La Iglesia Católica fue
fundada por Nuestro Señor Jesucristo para perpetuar entre los hombres los beneficios
de la Redención. Por lo tanto, la finalidad de la Iglesia se identifica con la misma finalidad de la
Redención. Esto es:
1º Expiar los pecados de los
hombres por los méritos infinitamente preciosos del Hombre-Dios;
2º Restituir así a Dios la
gloria extrínseca que el pecado le había robado y;
3º Abrir a los hombres las
puertas del cielo.
Esta finalidad se realiza toda
en el plano sobrenatural, y con vistas a la vida eterna. Ella trasciende
absolutamente todo cuanto es meramente natural, terreno, perecible. Fue lo que
Nuestro Señor Jesucristo afirmó, cuando dijo a Pilatos: “Mi reino no es de
este mundo”. (Juan, XVIII, 36)
La vida terrena, por lo tanto,
se diferencia profundamente de la vida eterna. Sin embargo, estas dos vidas no
constituyen dos planos absolutamente aislados uno del otro. Hay en los
designios de la Providencia una relación íntima entre la vida terrena y la
eterna. La vida terrena es el camino, la vida eterna es el fin. El Reino de
Cristo no es de este mundo, pero es en este mundo que está el camino por el
cual llegaremos a él.
Así como la Escuela Militar es
el camino para la carrera de las armas, o el noviciado es el camino para el
definitivo ingreso en una orden religiosa, así la tierra es el camino para el
cielo.
Tenemos un alma
inmortal, creada a imagen y semejanza de Dios. Esta alma es creada con un
tesoro de aptitudes naturales para el bien, enriquecidas por el bautismo con el
don inestimable de la vida sobrenatural de la gracia, que nos hace hijos de
Dios y herederos del cielo. Nos compete, durante esta vida, desarrollar hasta
su plenitud estas aptitudes para el bien. Con esto, nuestra semejanza con Dios,
que era en algún sentido aun incompleta y meramente potencial, se torna plena y
actual.
La semejanza es la fuente del
amor. Haciéndonos plenamente semejantes a Dios, somos capaces de amarlo
plenamente y de atraer sobre nosotros la plenitud de su amor.
Quedamos así, preparados para
la contemplación de Dios cara a cara, y para aquél eterno acto de amor,
plenamente feliz, para el cual somos llamados en el cielo.
La vida terrena es, pues, un
noviciado en que preparamos nuestra alma para su verdadero destino, que es ver
a Dios cara a cara y amarlo por toda la eternidad.
Presentando la misma verdad en
otros términos, podemos decir que Dios es infinitamente puro, infinitamente
justo, infinitamente fuerte, infinitamente bueno. Para amarlo, debemos amar la
pureza, la justicia, la fortaleza, la bondad. Si no amamos la virtud, ¿cómo
podemos amar a Dios que es el Bien por excelencia? Por otro lado, siendo Dios
el sumo Bien, ¿cómo puede El amar el mal? Siendo la semejanza la fuente del
amor, ¿cómo puede amar El a quien es totalmente desemejante a El, a quien es
conciente y voluntariamente injusto, cobarde, impuro, malo?
Dios debe ser adorado y
servido sobretodo en espíritu y en verdad (Juan, IV, 25). Así, es necesario que
seamos puros, justos, fuertes buenos, en lo más íntimo de nuestra alma. Pero si
nuestra alma es buena, todas nuestras acciones lo deben ser necesariamente,
pues el árbol bueno no puede producir sino frutos buenos (Mateo, VII, 17-18).
Así, es absolutamente necesario, para que conquistemos el cielo, no sólo que en
nuestro interior amemos el bien y detestemos el mal, sino que por nuestras acciones
practiquemos el bien y evitemos el mal.
Pero la vida terrena es más que
el camino de la eterna bienaventuranza. ¿Qué haremos en el cielo?
Contemplaremos a Dios cara a cara a la luz de la gloria, que es la perfección
de la gracia, y Lo amaremos eternamente y sin fin. Ahora bien, el hombre ya
goza de la vida sobrenatural en esta tierra por el bautismo. La fe es una semilla
de la visión beatífica. El amor de Dios, que el hombre practica creciendo en la
virtud y evitando el mal, ya es el propio amor sobrenatural con que él adorará
a Dios en el cielo.
El ideal de
la perfección social
Si admitiéramos que en
determinada población la generalidad de los individuos practicase la ley de
Dios, ¿qué efecto se puede esperar de allí para la sociedad?
Esto equivale a preguntarse si,
en un reloj, cada pieza trabaja según su naturaleza y su fin, ¿qué efecto se
puede esperar de allí para el reloj? O, si cada parte de un todo es perfecta,
¿qué se debe decir del todo?
Hay siempre un riesgo en
ejemplificar con cosas mecánicas, en asuntos humanos. Atengámonos a la imagen
de una sociedad en que todos los miembros fuesen buenos católicos, trazada por
San Agustín: imaginemos “un ejército constituido por soldados como los forma
la doctrina de Jesucristo, gobernadores, maridos, esposos, padres, hijos,
maestros, siervos, reyes, jueces, contribuyentes, cobradores de impuestos como
los quiere la doctrina cristiana. ¡Y osen (los paganos) aún decir que esa
doctrina es opuesta a los intereses del Estado! Por el contrario, deben
reconocer sin dudar que ella es una gran salvaguarda para el Estado, cuando es
fielmente observada” (Epist. CXXXVII, al. 5 ad Marcellinum, cap. II, n.15).
Y en otra obra, el
santo doctor apostrofando la Iglesia Católica exclama: “Conduces e instruyes
a los niños con ternura, a los jóvenes con rigor, los ancianos con calma, como
compete a la edad no solo del cuerpo sino también del alma. Sometes a las
esposas a sus maridos, por una casta y fiel obediencia, no para saciar la
pasión, sino para propagar la especie y constituir la sociedad doméstica.
Confieres autoridad a los maridos sobre las esposas, no para que abusen de la
fragilidad de su sexo, sino para que sigan las leyes de un sincero amor.
Subordinas los hijos a los padres por una tierna autoridad. Unes no solo en
sociedad, mas en una como que fraternidad los ciudadanos a los ciudadanos, las
naciones a las naciones, y los hombres entre sí, por el recuerdo de sus
primeros padres. Enseñas a los reyes a velar por los pueblos y prescribes a los
pueblos que obedezcan a los reyes. Enseñas con solicitud a quien se debe la
honra, a quien el afecto, a quien el respeto, a quien el temor, a quien el
consuelo, a quien la advertencia, a quien el estímulo, a quien la corrección, a
quien la reprimenda, a quien el castigo; y haces saber de qué modo, si no todas
las cosas a todos se deben, a todos se debe la caridad y a nadie la injusticia”
(De Moribus Ecclesiae, cap. XXX, n.63).
Sería imposible describir mejor
el ideal de una sociedad enteramente cristiana. ¿Podría en una sociedad el
orden, la paz, la armonía, la perfección ser llevada a límite más alto? Una
rápida observación nos basta para completar el asunto. Si hoy en día todos los
hombres practicasen la Ley de Dios, ¿no se resolverían rápidamente todos los
problemas políticos, económicos, sociales que nos atormentan? ¿Y qué solución
se podrá esperar para ellos mientras los hombres viviesen en la inobservancia
habitual de la Ley de Dios?
Se podría uno preguntar, ¿la
sociedad humana realizó alguna vez este ideal de perfección? Sin duda que sí.
Lo dice el inmortal Papa León XIII: operada la Redención y fundada la Iglesia, “como
que despertando de antigua, larga y mortal letargia, el hombre percibió la luz
de la verdad que había procurado y deseado en vano durante siglos; reconoció
sobre todo que había nacido para bienes mucho más altos y mucho más magníficos
que los bienes frágiles y perecibles que son alcanzados por los sentidos, y en
torno a los cuales había hasta entonces circunscrito sus pensamientos y sus
preocupaciones. Comprendió que toda la constitución de la vida humana, la ley suprema,
el fin a que todo se debe sujetar, es que, venidos de Dios, un día debamos
retornar a El.”
“De esta fuente, sobre
este fundamento, se vio renacer la conciencia de la dignidad humana; el
sentimiento de que la fraternidad social es necesaria hizo entonces pulsar los
corazones; en consecuencia, los derechos y los deberes alcanzaron su
perfección, o se fijaron íntegramente, y, al mismo tiempo, en diversos puntos se expandieron virtudes tales, como la
filosofía de los antiguos ni siquiera pudo jamás imaginar. Por esto, los
designios de los hombres, la conducta de la vida, las costumbres, tomaron otro
rumbo. Y cuando el conocimiento del Redentor se expandió a lo lejos, cuando su
virtud hasta las fibras íntimas de la sociedad, disipando las tinieblas y los
vicios de la antigüedad, entonces se operó aquella transformación que, en la
era de la Civilización Cristiana, mudó enteramente la faz de la tierra” (León XIII, Encíclica
“Tamesti futura prospiscientibus”, 1/IX/1900).
El Reino de Dios se
realiza en su plenitud en el otro mundo. Pero para todos nosotros, él se
comienza a realizar en estado germinativo ya en este mundo. Tal como en un
noviciado ya se practica la vida religiosa, aunque en estado preparatorio; y en
una escuela militar, un joven se prepara para el ejército, viviendo la propia
vida militar.
Y la Santa Iglesia
Católica ya es en este mundo una imagen, y más que esto, una verdadera anticipación
del cielo.
Por esto, todo cuanto los
santos Evangelios nos dicen del reino de los cielos puede con toda propiedad y
exactitud ser aplicado a la Iglesia Católica, a la fe que ella nos enseña, a
cada una de las virtudes que ella nos inculca.
Este es el sentido de la fiesta
de Cristo Rey. Rey celestial ante todo. Pero Rey cuyo gobierno ya se ejerce en
este mundo. Es rey quien posee de derecho la autoridad suprema y plena. El rey
legisla, dirige y juzga. Su realeza se hace efectiva cuando sus súbditos reconocen
sus derechos y obedecen a sus leyes. Ahora bien, Jesucristo posee sobre
nosotros todos los derechos. El promulgo leyes, dirige el mundo y juzgará a los
hombres. Debemos, por lo tanto, tornar efectivo el Reino de Cristo obedeciendo
sus leyes.
Este reinado es un hecho
individual, en cuanto considerado en la obediencia que cada alma fiel presta a
Nuestro Señor Jesucristo. En efecto, el reinado de Jesucristo se ejerce sobre
las almas: y por esto, el alma de cada uno de nosotros es una parcela del campo
de jurisdicción de Cristo Rey. Ahora bien, el reinado de Cristo será un hecho
social si las sociedades humanas le prestaren obediencia.
Se puede decir, que el Reino de
Cristo se hace efectivo en la tierra en su sentido individual y social, cuando
los hombres en lo íntimo de su alma como en sus acciones, y las sociedades en
sus instituciones, leyes, costumbres, manifestaciones culturales y artísticas,
se conforman con la Ley de Cristo.
El orden, la armonía, la paz y
la perfección
El orden, la paz, la
armonía, son características esenciales de toda alma bien formada, de toda
sociedad humana bien constituida. En cierto sentido, son valores que se confunden
con la propia noción de perfección.
Todo ser tiene un fin que le es
propio, y una naturaleza adecuada a la obtención de ese fin. Así, una pieza de
reloj tiene un fin que le es propio, y por su forma y composición, es adecuada
a la realización de su fin.
El orden es la disposición de
las cosas según su naturaleza. Así, un reloj está en orden, si cada una de sus
piezas están ordenadas según su naturaleza y el fin que le es propio. Se dice
que hay orden en el espacio sideral porque todos los cuerpos celestes están
ordenados según su naturaleza y su fin.
Existe armonía cuando
las relaciones entre los seres son conformes a la naturaleza y fin de cada
cual. La armonía es el operar de las cosas, unas en relación a las otras, según
el orden.
El orden engendra la tranquilidad.
La tranquilidad del orden es la paz. No cualquier tranquilidad merece ser
llamada paz, sino tan solo la que resulta del orden. La paz de conciencia es la
tranquilidad de la conciencia recta: no puede confundirse con el letargo de la
conciencia embotada. El bienestar orgánico produce una sensación de paz que no
puede ser confundida con la inercia del estado de coma.
Cuando un ser está enteramente
dispuesto según su naturaleza, está en estado de perfección. Así, una persona
con gran capacidad para el estudio, gran deseo de estudiar, puesta en una universidad
en que haya todos los medios para hacer los estudios que desea, está puesta,
desde el punto de vista de los estudios, en condiciones perfectas.
Cuando las actividades de un
ser están enteramente dispuesto según su naturaleza, y tienden enteramente para
su fin, estas actividades son, de algún modo, perfectas. Así, la trayectoria de
los astros es perfecta, porque corresponde enteramente a la naturaleza y al fin
de cada cual.
Cuando las condiciones
de un ser son perfectas, sus operaciones lo son también, y él tenderá necesariamente
para su fin, con el máximo de la constancia, del vigor y del acierto. Así, si
un hombre está en condiciones perfectas para caminar, es decir, sabe, quiere y
puede caminar, caminará de modo irreprensible.
El verdadero conocimiento de lo
que sea la perfección del hombre y de las sociedades depende de una noción
exacta sobre la naturaleza y del fin del hombre.
El acierto, la fecundidad, el
esplendor de las acciones humanas, sean individuales o sean sociales, también
depende del conocimiento de nuestra naturaleza y fin.
En otros términos, la posesión
de la verdad religiosa es la condición esencial del orden, de la armonía, de la
paz y de la perfección.
La perfección cristiana
El Evangelio nos señala
un ideal de perfección: “sed perfectos como vuestro Padre celestial es
perfecto” (Mateo, V, 48). Este consejo que nos fue dado por Nuestro Señor
Jesucristo, El mismo nos lo enseña a realizar. En efecto, Jesucristo es la
semejanza absoluta de la perfección del Padre celestial, es el modelo supremo
que todos debemos imitar.
Nuestro Señor Jesucristo, sus
virtudes, sus enseñanzas, sus acciones, son el ideal definido de la perfección
para el cual el hombre debe tender.
Las reglas de esta perfección
se encuentran en la Ley de Dios, que Nuestro Señor Jesucristo “no vino a abolir
sino a completar” (Mat. V, 17), y en los preceptos y consejos evangélicos. Y
para que el hombre no cayese en error en el interpretar los mandamientos y los
consejos, Nuestro Señor Jesucristo instituyó una Iglesia infalible, que tiene el
amparo divino de nunca errar en materia de fe y de moral. La fidelidad de
pensamiento y de acciones en relación al magisterio de la Iglesia es el modo
por el cual todos los hombres pueden conocer y practicar el ideal de perfección
que es nuestro Señor Jesucristo.
Fue lo que hicieron los
santos, que practicando de modo heroico las virtudes que la Iglesia enseña,
realizaron la imitación perfecta de Nuestro Señor Jesucristo y del Padre celestial.
Es tan verdadero que los santos llegaron a la más alta perfección moral, que
los propios enemigos de la Iglesia, cuando no los ciega el furor de la
impiedad, lo proclaman. De San Luis, rey de Francia, por ejemplo, escribió Voltaire:
“No es posible al hombre llevar más lejos la virtud”. Lo mismo se podría decir
de todos los santos.
Dios es el autor de nuestra
naturaleza, y, por lo tanto, de todas las aptitudes y excelencias que en ella
se encuentran. En nosotros, lo único que no proviene de Dios son los defectos
frutos del pecado original y de los pecados actuales.
El Decálogo no podría ser
contrario a la naturaleza que el propio Dios creó en nosotros; pues, siendo
Dios perfecto, no puede haber contradicción en sus obras.
Por esto, el Decálogo nos
impone acciones que nuestra propia razón nos muestra que son conformes con la
naturaleza, como honrar padre y madre, y nos prohíbe acciones que por la simple
razón vemos que son contrarias al orden natural, como la mentira.
En esto consiste, en el plano
natural la perfección intrínseca de la
Ley, y la perfección personal que adquirimos practicándola. Esto es así, porque
todas las acciones conformes a la naturaleza del agente son buenas.
Pero, por consecuencia
del pecado original, quedó el hombre con propensión a practicar acciones contrarias
a su naturaleza rectamente entendida. Así, quedó sujeto al error en el terreno
de la inteligencia, y al mal en el campo de la voluntad. Tal propensión es tan
acentuada que, sin el auxilio de la gracia, no sería posible a los hombres conocer
ni practicar durablemente los preceptos del orden natural. Para remediar esta
insuficiencia en el hombre, Dios reveló a Moisés el Decálogo; instituyó en la
Nueva Alianza, una Iglesia destinada a protegerlos contra los sofismas y las
transgresiones del hombre; por medio de los Sacramentos los auxilia y fortalece
con su gracia.
La gracia es un auxilio
sobrenatural, destinado a robustecer la inteligencia y la voluntad del hombre
para permitirle la práctica de la perfección. Dios no niega su gracia a nadie.
La perfección es, por lo tanto, accesible a todos.
¿Puede un pagano conocer y practicar
la Ley de Dios? ¿Recibe él la gracia de Dios? Es necesario distinguir. En principio,
todos los hombres que tienen contacto con la Iglesia Católica reciben la gracia
suficiente para conocer que ella es verdadera, ingresar en ella y practicar los
mandamientos. Si alguien se mantiene voluntariamente fuera de la Iglesia, si es
infiel porque rehúsa la gracia de la conversión, que es el punto de partida de
todas las otras gracias, cierra para sí las puertas de la salvación. Pero si
alguien no tiene medios de conocer a la Santa Iglesia – un pagano, por ejemplo,
cuyo país no haya recibido la visita de misioneros – tiene la gracia suficiente
para conocer, por lo menos, los principios más esenciales a la Ley de Dios y
practicarlos, pues Dios a nadie niega la salvación y tarde o temprano, si persevera en el cumplimiento de la ley, conocerá a la Iglesia y recibirá la fe.
Es necesario, sin
embargo, observar que si la fidelidad a la Ley exige sacrificios a veces
heroicos de los propios católicos que viven en el seno de la Iglesia, bañados
por la superabundancia de la gracia y de todos los medios de santificación,
mucho mayor aún es la dificultad que tienen en practicarla los que viven lejos
de la Iglesia, y fuera de esta superabundancia. Es lo que explica el hecho de
ser tan raros – verdaderamente excepcionales – los gentiles que practican la
Ley.
La
Civilización Cristiana y la Cultura Cristiana
¿Qué es esta luminosa
realidad, hecha de un orden y una perfección más sobrenatural y celeste que
natural y terrena, que se llamó Civilización Cristiana, producto de la cultura
cristiana, la cual, a su vez, es hija de la Iglesia Católica?
Por cultura del espíritu
podemos entender el hecho que determinada alma no se encuentra abandonada al
juego desordenado y espontáneo de las operaciones de las potencias –
inteligencia, voluntad y sensibilidad –, sino que por el contrario, por un
esfuerzo ordenado y conforme a la recta razón adquirió en estas tres potencias
algún enriquecimiento: así como el campo cultivado no es aquél que hace
fructificar todas las semillas que el viento deposita en él caóticamente, sino
es el que, por efecto del trabajo recto del hombre, produce algo de útil y
bueno.
En este sentido, la cultura
católica es el cultivo de la inteligencia, de la voluntad y de la sensibilidad
según las normas y la moral enseñada por la Iglesia. Ya vimos que ella se
identifica con la propia perfección del alma. Si ella existiere en la
generalidad de los miembros de una sociedad humana (aunque en grados y modos
acomodados a la condición social y a la edad de cada cual) ella será un hecho social
y colectivo. Y constituirá un elemento – el más importante – de la propia
perfección social.
Civilización es el estado de
una sociedad humana que posee una cultura, y que creó, según los principios
básicos de esta cultura, y que creó, todo un conjunto de costumbres, de leyes,
de instituciones, de sistemas literarios y artísticos propios.
Si Jesucristo es el verdadero
ideal de perfección de todos los hombres, una sociedad que aplique todas sus
leyes tiene que ser una sociedad perfecta. La cultura y la civilización nacida
de la Iglesia de Cristo tienen que ser forzosamente no solo la mejor
civilización, sino la única verdadera. Lo dice al santo Pontífice Pío X: “No
hay verdadera civilización sin civilización moral, y no hay verdadera
civilización moral sino con la religión verdadera” (Carta al episcopado
francés del 28-VII-1910, sobre Le Sillon). De donde se deduce con evidencia
cristalina que no hay verdadera civilización sino como resultado y fruto de la
verdadera religión.
La Iglesia y
la Civilización Cristiana
Se engaña singularmente
quien supusiere que la acción de la Iglesia sobre los hombres es meramente
individual, y que ella solo forma personas, y no pueblos, ni culturas, ni
civilizaciones.
En efecto, Dios creó al hombre
naturalmente sociable, y quiso que los hombres, en sociedad, trabajasen los
unos por la santificación de los otros. Por esto, también nos creó
influenciables. Tenemos todos, por la propia presión del instinto de
sociabilidad, la tendencia de comunicar en cierta medida nuestras ideas a los
otros, y, a recibir la influencia de ellos. Esto se puede afirmar en las
relaciones de individuo a individuo, y del individuo con la sociedad. Los
ambientes, las leyes, las instituciones en que vivimos ejercen efecto sobre
nosotros, tiene sobre nosotros una acción pedagógica.
Resistir enteramente a este
ambiente, cuya acción ideológica nos penetra hasta por osmosis y como que por
la piel, es obra de alta y ardua virtud. Y por esto los primitivos cristianos
no fueron más admirables enfrentando a las fieras del Coliseo, que cuando mantenían
íntegro su espíritu católico aún viviendo en el ceno de una sociedad pagana.
De este modo, la cultura y la
civilización son medios fortísimos para actuar sobre las almas. Actuar para su
ruina, cuando la cultura y la civilización son paganas. Para su edificación y
salvación, cuando son católicas.
¿Cómo puede entonces, la
Iglesia desinteresarse en producir una cultura y una civilización, contentándose
sólo en actuar sobre cada alma a título meramente individual?
Además, toda alma sobre la cual
la Iglesia actúa, y que corresponde generosamente a esa acción, es como un foco
y una simiente de esta civilización, que ella expanda y activa en torno de sí.
La virtud trasparece y contagia. Contagiando se propaga. Actuando y propagándose
tiende a transformarse en cultura y civilización católicas.
Como vemos, lo propio de la
Iglesia es producir una cultura y civilización cristiana. Es producir todos sus
frutos en una atmósfera social plenamente católica. El católico debe aspirar a
una civilización católica como el hombre encarcelado en un subterráneo desea el
aire libre, y el pájaro aprisionado ansía por recuperar los espacios infinitos
del cielo.
Y esta es nuestra finalidad,
nuestro gran ideal. Caminamos hacia la Civilización Católica como podrá nacer
de los escombros del mundo de hoy, como de los escombros del mundo romano nació
la civilización medieval. Caminamos hacia la conquista de este ideal, con el
coraje, la perseverancia, la resolución de enfrentar y vencer todos los
obstáculos, con que los cruzados marcharon hacia Jerusalén. Porque si nuestros
mayores supieron morir para conquistar el sepulcro de Cristo, ¿cómo no queremos
nosotros – hijos de la Iglesia como ellos – luchar y morir para restaurar algo
que vale infinitamente más que el preciosísimo sepulcro del Salvador, esto es,
su reinado sobre las almas y las sociedades, que El creó y salvó para que Lo
amasen eternamente?
Plinio Correa de Oliveira, 1960