Una de las numerosísimas
víctimas de la
Revolución Francesa: la
princesa Isabel
Su “crimen”:
ser la hermana del rey Luis XVI
Plinio Corrêa de Oliveira
El
interés especial del personaje está en lo siguiente: como Uds. saben, la
Revolución Francesa es presentada por el común de los historiadores como siendo
un acontecimiento de los más trascendentales de la historia de la humanidad, en
el sentido de que representó un paso más en la historia de la “liberación” del
hombre.
Los
partidarios de la Revolución Francesa entienden que aquello fue una explosión
de lo que hay de mejor de las cualidades del espíritu humano; el espíritu
humano que no se conformaría con la sujeción, no se conformaría con los
grilletes, no se conformaría con la desigualdad, y que, llevado por una noble
sed de igualdad, libertad y fraternidad, habría impulsado entonces la
Revolución. Y para justificar la tesis de que el espíritu de la Revolución era
muy “noble”, ellos hacen el endiosamiento de los grandes hombres de la
Revolución, sustentando que fueron hombres de excepcionales cualidades humanas.
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Madame Elisabeth |
La
verdad histórica es directamente lo opuesto de eso. En mi libro Revolución y ContraRevolución se muestra que la Revolución
Francesa fue la consecuencia necesaria del protestantismo. O sea, la explosión
en el campo político, o en la temática de las estructuras políticas, del mismo
espíritu de rebelión de sensualidad y de orgullo que anteriormente generó el
protestantismo. Y, en consecuencia, hay una, polémica también a respecto no
sólo de las ideas de la Revolución, sino también de los hombres de la
Revolución. Nosotros, que somos adversarios de la Revolución Francesa, nos
empeñamos en mostrar la Revolución Francesa en su verdadero aspecto, no solo
refutando las doctrinas, sino también mostrando que los hombres que fueron los
exponentes de la Revolución fueron criminales, fueron hombres sin ninguna
moralidad, fueron lo contrario de la fraternidad que ellos pregonaban, fueron
hombres sanguinarios, crueles y tiránicos.
Y
uno de los crímenes de la Revolución donde ese espíritu se manifestó de un modo
más evidente, es el crimen efectuado contra una de las personas de la familia
real de Francia, que era la princesa Isabel, llamada habitualmente por los
historiadores Madame Elisabeth (1764-1794). ¿Quién era esa princesa Isabel?
Ella era hermana del rey Luis XVI, soltera y una persona no sólo de gran pureza
de costumbres, sino de una ardiente piedad. Ella frecuentaba la corte, donde
cumplía los deberes que le tocaban como hermana del rey, pero su tiempo libre
lo pasaba en un pequeño castillo que ella tenía lejos de Versalles. Dedicaba su
tiempo a la piedad y a las obras de caridad: ella distribuía víveres y ayudaba
a los campesinos, a los trabajadores rurales que vivían por ahí cerca. Era, por
tanto, una persona conocida por causa de su insigne caridad.
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Madame Elisabeth distribuyendo gêneros alimentícios, próximo al castillo de Versailles
- cuadro de Richard Fleury François |
Ella
vivía completamente alejada de la política. Como por lo demás, es normal.
Siendo una joven, no teniendo funciones que ver con la política, vivía en el
más completo alejamiento de la política. Muy dedicada a su hermano, habría
tenido toda la facilidad para casarse, pero no quiso hacerlo para poder vivir
allí en las cercanías de la familia real, y prestando el auxilio que las
circunstancias le pudiesen pedir.
Cuando
estalló la Revolución Francesa, todos los hermanos del rey salieron de Francia
menos ella, que quiso, heroicamente, enfrentar los riesgos —evidentes desde el
comienzo— de la Revolución y para poder auxiliar en las amarguras que venían a
su hermano, a su cuñada (la reina María Antonieta) y a sus sobrinos, hijos de
ese matrimonio. Y, de hecho, ella siguió paso a paso el drama de la familia
real. Acabó siendo encarcelada por los revolucionarios junto con la familia
real, y fue procesada.
Después
que Luis XVI y María Antonieta fueron condenados a muerte y guillotinados, vino
el proceso de ella y fue condenada a muerte también. ¿Condenada a muerte por
cuál crimen? Ningún crimen. No podía ser crimen ser hermana del rey, porque
nadie mata a una persona porque es hermana del criminal. Por peor que sea el
criminal —por ejemplo, esos hippies miserables que mataron hace un tiempo atrás
a unas personas en Los Ángeles— Uds. no van a leer en el periódico la siguiente
noticia: “Fueron muertos tales hippies y una hermana de ellos, que no tenía
nada que ver con el caso, muerta por ser hermana”. Es decir, eso es impensable,
no pasa por la cabeza de nadie.
Contra
ella no fue posible alegar ningún crimen. Ni siquiera fue acusada de ningún
crimen. Fue muerta exclusivamente por
odio, por ser hermana del rey. Uds. pueden ver el carácter bestialmente
rencoroso de los líderes y, por lo tanto, también de los secuaces, de una
Revolución hecha en nombre de la “fraternidad”. Sería interesante que después
de ver el aspecto Revolución, consideremos el aspecto Contrarrevolución. O sea,
la dignidad con que esa princesa soportó los tormentos que cayeron sobre ella,
y su muerte. Naturalmente no es este el momento de dar la biografía de ella.
Pero vamos a ver las escenas de su muerte, los últimos episodios de su muerte.
Esos
episodios tienen mucha significación y pasaré a leerlos aquí. Están sacados del
libro “Madame Elisabeth – aspectos desconocidos” [versión original francesa:
“Madame Elisabeth inconnue”, París, Beauchesne et fils, 1955]; autora del
libro: Madeleine Louise de Sion. El extracto que voy a comentar es el
siguiente:
“La princesa Elisabeth fue condenada
juntamente con 25 personas, la mayor parte de la alta nobleza, si bien que
había también entre ellas elementos del pueblo. El presidente del Tribunal…”.
Un
tribunal revolucionario, republicano que la condenó.
“…
Dumas, no pudo dejar de bromear vilmente
a respecto de la muerte de esas víctimas. Y dijo: Elisabeth de Francia no se
puede quejar, pues formamos a su alrededor una corte de aristócratas dignos de
ella”.
El
sarcasmo y la burla hacia quien camina para la muerte. Ahí va la princesa, una
serie de señoras de la nobleza, entonces “Así
es, ella no se puede quejar, va acompañada de un lote de nobles”.
“Y nada podrá impedir que ella se sienta
todavía en los salones de Versalles cuando se coloque a los pies de la santa
guillotina, rodeada de toda esa nobleza fiel”.
Puédese
ver el sarcasmo y el peso del sarcasmo. Un hombre, cuando trata con una señora,
aun cuando sea el mayor enemigo de esa señora, debe tratarla con cierta
cortesía. El fuerte no debe abusar contra el débil. Esa es una cosa elemental
de caballerismo. Más aún si se trata de un juez con aquella que acaba de
condenar. Él debería tener, por lo tanto, vergüenza de manifestar rencor para
con la persona que condenó. Más todavía con una persona que está condenada a
muerte. Porque la muerte tiene una majestad, una respetabilidad tremenda. Es un
castigo de Dios, y como todo lo que viene de Dios, la muerte tiene una grandeza
que hace con que todo el mundo respete a aquel que va a morir. Puede tratarse
del hombre más vil del mundo, pero una vez que él está marcado en la frente con
la señal de la muerte, debe ser objeto de respeto.
Cuando
un bandido está encarcelado y va a ser ejecutado, después de haber sido
condenado a muerte, se acostumbra a concederle que se haga su última voluntad,
desde que no se trate de una acción criminal, inclusive se le sirve una última
cena con todo cuanto él pide. Y algunos comen, tal es el apetito humano. El
hombre es así, algunos comen.
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Mme. Elizabeth conducida al suplicio |
Nadie
juzgaría legítimo ponerse delante de un bandido merecidamente condenado a
muerte y comenzar a bromear: “¡Ud. va a morir!... ¿Ya se lo imaginó? Ahora va a
caer aquí…”. O cuando está en la silla eléctrica: “¡Vea el shock!...” Nadie
haría eso. ¿Por qué? Porque es una barbaridad, es una cobardía, porque por más
que sea un bandido, él está marcado en la frente con la señal de la muerte; y a
partir de ese momento se lo debe respetar.
Ella
estaba condenada a muerte, y este bandido, un hombre, burlándose de una mujer;
un juez que se burla de quien él condenó; después, una creatura humana que se
burla de una persona que va para la muerte. Se burla de esa manera, viéndola en
aquella humillación, viéndola destituida de toda la pompa antigua, hace un
sarcasmo. Ella se va a sentir a los pies de la guillotina como se sentiría en
el esplendor de Versalles. Es decir, es casi imposible llevar la bajeza humana
más lejos. Ese era el espíritu de la Revolución francesa. Continua (el texto):
“De hecho, la hermana de Luis XVI estaba
escoltada por tres marquesas, dos condesas, entre otras personas de la nobleza.
Llena de calma, ella escuchó su sentencia de muerte, pidiendo solamente y con
cortesía, que le llevasen un sacerdote; a lo que, Fouquier Tinville, promotor
público, respondió con desdén: “Bah!, ella morirá muy bien sin la bendición de
un capuchino”.
Es
una cosa que también no se hace: es negar a la persona el último socorro de la
religión. Conozco de casos de ateos que cuando una persona está para morir y
pide un sacerdote, el ateo lo hace llamar. ¿Por qué? Porque el ateo raciocina
de la siguiente manera: está bien, la religión no es verdadera, pero le voy a
dar a él un último consuelo en la hora de la muerte. No le rechaza ese consuelo
en la hora de la muerte. Continuemos:
“Después de ser condenados a muerte en el
tribunal, fueron todos llevados para la prisión. Y en la prisión, sus
compañeros que se encontraban ahí, porque antes no se habían reunido, le
cedieron el lugar de honra a ella, que tomó con toda naturalidad.
“La serenidad de la mirada de la princesa, la
dignidad de su actitud…”.
Hay
mucho valor en mantenerse sereno cuando se está aproximando la muerte y más aún
cuando se es una joven como ella; mantenerse digno cuando se está viviendo en
la última de las humillaciones.
“…
la ascendencia de su palabra luego
crearon en torno de ella un clima de heroísmo que contagió a todos”.
Los
señores vean que belleza. Ella la débil, ella la indefensa, ella la mayor
derrotada, ella es la heroína. Y no es la heroína del embobamiento y de la
falta de distancia psíquica; es la heroína de la fe, la heroína de la
serenidad. Ella comunica tanta elevación al martirio que ella va a sufrir que
inmediatamente el ambiente cambia. Ella consiguió animar a los débiles y dar
fuerza hasta los que se mostraban fuertes.
“Una marquesa de setenta y tres años
[Madame de Sónozan]…”
Para
que los señores vean lo que es la criatura humana…
“…
estaba aterrorizada y temblorosa delante
de la muerte. La princesa, con especial deferencia, le hizo ver que, al final
de cuentas, iba a morir joven, que estaba más serena que ella, y que ella debía
tener la alegría de que, al final de cuentas, había vivido por lo menos setenta
y tres años”.
Me
recuerda el comentario de un francés. Se cuenta que dos franceses se
encontraron, y estaban ya los dos un poco envejecidos. Y uno le dijo al otro: “¡Qué aborrecimiento envejecer!”. El otro
le dijo: “Yo no pienso así. Es la única
manera de vivir mucho tiempo…”. Ese es el espíritu francés. Porque después
de dicho eso, no hay nada más que decir. Lapidariamente respondida y más nada.
Es quedarse callado y cambiar de asunto. ¿Qué se va a hacer?...
“La marquesa se sintió rehecha con
pensamientos de fe etc. y quedó animada. La vieja marquesa terminó por calmarse
y ofrecer generosamente a Dios los pocos años que aún podía pasar en esa
tierra. Una condesa [Madame de Montmorin], que vio guillotinados a todos sus parientes, no se conformaba ahora con
la muerte de su hijo Calixto, de apenas 20 años, que había sido condenado junto
con ella. La princesa Elisabeth le hizo ver el privilegio de morir los dos
juntos y los peligros que correría el joven en una tierra devastada por errores”.
Eran
los errores de la Revolución francesa. Ella quería mostrar que un alma
fácilmente se perdería y que una madre que tuviese fe debería comprender que
era una gracia morir los dos en aquella ocasión, yendo el hijo para el cielo en
buena disposición de alma —excelente hasta como los señores verán— en vez de
estar sujeto a los riesgos de esa vida.
“Para otra condesa [Madame de Sérilly] que esperaba un hijo, la princesa Elisabeth
consiguió un salvo-conducto que permitió que la joven señora no fuese condenada”.
No
fuese ejecutada la sentencia contra ella. Quiere decir, ella, condenada a
muerte, sólo pensaba en los otros, sólo cuidaba de los otros, incluso salvó la
vida de una persona. Quiere decir, esas fueron sus últimas horas. Los señores
vean la elevación de ese espíritu impregnado de tradiciones y la bestialidad de
la crueldad revolucionaria. Ahí los señores tienen dos espíritus, dos mundos en
conflicto y podemos medir bien el contraste de una cosa con la otra. Prosigue
la narración:
“Después de un día de prisión y después de
haber el canónigo de Chambertrand administrado los socorros religiosos a todos…”.
Eran
sacerdotes que se infiltraban en las prisiones vestidos de legos, y que nadie
sabía que eran sacerdotes, y que tenían el heroísmo de hacerse apresar para
poder entrar en la prisión. Y entonces ellos daban la absolución etc., porque
en esas prisiones era lícito pasar desde una celda para otra. Y ellos entonces
cuando veían que las personas estaban condenadas a muerte, ellos con un
pretexto u otro, se aproximaban y hacían una señal, y daban la absolución, a
veces daban hasta la comunión para las personas; ellos guardaban partículas,
celebraban misa, hacían mil cosas extraordinarias en la prisión. Entonces, dice
lo siguiente:
“…
a las cinco horas de la mañana vinieron a
cortarle el cabello a las señoras”.
Era
una de las cosas más trágicas que precedía la muerte. Era algo necesario – la
guillotina, como Uds. saben, es una lámina que la persona acciona en un punto
con una cuerda, y la lámina cae; entonces la víctima está tendida, y la guillotina
cae sobre la nuca y corta la espina dorsal. Y la persona muere, porque la
guillotina después corta la cabeza entera. Es seguida inmediatamente de la
muerte. Es una lámina muy afilada. Pero en el interés del propio condenado,
para que la guillotina funcione bien y la persona muera de inmediato, conviene
cortar el cabello; incluso a los hombres los rapaban completamente por detrás
de la cabeza porque a veces unos pocos cabellos pueden constituir un obstáculo
para la guillotina.
Entonces,
era del interés del condenado y también era del interés de la Revolución,
porque ellos mataban tanta gente en el mismo día, por lo que, para que los
grupos de presos fueren rápidamente despachados, era preciso que la lámina no
se detuviese para poder matar a muchos. Entonces, en la víspera o, a veces, en
la misma mañana, venían los carceleros con tijeras o con navajas y los rapaban.
Sobre todo las señoras, que en ese tiempo usaban el cabello comprimido,
entonces les rapaban completamente la nuca. Y aquel metal deslizándose por la
nuca era el precursor de aquel otro metal que de aquí a poco vendría y que iría
hacer un servicio bien diferente.
Nos
podemos imaginar la impresión de las personas viendo llegar —pongámonos en el
lugar de ellos— por ejemplo, la navaja y acariciar la nuca y después preguntar
para el interesado: “¿Está bien?” – Pasa la mano: “Vea aquí tiene unos cabellos
todavía…”. Se comprende que no es poca cosa… ¡es terrible! Después, para las
señoras hacían como que una toilette fúnebre: vestían completamente de blanco.
Amarraban las manos de todas las víctimas atrás y eran empujadas a los
puntapiés, en carretas, donde iban de pie, con una multitud asistiendo. En la
multitud, de cuando en cuando, había un sacerdote. Y el sacerdote, desde una
ventana, desde un lugar disfrazado —ellos ya sabían— quedaban mirando.
El
sacerdote hacía una bendición, una absolución última que era, evidentemente, un
precioso aliento para quien fuese caminando para la muerte. Entonces, en la
mañana venían los empleados de la prisión para cortar los cabellos de todos,
sobre todo de las señoras y de la princesa Elisabeth.
“…
a las cinco horas de la mañana vinieron a
cortar los cabellos de las señoras. Después las carretas siguieron para el
local de la ejecución”.
La
guillotina quedaba en medio de una plaza pública, enorme, y todo cuanto era
revolucionario asistiendo; cuando la cabeza caía, había un orificio en la
tarima, caía en una cesta en el suelo. Y los cuerpos eran lanzados al lado.
Después los cuerpos eran apilados en una carreta los cuerpos y las cabezas y
todos lanzados en una fosa común del cementerio.
“Llegando a la plaza de la guillotina, los
condenados se sentaron en banquillos, esperando la llamada de sus nombres”.
Los
banquillos quedaban en lo alto, en la tarima. Había una tarima, una especie de
estrado, donde quedaba la guillotina. Y los banquillos quedaban en lo alto.
“Madame de Crussol fue la primera en ser
llamada”.
Vean
la grandeza de eso delante de un pueblo igualitario. Lo que va a relatar ahora.
“Antes, sin embargo, de llegar hasta la
guillotina, se aproximó a la princesa y la saludó como se hacía en la corte”.
Una
gran reverencia. ¿Son o no son dos mundo completamente diferentes? El mundo del
respeto, el mundo de la veneración, el mundo de la humildad, de un lado; el
mundo del orgullo, el mundo del paganismo, el mundo de non servían del otro lado.
“La princesa Elisabeth, a cada señora que iba
a morir, respondía con una inclinación de la cabeza, llamaba a la señora y la
besaba. Después de eso la señora subía. La escena era de una tal majestad que
los revolucionarios no osaban hacer nada”.
Porque
hay realmente ciertas cosas que no son posibles. ¡No es posible! Delante de la
muerte, delante de aquella canallada revolucionaria, un tal coraje de una
señora, que corría el riesgo de llevar una paliza antes de morir. Y aquella
profunda reverencia y el beso de la princesa, y todo hecho con aquella suavidad
de maneras del Ancien Régime, aquel beso en que se tocaban dos cabezas que de
ahí a poco irían a rodar, los señores están comprendiendo lo que eso significa.
“Su gesto fue repetido por todas las otras
señoras; después vinieron los hombres que hacían una profunda reverencia
delante de la princesa; algunos llegaron a doblar las rodillas delante de ella.
Ella también respondía, ellos subían y eran también decapitados. Fue la última
recepción de Elisabeth de Francia, y fue la última vez que ella aplicó el
protocolo de la corte francesa. Por ocasión de cada ejecución, la princesa
rezada en voz alta el De produndis”.
De profundis
es un salmo que dice: “Desde lo profundo del abismo en que me encuentro, Señor,
Señor, elevo mi voz; que vuestros oídos sean accesibles a la voz de mi
aflicción”, etc.; se canta, es un salmo que la Iglesia reza por los moribundos
o por los difuntos.
“La multitud aullaba de satisfacción y el
joven Calixto de Montmorin gritaba alto: ¡Viva el Rey!”
Son
dos mundos. Es la confrontación de dos mundos. Ése era un chouan, era el
caballero de los antiguos tiempos, era el héroe que sustentaba la fe de la
tradición, en cuanto los otros pertenecían al mundo comunista que estamos
viendo aquí, que era apoyado por otro hombre, que iba a ser ejecutado también,
llamado Batista Dubois.
“Cuando la última víctima se inclinó delante
de la princesa, ella dijo con entusiasmo: Coraje y fe en la misericordia de
Dios. Ella fue la última en llegar al cadalso. En el momento en que iban a
amarrarla a la tabla…”
Porque
la víctima era amarrada a una tabla.
“…
en el momento en que ella iba a ser amarrada
a la tabla, un echarpe…”
Quiere
decir, uno de esos mantos o especie de bufanda para enrollar en el cuello.
“…
de lino que ella tenía se cayó, dejando
aparecer en el cuello una medalla con el Inmaculado Corazón de María. El ayudante
del verdugo quiso robar el echarpe, pero la princesa, con voz emocionada…”
Es
la primera vez que ella manifiesta emoción a lo largo de todo este drama.
“…
exclamó lo siguiente:…”
No
nos podemos imaginar en lo que ella estaba pensando en el momento de morir; ¿Cuál
es el pensamiento de ella? Ella exclamó lo siguiente:
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Mme. Elisabeth en el patíbulo |
“En nombre de vuestra madre, Monsieur,
cubridme”.
Era
un pensamiento de pudor. Ella no quería que ninguna parte de su cuerpo fuese
vista. Entonces, ella quedó naturalmente con alguna parte del pecho descubierto,
y viendo que era un miserable a quien nada podía pedir en nombre de Dios, ella
procuró en aquella hora una fibra humana que aún hubiese en aquél canalla. Y ella
le dijo con mucha cortesía, llamando de “Monsieur” (Señor) a un bandido de
aquellos. Dice: “Monsieur, en nombre de su madre, cubridme”. ¡Estamos viendo cuánta
presencia de espíritu! ¡de pudor! ¡cuánto recato! Compárese eso con las modas
de hoy y podremos comprender la decadencia del mundo después de la Revolución
francesa.
“Fueron sus últimas palabras, eco de toda su
vida, hecha de dignidad y de pureza. Se produjo entonces un hecho extraño. Después
de su muerte, no se hizo oír el toque de tambores”.
Inmediatamente
después de que el ejecutado moría, se tocaba un tambor y el pueblo aullaba. Pero
la muerte de ella produjo una tan impresión que ni la canallada revolucionaria
osó tocar el tambor. Quedaron todos paralizados, quietos.
“Ni se oyó aullido y el grito de ‘viva la
república’. El capitán que debía dar la señal para los tambores, cayó
desfallecido y de ahí fue cargado ya medio paralítico y agonizante. Un silencio
impresionante se impuso sobre la multitud estupefacta, y todos los primeros biógrafos
de la princesa repiten que se sintió —como ocurre a veces en la muerte de los
santos— un penetrante perfume de rosa sobre toda la plaza de la Revolución”.
* * *
Yo
recuerdo otro episodio muy bonito de la Revolución, y con eso yo termino el “Santo
del día” de hoy. Está en esa línea: es la muerte de Luis XVI. Luis XVI fue
ejecutado antes que ella. Él era un hombre extraordinariamente corpulento. Era un
atleta. Y fue llevado de la prisión hasta la guillotina, en un coche, con un
sacerdote. La historia de ese sacerdote es curiosísima. Ese padre era un padre
de origen escocés, se llamaba Edgeworth de Firmont (1745 – 22-5-1807).
Era
de una familia escocesa expulsada de Escocia por los protestantes, y que unas
tres o cuatro generaciones antes fueron a vivir a Francia. Y en la familia de
ese padre siembre hubo una tradición medio profética de que ellos tendrían un
descendiente que iría a dar los últimos sacramentos al rey de Francia, preso. Cuando
el rey de Francia fue condenado a muerte, él, con el riesgo de su vida se
aproximó, pidió a las autoridades revolucionarias para que le permitieran dar
la absolución al rey. No se sabe cómo, pero las autoridades permitieron que él
entrase y acompañase al rey, dentro del carro, hasta la guillotina.
Cuando
los dos llegaron en el carro hasta la guillotina, descendieron y el verdugo fue
al encuentro del rey para amarrarle las manos al rey, porque se hacía eso con
los prisioneros que iban a ser muertos. Cuando el verdugo llegó, el rey
consideró que aquello era una insolencia, y agarró al verdugo con las dos manos
y le dijo: “Eso no”, e inmovilizó al verdugo. Y el rey se volteó para el padre
y le dijo: “Señor cura, ¿qué piensa el Señor de eso? El padre le dijo: “Si
vuestra majestad permitiese que sus manos fuesen amarradas, será más una
semejanza entre su muerte y la de nuestro Señor Jesucristo”. Inmediatamente soltó
al verdugo y extendió las manos que fueron amarradas y él subió hasta donde
estaba la guillotina…
Ahí
tenemos el espíritu de las cosas. Podemos comprender en flashes vivos lo que es
la Revolución y lo que es la Contrarrevolución. Lo que fue una época que
terminó, pero que dejó un filón del cual somos un prolongamiento vivo, y una época
que entró y que produjo este mundo de horrores que estamos viendo aquí. Ahí está
un flash de un “Santo del día”.
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Ejecución del rey Luis XVI
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El
presente texto es una adaptación resumida de la transcripción de la grabación
de una conferencia del Prof. Plinio Corrêa de Oliveira, no ha sido revisada
por el autor.
Si
el Prof. Plinio Corrêa de Oliveira estuviese vivo, ciertamente pediría que se
colocase explícita mención de su filial disposición a rectificar cualquier
discrepancia en relación al magisterio de la Iglesia. Es lo que referimos
aquí, con sus propias palabras:
“Católico
apostólico romano, el autor de este texto se somete con filial celo a la
enseñanza tradicional de la Santa Iglesia. Si, por lapso, ocurra que algo no
está conforme a aquella enseñanza, desde ya la rechaza categóricamente”.
Las
palabras “Revolución” y “Contra-Revolución”, son aquí empleadas en el sentido
que les da el Prof. Plínio Corrêa de Oliveira en su libro “Revolución y Contra-Revolución”, cuya primera edición fue publicada en el Nº 100 de
"Catolicismo", en abril de 1959.