EN LA FASE DEL LIBERALISMO LARVADO
En cualquier movimiento de ideas, debemos
distinguir entre las doctrinas, de un lado, y las tendencias ideológicas y las
inclinaciones afectivas del otro. Las doctrinas consisten en un cuerpo de
principios coherentes unos con los otros, y explicitados en fórmulas de clareza
cristalina. Las tendencias ideológicas son por así decir ideas incompletas, en
estado de elaboración mental, por lo tanto, aún no susceptibles de ser traducidas en términos nítidos y
expresados. Las inclinaciones afectivas son aspiraciones profundas del alma a
que ciertas cosas sean de cierto modo. Es obvio que las aspiraciones elevadas
auxilian poderosamente el espíritu a admitir la verdad objetiva, plena e
inmaculada que existe en la Iglesia, y las aspiraciones bajas opacan fácilmente
la visión, llevándola a imaginar la verdad donde está el error, y el bien donde
está el mal.
En el llamado “catolicismo liberal” es
preciso distinguir —al menos cuanto a algunas de las corrientes que en él
existen— las doctrinas explícitas, que frecuentemente son ortodoxas, de las
tendencias, que generalmente son heterodoxas, y las inclinaciones del espíritu,
que casi siempre se orientan para la mentalidad orgullosa, envidiosa, enemiga
de toda ascesis, todo freno, toda autoridad, que es el espíritu de la
Revolución. Y es de capital importancia tomar en consideración estos hechos,
para comprender en su sentido profundo la historia tormentosa y erizada de
contradicciones, del llamado “catolicismo liberal”.
Los principios explícita y radicalmente
liberales chocan abiertamente con el catolicismo, y sería imposible su
propagación entre los católicos. Esta propagación se hacía pues, en la Francia
del siglo XIX, de forma larvada, bajo las apariencias de tendencias de todo tipo, que llevaban a
los católicos a aceptar cualquier pretexto para no oponerse a las ideas
profundamente liberales de la época, para conformarse con los tiempos en que
vivían, en fin, para llevar una vida cómoda y sosegada, sin las tribulaciones
que les imponía la existencia cuotidiana, en una sociedad que día a día se
apartaba más de la Iglesia.
Hasta 1848 el “catolicismo liberal” vivió
prácticamente de equívocos. Sus jefes no podían exponer claramente su
pensamiento, no solo para evitar la condenación de la Santa Sede, como también
porque la opinión católica lo repelería como contrario a la fe. Pero la
tendencia acomodaticia y conciliadora de muchos católicos permitió que, con
formulaciones menos avanzadas, él continuase infiltrándose poco a poco, cuando
el momento era favorable, o retroceder al sufrir una reacción muy fuerte de la opinión
pública o una condenación del Santo Padre.
Federico Ozanam |
El advenimiento de la república en 1848
parecía ser el instante favorable para la victoria del movimiento, y su
propaganda, que hasta entonces se había hecho con temor y veladamente, pasó a
ser abierta y a llevar públicamente sus principios a las últimas consecuencias.
Pero los excesos del gobierno y L’Ère Nouvelle de Federico Ozanam
mostraran los excesos a que conducían las tendencias liberales. La reacción fue
tremenda. L’Ère Nouvelle murió ante
la mengua de lectores, aun cuando no le faltó, infelizmente, el apoyo eficaz y
continuo del arzobispo de París.
Montalembert, uno de los grandes nombres
del “catolicismo liberal”, llegó a convencerse de su error y dar esperanzas de
un benéfico giro, pero fue en esa debacle que surgió el padre Dupanloup. Convencido
de la incompatibilidad entre el liberalismo y el catolicismo, y al mismo tiempo
percibiendo como era fuerte la tendencia liberal en los medios católicos, él renunció
a la propaganda de la doctrina liberal explícita y frontalmente contraria al
catolicismo, difundiendo entretanto la tendencia para el liberalismo, ya tan
difundido entre los fieles. Desde entonces el “catolicismo liberal” se presentó
sobretodo como una mala tendencia, consiguiendo mucho más fácilmente ganar
terreno entre los católicos.
El padre Dupanloup era teóricamente ultramontano,
adepto fervoroso de la monarquía legitima y contrario al galicanismo. El ultramontanismo,
en su opinión, no podía ser puesto en duda, y un católico no podía apartarse de
sus principios perfectamente verdaderos y eternos sin incurrir en apostasía. Siendo
así, el galicanismo
estaba completamente errado, las ideas de Joseph de Maistre
eran irrefutables, etc. Para Dupanloup, teóricamente todo eso era perfectamente
verdadero, y constituía lo que él llamaba la tesis. Pero una distinción debería
ser hecha. Aun cuando la tesis siendo perfectamente verdadera, la sociedad de
entonces estaba de tal modo apartada, que era legítimo para el católico,
incluso ultramontano, no recordar toda la doctrina de la Iglesia. Defender la inquisición,
la inflexibilidad del Papa, las tradiciones que la Revolución de 1789 destruyó,
era peligroso porque apartada muchas almas de la Iglesia. El católico debe ser
ultramontano en tesis, pero aceptar la sociedad tal como ella es. O sea, en la
práctica debe ser liberal.
La célebre distinción entre la tesis e hipótesis
—legítima en sí misma, pero forzada y desfigurada por
el padre Dupanloup— iría a ser abusivamente utilizada para la salvación del
“catolicismo liberal”, evitando la dispersión de sus adeptos y colocándolo en
un terreno donde muy difícilmente podría alcanzarlo la refutación ortodoxa.
El partido católico, sin embargo, era un
desmentido a las afirmaciones de Dupanloup. Combatiendo por un principio, consiguió
vencer, uniendo a los católicos e imponiéndose a la sociedad que no lo quería reconocer.
El primer trabajo del padre Dupanloup fue entonces dirigido contra el partido católico,
por el que Montalember y Louis Veuillot tanto habían luchado para colocarlo en
la alta posición en que se encontraba.
Evidentemente el padre Dupanloup no podía contar
con Montalembert, no solo por el desánimo en que éste había caído, sino también
porque Dom Guéranger no ahorraba esfuerzos para mostrarle el error en que hasta
entonces había vivido. Por otro lado, siendo el jefe del partido que venció
adoptando la política completamente opuesta a la preconizada por Dupanloup, no
le sería fácil repudiar tantos años de lucha y defender justamente la posición que
antes tantas veces atacó. El padre Dupanloup sabía que no podía contar con Louis
Veuillot. Él era un ultramontano impecable, y no admitía distinciones
tendenciosas como norma de conducta. De todos modos, en las filas del partido católico,
o mejor, entre sus jefes, el padre Dupanloup no encontraría el lego necesario
para llevar a término su política.
Conde de Falloux |
El lego buscado fue finalmente encontrado
en un joven parlamentario que comenzaba a tener gran renombre: el conde de Falloux. Joven
aún, iniciaba prácticamente su vida política. Diputado por la Vandée, la región
de Francia que se cubrió de glorias en la Revolución de 1793, era él
ultramontano y uno de los jefes legitimistas. Su vida fue inaugurada en el
reinado de Luis Felipe, pero —a no ser la publicación de una historia de Luis XVI y
de una vida de San Pío V, con las cuales hacía profesión de fe ultramontana— no se distinguió
en la vida parlamentaria antes de 1848. En la Asamblea republicana, combatió
tenazmente a los revolucionarios, lo que le dio una gran influencia.
El embajador de Inglaterra en Francia se
refirió a él en sus notas:
“En
el naufragio de tantas reputaciones súbitamente lanzadas por las aguas turbias
de la revolución, no hay sino una que en este momento comanda la tempestad. Nadie
había esperado que el conde de Falloux —que no era
conocido en la Cámara anterior sino como un fervoroso legitimista, amable y de
maneras distinguidas— conquistaría tan deprisa la posición que ocupa en
este momento en la Asamblea Constituyente republicana. Demostró una calma y una
energía que le aseguran la ascendencia incluso entre aquellos a los cuales su
nombre antes no despertaba ninguna simpatía”.
El cronista de la Revue des Deux Mondes decía: “Él
podrá ir bien lejos; tiene medida, tacto, sangre fría, y en su gran fisionomía un
arte de un hijo de cruzados”.
No habiendo participado de las luchas por
la libertad de enseñanza, y habiendo conseguido rápidamente una gran situación política,
el conde de Falloux era el hombre ideal para el padre Dupanloup llevar adelante
sus proyectos. Su primer trabajo fue aproximarlo a Montalembert, para después lanzarlo
en la solución del impasse en que estaba la campaña por la libertad de
enseñanza.
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