CAPÍTULO II
LAS DOBLE CONCEPCIÓN DE LA VIDA
La
civilización cristiana procede de una concepción de la vida diversa de la que
dio origen a la civilización pagana.
El
paganismo, empujando el género humano por la pendiente en que el pecado
original lo había colocado, le decía al hombre que estaba sobre la tierra para
gozar de la vida y de los bienes que este mundo le ofrece. El pagano no
ambicionaba, no buscaba nada más allá de eso; y la sociedad pagana estaba constituida
para ofrecer esos bienes tan abundantes y esos placeres tan refinados, o
también tan groseros cuanto puedan ser, para los que estaban en situación de
obtenerlos. La civilización antigua nació de ese principio, todas sus
instituciones se derivaban de él, sobre todo las dos principales, la esclavitud
y la guerra. Pues la naturaleza no es suficientemente generosa, y sobre todo
porque no había sido cultivada por el tiempo necesario y lo bastante bien para
obtener todos los placeres codiciados. Los pueblos fuertes subyugaban a los
pueblos débiles, y los ciudadanos esclavizaban a los extranjeros e incluso a
sus hermanos, para obtener productores de riquezas e instrumentos de placer.
Vino el
cristianismo e hizo con que el hombre comprendiera que debía procurar en otra
dirección la felicidad cuya necesidad no cesa de atormentarlo. Destruyó la
noción que el pagano había creado de la vida presente. El divino Salvador nos
enseñó por su palabra, nos persuadió por su muerte y resurrección, que si la
vida presente es una vida, ella no es
LA VIDA a la cual su Padre nos destinó.
La vida
presente no es sino la preparación para la vida eterna. Aquella es el camino
que conduce a ésta. Estamos in via,
nos decían los escolásticos, caminando ad
terminum, en la ruta para el cielo. Los sabios de hoy expresan la misma
idea diciendo que la tierra es el laboratorio en el cual se forman las almas,
en el cual se reciben y se desarrollan las facultades sobrenaturales que el
cristiano, después de la muerte, gozará en la morada celestial. Como la vida
embrionaria en el seno materno. Es también una vida, pero una vida en
formación, en la cual se elaboran los sentidos que deberán funcionar en la
estancia terrestre: los ojos que contemplarán la naturaleza, el oído que
recogerá sus armonías, la voz que a eso mezclará sus cantos, etc.
En el cielo
veremos a Dios cara a cara,
es la gran promesa que nos fue hecha. Toda la religión está basada en ella. Y
sin embargo, ninguna naturaleza creada, por sí misma, es capaz de esa visión.
Todos los
seres vivos tienen su manera de conocer, limitada por su propia naturaleza. La
planta tiene un cierto conocimiento de las substancias que deben servir para su
sustento, puesto que sus raíces se extienden en dirección a ellas,
procurándolas para ingerirlas. Ese conocimiento no es una visión.
La planta tiene un determinado conocimiento de
los nutrientes que necesita para su sustento, puesto que sus raíces se
extienden hacia ellos, los busca para introducirlos dentro de ella. Este
conocimiento no es propiamente una visión. El animal ve, pero no tiene la
inteligencia de las cosas que sus ojos abarcan. El hombre comprende esas cosas,
su razón las penetra, abstrae las ideas que ellas contienen y a través de ellas
se eleva a la ciencia. Pero las substancias de las cosas permanecen escondidas,
porque el hombre es apenas un animal racional y no una pura inteligencia. Los
ángeles, inteligencias puras ven en sí mismos en su substancia, pueden
contemplar directamente las substancias de la misma naturaleza de ellos, y con
más razón las substancias inferiores. Pero no pueden ver a Dios. Dios es una
substancia aparte, de un orden infinitamente superior. El mayor esfuerzo del
espíritu humano consiguió cualificarlo de “acto puro”, y la revelación nos dice
que Él es una trinidad de personas en la unidad de la substancia, la segunda
engendrada por la primera, la tercera que procede de las otras dos, y eso en
una vida de inteligencia y de amor que no tiene comienzo ni fin. Ver a Dios
como Él es, amarlo como Él se ama —y
en esto consiste la beatitud prometida—
está por encima de las fuerzas de toda naturaleza creada e incluso posible.
Para comprenderlo, esa naturaleza no debería ser nada menos que igual a Dios.
Pero aquello
que no tiene aptitud por la naturaleza puede producirse por un don gratuito de
Dios. Y esto es: lo sabemos porque Dios nos lo ha revelado. Esto sirve para los
ángeles y esto sirve para nosotros. Los ángeles buenos ven a Dios cara a cara,
y nosotros somos llamados a gozar de la misma felicidad.
Pero no
podemos llegar a eso sino por alguna cosa de sobreañadido, que nos eleva por
encima de nuestra naturaleza, que nos hace capaces de aquello de que somos
radicalmente impotentes por nosotros mismos, como sería el don de la razón para
un animal o el don de la visión para una planta. Esa cosa sobreañadida es
llamada aquí en la tierra gracia santificante. Es, dice el apóstol San Pedro,
una participación en la naturaleza divina. Y es preciso que sea así: pues, como
acabamos de ver, en ningún ser la operación puede ultrapasar la naturaleza de
ese ser. Si un día somos capaces de ver a Dios, es porque alguna cosa de divino
habrá sido depositada en nosotros, se ha tornado una parte de nuestro ser, y lo
habrá elevado hasta tornarlo semejante a Dios. “Carísimos, dice el apóstol San
Juan, ahora somos hijos de Dios, y aquello que un día seremos aún no se
manifestó; seremos semejantes a Él, porque lo veremos tal cual Él es (1 Juan 3,
2).
Este algo,
lo recibimos en este mundo en el santo bautismo. El apóstol San Juan lo llama
una simiente (1 Juan 3, 9), es decir, un comienzo de vida. Es lo que nuestro
Señor nos señalaba cuando le habló a Nicodemo sobre la necesidad de un nuevo
nacimiento, de una nueva generación de la vida: La vida que el Padre tiene en
sí mismo, que Él la da al Hijo y que el Hijo nos la trae y nos la injerta
conjuntamente con Él por el santo bautismo. La palabra injerto, que da una
imagen tan viva de todo este misterio, San Pablo la había tomado de nuestro
Señor cuando le dijo a los apóstoles: “Yo soy la vid, vosotros los sarmientos,
como el sarmiento no puede dar fruto por sí mismo si no está unida a la vid,
así ustedes tampoco si no permanecen en mi”.
Estas elevadas
ideas eran familiares para los primeros cristianos. Esto se demuestra cuando
los apóstoles hablan de ellas en las epístolas, puesto que lo hacen como siendo
algo ya conocido. Y de hecho, fue así que los ritos del bautismo les eran
presentados en las largas catequesis. Después, las vestiduras blancas de los
neófitos les decía que iban a comenzar una vida nueva, que relativamente a esa
vida ellos estaban en los días de la infancia: Hijos espirituales, se les
decía, como niños recién nacidos, deseáis ardientemente la leche que debe
alimentar vuestra vida sobrenatural; la leche de la fe sin alteración, sine dolo lac concupiscite, y la leche de
la caridad divina. Cuando el desarrollo de este germen que recibisteis haya
llegado a su término, esa fe se transformará en una clara visión, esa caridad
se convertirá en amor divino.
Toda la vida
presente debe tender a ese desarrollo, a la transformación del viejo hombre, el
hombre de la naturaleza pura e incluso de la naturaleza caída, en hombre
deificado. Esto es lo que ocurre en este mundo al cristiano fiel. Las virtudes
sobrenaturales, infundidas en nuestra alma en el bautismo, se desarrollan día a
día por el ejercicio que hacemos de ellas con la ayuda de la gracia y haciendo
que la gracia sea capaz de actos sobrenaturales que deberán completarse en el
cielo. La entrada en el cielo será como el nacimiento, así como el bautismo fue
la concepción.
Así son las
cosas. Esto es lo que Jesús hizo y a lo que vino a enseñar al género humano.
Desde entonces la concepción de la vida presente cambió radicalmente. El hombre
ya no estaba en la tierra para gozar
y morir, sino para prepararse para la vida de lo alto y merecerla.
Gozar, merecer, son las dos palabras que
caracterizan, que separan, que oponen las dos civilizaciones.
Esto no
quiere decir que desde el momento en que el cristianismo fue predicado a los
hombres, no pensaran ya en ninguna otra cosa que no fuese su propia
santificación. Ellos continuaron persiguiendo los objetivos secundarios de la
vida presente, y a cumplir, en la familia y en la sociedad, las funciones que ellas
requieren y los deberes que ellas imponen. Además, la santificación no se opera
únicamente por los ejercicios espirituales, sino por el cumplimiento de todo
deber de estado, por todo acto hecho con pureza de intención. “Todo cuanto
hiciereis, dice el apóstol San Pablo, de palabra o de obra, hacedlo en nombre
del Señor Jesús… Trabajad para agradar a Dios en todas las cosas, y daréis
fruto en toda obra buena” (Col., 1, 19 y 3, 17)
Además de
esto, permanecieron en la sociedad, y en ella permanecerán hasta el fin de los
tiempos, las dos categorías de hombres que Sagrada Escritura tan bien denomina:
los buenos y los malos. No obstante hay que reparar en que el número de malos
disminuyó y de los buenos creció a medida que la fe tomó más influencia en la
sociedad. Estos, porque tienen la fe en la vida eterna, aman a Dios, hacen el
bien, observan la justicia, son los benefactores de sus hermanos, y por todo
eso, hacen reinar en la sociedad la seguridad y la paz. Aquéllos, porque no
tienen fe, porque sus miradas permanecieron fijas en esta tierra, son egoístas,
sin amor, sin compasión por sus semejantes: enemigos de todo bien, ellos son en
la sociedad causa discordia y estancamiento para la civilización.
Mezclados
los unos con los otros, los buenos y los malos, los creyentes y los incrédulos,
forman las dos ciudades descritas por San Agustín: “El amor de sí llevado hasta
el menosprecio de Dios constituye la sociedad comúnmente llamada «el
mundo»; el amor a Dios, llevado hasta
el menosprecio de sí mismo, produce la santidad y puebla «la
vía celestial».
A medida que
la nueva concepción de la vida traída por nuestro Señor Jesucristo a la tierra entró
en las inteligencias y penetró en los corazones, la sociedad se modificó: el
nuevo punto de vista mudó las costumbres, y bajo el impulso de estas ideas y
costumbres, las instituciones se transformaron. La esclavitud desapareció, y en
vez de ver a los poderosos someter a sus hermanos, se los vio dedicarse hasta
el heroísmo para procurarles el pan de la vida presente, y también, y sobre
todo, para obtenerles el pan de la vida espiritual, para elevar a las almas y
santificarlas. La guerra ya no fue más hecha para apoderarse de los territorios
de los otros y conducir a los hombres y mujeres a la esclavitud, sino para
romper los obstáculos que se oponían a la extensión del reino de Cristo y obtener
para los esclavos del demonio la libertad de los hijos de Dios.
Facilitar,
favorecer la libertad de los hombres y de los pueblos en sus pasos en dirección
al bien, se tornó la finalidad para la cual las instituciones sociales se
encaminaron, aunque no siempre como su finalidad expresamente determinada. Y
las almas aspiraron al cielo y trabajaron para merecerlo. La búsqueda de los
bienes temporales por el gozo que de ellos se puede obtener no fue más el único
e incluso principal objeto de la actividad de los cristianos, por lo menos de
los que estaban verdaderamente imbuidos del espíritu cristiano, sino la
búsqueda de los bienes espirituales, la santificación del alma, el crecimiento
de las virtudes, que son el ornamento y las verdaderas delicias de la vida de
aquí abajo, y al mismo tiempo prendas de la bienaventuranza eterna.
Las virtudes
adquiridas por los esfuerzos personales se transmitían por la educación de una
generación a otra; y así se formó poco a poco la nueva jerarquía social,
fundada no más sobre la fuerza y sus abusos, sino sobre el mérito: en la parte
baja, las familias que se aplicaron a la virtud del trabajo; en el medio,
aquéllas que, sabiendo juntar al trabajo la moderación en el uso de los bienes
que les proporciona, fundaron la propiedad mediante el ahorro; en la parte
alta, aquéllos que, denegándose del egoísmo, se elevaron a las sublimes
virtudes de dedicación a los demás: pueblo, burguesía, aristocracia. Se
estableció la sociedad y las familias escalonadas sobre el mérito ascendente de
las virtudes, transmitidas de generación en generación.
Tal fue la
obra de la Edad Media. Durante su curso, la Iglesia realizó una triple tarea.
Ella luchó contra el mal que provenía de las diversas sectas del paganismo y lo
destruyó; ella transformó los buenos elementos que se encontraban entre los
antiguos romanos y en las diversas razas de bárbaros; y finalmente, ella hizo
triunfar el ideal que dio nuestro Señor Jesucristo de la verdadera
civilización. Para llegar ahí, ella tuvo que dedicarse primeramente en reformar
el corazón del hombre; de allí vino la reforma de la familia, la familia
reformó al Estado y a la sociedad: vía inversa de aquella que se quiere seguir
hoy.
Sin duda,
creer que, en el orden que acabamos explicar, no haya habido desorden, sería engañarse.
El antiguo espíritu, el espíritu del mundo que nuestro Señor había
anatematizado, jamás fue, y jamás será completamente vencido y aniquilado.
Siempre, incluso en las mejores épocas, aun cuando la Iglesia obtuvo en la sociedad
la mayor ascendencia, hubo hombres buenos y hombres malos; pero se veía a las
familias subir en razón de sus virtudes o declinar en razón de sus vicios; se
veía a los pueblos distinguirse entre sí por sus civilizaciones, y el grado de
civilización se correspondía a las aspiraciones dominantes en cada nación:
ellas se elevaban cuando estas aspiraciones se purificaban y subían; ellas retrocedían
cuando sus aspiraciones los llevaban en dirección al gozo y al egoísmo. Sin
embargo, aunque ocurriera que naciones, familias, individuos se abandonaban a
los instintos de la naturaleza o a ellos resistían, el ideal cristiano
permanecía siempre inflexiblemente mantenido bajo los ojos de todos por la
Santa Iglesia.
El impulso
impreso a la sociedad por el cristianismo comenzó a disminuir en el siglo XIII:
la liturgia lo constata y los hechos lo demuestran. Inicialmente hubo la
paralización, después el retroceso. Ese retroceso, o más bien esa nueva orientación,
fue luego tan manifiesta que recibió un nombre, el Renacimiento, renacimiento del punto de vista pagano en el
ideal de civilización. Y con el retroceso vino la decadencia. “Teniéndose en
cuenta todas las crisis atravesadas, todos los abusos, todas las sombras en el
cuadro, es imposible negar que la historia de Francia —la
misma observación vale para toda la república cristiana—
es una ascensión, como historia de
una nación, en cuanto la influencia moral de la Iglesia domina, y que ella se torna
en una caída a pesar de todo lo que esa caída tiene a veces de brillante y de
épico, desde que los escritores, los sabios, los artistas y los filósofos
sustituyeron a la Iglesia y la despojaron de su dominio”.
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