Padre Santo, que estáis en los cielos. No sois Vos desagradecido para que piense yo dejaréis de hacer lo que os suplicamos a honra de Vuestro Hijo… No por nosotros Señor, que no lo merecemos, sino que por la sangre de Vuestro Hijo, y de sus merecimientos, y de su Madre gloriosa y de tantos mártires y santos como han muerto por Vos. Pues, Creador mío, ¿Cómo pueden sufrir unas entrañas tan amorosas como las vuestras, que lo que se hizo con tan ardiente amor de Vuestro Hijo, sea tenido en tan poco? Estáse ardiendo el mundo, quieren retornar a sentenciar a Cristo, quieren poner su Iglesia por el suelo, desechos los templos, perdidas tantas almas, los sacramentos quitados. Pues, ¿qué es esto mi Señor y mi Dios? O dad fin al mundo, o poned remedio a tan gravísimos males, que no hay corazón que los sufra, aun de los que somos ruines. Os suplico, pues, Padre Eterno, que no lo sufráis ya Vos. Atajad este fuego Señor, que si queréis podéis, algún medio ha de haber, Señor mío. ¡Póngale Vuestra majestad! Habed lástima de tantas almas que se pierden y favoreced vuestra Iglesia. No permitáis ya más daños a la Cristiandad. Señor, dad ya la luz a estas tinieblas. ¡Ya Señor!, ¡ya Señor! haced que sosiegue este mar. No ande en tanta tempestad esta nave de tu Iglesia y salvadnos, Señor mío, que perecemos.
Sin comunicar en sus obras infructuosas de las tinieblas, antes bien, denunciadlas y reprobadlas (Efesios 5, 11)
martes, 22 de julio de 2008
Fervorosa oración de Santa Teresa
P. Denis Fahey
El naturalismo es más que una herejía: es el más puro anticristiano. La herejía es la negación de algún dogma: pero el naturalismo es la negación de todos los dogmas.
La herejía es una alteración de una verdad Revelada por Dios: el naturalismo niega la existencia de la Revelación. De aquí procede la inevitable ley y la obstinada pasión de destronar a Nuestro Señor Jesucristo y acabar con Su influencia en la sociedad.
Esta es la suprema ambición de Satanás y del Anti-Cristo…
El mayor obstáculo para la salvación del hombre contemporáneo, como bien lo declara el Concilio Vaticano I (1879) en su Primera Constitución Doctrinaria, lo que envía a un mayor número de personas al infierno en nuestros días, más que en cualquier época, es el Racionalismo o Naturalismo…
El Naturalismo se empeña con todas sus fuerzas en excluir a Nuestro Señor Jesucristo, nuestro único Maestro y Salvador, de la mente de los hombres, como también de la vida cotidiana y de la costumbre de los pueblos, con el fin de instaurar el reinado de la razón o de la pura naturaleza.
Ahora, donde sea que los aires del Naturalismo han entrado, la propia fuente de la vida cristiana se marchita. El Naturalismo significa la completa esterilidad en cuanto a la salvación y a la vida eterna.
¡Perseverancia!
Hermanos míos, todos ustedes, si estamos condenados a ver el triunfo del mal, nunca lo aplaudamos. Nunca digamos al mal: “tú eres bueno”; a la decadencia: “eres progreso”; a la noche: “eres la luz”; a la muerte: “eres la vida”. Procuren vuestra santificación en estos tiempos en que nos ha colocado Dios; lamenten los males que Dios tiene que tolerar; opónganse a ellos con la energía de vuestras obras y esfuerzos, que vuestra vida no se contamine con el error, libres de ser extraviados, de tal manera que después de haber vivido aquí en este mundo, unidos al Espíritu del Señor, serán uno con Él para siempre jamás: Qui adhaeret Deo uno spiritus est (cf. I Cor 6:17).
Coraje en nuestras convicciones
Las voluntades están sin fuerza, los caracteres sin decisión; porque la inteligencia está sin luz, sin convicciones. Los proyectos son débiles, los propósitos son inciertos, porque la mente que los concibe ya no tiene ni claridad ni visión. Por medio de un justo juicio de Dios, el debilitamiento de la fe ha llevado a un debilitamiento de la razón y del sentido común. Nuestra era tiene la reputación de ser “de mentalidades fuertes”. Pero la historia, algún día la juzgará de haber sido la era de las mentes débiles. “Cobardía” es la palabra correcta.
Cuando les pregunto a las personas sabias de nuestros días cuál es la mayor plaga de la sociedad presente, la respuesta siempre es el deterioro del carácter, el debilitamiento de las almas… Pero esta respuesta levanta otra cuestión. ¿De dónde provienen estos síntomas de debilitamiento de los caracteres? ¿Podría ser verdadero decir que es la natural e inevitable consecuencia del debilitamiento de las doctrinas, de las creencias, y, para usar la palabra correcta, del debilitamiento de la Fe? La voluntad es una facultad ciega cuando no es iluminada por la inteligencia. Nadie camina firme cuando pisa en la obscuridad o en las penumbras. Entonces, si el hombre de hoy camina a tientas ¿no será acaso, oh Señor, porque tu palabra ya no es la luz que guía nuestros pasos, la luz que alumbra nuestros caminos?
Nuestros ancestros, en todas las cosas, buscaban la orientación en las enseñanzas del Evangelio y de la Iglesia; ellos caminaban a plena luz del día. Sabían lo que querían, lo que rechazaban, lo que amaban, lo que odiaban, y por eso ellos fueron fuertes en la acción. En cuanto a nosotros, caminamos en la obscuridad. Ya no tenemos nada definido, nada firme en la mente y ya no somos conscientes de la meta que queremos alcanzar. Y como consecuencia de ello, somos débiles y vacilantes.
Cuando les pregunto a las personas sabias de nuestros días cuál es la mayor plaga de la sociedad presente, la respuesta siempre es el deterioro del carácter, el debilitamiento de las almas… Pero esta respuesta levanta otra cuestión. ¿De dónde provienen estos síntomas de debilitamiento de los caracteres? ¿Podría ser verdadero decir que es la natural e inevitable consecuencia del debilitamiento de las doctrinas, de las creencias, y, para usar la palabra correcta, del debilitamiento de la Fe? La voluntad es una facultad ciega cuando no es iluminada por la inteligencia. Nadie camina firme cuando pisa en la obscuridad o en las penumbras. Entonces, si el hombre de hoy camina a tientas ¿no será acaso, oh Señor, porque tu palabra ya no es la luz que guía nuestros pasos, la luz que alumbra nuestros caminos?
Nuestros ancestros, en todas las cosas, buscaban la orientación en las enseñanzas del Evangelio y de la Iglesia; ellos caminaban a plena luz del día. Sabían lo que querían, lo que rechazaban, lo que amaban, lo que odiaban, y por eso ellos fueron fuertes en la acción. En cuanto a nosotros, caminamos en la obscuridad. Ya no tenemos nada definido, nada firme en la mente y ya no somos conscientes de la meta que queremos alcanzar. Y como consecuencia de ello, somos débiles y vacilantes.
Alimentémonos de las fuentes puras que fluyen de la fe cristiana. No nos contentemos a quedar a medio camino. Este empobrecido y debilitado cristianismo ¿producirá acaso de nuevo esos caracteres vigorosos y ordenados temperamentos de los antiguos tiempos? ¡No!
Padre Denis Fahey, en la introducción a su obra: El Cuerpo Místico de Cristo y la Reorganización de la Sociedad.
domingo, 20 de julio de 2008
ORDEN NATURAL Y ORDEN SOBRENATURAL
Cada uno de los seres de la creación tiene señalada una función en el universo; tiene su destino, y recibe con su naturaleza los medios que le permitan dirigirse fácilmente y con seguridad a su fin.
El orden es la proporción existente entre la naturaleza de un ser, el fin para el cual ha sido criado por Dios y los medios que le da para alcanzarlo.
Lo natural es lo que viene de la naturaleza, lo que un ser trae consigo al nacer y que debe rigurosamente poseer, sea para existir, sea para ejercer su actividad en vista del fin que le es propio.
Lo sobrenatural es algo sobreañadido, sobrepuesto a lo natural para perfeccionarlo, elevarlo y hacerlo pasar a un orden superior. Así, lo sobrenatural es lo que está por encima del poder y de las exigencias de la naturaleza: es como el injerto que hace que el patrón produzca frutos de una especie superior.
El orden natural para el hombre es el estado de ser racional, provisto de los medios necesarios para alcanzar el fin conforme a su naturaleza.
El orden sobrenatural es el estado al cual Dios eleva al hombre, dándole un fin superior a su naturaleza y medios proporcionados para conseguir este nuevo destino.
I. Orden natural – Un orden supone tres cosas: 1°, un ser activo; 2°, un fin; 3°, los medios para alcanzar este fin.
En el orden natural, el hombre obraría con las solas fuerzas de su naturaleza. Tendría por fin, por destino, la Verdad suprema y el Bien absoluto, es decir, Dios; un ser inteligente no puede encontrar en otra parte la felicidad perfecta. Como medios naturales, el hombre posee facultades proporcionadas al fin que exige su naturaleza; una inteligencia capaz de conocer toda verdad; una voluntad libre capaz de tender al bien. Estas dos facultades permiten al hombre conocer y amar a Dios, que es la verdad y el bien por excelencia.
Pero, en la vida futura, Dios puede ser conocido y poseído de dos maneras: directa e indirectamente. Se conoce a Dios directamente cuando se le contempla cara a cara; e indirectamente, cuando se le percibe en sus obras. Viendo las obras de Dios, el hombre ve reflejada en ellas, como en un espejo, la imagen de las perfecciones divinas: de este modo se conoce a una persona viendo su retrato.
Ninguna inteligencia creada puede, con sus fuerzas naturales, ver a Dios de una manera directa. Ver a Dios cara a cara, tal como es en sí mismo, es verle como El se ve, es conocerlo como El mismo se conoce, es hacerse participante de un atributo que no pertenece sino a la naturaleza divina. Por consiguiente, si Dios se hubiera limitado a dejarnos en el estado natural, el hombre fiel, durante el tiempo de la prueba, por la observancia de los preceptos de la ley natural, habría merecido una felicidad conforme a su naturaleza. Hubiera conocido a Dios de una manera más perfecta que en esta vida, pero siempre bajo el velo de las criaturas. Hubiera amado a Dios con un amor proporcionado a este conocimiento indirecto, como un servidor ama a su dueño, un favorecido a su bienhechor. En este conocimiento y en este amor, el hombre habría hallado la satisfacción de sus deseos. No podía exigir más.
Tal es el orden natural. Este orden jamás ha existido, porque el primer hombre fue creado para un fin sobrenatural. Pero era posible. Según la opinión común de los teólogos, los niños muertos sin bautismo obtienen este fin natural... Gozan de una felicidad conforme a la naturaleza humana; conocen a Dios por sus obras, mas no lo pueden ver cara a cara: no contemplan su belleza inmortal sino a través del velo de las criaturas.
Tanto los ángeles como los hombres han sido elevador por Dios al orden sobrenatural
Fuente: Hillaire, La Religión Demostrada
II. Orden sobrenatural – En este orden, el ser activo es siempre el hombre, pero el hombre transformado por la gracia divina, a la manera que el patrón rústico se transforma por el injerto.
El fin sobrenatural del hombre consiste en ver a Dios cara a cara, en contemplar la esencia divina en la plenitud de sus perfecciones. Un niño conoce mucho mejor a su padre cuando le ve en persona, cuando goza de sus caricias, que cuando ve su retrato. Esta visión intuitiva de Dios procura al alma un amor superior y un gozo infinitamente más grande. Así, ver a Dios cara a cara en su esencia y en su vida íntima, amarle con un amor correspondiente a esta visión inefable, gozar de El, poseerle de una manera inmediata, he ahí el fin sobrenatural de los hombres y de los ángeles. Nada más sublime...
El fin exige medios, que deben ser proporcionados al mismo. Un fin sobrenatural pide medios sobrenaturales. El hombre necesita, para alcanzar, este fin superior, de luces que eleven su inteligencia por encima de sus fuerzas naturales; de auxilios que vigoricen su voluntad para hacerle amar al Sumo Bien, como El merece ser amado. Estas luces y estos auxilios se llaman, aquí en la tierra, gracia actual y gracia santificante; en el cielo, luz de la gloria.
La gracia santificante es una participación de la naturaleza de Dios, según las hermosas palabras de San Pedro: Divinae consortes naturae; es una cualidad verdaderamente divina que transforma la naturaleza del alma y sus facultades y se hace en ella el principio de las virtudes y de los hábitos sobrenaturales, moviéndole a ejecutar actos que le merecen un galardón infinito: la participación de la felicidad de Dios. Por la gracia santificante, el hombre deja de ser mera criatura y siervo de Dios para convertirse en su hijo adoptivo y poseedor de una vida divina.
Así como el fuego penetra el hierro y le comunica sus propiedades, y entonces el hierro, sin perder su esencia, alumbra como el fuego, calienta como el fuego, brilla como el fuego; así también el alma, transformada por la gracia santificante, sin perder nada de su propia naturaleza, tiene, no ya solamente una vida humana o una vida angélica, sino una vida divina. Ve como Dios, ama como Dios, obra como Dios, pero no tanto como Dios. Ya no hay entre ella y Dios tan sólo una vinculación de amistad, sino una unión real. La naturaleza divina la penetra y el comunica algo de sus perfecciones. Sin embargo, el hombre no queda absorbido por esta transformación: conserva su naturaleza, su individualidad, su personalidad. La gracia no destruye la naturaleza, sino que la presupone y perfecciona.
Tal es el orden sobrenatural. Después de esto, se comprende bien que todas las obras hechas sin la gracia santificante nada valgan para merecernos el fin sobrenatural.
El fin sobrenatural del hombre consiste en ver a Dios cara a cara, en contemplar la esencia divina en la plenitud de sus perfecciones. Un niño conoce mucho mejor a su padre cuando le ve en persona, cuando goza de sus caricias, que cuando ve su retrato. Esta visión intuitiva de Dios procura al alma un amor superior y un gozo infinitamente más grande. Así, ver a Dios cara a cara en su esencia y en su vida íntima, amarle con un amor correspondiente a esta visión inefable, gozar de El, poseerle de una manera inmediata, he ahí el fin sobrenatural de los hombres y de los ángeles. Nada más sublime...
El fin exige medios, que deben ser proporcionados al mismo. Un fin sobrenatural pide medios sobrenaturales. El hombre necesita, para alcanzar, este fin superior, de luces que eleven su inteligencia por encima de sus fuerzas naturales; de auxilios que vigoricen su voluntad para hacerle amar al Sumo Bien, como El merece ser amado. Estas luces y estos auxilios se llaman, aquí en la tierra, gracia actual y gracia santificante; en el cielo, luz de la gloria.
La gracia santificante es una participación de la naturaleza de Dios, según las hermosas palabras de San Pedro: Divinae consortes naturae; es una cualidad verdaderamente divina que transforma la naturaleza del alma y sus facultades y se hace en ella el principio de las virtudes y de los hábitos sobrenaturales, moviéndole a ejecutar actos que le merecen un galardón infinito: la participación de la felicidad de Dios. Por la gracia santificante, el hombre deja de ser mera criatura y siervo de Dios para convertirse en su hijo adoptivo y poseedor de una vida divina.
Así como el fuego penetra el hierro y le comunica sus propiedades, y entonces el hierro, sin perder su esencia, alumbra como el fuego, calienta como el fuego, brilla como el fuego; así también el alma, transformada por la gracia santificante, sin perder nada de su propia naturaleza, tiene, no ya solamente una vida humana o una vida angélica, sino una vida divina. Ve como Dios, ama como Dios, obra como Dios, pero no tanto como Dios. Ya no hay entre ella y Dios tan sólo una vinculación de amistad, sino una unión real. La naturaleza divina la penetra y el comunica algo de sus perfecciones. Sin embargo, el hombre no queda absorbido por esta transformación: conserva su naturaleza, su individualidad, su personalidad. La gracia no destruye la naturaleza, sino que la presupone y perfecciona.
Tal es el orden sobrenatural. Después de esto, se comprende bien que todas las obras hechas sin la gracia santificante nada valgan para merecernos el fin sobrenatural.
Fuente: Hillaire, La Religión Demostrada
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