El ambiente es la armonía constituida, en este campo, por la afinidad de varios seres reunidos en un mismo lugar. Imagínese una sala con proporciones amenas, decorada con colores risueños, amueblada con objetos graciosos, en la que hay muchas flores exhalando un aroma suave; alguien toca en esa sala una música alegre. Se forma ahí un ambiente de alegría.
Claro está, que el ambiente será tanto más expresivo cuanto más numerosas sean las afinidades entre los seres que en tal sala se encuentren. Y así, ese ambiente podrá ser, además de alegre, también digno, distinguido, sereno, si la dignidad, la distinción y la serenidad existiesen en las personas y cosas que ahí están. El ambiente será lo contrario de todo esto, o sea, triste, extravagante, feo y vulgar si los objetos que lo constituyen tienen, todos, esas notas.
Los hombres forman para sí ambientes a su imagen y semejanza, ambientes en los que se reflejan sus costumbres y su civilización. Pero lo recíproco también es verdadero, en gran medida. Los ambientes forman a su imagen y semejanza a los hombres, las costumbres, las civilizaciones. En pedagogía esto es trivial. Pero ¿Valdrá solo para la pedagogía? ¿Quién osaría negar la importancia de los ambientes en la formación de los adulto? Formación, decimos con toda propiedad, pues, en esta vida, el hombre, en todas las edades, tiene que dedicarse al esfuerzo de formarse y reformarse, preparándose así para el cielo, que es donde cesa nuestra marcha hacia la perfección. Así, el católico puede y debe exigir de los ambientes en que está, que sean instrumento eficaz para su formación moral.
De la importancia del ambiente para el equilibrio de la vida mental y la rectitud de la formación moral del hombre, tenemos una prueba en la sabiduría, belleza y magnificencia con que Dios dispuso todo el cuadro de la naturaleza para que lo contemplemos. Hay en el universo, no uno sino miles y miles de ambientes y todos adecuados para instruir y formar al hombre. A tal punto esto es verdad, que la Sagrada Escritura numerosas veces apela a seres materiales para hacernos entender y apreciar realidades espirituales y morales. El hombre, con su poder limitado, constituye sus ambientes haciendo seres sin vida: muebles, sillones, etc., y fabricando figuras de la realidad: pinturas, esculturas, mosaicos. Dios, por el contrario, hizo la propia realidad, y, Autor de la vida, dio realce y riqueza al ambiente de la creación, colocando en ella seres vivos: plantas, animales, y sobretodo al hombre.De este poder de expresión de los seres inferiores, y sobretodo de los animales, tenemos pruebas en los Evangelios. Así, en su hermoso sermón de la misión de los apóstoles (Mt. 10,16), nuestro Señor nos propone a la paloma y a la serpiente como modelos de dos altas virtudes: la inocencia y la prudencia.
Llena de armonía en sus líneas, sencilla en el colorido, graciosa en los vuelos y en los movimientos, “afable” con los demás animales, pura y cándida en todo su ser, la paloma nada hace que pueda sugerir la idea de rapiña, de agresión, de injusticia, de desequilibrio, de impureza. Es pues, muy adecuadamente, en el lenguaje del Salvador, el símbolo de la inocencia.
Pero algo le falta: las aptitudes por las cuales un ser asegura su supervivencia en la lucha contra los factores adversos, su perspicacia es mínima, su combatividad nula, su única defensa consiste en la huida. Y por esto el propio Espíritu Santo, nos habla de “palomas imbéciles, sin inteligencia” (Oseas 7, 11) y que nos hace recordar a ciertos católicos deformados por el romanticismo, para quienes la virtud consiste sólo y siempre en apagarse, en bajar la cabeza, en ser ridiculizados, en retroceder, en dejarse humillar.
¡Cuán diferente es la serpiente: agresiva, venenosa, falsa, perspicaz y ágil! Elegante y al mismo tiempo repugnante; frágil al punto de poder ser aplastada por un niño, y peligrosa a punto de matar un león con su veneno; adaptada por toda su forma, su modo de moverse y de actuar, al ataque velado, traicionero, fulminante; tan fascinante, que en ciertas especies hipnotiza y, al mismo tiempo, esparce a su alrededor el terror, ella es verdaderamente el símbolo del mal, con todos los atractivos y toda la felonía de las fuerzas de la perdición.
Pero en toda ésta “malicia” cuanta prudencia, cuanta astucia. La prudencia es la virtud por la cual alguien emplea los medios necesarios para llegar a los fines que tiene en vista. La astucia es un aspecto y, en cierto modo, una quintaesencia de la prudencia por la cual se mantiene todo en silencio y se emplean todos los disfraces lícitos, necesarios para alcanzar un fin. Todo en la serpiente es astucia y prudencia, desde su penetrante mirada hasta lo escurridizo de su forma, y lo terrible de su arma esencial: una sola y pequeña picadura en la piel de la víctima pero a través de ella, un veneno que en pocos instantes circula por todo el cuerpo.El ibis nos da un ejemplo magnífico de como se pueden aliar en una sola acción la inocencia de la paloma y la astucia de la serpiente. Su nido lo hace en árboles y protege con vigilancia y energía a su progenie. Es así, un ejemplo de virtud seria y fuerte para el hombre.
Viene, sin embargo, la serpiente, y le traga un huevo, amenazando deglutir los demás. No menos hábil y capaz que el reptil, el ibis le ataca en el punto exacto, inutilizándole todos los recursos de agresión y de defensa. Después de algún tiempo de presión, la serpiente entrega el huevo y cae desfallecida al suelo.
El ibis alcanzó un objetivo honesto con la inocencia de la paloma, empleando los recursos de lucha, que vencieron en astucia a la serpiente.
Plinio Corrêa de Oliveira
Catolicismo Nº 37 – Enero de 1954