el derecho, más aún, el deber de interesarse en el orden político
y de profesar abiertamente una doctrina social. Nada más sabio, nada más
razonable, nada más conforme con la misión divina que ha recibido. Es ésta una
consecuencia directa de su magisterio soberano en cuanto se refiere a la moral.
Es
curioso ver qué poca atención se presta generalmente a este punto debido a que
también hemos sufrido la influencia de esa familia de ideas protestantes,
subjetivistas, románticas, liberales, kantianas, según las cuales la moral
depende sobre todo, por no decir exclusivamente, de las sugestiones de la
conciencia o de los impulsos del yo. Era inevitable en esas condiciones que la
moral apareciese como algo íntimo, privado, es decir, como una cosa en la cual
no se piensa al tratar de los problemas sociales y colectivos que constituyen
la política. ¿Es necesario recordar lo erróneo de semejante opinión?
Si
bien es cierto que en numerosos casos el valor moral de un acto humano puede variar
según la intención y la conciencia del que lo ejecuta, no es menos cierto que
nuestros actos tienen, por sí mismos, un valor propio y pueden ser, al menos en
general, apreciados objetivamente.
Es,
pues, necesario volver a un sentido más justo de la moral.
Todo
acto humano tiene, por eso mismo, un aspecto moral, un valor moral, y depende
en cierto sentido de la moral. Bajo este aspecto, en virtud de este valor y
desde este ángulo, la Iglesia se encuentra con el derecho, el deber y la carga
de vigilar todo y, más particularmente, esa actividad humana (actividad de
aspecto moral) que es, por excelencia, la política[4].
“Pretender
que la Iglesia de Jesucristo —decía monseñor Pie— haga dejación del derecho y
del deber de juzgar en última instancia de la moralidad de los actos de un
agente moral cualquiera, particular o colectivo, padre, maestro, magistrado,
legislador, incluso rey o emperador, es querer que se niegue a sí misma, que
abdique de su esencia, que desgarre su ejecutoria de origen y los títulos de su
historia, que ultraje, en fin, mutile a Aquel a quien representa en la
tierra…”.
SOBERANÍA DE LA IGLESIA Y
SOBERANÍA DEL ESTADO
“Dios
—leemos en Inmortale Dei—ha
repartido, por tanto, el gobierno del género humano entre dos poderes: el poder
eclesiástico y el poder civil. El poder eclesiástico, puesto al frente de los
intereses divinos. El poder civil, encargado de los intereses humanos. Ambas
potestades son soberanas en su género. Cada una queda circunscrita dentro de
ciertos límites, definidos por su propia naturaleza y por su fin próximo. De
donde resulta una como esfera determinada, dentro de la cual cada poder
ejercita iure proprio su actividad.
Pero como el sujeto pasivo de ambos poderes soberanos es uno mismo, y como, por
otra parte, puede suceder que un mismo asunto pertenezca, si bien bajo diferentes
aspectos, a la competencia y jurisdicción de ambos poderes… Es necesario, por
tanto, que entre ambas potestades exista una ordenada relación unitiva,
comparable, no sin razón, a la que se da en el hombre entre el alma y el
cuerpo… Así, todo lo que de alguna manera es sagrado en la vida humana, todo lo
que pertenece a la salvación de las almas y al culto de Dios, sea por su propia
naturaleza, sea en virtud del fin a que está referido, todo ello cae bajo el dominio
y la autoridad de la Iglesia. Pero las demás cosas que el régimen civil y
político, en cuanto tal, abrace y comprenda, es de justicia que queden
sometidas a éste, pues Jesucristo mandó expresamente que se dé al César lo que
es del César y a Dios lo que es de Dios…”.
Comentando
este pasaje en uno de los capítulos de su admirable obra sobre “Le Gouvernement
de l’Eglise”, el Padre G. Neyron, S. J.[5],
añade:
No
hay nada en este lenguaje que puede hacer pensar en una usurpación sobre el poder
temporal…; por lo demás, los autores eclesiásticos han hablado siempre así. El
cardenal Pie, a quien no se ha acusado nunca de tibieza en la reivindicación de
los derechos de la Iglesia, sabe, no obstante, hacerlo con la misma templanza:
“La Iglesia no absorberá en absoluto el poder del Estado; no violará tampoco la
independencia de que aquél goza en el orden civil y temporal; al contrario, no
intervendrá sino para hacer triunfar más eficazmente su autoridad y sus
derechos legítimos… La Iglesia no pretende en modo alguno sustituir a los
poderes de la tierra, que ella misma mira como ordenados por Dios y necesarios
al mundo… No se inmiscuye a la ligera y por cualquier motivo en el examen de
las cuestiones interiores del gobierno público…, las más graves materias de la
legislación, del comercio, de las finanzas, de la administración, de la
diplomacia se tratan y se resuelven casi siempre bajo su mirada, sin que ella
haga la menor observación”[6].
Retengamos
bien esto: La Iglesia al reivindicar su plena independencia frente al Estado no
se propone “violar la independencia de que éste goza en el orden civil y
temporal”.
Sin
duda, desea ver a todos los Estados someterse a su autoridad moral y religiosa.
Tal es el orden, la “tesis”, el ideal que, en su vigoroso lenguaje, un san
Bernardo expresó así: “las dos espadas pertenecen a Pedro. Una está en su mano,
la otra a sus órdenes todas las veces que sea necesario desenvainarla”.
Vemos
incluso que en este estado de civilización totalmente cristiana los Estados tenían
su autoridad dentro de su propia esfera.
“Se
puede decir —prosigue el P. Neyron— que la Iglesia enseña la preeminencia de lo
espiritual sobre lo temporal, pero de ninguna manera la absorción de lo uno por
lo otro. Hay un abismo entre esta doctrina esencialmente dualista, respetuosa
de todos los derechos, y la del Estado-Dios, fuente de todos los derechos, que
lo absorbe todo en sí, encargándose de todo y no dejando a ninguna fuerza
desarrollarse independientemente de él”.
Pero
se insiste: “¿No admiten los teólogos católicos el poder indirecto de lo
espiritual sobre lo temporal? ¿En qué se convierte, entonces, prácticamente la
distinción del uno y del otro?”. Tranquilicémonos: el poder indirecto, por lo
mismo que no es más que indirecto, aun cuando lleva hasta sus últimas
consecuencias, el principio de la independencia de la Iglesia, respeta
perfectamente la legítima autonomía del Estado. Escuchemos sobre esto al
defensor más ilustre de la tesis: Belarmino. «El poder espiritual —dice— no
debe inmiscuirse en los asuntos temporales y debe dejar al poder civil ejercer
su autoridad, como lo hacía antes de la unión de las dos sociedades en un
Estado cristiano; con esta sola excepción: en el caso en que determinados actos
del poder civil dañen al fin espiritual que se propone la Iglesia, o en que
determinados actos de ese poder sean necesarios a la obtención de ese fin; en
este caso, el poder espiritual tiene derecho a constreñir al temporal por los
medios y en la medida que lo juzgue
necesario»[7].
”Como
se puede apreciar, este derecho de intervención se encuentra limitado a los casos
normalmente muy raros, en que los actos, la política de la autoridad civil,
dañen al bien de las almas.
”Ahora
bien: ¿dónde se encontraba la confusión de los dos poderes? ¿En los príncipes
protestantes que, como Jacobo I de Inglaterra, gran enemigo del poder
indirecto, se erigían por la fuerza en reformadores y dueños absolutos de la
religión, o en los teólogos que reivindicaban para la Iglesia el derecho de
rechazar estas usurpaciones sacrílegas y de defenderse contra sus autores?
”Añadamos,
por último, que los mismos papas de la Edad Media no habían apenas sobrepasado,
de ordinario, los límites de esta justa defensa: tal es el juicio, digno de atención,
que expresa Augusto Comte: «Cuando se examina hoy, con imparcialidad verdaderamente
filosófica, el conjunto de esas controversias, tan frecuentes en la Edad Media,
entre las dos potestades, pronto se da uno cuenta que fueron casi siempre
esencialmente defensivas por parte del poder espiritual, que incluso cuando
recurría a las armas más temibles no hacía otra cosa, las más de las veces, que
luchar noblemente por la conservación de la justa independencia que exigía en
él el cumplimiento real de su principal misión y sin poder al fin y al cabo, en
la mayor parte de los casos, lograr del todo su objetivo… En estos combates tan
mal juzgados los clérigos no tenían entonces otro fin que garantizar de toda
usurpación temporal la libre y normal elección de sus propios funcionarios, lo
que, ciertamente, debería parecer ahora la pretensión más legítima e incluso la
más moderada… La potestad católica, lejos de ser acusada a menudo de usurpación
grave contra las autoridades temporales, por el contrario no pudo obtener ni
con mucho de ellas toda la plenitud de libre ejercicio que precisaba el diario
y suficiente desarrollo de su noble oficio, en los mismos tiempos de su más
grande esplendor político, desde mediados del siglo XI hasta finales del XIII. Así, pues, creo poder asegurar que en
nuestros días los filósofos católicos, sin saberlo, demasiado influidos por nuestros
prejuicios revolucionarios, están predispuestos a justificar de antemano
cualesquiera medida del poder temporal contra el poder espiritual, y han
estado, en general, excesivamente tímidos… en sus justas defensas históricas de
tal institución…»”[8].
LA
IGLESIA «FORMA DEL HOMBRE COMPLETO»: PRIVADO Y PÚBLICO
Hechas
las aclaraciones que preceden, que han tenido por finalidad evitar muchos
equívocos clásicos en este punto, nos sentimos ya más libres para volver a
nuestro tema y enseñar que, hoy como ayer, la Iglesia proclama su derecho a
“informar la vida”[9]
entera del hombre (el verbo “informar” está empleado aquí en sentido
filosófico). Porque sería absurdo, inconsecuente, contrario al orden divino que
la Iglesia “se encerrase inerte en el retiro de sus templos”, y que “desertara
así de la misión que le ha confiado la Providencia de formar al hombre completo
y, por este medio, colaborar sin cesar para establecer el fundamento sólido de
la sociedad. Esta misión —insiste Pío XII— le es ESENCIAL. Considerado desde
este punto de vista, puede decirse que la Iglesia es la asociación de quienes,
bajo la influencia sobrenatural de la gracia, en la perfección de su dignidad
personal de hijos de Dios y en el desarrollo armonioso de todas las
inclinaciones y energías humanas, edifican la recia armazón de la comunidad
humana”[10].
Desgraciadamente,
¡qué desconocida es esta doctrina!
“Hay
católicos —escribe Mons. Chappouile[11]—
que más o menos explícitamente niegan a la Iglesia toda competencia en lo que
sobrepasa sus obligaciones personales en el terreno del culto y de los
sacramentos, o en la observación individual de los mandamientos de la moral
cristiana. Apenas la Iglesia tendría autoridad para aconsejarlos en sus responsabilidades
familiares. Pero su intromisión en todo lo que toca a la vida profesional y a
las responsabilidades sociales estaría fuera de lugar, y su intervención sería
peligrosa para el buen orden de las instituciones y de las leyes económicas”.
“Digámoslo
abiertamente: nada es más opuesto a la naturaleza y a la misión divina de la
Iglesia que esta disposición, por desgracia demasiado frecuente”.
Entre
el orden espiritual y el orden político, entre la Iglesia y el Estado, la
simple y tradicional distinción resulta ya insuficiente. En el grado en que se
encuentra el mundo moderno la salvación no podrá estar más en un “dualismo
antinómico”. ¡Qué lástima más grande!
Al
menos no es necesario perderse en sutiles deducciones. Es suficiente evocar la
enorme influencia que ejerce el clima social en todo lo referente a la
dirección intelectual, espiritual y moral de la mayoría. Por sí solo, este
argumento permitiría apoyar toda la tesis.
“¡Cuántos
—ha dicho Pío XII[12]—,
envenenados por una ráfaga de laicismo o de hostilidad hacia la Iglesia, han
perdido la lozanía y la serenidad de una fe que hasta ahora había sido el apoyo
y la luz de su vida!”
¡En
esto reside todo el problema!
Muchos
querrían que la Iglesia se despreocupara de esta atmósfera intoxicadora en la
que se pierde aquel apoyo y aquella luz de la vida, e incluso que tomara la
decisión de dejarla continuar intoxicándolo todo. ¡Qué locura![13].
Quieren
que la Iglesia abandone el combate en este terreno sin que se la pudiese echar
en cara que desertaba. Pero para poder sostener que la Iglesia se desinterese
de la organización social y de los fundamentos de la civilización sería
necesario que llegase a desinteresarse de la salvación de la mayoría. Sería
necesario que la Iglesia, que es madre, permaneciese indiferente ante la
perdición de la mayoría de sus hijos.
Porque
o la Iglesia da su sentido a la sociedad, o esta sociedad se ordenará en contra
de ella. La neutralidad aquí es imposible, porque sería escandaloso permanecer
neutral cuando se trata de la salvación eterna del género humano y del fin
último del universo. Ningún alma lúcidamente cristiana puede enfrentarse sin
estremecerse con semejante perspectiva.
En
esto la neutralidad es imposible, como acabamos de decir. De hecho, no existe.
Es lógico que la espada temporal esté sometida a la espada espiritual… Así lo
ha sido y lo será siempre. Dicho en otros términos: es imposible que una doctrina no reine sobre el Estado. Cuando no
es la doctrina de la verdad, será una doctrina del error. Así lo exige
el orden de las cosas. Exige que la fuerza obedezca al espíritu, y, de hecho,
obedece siempre a un espíritu: espíritu de verdad o espíritu de demencia.
A
quienes, al recordarles la doctrina de las “dos espadas”, se marchan echándose
las manos a la cabeza y la rechazan, tildándola de “anticuada”, tenemos por
costumbre contestar: “Que se nos demuestre que ninguna fuerza espiritual reina
ya sobre el Estado y entonces os creeremos. Demostradnos que la masonería no
reina en lugar de la Iglesia, ello hasta el punto de que el magisterio de ésta
era sólo una niñería con respecta a la presión de aquélla. ¡Ah, no queréis que
la Santa Iglesia de Dios reine sobre los gobiernos de las naciones! Que no
quede por eso; las naciones caerán bajo el poder de las sectas. Vuestro Estado
“liberado” de la Iglesia no dejará de obedecer a una espada espiritual, la
espada espiritual de las fuerzas ocultas, que es tanto como decir de las ideas
del laicismo, del naturalismo, que esas fuerzas hacen penetrar en todas partes,
burlándose a placer de nuestros escrupulosos distingos acerca de los
respectivos dominios del poder espiritual y del poder temporal”.
IMPORTANCIA
DE LO POLÍTICO PARA LA SALVACIÓN DE LAS ALMAS
Puesto
que no podemos escoger, o más exactamente, puesto que no tenemos otra elección
que entre la verdad y el error, es preciso que la Verdad, es preciso que Dios,
es preciso que Jesucristo y su Iglesia, por medio de la doctrina social de
ésta, reinen sobre el Estado, porque el Estado es una de esas posiciones clave
cuya importancia es tal que no se la puede abandonar sin provocar ruinas.
“¡Cosa
rara! —observa el beato Pedro Julián Eymard—, los falsos profetas, los fundadores
de las religiones falsas son el alma de las leyes civiles de esos pueblos: así,
Confucio para los chinos, Mahoma para los musulmanes, Lutero para los
protestantes. Únicamente a Jesucristo, al fundador de todas las sociedades
cristianas, al soberano legislador, el Salvador del género humano, al Dios
hecho hombre, no se le menciona en el código de la mayor parte de las naciones,
incluso las cristianas. En ciertos países su Nombre es una sentencia de vida o
muerte”[14].
“De
la forma que se dé a la sociedad, conforme o no a las leyes divinas —escribía
Pío XII[15]—
depende y deriva el bien o el mal de las almas, es decir, el que los hombres,
llamados todos a ser vivificados por la gracia de Cristo, en las terrenas
contingencias del curso de la vida, respiren el sano y vivificante hálito de la
verdad y de las virtudes morales, o, por el contrario, el microbio morboso y a
veces mortífero del error y de la depravación”[16].
Por
lo tanto, cooperar al restablecimiento del orden social “¿no es —prosigue Pío
XII—un Deber Sagrado para Todo
cristiano? No os acobarden, amados hijos, las dificultades externas, ni os
desanime el obstáculo del creciente paganismo de la vida pública. No os
conduzcan a engaño los suscitadores de errores y de teorías malsanas, perversas
corrientes, no de crecimiento, sino más bien de destrucción y de corrupción de
la vida religiosa; corrientes que pretenden que al pertenecer la Redención al
orden de la gracia sobrenatural, al ser, por lo tanto, obra exclusiva de Dios,
no necesita nuestra cooperación en este mundo. ¡Oh miserable ignorancia de la
obra de Dios! «Pregonando que eran sabios
se mostraron necios». Como si la primera eficacia no fuera el corroborar
nuestros sinceros esfuerzos para cumplir diariamente os mandamientos de Dios,
como individuos y como miembros de la sociedad; como si hace dos milenios no
viviera y perseverara en el alma de la Iglesia el sentido de la responsabilidad
colectiva de todos por todos, que ha movido y mueve a los espíritus hasta el
heroísmo caritativo de los monjes agricultores, de los libertadores de esclavos,
de los curadores de enfermos, de los abanderados de la fe, de la civilización y
de la ciencia en todas las épocas y en todos los pueblos. Para crear las únicas condiciones sociales que a
todos pueden hacer posible y placentera una vida digna del hombre y del
cristiano. Pero vosotros, conscientes y convencidos de tan sacra
responsabilidad, no os conforméis jamás en el fondo de vuestra alma con aquella
general mediocridad pública en que el común de los hombres no puede, si no es
con actos heroicos de virtud, observar los divinos preceptos, siempre y en todo
caso inviolables…
”Ante
tal consideración y previsión, ¿cómo podría la Iglesia, Madre tan amorosa y solícita
del bien de sus hijos, permanecer cual indiferente espectadora de sus peligros,
callar o fingir que no ve ni aprecia las condiciones sociales, que, queridas o
no, hacen difícil y prácticamente imposible una conducta de vida cristiana
ajustada a los preceptos del Sumo Legislador?”.
* * *
Hace
poco tiempo sonó bastante esta expresión: “¿Francia país de misión?”
¿Por
qué senderos, por qué encadenamientos de hechos, por la acción de qué mal, la
Hija primogénita de la Iglesia ha podido llegar hasta el extremo de que pueda
formularse tal pregunta?
Si
nuestros padres hubiesen sido unos pobres salvajes, entregados al culto de los
ídolos, no había por qué extrañarse. ¡Pero Francia!...
¡Muy
pérfido ha tenido que ser el veneno para provocar la ruina de un organismo tan
hermoso y tan sano en otro tiempo?
Si
se observa con atención, se comprueba que la difusión de doctrinas sociales
perversas ha precipitado nuestro país a la desgracia; y esto por la acción a
veces violenta, a veces sorda, otras incluso inconsciente, de gobiernos que
profesaron ese naturalismo de estado que es el laicismo.
¡Y
aún hay quien pretende que la Iglesia se desinterese de las cuestiones
políticas!
José
Vassal escribía en enero de 1931[17]:
“Decir que la sociedad sería cristiana si los individuos que la componen fuesen
de veras cristianos, es una verdad de Perogrullo. Está por demostrar, y aún
sería más difícil, que pueda haber verdaderos cristianos, y en gran número, en
un país donde las cuatro quintas partes de los niños reciben una educación sin
Dios, donde las nueve décimas partes de la prensa son malas, donde la familia
está disociada por la ley del divorcio, donde la inmoralidad reina como dueña
en las fábricas y los talleres y se propaga por todas partes por medio de esa
apoteosis de la carne que es el «cine»”.
”¿Qué
va a ser del niño cuyos padres están separados y vueltos a casar? ¿Qué puede
esperarse de una generación educada por maestros cuya mayor preocupación es
hacerla impía? ¿Cómo confiar seriamente que vuelvan a la fe poblaciones a las
que no llega ninguna propaganda católica y cuyas ideas son casi completamente
paganas?
”Paliamos
el mal, atenuamos algunos de sus efectos, pero no llegaremos hasta su raíz:
leyes laicistas que desmoralizan a las generaciones jóvenes, ley del divorcio
que disocia las familias, ley contra las congregaciones que quita al apostolado
católico inapreciables recursos; por encima de todo, la difusión universal y
casi sin contrapartida de una literatura malsana y de un cine corruptor…”.
Es
lo que la Iglesia no podrá aceptar jamás. Esto es lo que tiene el deber de
combatir. Esto es lo que explica su derecho a reinar tanto sobre las
instituciones como sobre los individuos.
¿Es
preciso proclamar que no han sido teóricos fríos, o especialistas apasionados
por las cuestiones políticas los que se han aplicado a recordar semejante
doctrina? ¡No! Fueron los mismos santos, porque, siéndolo, desearon con mayor
ansia la salvación de las almas.
“Nos
matamos, Señora —escribía san Juan Eudes a la reina Ana de Austria— a fuerza de
clamar contra la cantidad de desórdenes que existen en Francia, y Dios nos
concede la gracia de remediar algunos de ellos. Pero estoy cierto, Señora, que
si Vuestra Majestad quisiera emplear el poder que Dios le ha concedido,
podríais hacer más, Vos sola, para la destrucción de la tiranía del diablo y
para el establecimiento del reino de Jesucristo, que todos los misioneros y
predicadores juntos”[18].
Y
san Alfonso María de Ligorio, Doctor de la Iglesia, decía: “Si consigo ganar un
rey, habré hecho más para la causa de Dios que si hubiese predicado centenares
y millares de misiones. Lo que puede hacer un soberano tocado por la gracia de
Dios, en interés de la Iglesia y de las almas, no lo harán nunca mil misiones”.
Porque,
junto a un restringido número de católicos que creen firmemente, que saben
exactamente en lo que creen y practican lo que creen, hay un gran número que
sólo a medida creen, no saben más que a medias en qué creen y a medias lo
practican. Como carecen de vida religiosa personal, su fe y su práctica están
demasiado ligadas al ambiente en que viven, y si costumbres no cristianas,
instituciones no cristianas llegan a implantarse en ese medio, su fe no lo
resiste.
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[1] En su
admirable y valiosísima obra Le mystère
de l’Eglise (Le Cerf).
[2] Discurso con
motivo de la beatificación de Juana de Arco (abril de 1909).
[3] Cf.: Ejercicios de San Ignacio, Principio y
Fundamento. “Las cosas que existen sobre la tierra han sido creadas a causa
del hombre y para ayudarla en la consecución del fin para que Dios lo ha
designado al crearle. De donde se infiere que se debe usar de ellas en tanto le
conduzcan hacia su fin, y, por tanto, deshacerse de ellas en cuanto le
distraigan o alejen de él”.
[4] Véase Pío XI: Carta a la 14ª semana social de Estrasburgo,
10 de julio de 1922. “Los hechos sociales… están sometidos a la moral eterna, y
fuera de la moral eterna cuyo intérprete y guardián es el papa, es inútil soñar
en un orden social que brote espontáneamente de la multiplicidad tan inestable
de las relaciones humanas…”. Cf.: León XIII, Sapientiae Christianae. “Si la misma naturaleza ha instituido la
sociedad, tanto familiar como civil, no es para que sea el fin último del
hombre, sino para que éste, en ella y por ella, encuentre socorros que le hagan
capaz de llegar a su perfección…”. “Por eso, los que redactan las
constituciones y hacen las leyes deben contar con la naturaleza moral y
religiosa del hombre. Se ha de procurar su perfección pero ordenada y
rectamente. Nada se debe mandar o prohibir sin tener en cuenta el fin propio
del Estado y el fin particular de la Iglesia. Por esta razón, LA IGLESIA NO
PUEDE QUEDAR INDIFERENTE ANTE LA LEGISLACIÓN DE LOS ESTADOS…”.
[5] P. 50 (Beauchesne, edit.).
[6] Cardenal Pie. Lettre
a M. le Ministre de l’Instruction Publique et des Cultes. (Œuvres, t.
IV, p. 247).
[7] De Romano Pontifice, Lib. V, cap. VI.
[9] Pío XII, Humani generis.
[10] Alocución a los nuevos cardenales (20 de
febrero de 1946). Cf.: Igualmente este pasaje del discurso de Pío XII al Primer Congreso del Apostolado seglar:
“Os felicitamos por vuestra oposición a esta tendencia nefasta que reina,
incluso entre los católicos, y que querría confinar a la Iglesia a las
cuestiones llamadas «puramente religiosas». No se toman la molestia de saber a
ciencia cierta lo que entienden por ello; con tal que la Iglesia se entierre en
el templo y en la sacristía, y que deje perezosamente a la humanidad debatirse
fuera de su angustia y en sus necesidades, no se le pedirá más. Es muy cierto
que en varios países está obligada a encerrarse de ese modo: incluso en ese
caso, entre los cuatro muros del templo, debe aún hacer cuanto pueda, dentro de
lo poco que le sea posible. La Iglesia no se retira espontáneamente ni
voluntariamente…”.
[11] S. Exc.
Monseñor Chapoulie, obispo de Angers, Lettre
Pastorale (1951).
[12] Mensaje de
Navidad, 1948.
[13] Véase León
XIII, Libertas: “Es fácil de
comprender el absurdo error de estas afirmaciones. Es la misma naturaleza la
que exige a voces que la sociedad proporcione a los ciudadanos medios
abundantes y facilidades para vivir virtuosamente, es decir, según las leyes de
Dios, ya que Dios es el principio de toda virtud y de toda justicia. Por esto,
es absolutamente contrario a la naturaleza que pueda lícitamente el Estado
despreocuparse de esas leyes… Pero, además, los gobernantes tienen, respecto a
la sociedad, la obligación estricta de procurarles por medio de una prudente
acción legislativa no sólo la prosperidad y los bienes exteriores, sino también
y principalmente los bienes del espíritu. Ahora bien, en orden al aumento de
estos bienes espirituales, nada hay ni puede haber más adecuado que las leyes
establecidas por el mismo Dios. Por esta razón, los que en el gobierno del
Estado pretenden desentenderse de las leyes divinas desvían el poder político de
su propia institución y del orden impuesto por la misma naturaleza”.
[14] La Sainte Eucharistie: La Presence Réelle,
I. (Edit. 1950).
[15] 1 de junio de
1941, cincuenta aniversario de la Rerum
novarum.
[16] Tengamos muy
presente la relación tan bien expresada por monseñor Pie, cuando escribe que
“la mala política no es otra cosa que la mala filosofía erigiendo sus
principios en máximas de derecho público”… Sería absurdo no reconocer a la
Iglesia el derecho (y la autoridad) de enseñar la verdadera filosofía, y de combatir
la falsa, y a la vez rehusarle el derecho de indicar las justas aplicaciones
sociales de la primera y el de estigmatizar las consecuencias nefastas de la
segunda… “Todo el que se agota —decía constantemente monseñor Pie—en deciros
que no tiene opinión política, y que lo mejor es no tenerla, casi siempre
termina por demostrar con su perorata que tiene la mala y que quiere hacérosla
compartir”.
[17] Le Messager du Coeur de Jésus, citado,
por Apostolat et milieu social, enero
de 1931, p. 48.
[18] Carta citada
en la Vie Spirituelle, 1925, p. 235.