jueves, 29 de marzo de 2012

“Sed prudentes como las serpientes y sencillos como las palomas”

El presupuesto de cuanto se publica en esta sección es que, por motivos que no son simplemente convencionales, ciertos colores, ciertas líneas, ciertas formas de objetos materiales, ciertos perfumes y ciertos sonidos tienen afinidad con estados de espíritu del hombre. Hay colores que son afines con la alegría, otros con la tristeza. Hay formas que llamamos majestuosas, otras sencillas. Decimos de una familia que es acogedora. Y lo mismo podemos decir de una casa. Decimos de la forma de conversar de alguien que es encantadora. Y lo mismo podemos afirmar de una música. Nos puede parecer que un perfume es vulgar y lo mismo podemos decir de las personas a quienes les gusta usarlo.

El ambiente es la armonía constituida, en este campo, por la afinidad de varios seres reunidos en un mismo lugar. Imagínese una sala con proporciones amenas, decorada con colores risueños, amueblada con objetos graciosos, en la que hay muchas flores exhalando un aroma suave; alguien toca en esa sala una música alegre. Se forma ahí un ambiente de alegría.

Claro está, que el ambiente será tanto más expresivo cuanto más numerosas sean las afinidades entre los seres que en tal sala se encuentren. Y así, ese ambiente podrá ser, además de alegre, también digno, distinguido, sereno, si la dignidad, la distinción y la serenidad existiesen en las personas y cosas que ahí están. El ambiente será lo contrario de todo esto, o sea, triste, extravagante, feo y vulgar si los objetos que lo constituyen tienen, todos, esas notas.

Los hombres forman para sí ambientes a su imagen y semejanza, ambientes en los que se reflejan sus costumbres y su civilización. Pero lo recíproco también es verdadero, en gran medida. Los ambientes forman a su imagen y semejanza a los hombres, las costumbres, las civilizaciones. En pedagogía esto es trivial. Pero ¿Valdrá solo para la pedagogía? ¿Quién osaría negar la importancia de los ambientes en la formación de los adulto? Formación, decimos con toda propiedad, pues, en esta vida, el hombre, en todas las edades, tiene que dedicarse al esfuerzo de formarse y reformarse, preparándose así para el cielo, que es donde cesa nuestra marcha hacia la perfección. Así, el católico puede y debe exigir de los ambientes en que está, que sean instrumento eficaz para su formación moral.

De la importancia del ambiente para el equilibrio de la vida mental y la rectitud de la formación moral del hombre, tenemos una prueba en la sabiduría, belleza y magnificencia con que Dios dispuso todo el cuadro de la naturaleza para que lo contemplemos. Hay en el universo, no uno sino miles y miles de ambientes y todos adecuados para instruir y formar al hombre. A tal punto esto es verdad, que la Sagrada Escritura numerosas veces apela a seres materiales para hacernos entender y apreciar realidades espirituales y morales. El hombre, con su poder limitado, constituye sus ambientes haciendo seres sin vida: muebles, sillones, etc., y fabricando figuras de la realidad: pinturas, esculturas, mosaicos. Dios, por el contrario, hizo la propia realidad, y, Autor de la vida, dio realce y riqueza al ambiente de la creación, colocando en ella seres vivos: plantas, animales, y sobretodo al hombre.

De este poder de expresión de los seres inferiores, y sobretodo de los animales, tenemos pruebas en los Evangelios. Así, en su hermoso sermón de la misión de los apóstoles (Mt. 10,16), nuestro Señor nos propone a la paloma y a la serpiente como modelos de dos altas virtudes: la inocencia y la prudencia.

Llena de armonía en sus líneas, sencilla en el colorido, graciosa en los vuelos y en los movimientos, “afable” con los demás animales, pura y cándida en todo su ser, la paloma nada hace que pueda sugerir la idea de rapiña, de agresión, de injusticia, de desequilibrio, de impureza. Es pues, muy adecuadamente, en el lenguaje del Salvador, el símbolo de la inocencia.

Pero algo le falta: las aptitudes por las cuales un ser asegura su supervivencia en la lucha contra los factores adversos, su perspicacia es mínima, su combatividad nula, su única defensa consiste en la huida. Y por esto el propio Espíritu Santo, nos habla de “palomas imbéciles, sin inteligencia” (Oseas 7, 11) y que nos hace recordar a ciertos católicos deformados por el romanticismo, para quienes la virtud consiste sólo y siempre en apagarse, en bajar la cabeza, en ser ridiculizados, en retroceder, en dejarse humillar.

¡Cuán diferente es la serpiente: agresiva, venenosa, falsa, perspicaz y ágil! Elegante y al mismo tiempo repugnante; frágil al punto de poder ser aplastada por un niño, y peligrosa a punto de matar un león con su veneno; adaptada por toda su forma, su modo de moverse y de actuar, al ataque velado, traicionero, fulminante; tan fascinante, que en ciertas especies hipnotiza y, al mismo tiempo, esparce a su alrededor el terror, ella es verdaderamente el símbolo del mal, con todos los atractivos y toda la felonía de las fuerzas de la perdición.

Pero en toda ésta “malicia” cuanta prudencia, cuanta astucia. La prudencia es la virtud por la cual alguien emplea los medios necesarios para llegar a los fines que tiene en vista. La astucia es un aspecto y, en cierto modo, una quintaesencia de la prudencia por la cual se mantiene todo en silencio y se emplean todos los disfraces lícitos, necesarios para alcanzar un fin. Todo en la serpiente es astucia y prudencia, desde su penetrante mirada hasta lo escurridizo de su forma, y lo terrible de su arma esencial: una sola y pequeña picadura en la piel de la víctima pero a través de ella, un veneno que en pocos instantes circula por todo el cuerpo.

El ibis nos da un ejemplo magnífico de como se pueden aliar en una sola acción la inocencia de la paloma y la astucia de la serpiente. Su nido lo hace en árboles y protege con vigilancia y energía a su progenie. Es así, un ejemplo de virtud seria y fuerte para el hombre.

Viene, sin embargo, la serpiente, y le traga un huevo, amenazando deglutir los demás. No menos hábil y capaz que el reptil, el ibis le ataca en el punto exacto, inutilizándole todos los recursos de agresión y de defensa. Después de algún tiempo de presión, la serpiente entrega el huevo y cae desfallecida al suelo.

El ibis alcanzó un objetivo honesto con la inocencia de la paloma, empleando los recursos de lucha, que vencieron en astucia a la serpiente.

Plinio Corrêa de Oliveira

Catolicismo Nº 37 – Enero de 1954

martes, 27 de marzo de 2012

NUESTRA SEÑORA DEL BUEN CONSEJO


LETANÍAS A NUESTRA SEÑORA DEL BUEN CONSEJO

Señor, ten piedad de nosotros.

Cristo, ten piedad de nosotros.

Señor, ten piedad de nosotros.

Cristo, óyenos.

Cristo, escúchanos

Dios Padre celestial,

ten piedad de nosotros.

Dios Hijo, redentor del mundo,

Espíritu Santo Dios,

Santísima Trinidad, un solo Dios,

Santa María,

ruega por nosotros.

Santa Madre de Dios,

Santa Virgen de las vírgenes,

Madre del Buen Consejo,

Hija del Padre celestial,

Madre del divino Hijo,

Esposa del Espíritu Santo,

Templo de la Santísima Trinidad,

Puerta del cielo,

Reina de los ángeles,

Decoro de los profetas,

Consejera de los apóstoles,

Consejera de los mártires,

Consejera de los confesores,

Consejera de las vírgenes,

Consejera de todos los santos,

Consejera de los atribulados,

Consejera de las viudas y de los huérfanos,

Consejera de los enfermos,

Consejera de los afligidos y de los prisioneros,

Consejera de los pobres,

Consejera de todos los necesitados,

Consejera en todos los peligros,

Consejera en todas las tentaciones,

Consejera de los pecadores que se convierten,

Consejera de los moribundos,

En todos los acontecimientos y necesidades,

aconséjanos.

En las dudas e incertidumbres,

En las tristezas y contrariedades,

En todos los peligros y desgracias,

En las empresas y negocios,

En todas nuestras necesidades,

En las cruces y en los sufrimientos,

En todas nuestras tentaciones,

En las persecuciones y calumnias,

En todo agravio recibido,

En los peligros del alma y cuerpo,

En todos los acontecimientos de la vida,

En la hora de nuestra muerte,

Santa María, Madre del Buen Consejo.

Cordero de Dios, que quitas los pecados del mundo, perdónanos Señor.

Cordero de Dios, que quitas los pecados del mundo, escúchanos Señor.

Cordero de Dios, que quitas los pecados del mundo, ten piedad de nosotros.

Jesucristo, óyenos.

Jesucristo, escúchanos.

Señor, ten piedad de nosotros.

Padrenuestro y Avemaría.

V. En todas nuestras dudas y tribulaciones,

R. Aconséjanos, oh María.

Oración. Oh Dios, dispensador de todos los dones buenos y perfectos, haz que poniendo nuestro refugio en María en todos los acontecimientos, incertidumbres y tribulaciones, obtengamos de su maternal mano, consejo, ayuda y asistencia, por Jesucristo, tu Hijo. Así sea.

domingo, 25 de marzo de 2012

Del lamentable desprecio que los hombres hacen de la gracia

La gracia de Dios es un destello de la bondad divina que, viniendo del cielo al alma, la llena, hasta sus profundidades, de una luz tan dulce y a la vez tan potente que embelesa el mismo ojo de Dios; se convierte en objeto de su amor y se ve adoptada como esposa y como hija, para ser finalmente elevada, sobre todas las posibilidades de la naturaleza. De esta suerte, en el seno del Padre celestial, junto al Hijo divino, participa el alma de la naturaleza divina, de su vida, de su gloria y recibe en herencia el reino de su felicidad eterna.

La Virgen María, a quien el ángel saludó diciéndole: llena eres de gracia

Estas palabras, cada una de las cuales anuncia una nueva maravilla, exceden con mucho el alcance de nuestra razón. Ni debemos extrañarnos de no podernos formar una idea acerca de estos bienes, siendo así que los mismos ángeles, aun poseyéndolos, apenas pueden apreciar su valor. Fijas sus miradas en el trono de la misericordia divina, no pueden hacer otra cosa que adorar con el mas profundo respeto, si es que no se asombran otro tanto al considerar nuestra locura, al ver que tan poco estimamos la gracia de Dios y somos tan negligentes para procurarla, como fáciles para rechazarla. Lloran nuestro infortunio cuando por el pecado perdemos esta dignidad celeste a la que Dios nos había elevado. Estábamos sobre los ángeles y ahora nos encontramos en el fondo del abismo, entre las bestias y los demonios. ¡Como estaremos de endurecidos, insensatos, que ape­nas lo sentimos!

Enseña el Ángel de la Escuela que el mundo entero, con todo lo que contiene, a los ojos divinos tiene menos valor que un solo hombre en estado de gracia[1]. San Agustín va más lejos y afirma que el cielo y todos los coros los ángeles no pueden comparársele[2]. El hombre debiera estar más reconocido a Dios por la menor gracia que si recibiera la perfección de los espíritus puros o el dominio de los mundos celestiales. ¿Cómo no ha de aventajar entonces la gracia a todos los bienes de la tierra?

A pesar de todo, se le prefiere cualquiera de estos bienes y se la canjea, ¡sacrilegio horrendo!, con los más abominables; ¡se juega con ella, se burla de ella!

No se avergüenzan los hombres de sacrificar a la ligera esta plenitud de bienes que Dios nos ofrece a una consigo mismo. ¡Y todo por no tenerse que privar de una mirada impura! Más insensatos que Esaú, venden su herencia por el miserable goce de un instante. ¡Y eso que sobrepujaba en valor a todo el mundo!

Asombraos, cielos; puertas del empíreo, declaraos en duelo[3].

¿Quien sería tan temerario e insensato que, para procurarse un breve deleite, hiciera desaparecer el sol del mundo, y decretara la caída de las estrellas e introdujera la confusión en todos los elementos? ¿Quién osaría sacrificar todo el mundo a un capricho, a una codicia? ¿Qué supone la pérdida del mundo en comparación de la pérdida de la gracia? ¡Y pensar que esto se lleva a cabo con tanta facilidad y frecuencia! Tal hecho acontece, no digo a diario, ¡sino a cada instante y en muchísimos hombres! ¿Cuántos son los que se esfuerzan por impedirlo sea en si mismos sea en otros? ¿Cuántos los que se entristecen y lloran por ello?

Nos estremecemos cuando se oscurece el sol por un instante, cuando un terremoto devasta una ciudad, cuando una epidemia siega a hombres y animales. Sin embargo se da algo mucho más terrible y más triste, que se repite a diario sin que nos conmovamos: el que tantos hombre pierdan de continuo la gracia de Dios y desprecien las ocasiones mas favorables de procurarla y acrecentarla.

Temblaba Elías ante la conmoción de la montana[4]; el profeta Jeremías estaba inconsolable en vista de la destrucción de la ciudad santa; el derrumbe del bienestar de Job sumergió a sus amigos, durante siete días, en un dolor mudo. ¡Lloremos nuestra desdicha! Nunca será suficientemente intenso nuestro duelo, si hemos llegado a destruir en nuestra alma el paraíso de la gracia. Pues en tal caso, perdemos el reflejo de la naturaleza divina; nos privamos de la reina de las virtudes, la caridad, con todos los efectos sobrenaturales; arrojamos de nosotros los dones del Espíritu Santo y al mismo huésped celestial; rechazamos nuestra filiación divina, las ventajas de la amistad de Dios, el derecho a su herencia, el fruto de los sacramentos y de nuestros méritos; en una palabra, desechamos a Dios, el cielo, la gracia con todos sus tesoros.

El alma que pierde la gracia puede aplicarse a sí propia la lamentación de Jeremías sobre Jerusalén: ¿Cómo el Señor, en su cólera, ha cubierto de una nube a la hija de Sion? Ha precipitado del cielo sobre la tierra la magnificencia de Israel; en el día de su cólera no se acordó del escabel de sus pies. El Señor ha destruido sin piedad la morada espléndida de Jacob[5]. ¿Dónde encontrar a quien reflexione en su infortunio, al que se lamente, al que se ponga en guardia contra nuevos pecados? Toda la tierra fue cubierta de destrucción, porque no se encontró una per­sona que se inquietara[6].

Salta a la vista que amamos poco nuestra verdadera dicha y que apenas reconocemos el amor infinito con que Dios nos previene y los tesoros que nos ofrece. Obramos como aquellos israelitas a los que Dios quería sacar de la esclavitud de Egipto y del árido desierto, para llevarlos a un país en el que fluían leche y miel. Despreciaron este don inmerecido; desdeñaron hasta la mano que Dios les tendía en el camino, le devolvieron las espaldas y ansiaron nuevamente “las ollas de carne de Egipto”[7]. La tierra de promisión era una imagen del cielo prometido por Dios a sus elegidos; el maná significaba la gracia de que debemos alimentarnos y tomar fuerzas en el camino de la patria celes­tial. Si ya entonces levantó Dios su mano vengadora con­tra los que despreciaban un país tan bello, tan apetecible, y los hizo perecer en el desierto[8], ¿cuál será el precio que deberemos pagar nosotros por haber despreciado el cielo y la gracia?

Causa de este deplorable menosprecio es que nuestros sentidos nos dan una idea demasiado alta de los bienes perecederos, y nuestro conocimiento de los bienes eternos es sobrado superficial. Consideremos con más atención estos dos extremos y procuremos reparar nuestro error. El aprecio de los bienes celestiales aumentará en nosotros en la misma medida en que baje el aprecio de los bienes terrenos[9]. Acerquémonos todo lo posible a esta fuente inagotable de la gracia divina; esas riquezas robarán nuestra atención y harán que despreciemos los bienes de la tierra. En esa forma, aprenderemos a estimarla. “Aquel que venera y alaba la gracia —dice San Juan Crisóstomo— la guardará y vigilará celosamente”[10].

Comencemos, pues, con la ayuda de Dios, la alabanza de la gloria de su gracia[11].

Dios todopoderoso y bueno, Padre de las luces y de las misericordias, de quien procede todo don[12], Tú que, según el designio de tu voluntad nos has adoptado por la gracia, que desde el principio del mundo escogiste y predestinaste para nosotros a tu Hijo, para que como hijos tuyos seamos santos e inmaculados en tu presencia con un santo amor [13], concédenos el espíritu de sabiduría y de revelación, aclara los ojos de nuestro corazón, y así conoceremos la esperanza de tu elección, las riquezas de la gloria de tu herencia en tus santos[14]. Dame luz y fuerza, para que consiga no disminuir con mis palabras este don de la gracia, por la cual tú arrancas a los hombres del polvo de su raza mortal y los adoptas en tu divina familia.

Señor Jesucristo, Salvador nuestro, Hijo de Dios vivo, por tu sangre divina derramada para salvarnos y restituirnos gracia, haz que logre mostrar, según mis débiles fuerzas, el valor inestimable de esa gracia comprada por ti a semejante precio.

Y tú, Espíritu supremo y santo, sello y prenda del divino amor, huésped santificador de nuestra alma, por quien la gracia y la caridad se derraman en nuestro corazón, tú, que mediante tus siete dones las nutres y las sostienes y que jamás das la gracia sin que te des a ti mismo, revélanos su esencia y su valor inapreciable.

Santa Madre de Dios, Madre de la divina gracia, haz que pueda mostrar a los hombres, convertidos por la gracia en hijos de Dios e hijos tuyos, los tesoros por los cuales ofreciste a tu divino Hijo.

Santos ángeles, espíritus glorificados por el resplandor de la gracia divina, y vosotras, almas santas, de pasasteis de este destierro al seno del Padre celestial, todos cuantos allá arriba gozáis del fruto de la gracia, ayudadme con vuestras plegarias para que, disipadas las nubes que ocultan a mis ojos y a los ojos de los demás el sol de la gracia, luzca éste en todo su brillo y, por su resplandor, despierte en nuestros corazones el amor y la nostalgia de la vida imperecedera.

Continuará…

M. J. Scheeben, Las maravillas de la Gracia divina, cap. I
___________________
[1] Santo Tomás, Suma Teológica, I, II, q 113, a. 9, ad 2. Acerca de la gracia en general, véanse las cuestiones 109 a 114 de la misma parte
[2] Ad Bonif., c. II, epist. I. 2, c. 6.
[3] Jeremías, II, 12.
[4] Libro tercero de los Reyes, XIX, 11. Dios sacudía la montaña ante Elías, para mostrarle que no se halla en la agitación.
[5] Lamentaciones, II, 1-2.
[6] Jeremías, XII, 11.
[7] Éxodo, XVI, 3.
[8] Salmo, CV, 26.
[9] San Bernardo, In ascensione Domini, s. 3, n. 7.
[10] In Ephes., Homil. I, n. 3.
[11] Efesios, I, 6.
[12] Epístola de Santiago, I, 12.
[13] Efesios, I, 4-6.
[14] Efesios, I, 17-18.

PUEBLOS QUE DESAPARECEN, PUEBLOS QUE PERMANECEN

Plinio Corrêa de Oliveira

El orden de la historia es así. Para algunos pueblos la vida germina de una manera misteriosa, de una especie de sueño antes de la historia, donde podemos distinguir un cierto movimiento aquí y allá. En determinado momento, Dios toca uno de esos pueblos, y las cosas comienzan a ponerse en orden.

En esa etapa sueño, como cuando un niño en un determinado momento comienza a hablar, de manera semejante un pueblo comienza a elaborar su propio lenguaje. Así como en ese momento es un hito en la vida del niño, así también lo es en la prehistoria de un pueblo. Si un psicólogo perceptivo analizara los primeros balbuceos de un niño, él podría prever elementos del futuro discurso de esa persona en su plena madurez.

El mito del rey cruzado, San Luis IX de Francia, perdura desde hace siglos

En el proceso de crecimiento de un adolescente, así como también en el de un pueblo, surgen nuevas circunstancias y se unen para desarrollar y completar aquellos elementos que estaban en gestación en la fase de la infancia. En el adolescente delfín de Francia, por ejemplo, se podría predecir el futuro rey sol, Luis XIV.

En la adolescencia de una familia, se podría anticipar al líder de un clan que influiría en su familia por tres o cuatro generaciones. Su nieta, que se convirtió en madre de una familia, podría decirle a sus hijos: “Su abuelo no hizo cosas como esas”. Si bien que el hombre está muerto, él continuará gobernando su posteridad.

Pueblos llamados a desaparecer

Simétrica a la regla por la cual Dios llama a un pueblo a la vida para desempeñar su papel en la historia, hay una regla por la que Él hace que un pueblo desaparezca después que haya terminado su papel en la historia. De hecho, algunos pueblos desaparecen por completo. En Oceanía hay ciudades desiertas que una vez estuvieron pobladas por pueblos cuya memoria se ha perdido por completo. Sólo sabemos que una vez ellos existieron, y nada más.

Estos pueblos nos muestran cuán efímera es la historia y cómo los hombres deben estar volcados hacia Dios y la eternidad. Encontramos el paradigma de esta regla en el Diluvio, cuando Dios destruyó a todos los pueblos de la tierra para mostrar su poder y castigarlos por su infidelidad y decadente comportamiento.

Los grandes momentos y apogeos de la historia se equilibran por este aspecto fugaz de todos los asuntos humanos. Esto pone un freno a la soberbia del hombre y le impide caer en los peores males. Para dar una imagen de esta fugacidad, imagínese si las piezas en un tablero de ajedrez pudieran pensar y considerar que, más allá de ese tablero de ajedrez, hay todo un mundo que no pueden ver o controlar. Este aspecto efímero y fugaz de la historia nos invita a pensar en Dios, adorarlo y reflexionar sobre la realidad celestial a la que estamos llamados a compartir eternamente después de esta vida.

Pueblos llamados a marcar la historia para siempre

Hay algunos pueblos, sin embargo, que marcarán la historia para siempre. Y otros mueren y tienen resurrecciones. Particularmente sentimos la mano y la elección de Dios cuando Él hace que un pueblo entre en la historia o emerja de la muerte en una post-historia.

El surgimiento de un pueblo en la historia ocurrió, por ejemplo, cuando Dios le prometió a Abraham que sus descendientes serían el pueblo elegido: El rechazo o la aceptación de esa promesa constituye en una gran parte de la historia del Antiguo Testamento. Este fue también el caso cuando Clovis y los francos se convirtieron a la fe católica: de ahí vino la Gesta Dei per Francos, las obra de Dios a través de los francos, que constituyó una gran parte de la historia de la cristiandad.

Con el bautismo de Clovis, Francia entró en el escenario para interpretar su papel en la historia

Parece que estos dos pueblos, los judíos y franceses, sea para bien o para mal, van a durar hasta el final de la historia, puesto que Dios les hizo a ellos grandes promesas. Y, de acuerdo con el principio enseñado por San Pablo (Romanos 11, 2), Dios no revoca las promesas que Él hace.

Cuando comienza la primavera, las plantas de un jardín toman una nueva vida; de igual manera, cuando Dios llama a un pueblo, las interrelaciones de influencias y dinamismos entre sus individuos, familias, ciudades y regiones adquieren una nueva actividad y se desarrollan y florecen. Al hacer esto, ese pueblo marca la historia de una manera particularmente propia a él, para así cumplir la vocación que Dios le dio.

La post-vida de algunos pueblos

La post-vida de un pueblo también sigue algunas reglas. A veces Dios transforma el pasado de un pueblo en un mito y la leyenda que más tarde fascinarán a otras culturas y civilizaciones. Entonces, el mito mismo se duerme y esa historia se queda como en un estante de un museo hasta el momento en que un escritor, poeta o compositor lo saca del sarcófago y le da una nueva vida.

Esto fue lo que hizo Gustavo Flaubert por los antiguos cartagineses cuando escribió su exitosa novela Salanmbô. Salambó era una hija ficticia del renombrado general de Cartago Amílcar Barka, el padre de Aníbal. A través de la imagen que retrató en esa novela, la civilización de la antigua Cartago de alguna manera reapareció en el siglo XIX.

Otro ejemplo es el mito del antiguo Egipto que revivió a través de la famosa ópera Aida de Verdi. Siguiendo las concepciones del siglo XIX, esa ópera revivió la gloria del antiguo Egipto y capturó la imaginación de Europa. Poco después que Egipto se independizó de Turquía, Jedive Ismail Pasha encargó a Verdi componer una ópera para que se conmemorara el hecho en 1871. Así la hizo, y su ópera fue interpretada por primera vez en la Casa de la Ópera de El Cairo.

Una producción grandiosa de Aida de Verdi en el Teatro de la Ópera de Verona

El éxito de Aida en realidad dañó el mito del millonario norteamericano, que estaba siendo presentado entonces como un ideal para el hombre moderno. El millonario norteamericano fue representado como práctico, pragmático, recientemente enriquecido gracias al ferrocarril que él construyó y las especulaciones sobre las tierras a su alrededor que él compró a precio de nada y que luego vendió a precio de oro. En la imaginación de los hombres de aquel tiempo, Aida de Verdi remplazó este mito revolucionario por un tiempo.

Los recuerdos del antiguo Egipto, Verdi los representó con los grandiosos aires de la marcha triunfal de Aida, las grandes compañías de soldados marchando en el escenario, etc., influyendo inadvertidamente a aquellos que la veían a no admirar al exitoso millonario. La marcha triunfal de Aída hizo que los hombres de aquel tiempo volcasen su admiración a otros valores, distintos de los del magnate de los ferrocarriles. Eran valores metafísicos que entraron en el panorama y tomaron vida en la memoria de los hombres. Si bien que fue algo transitorio, ese ideal frenó el desarrollo del revolucionario mito del millonario.

Así es como los mundos de luz y oscuridad se desarrollan en la historia, influidos por la forma en que resucitamos los recuerdos de los pueblos que ya han pasado. Esto revive las cenizas gloriosas como también las vergonzosas del pasado, produciendo continuamente efectos en nuestros tiempos.

Estas son algunas consideraciones que nos pueden ayudar a entender cómo es que nace un ciclo histórico y cómo puede ser analizado.

Continuará con la parte IV titulada: CÓMO LOS PUEBLOS CUMPLEN SU VOCACIÓN

Véase la primera parte “Discerniendo el dinamismo de los individuos y de los pueblos” y segunda parte “Discerniendo los roles históricos de las naciones” de este ciclo haciendo clic aquí y aquí.

Publicado originalmente en TIA

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