miércoles, 10 de septiembre de 2014

La Conjuración Anticristiana - Cap. V

Por error publicamos el capítulo VI sin haber publicado antes el V, pedimos disculpas a nuestros lectores. Ahora entonces publicamos el cap. V.

CAPÍTULO V

LA REVOLUCIÓN
INSTAURA EL NATURALISMO

El protestantismo fracasó; Francia, después de las guerras de religión, se mantuvo católica. Pero se depositó en su seno un mal fermento. Su fermentación produjo, además de la corrupción de las costumbres, tres tóxicos de orden intelectual: el galicanismo, el jansenismo y el filosofismo. La acción de esos elementos sobre el organismo social trajo consigo la Revolución, el segundo y mucho más terrible asalto contra la civilización cristiana.
Como la conclusión de este libro demostrará, todo el movimiento impreso a la cristiandad por el Renacimiento, por la Reforma y por la Revolución es un esfuerzo satánico de arrancar al hombre del orden sobrenatural establecido por Dios en el origen y restaurado por nuestro Señor Jesucristo, y confinarlo en el naturalismo.
Como todo era cristiano en la constitución francesa, todo estaba por ser destruido. La Revolución se empeñó concienzudamente en eso. En algunos meses ella hizo tabla rasa del gobierno de Francia, de sus leyes y de sus instituciones. Ella quiere “moldear un pueblo nuevo”; es la expresión que se encuentra, en cada página, bajo la pluma de los relatores de la Convención; más aún: “rehacer al propio hombre”.
Así, los convencionales, de conformidad con la concepción que el Renacimiento diera a los destinos humanos, no limitaron su ambición a Francia; quisieron inocular la locura revolucionaria en los pueblos vecinos, en todo el universo. Su ambición consistió en derrumbar el edificio social para reconstruirlo. “La Revolución, decía Thuriot a la Asamblea Legistaliva en 1792, no es solamente para Francia; nosotros somos responsables delante de la humanidad”. Siéyès dijo antes de él, en 1788: “Alcémonos bruscamente a la ambición de querer, nosotros mismos, servir de ejemplo a las naciones”[1]. Y Barrère, en el momento en que los Estados Generales se reunían en Versalles: “Vosotros sois, dijo él, llamados a recomenzar la historia”.
Se ve el camino que la idea del Renacimiento trazó; cuánto ella se mostraba más perfeccionada en su desenvolvimiento y más audaz en su emprendimiento por ocasión de la Revolución, de lo que ella tenía de parecido, dos siglos antes, por ocasión de la Reforma.
En su número de abril de 1896, Le Monde masónico decía: “Cuando aquello que se ha visto durante mucho tiempo como un ideal se realiza, los horizontes más largos de un nuevo ideal se ofrecen a la actividad humana, siempre en marcha en dirección a un futuro mejor, nuevos campos de exploración, nuevas conquistas a realizar, nuevas esperanzas a perseguir”.
Esto es verdadero en el camino del bien. Como dice el Salmista, el justo dispuso en su corazón los grados para elevarse hasta la perfección que él ambiciona[2]. Esto es igualmente verdadero en la vía del mal.
Los hombres del Renacimiento no dirigieron sus miradas —al menos no todos— tan lejos cuanto los de la Reforma. Los hombres de la Reforma fueron ultrapasados por los de la Revolución. El Renacimiento había desplazado el lugar de la felicidad y mudado sus condiciones: ella había declarado que veía ese lugar en este mundo inferior. La autoridad religiosa permanecía afirmando: “Os engañáis, la felicidad está en el cielo”. La Reforma rechazó la autoridad, pero mantuvo el libro de las revelaciones divinas, que conservaba el mismo lenguaje. El filosofismo negó que Dios hubiese algún día hablado a los hombres, y la Revolución se esforzó en negar sus testimonios de sangre, a fin de poder establecer libremente el culto de la naturaleza.
El Journal des Débats, en uno de sus números de abril de 1852, reconoció esa filiación: “Somos revolucionarios; pero somos hijos del Renacimiento y de la filosofía antes de ser hijos de la Revolución”.

Es inútil que nos extendamos largamente sobre la obra emprendida por la Revolución. El Papa Pío IX la caracterizó en una palabra, en la encíclica del 8 de diciembre de 1849: “La Revolución está inspirada por el propio Satanás; su objetivo es destruir, desde los fundamentos a la cúpula, el edificio del cristianismo y reconstruir sobre sus ruinas el orden social del paganismo”. Ella destruyó primero el orden eclesiástico. “Durante ciento veinte años y más, según la expresión enérgica de Taine, el clero trabajó para la construcción de la sociedad, como arquitecto y como y constructor, inicialmente solo, después, casi solo”; lo pusieron en la imposibilidad de continuar esa obra, se pretendió ponerlo en la imposibilidad de jamás retomarla. En seguida, se suprimió la realeza, el vínculo vivo y perpetuo de la unidad nacional, la represora de todo cuanto pretendiera destruir esa unidad. Se deshizo de la nobleza, guardiana de las tradiciones, y de las corporaciones de trabajadores, que son las conservadoras del pasado. Después, habiendo sido apartados todos estos centinelas, se pusieron manos a la obra, muchos para destruir, lo que era fácil, pocos para reedificar, lo que era menos fácil.
No queremos trazar aquí el cuadro de esas ruinas y de esas construcciones. Diremos solamente que, en lo que concierne al edificio político, la revolución se apresuró en proclamar la República, con la que el Renacimiento soñó para la propia Roma, con la cual los protestantes habían deseado sustituir la monarquía francesa, y que hoy realiza tan bien las obras de la francmasonería.
Discípulos de J.J. Russeau, los convencionales de 1792 dieron como fundamento del nuevo edificio el principio según el cual el hombre es bueno por naturaleza; en la cima enarbolaron la trilogía masónica: libertad, igualdad, fraternidad. Libertad para todos y para todo, puesto que en el hombre sólo hay buenos instintos; igualdad, porque igualmente buenos, los hombres tienen iguales derechos en todo; fraternidad, o ruptura de todas las barreras entre los individuos, familias, naciones, para dejar al género humano abrazarse en una república universal.
En materia de religión, se organizó el culto de la naturaleza. Los humanistas del Renacimiento la habían llamado con sus deseos. Los protestantes no se habían atrevido a llevar la Reforma hasta ese punto. Nuestros revolucionarios lo intentaron.
Ellos no llegaron de una sola vez a ese exceso. Ellos comenzaron convidando al clero católico para sus fiestas.
Talleyrand presidió, el 14 de julio de 1790, la gran Fiesta de la Federación, rodeado por 40 capellanes de la guardia nacional, que sobre sus albas portaban fajas tricolores, con una orquesta de 1.800 músicos, en presencia de 25.000 diputados y de 400.000 espectadores. Pero pronto no quiso seguir más con esas exhibiciones, más “patrióticas” que religiosas: “No conviene, decía, que la religión comparezca en las fiestas públicas, es más religioso apartarse de ellas”.
Puesto de lado el culto nacional, era necesario buscar otro. Mirabeau propuso uno, muy abstracto: “El objeto de nuestras fiestas nacionales, dice, debe ser solamente el culto de la libertad y el culto de la ley”.
Esto pareció poco. Boissy-d’Anglas lamentó en voz alta el tiempo en que “las instituciones políticas y religiosas” se prestaban ayuda mutua, en que “una religión brillante” se presentaba con dogmas que prometían “el placer y la felicidad”, ornada con todas las ceremonias que tocan los sentidos, con las ficciones más sonrientes, con las más suaves ilusiones.
Sus deseos no tardaron en ser atendidos. Una religión fue fundada, teniendo sus dogmas, sus sacerdotes, sus domingos, sus santos. Dios fue sustituido por el Ser supremo y por la diosa razón, el culto católico por el culto de la naturaleza[3].
“El gran objetivo perseguido por la Revolución, dice Boissy-d’Anglas, es reducir al hombre a la pureza, a la simplicidad de la naturaleza”. Poetas, oradores, convencionales, no dejaron de hacer escuchar las invocaciones a “la naturaleza”. Y el dictador Robespierre marcó con estas palabras las tendencias, la voluntad de los innovadores: “Todas las sectas deben confundirse en la religión universal de la naturaleza”[4]. Es lo que desea actualmente la Alianza Israelita Universal, es para eso que ella trabaja, es lo que ella tiene la misión de establecer en el mundo, sólo con menos precipitación y con más astucia.
Nada podría convenir mejor a las aspiraciones de los humanistas del Renacimiento. En la fiesta del 19 de agosto de 1793, una estatua de la Naturaleza fue levantada en la plaza de la Bastilla, y el presidente de la Convención, Hérault de Séchelles, pronunció este homenaje en nombre de la Francia oficial: “¡Oh Naturaleza, soberana de los salvajes y de las naciones esclarecidas, este pueblo inmenso, reunido desde los primeros rayos del día delante de tu imagen, es digno de ti! Él es libre; fue en tu seno, fue en tus fuentes sagradas, que él recobró sus derechos, que él se regeneró. Después de haber atravesado tantos siglos de errores y de servidumbre, era necesario volver a entrar en la simplicidad de tus vías para reencontrar la libertad y la igualdad. ¡Naturaleza, recibe la expresión del afecto eterno de los franceses por tus leyes!”.
El acta del evento acrecentó: “Después de ese especie de himno, la única oración, desde los primeros siglos del género humano, dirigida a la Naturaleza por los representantes de una nación y por sus legisladores, el presidente llenó una copa, de forma antigua, con agua que corría del seno de la naturaleza: con ella hizo libaciones alrededor de la naturaleza, bebió un poco de la copa y la presentó a los enviados del pueblo francés”. Como vemos, el culto es completo: oración, sacrificio, comunión.

Con el culto, las instituciones. “Es por las instituciones, escribía el ministro de policía Duval, que se compone la opinión y la moralidad de los pueblos”[5]. Entre esas instituciones, aquella considerada más necesaria para hacer olvidar al pueblo sus antiguos hábitos religiosos y hacerlo adquirir nuevos, fue el décadi o domingo civil. Así, fue a esa creación que la república dedicó la mayor parte de sus decretos y esfuerzos. Al décadi, vinieron a juntarse fiestas anuales: fiestas políticas, fiestas civiles, fiestas morales. Las fiestas políticas tenían por finalidad, según Chénier, “consagrar las épocas inmortales en que las diferentes tiranías fueron aniquiladas por el arrebatamiento nacional, por los grandes pasos de la razón que cruzan Europa y van a tocar las fronteras del mundo”[6]. La fiesta republicana por excelencia era la del 21 de enero, porque entonces se celebraba “el aniversario del justo castigo del último rey de los franceses”. Estaba también la fiesta de la fundación de la república, fijada para el día 1 del vendimiario[7]. La gran fiesta nacional, resucitada en nuestros días, era la de la federación o del juramento, fijada para el 14 de julio.
Con respecto a la mora, estaba la fiesta de la juventud, la del casamiento, la de la maternidad, la de los ancianos y, sobre todo, la de los derechos del hombre. Muchas otras fiestas fueron, si no instituidas y celebradas, por lo menos decretadas o propuestas.
Como coronación se inventó un calendario republicano enteramente basado en la agricultura. Era una consagración solemne del culto nuevo, el culto de la naturaleza.

Tal fue el resultado fatal de las ideas que el Renacimiento había sembrado en los espíritus. La Reforma había ensayado una realización tímida, imperfecta: se limitó a corromper el cristianismo; la Revolución lo aniquiló tanto cuanto dependía de ella, y sobre sus ruinas edificó altares a la razón y a la sensualidad.
Sabemos para dónde condujo el naturalismo que, en el pensamiento de sus promotores, debía exaltar la dignidad del hombre. Barbé-Marbois, en su informe al Consejo de los Ancianos, denunció a la juventud escolar como “ultrapasando en sus excesos todos los límites, y hasta aquellos que la propia naturaleza parece haber fijado para los trastornos de la infancia”. Y, en la otra extremidad de la vida, todos los documentos de la época nos muestran los muertos entregados a los “sepultureros impuros”, las familias que se habitúan a “considerar los restos de un marido, de un padre, de un hijo, de un hermano, de una hermana, de un amigo, como aquellos de cualquier otro animal del cual nos deshacemos”. En 1800, el ciudadano Cambry, encargado por la administración central del Sena para hacer un informe sobre el estado de las sepulturas en París, no creyó poder publicarlo sino en latín: tanto había de vergonzoso en esos bárbaros funerales. Frecuentemente, los cuerpos eran dados como comida a los animales.
Todos los que habían conservado alguna honestidad se espantaban con el desorden de las costumbres que habían llegado al clímax. Con la ruina de las costumbres y la abolición del culto cristiano, habían llegado a la bancarrota y la miseria.
Tal fue la manifestación de la civilización moderna en su primer ensayo. Aquel al cual estamos entregados actualmente no tendrá un fin mejor.
La ruina, la miseria, el desorden moral no podían durar y agravarse para siempre. El clamor público reclamaba el restablecimiento del culto católico. Él jamás dejó de ser practicado, aunque con riesgo de la vida: los sacerdotes permanecían en medio de las poblaciones, las cuales se exponían a todos los peligros para favorecer el ejercicio del santo ministerio.
En 1800, la obra de la restauración se imponía, todas las creaciones destinadas a sustituir el cristianismo habían caído en un descredito absoluto y universal. Los Consejos Generales eran unánimes en reconocer y declarar esa realidad[8]. Llegó Napoleón. Si él restableció, de común acuerdo con Pío VII la Iglesia en Francia, él también tomó medidas —a través de los artículos orgánicos, de la institución de la Universidad, del Código Civil, etc.— para que la civilización cristiana no pudiese retomar su completo dominio sobre las almas y no fuese restaurada en las instituciones.
Él no hizo, como muy bien se dice, sino contener la Revolución.
La Revolución pudo retomar su curso con una especie de regularidad que se mantendrá hasta que sea llegado el momento de un desorden completo y esta vez definitivo, como ella cree, de la civilización cristiana y de todo lo que fue edificado en nombre de Cristo, para restablecer sobre las ruinas del orden sobrenatural el reino del naturalismo, la deificación del hombre.

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[1] Qu'est-ce que le Tiers-Etat?
[2] Ps. LXXXIII, 6-7.
[3] En la fiesta del Ser supremo, es la naturaleza la que recibe los homenajes de Robespierre y de los representantes de la nación. Véase A la búsqueda de una religión civil, por el abad Sicard, pp. 133-144. Tomamos prestado a este libro los hechos que informamos aquí.
[4] Discurso del 7 de mayo de 1794.
[5] Moniteur de los días 9, 10 y 11 del pluvioso, año VII (el pluvioso era el quinto mes del calendario republicano francés).
[6] Discurso del 5 de noviembre de 1793, moniteur del día 8.
[7] El vendimiario era el primer mes del calendario republicano francés.
[8] Análisis de las actas de los Consejos Generales de los Departamentos de los años VIII y IX. Biblioteca Nacional.

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