viernes, 18 de julio de 2014

Derecho consuetudinario - I

La Iglesia: Guardiana de la Ley Natural y Luz

del Estado

Plinio Corrêa de Oliveira

Hoy vamos a comenzar tratar de las leyes que regían en la Edad Media para ver si tenían algo que pueda definir una sociedad orgánica y, en consecuencia, nos den los principios generales de aplicación a los grupos sociales en la actualidad o en el futuro. Sobre la base de este interés subyacente, debemos preguntarnos qué era lo que comprendía las leyes del reino, los feudos, los municipios y los gremios.

Para abordar estos temas, tenemos que considerar en primer lugar que la sociedad medieval era mucho más compleja que la nuestra y, por lo tanto, ello da a los juristas muchos más dolores de cabeza, al igual como cuando se estudia un organismo humano que por sí es muy complejo provoca a los médicos más dolores de cabeza que el examen de una sola célula orgánica.

Todo lo que es más desarrollado tiende hacia la complejidad, y la sociedad humana, compuesta por seres que son a la vez materiales y espirituales, tiene, naturalmente, una gran complejidad.

Legisladores en la corte del rey Enrique VI
El punto de partida de la compleja teoría del derecho medieval es la idea de que el verdadero señor del reino no es ni el emperador, ni el rey ni el señor feudal, sino el Derecho Natural, cuyo origen es divino. Esta observación no es mía; la tomé prestada del Prof. Olivier Martin, de la Facultad de Derecho de París. Él sostiene esta tesis como siendo la base de la concepción medieval de la ley: Dios, autor de la Ley Natural, es la fuente de toda ley. Esta comprensión es diametralmente opuesta a la concepción moderna del derecho.

Hoy en día, la ley es hecha por el Estado. El Estado está representado por una Asamblea, que es la que promulga una ley. Esta ley es considerada soberana porque la voluntad del Estado se toma como soberana. Esta concepción considera que, por encima del Estado, no existe otra voluntad.

En la Edad Media, la Ley presidia toda la organización socio-política: Todo debía ser de acuerdo a la Ley Natural. A su vez, la Ley Natural era entendida universalmente en la cristiandad como la voluntad de Dios grabada en la naturaleza. Se tenía la convicción de que la inteligencia humana es capaz de discernir las normas de la Ley Natural.

Sin embargo, puesto que a veces los hombres pueden mal interpretar estas reglas, Dios les dio el Decálogo como modelo supremo de su voluntad que debe gobernar todo el ámbito de la ley. El Decálogo es la ley de leyes a las que deben someterse todos los países. Ninguna autoridad humana, ya sea la de un emperador, rey o cualquier otro, puede revocarla.

Ahora bien, dado que la interpretación de la ley de Dios concierne inevitablemente a la Iglesia Católica, ella asume un papel fundamental en la esfera temporal. La ley fundamental de toda la cristiandad es la misma ley que le fue dada a la Iglesia para que la custodiara. Ella está a cargo de la enseñanza de esta ley, preservarla de las falsas interpretaciones, y hacerla cumplir por medio de sanciones. Por lo tanto, el arca de la ley, su guardiana, su depositaria, la legisladora por excelencia de todas las naciones católicas es la Iglesia Católica.

Las otras leyes las que son promulgadas por los reyes, los municipios y los gremios son sólo regulaciones que se derivan de esta ley principal.

Aquí, en esta sala hay algunos abogados y estudiantes de derecho. Ellos saben la diferencia entre la ley y la regulación. En nuestro Derecho Civil contemporáneo, el Congreso vota para aprobar una ley, el presidente la promulga, y, a continuación, define su reglamento, un conjunto de códigos que permitan su aplicación. Bien, en la Edad Media las leyes del Estado se volcaban hacia la Ley de Dios, así como los reglamentos adoptados por el presidente están volcadas hacia la ley aprobada por el Congreso.

Derecho consuetudinario o costumbre

Carlomagno siguió el modelo del Imperio Romano
Habiendo establecido este tipo de ley, vamos ahora a empezar a estudiar la más interesante de ellas, que es el derecho consuetudinario la costumbre.

Sin entrar aquí en un análisis estrictamente jurídico, simplemente podemos decir que en la estructura del Estado Moderno cada hombre es supuestamente libre. Él tiene la libertad de hacer lo que quiera con sólo dos limitaciones a esta libertad:

Por un lado, él está limitado por su propia voluntad, lo que significa que cuando él firma un contrato, no puede violar los términos que él mismo se obligó a observar. Por otra parte, está obligado por los límites de la propia ley. La ley es una orden emitida por el poder competente, que se impone sobre la voluntad de los ciudadanos, con o sin su consentimiento. Por lo tanto, en el derecho moderno, a excepción de algunos contratos libremente aceptados, todo el mundo está sujeto a la ley única establecida por el Estado.

En la Edad Media, apareció un nuevo tipo de ley que caracteriza, en mi opinión, la mayor originalidad de Derecho Medieval: Fue el derecho consuetudinario. Sabemos que consuetudo en latín significa costumbres. Derecho consuetudinario es, entonces, la ley de las costumbres del pueblo. Para entender bien cómo nació este tipo de ley, tenemos que estudiar las condiciones jurídicas y políticas de la Edad Media.

Las leyes consuetudinarias, nacieron de una catástrofe

Las leyes consuetudinarias, que constituyeron uno de los tesoros legislativos más grandes de todos los tiempos, fueron el resultado de una de las mayores catástrofes de la historia. Esto nos muestra que cuando el hombre está en posición vertical, cuando busca a Dios con todo su corazón, a pesar de los desastres y los problemas que puedan caer sobre él, él termina obrando maravillas.

El Imperio Carolingio estaba organizado siguiendo el modelo del Imperio Romano. En el Imperio Romano la organización del Estado era similar a la del Estado moderno, es decir, el emperador, que representaba Estado, hacía la ley, y todo el mundo estaba obligado a obedecerla. Sólo el emperador tenía el derecho de hacer leyes. El Imperio Carolingio se basaba en este presupuesto.

Después que Carlomagno murió, e incluso en los últimos años de su vida, una sombra de tristeza cayó sobre todo el Imperio Carolingio.

En el siglo octavo, cuando Europa recién había logrado recuperarse de la primera ola de invasiones bárbaras en el siglo quinto, una segunda ola cayó sobre ella en; el mismo desastre entró en la escena de nuevo. Los últimos días de Carlomagno fueron testigos de una nueva ola de invasiones de vikingos dentro de Francia.

Continuará…


Tomado de TIA

domingo, 13 de julio de 2014

Para que Él reine - II Parte, Cap. 1

Segunda Parte
  
LAS OPOSICIONES HECHAS
A LA REALEZA SOCIAL
DE NUESTRO SEÑOR JESUCRISTO

¿Por qué se amotinan las gentes y trazan las naciones planes vanos?
“Se reúnen los reyes de la tierra y a una se confabulan los príncipes contra el Señor y contra su Ungido.
“El que mora en los cielos se ríe: el Señor se burla de ellos. A su tiempo les hablará en Su ira y los consternará en Su furor…”.
Ps. II.


CAPÍTULO I
EL NATURALISMO
EL ERROR Y SU EJÉRCITO
Examinar, estudiar, ponderar lo que hoy día se opone al pleno triunfo de la realeza social de Jesucristo nuestro Señor será nuestra tarea en los diversos capítulos de esta segunda parte.
Tales obstáculos y tales oposiciones no estarán (puesto que no pueden estarlo) fundados racionalmente o, si se prefiere, naturalmente. No es posible, en efecto, que haya oposiciones, obstáculos verdaderamente legítimos en contra del orden divino. Sólo el error, cuando no la perversidad de los hombres, puede crear una situación que haga difícil el triunfo de la verdad.
El error, cuando no la perversidad de los hombres…; es decir, el error y los que lo propalan.
Es, en efecto, imposible separarlos. Como apuntó Sardá y Salvay[1]: “Mas da la casualidad de que las ideas no se sostienen por sí propias en el aire, ni por sí propias se difunden y propagan, ni por sí propias hacen todo el daño a la sociedad. Son como las flechas y las balas, que a nadie herirían si no hubiese quien las disparase con el arco o con el fusil”.
El error, en efecto, entregado a sí mismo, abandonado a los maleficios de su espejismo intelectual, sería peligroso, sin duda, pero no iría muy lejos y no perdería más que a un número relativamente reducido de personas.
Mientras las perores concepciones mentales no encuentren un ejército no producirán grandes estragos.
Como lo ha dicho con su habitual claridad el cardenal Pie[2]: “el naturalismo contemporáneo es tan espantoso y tan pernicioso para la sociedad porque tiende, con todas sus fuerzas, a salir del dominio de las especulaciones intelectuales para apoderarse de la dirección de los asuntos humanos.
Ahora bien: es fácil de imaginar que, para lleva a buen término semejante operación se precisa mucho más que la sola virtud lógica de algunos argumentos intelectuales abandonados, por así decirlo, a su sola fuerza. Es preciso un ejército.
”La organización del racionalismo (que es el objetivo primero de la Revolución) es el hecho más importante y más formidable de nuestra época”, sigue escribiendo el cardenal Pie. “Se ha formado una liga y asociación universal con el propósito declarado de organizar un cuerpo de ejército que pueda resistir gloriosamente a las doctrinas que se quiere imponer al espíritu humano por la Revelación… Las corporaciones científicas, la historia, la política, la literatura, el teatro, la canción, la novela, los periódicos, las revistas, ¿qué sé yo?, todo ha entrado en esta inmensa conspiración contra el orden sobrenatural…”[3].
Así, pues, al mismo tiempo que al error, es necesario combatir a sus agentes y secuaces.
“Sin duda —señalaba el cardenal Pie— la serena exposición de la verdad es, en sí, preferible a la discusión; nuestros ilustres antecesores lo han declarado a menudo. No obstante, la necesidad de los tiempos los precipitó a ellos también, muy frecuentemente, en la controversia. Cuando se leen sus obras se reconoce que la polémica aparece en la mayor parte de ellas…
”Añado que la teoría del silencio es, generalmente hablando, una teoría demasiado cómoda para no ser sospechosa, y compruebo que no tiene a su favor en el pasado, ni la autoridad, ni el ejemplo, ni el éxito.
”Y, como se insiste sobre la dificultad de observar la caridad en las discusiones, respondo que los grandes doctores nos siguen proporcionando, a este respecto, reglas y modelos. En una multitud de textos, cuyo conocimiento es elemental, y que no son nuevos, sino para aquellos que no saben nada, recomiendan la mesura, la moderación, la indulgencia hacia los enemigos de Dios y de la verdad. Lo que no impide que, sin contradecir sus propios principios, dejen de emplear ellos mismos también, en todo instante, el arma de la indignación, y algunas veces la del ridículo, como una vivacidad y una libertad de lenguaje que espantarían nuestra delicadeza moderna. La caridad, en efecto, implica, ante todo, el amor de Dios y de la verdad; no teme, pues, desenvainar la espada por el interés de la causa divina, sabiendo que más de un enemigo no puede ser derribado o curado sino por golpes decididos y saludables heridas”[4].
“Si soportar las injurias que atañen solamente a uno mismo —enseña santo Tomás— es un acto virtuoso, soportar las que atañen a Dios es el colmo de la impiedad”[5].
“El principio moderno y revolucionario de la respetabilidad de las personas en cualquier hipótesis, de la tolerancia a ultranza con relación a las personas, es una gran herejía social que ha hecho mucho daño y hará más todavía a medida que esta idea vaya divulgándose. Ello equivale a decir que la persona humana es siempre amable, siempre sagrada, siempre digna de respeto, cualesquiera que sean los errores teóricos u prácticos que lleve consigo a través del mundo”.
”A aquellos de nuestros pensadores y literatos actuales que encuentran anticuada nuestra doctrina sobre los peligros de la tolerancia ilimitada de las personas, preguntadles: ¿por qué la sociedad civil detiene y pone en prisión a los anarquistas de la pluma y de la acción, a los criminales de toda clase? ¿Por qué no contentarse con estigmatizar sus errores teóricos y prácticos? ¿Por qué esta intolerancia personal? Una sola respuesta es posible: se suprime a las personas, porque las personas constituyen un peligro público”[6].
“Está, pues, permitido, en ciertos casos —precisa Sardá—, «desautorizar y desacreditar» a la persona que difunde sistemáticamente el error. Los mismos santos Padres prueban esta tesis[7]. “Aun los títulos de sus obras dicen claramente que, al combatir las herejías, el primer tiro procuraban dirigirlo a los heresiarcas. Casi todos los títulos de las obras de San Agustín se dirigen al nombre del autor de la herejía… De tal suerte que casi toda la polémica del grande Agustín fue personal, agresiva, biográfica, por decirlo así, tanto como doctrinal; cuerpo a cuerpo con el hereje tanto como contra la herejía…”[8].
Tal es la doctrina que no será inútil recordar si no se quiere ver a los católicos cada vez más engañados en el combate político al que todos son llamados por causa de nuestros modernos regímenes representativos.
Sería verdaderamente demasiado necio y, sobre todo, nocivo el dejar entender, como muy a menudo se comprueba, que la caridad exige no publicar las torpezas de los canallas, que tan frecuentemente vienen a mendigar nuestros sufragios.
Por lo demás, resultaba imposible, en este comienzo de capítulo, el dejar negar o ignorar no solamente que existe muy concretamente un ejército del naturalismo, sino que un católico tiene la obligación de combatirlo y vencerlo, si Dios lo permite o lo quiere.
Dicho de otro modo, no hay solamente la nocividad de las ideas falsas; hay también, en cierto sentido, sobre todo la mala voluntad de los hombres; como no hay sólo peligro de un cierto número de obuses y de granadas que alguien hubiese podido abandonar en montón aquí o allá, sino que existe el hecho de que los obuses y granadas están lanzadas por artilleros y granaderos.
Pretender guerrear solamente contra las ideas y los sistemas perversos, sin tener en cuenta a quienes los propalan, difunden y aplican sistemáticamente, sería una locura, cuando no una complicidad manifiesta con el enemigo[9].
NATURALISMO Y REVOLUCIÓN
¿Cuál es, pues, el error? Y también, ¿cuál es su ejército? He aquí lo que importa distinguir netamente desde un principio.
Creemos son suficientes dos palabras para rotular los dos aspectos: naturalismo y revolución.
En el orden de las ideas: el naturalismo.
En el orden de los efectivos y de las fuerzas humanas: la Revolución.
Pensarán algunos que la realidad es mucho más compleja y que caemos aquí en una exagerada simplificación. Nosotros no lo creemos así.
Es cierto que muchas ideas quedan aún por desarrollar, muchas distinciones por formular. Así y todo, fueren las que fueren las variantes y aunque existan ciertas discrepancias de detalle, no es en ningún modo excesivo pretender que sólo la palabra naturalismo, en el orden de las ideas, de las teorías o de los sistemas, explica más o menos directamente el conjunto de los errores que asolan hoy al mundo entero[10].
No vaciló en afirmar monseñor Pie: “Si se busca el primero y el último postulado de los errores contemporáneos, se reconoce que, a todas luces, lo que se llama espíritu moderno es la reivindicación del derecho adquirido o innato de vivir en la pura esfera del orden natural: derecho moral absoluto, tan inherente a las entrañas de la humanidad que ésta no puede, sin firmar su propia decadencia, sin suscribir su deshonra y su ruina, subordinarlo a ninguna intervención, cualquiera que sea, de una razón o de una voluntad superiores a la razón y a la voluntad humana, a ninguna revelación ni autoridad alguna que emanen directamente de Dios…”[11].
Por otra parte, cualesquiera que sean en el orden de las fuerzas humanas las rivalidades y los choques, a veces sangrientos, de los partidos o de los “grupos”, de los pueblos, de las ligas o de las sectas, siempre es a la Revolución a quien invocan o en quien se inspiran las tropas del error.
*          *          *
Naturalismo y Revolución son, pues, los dos términos que permiten designar desde un principio los temibles obstáculos de la presente «hipótesis».
Aunque sea difícil estudiarlos separadamente por estar tan estrechamente relacionados entre sí, consagraremos el presente capítulo al naturalismo, o, dicho de otro modo, a la descripción del error, considerado de un modo más particularmente teórico y doctrinal, mientras que el capítulo siguiente, por el contrario, irá dedicado a le Revolución.
*          *          *
Como nos importa hacer trabajo útil más que original hemos considerado como un deber el aprovechar las obras del cardenal Pie. ¿No son sus «Sinodales» un verdadero tratado sobre el tema?[12].

EL PECADO DE NATURALISMO
Que el naturalismo es, por excelencia, el error moderno, o, mejor dicho, el carácter específico de todos los errores modernos, basta con referirse a la primera constitución del Concilio Vaticano.
Pronto se advierte que su preámbulo no concierne solamente a la constitución particular que encabeza. “Es más bien —escribe el cardenal Pie— una introducción general en la que se nos revela el pensamiento informador de la obra entera. Para quien sabe entender, el preámbulo contiene el programa de todo el concilio. Ya en él va dicho lo que cabe decir sobre nuestro tiempo, nuestra sociedad, nuestro siglo: la frase verdadera, la frase luminosa, la frase decisiva, la palabra divina.
”La inclinación actual de los espíritus y los corazones, el rasgo esencial de los caracteres, el hábito de los individuos, la costumbre de las sociedades, la ley que las rige y el espíritu político que las gobierna, el movimiento de la ciencia y, por tanto, la dirección de los estudios y de toda la educación, en fin, el signo propio de nuestro tiempo, es lo que el concilio declara en primer término y llama con su verdadero nombre: naturalismo”[13].
¿Qué es el naturalismo?
Como lo indica su nombre, es esencialmente una actitud independiente y de repulsa de la naturaleza respecto del orden sobrenatural revelado.
“… Dotada en sí misma de todas las luces, fuerzas y recursos precisos para regular todas las cosas de la tierra, trazar la conducta de cada individuo, proteger los intereses de todos y alcanzar el término último de su destino, que es la felicidad…, la naturaleza se convierte por este sistema en una especie de recinto fortificado y campo atrincherado en el que la criatura se encierra como en su propio dominio, totalmente inalienable…”[14].
“En suma, cada uno se basta a sí mismo, y como en sí mismo halla su principio, su ley y su fin, es su propio mundo y se convierte, más o menos en su Dios. Y si consta de sobra que el individuo, considerado como tal, es indigente en muchos aspectos e insuficiente para muchas cosas, no obstante, para completarse no le hace falta salir de su orden: encuentra en la humanidad, en la colectividad, lo que le falta personalmente…”[15].
“El naturalismo es, pues, lo más opuesto al cristianismo. El cristianismo, en su esencia es todo lo sobrenatural, o, mejor dicho, es lo sobrenatural mismo en sustancia y en acto. Dios sobrenaturalmente revelado y conocido, Dios sobrenaturalmente amado y servido, sobrenaturalmente dado, poseído y gozado; eso es todo el dogma, toda la moral, todo el culto y todo el orden sacramental cristiano. Si bien la naturaleza es la base indispensable de todo, por todas partes es superada. El cristianismo es la elevación, el éxtasis, la deificación de la naturaleza creada. Ahora bien: el naturalismo niega, ante todo, ese carácter sobrenatural. Los más moderados… lo niegan como necesario y obligatorio; la mayoría lo niega como existente y aun como posible…
”El naturalismo, hijo de la herejía, es, pues, mucho más que una herejía; es el puro anticristianismo. La herejía niega que haya dogmas o que pueda haberlos. La herejía deforma más o menos las revelaciones divinas; el naturalismo niega que Dios sea revelador. La herejía arroja a Dios de tal o cual parte de su reino; el naturalismo lo elimina del mundo y de la creación. Por eso dice el concilio, de este error odioso, que «contradice por completo a la religión cristiana»”[16].
Empresa satánica en verdad y este epíteto no es aquí adorno de estilo o fórmula retórica.
Monseñor Pie no dejó de insistir en ello.
“Para asignar a ese naturalismo impío y anticristiano su origen primero y su primer autor, escribe en su tercera Instrucción Sinodal[17], habría que penetrar hasta en las misteriosas profundidades del cielo de los ángeles. Aquel a quien Lucifer, constituido en estado de prueba, no quiso adorar, no quiso servir, aquel con quien pretendió igualarse sería difícil creer que fuese el Dios del cielo. Una naturaleza tan iluminada, con espíritu originariamente tan recto y bueno, no parece capaz de tan gratuita y loca rebeldía. ¿Cuál fue, entonces, la piedra en que tropezaron Satanás y sus ángeles? David, cometado por San Pablo, la escritura interpretada por los más ilustres doctores, proyectan admirables luces sobre este hecho primordial del cual arrancan tantas consecuencias.
”La fe nos enseña que el Dios creador, cuando por un acto libre y sobrenatural gratuito de su voluntad decidió descender personalmente a su creación, no requirió para unirla hipostáticamente a su Verbo ni la substancia puramente espiritual del ángel, ni la substancia puramente material del ser irracional. El Hijo único de Dios se hizo hombre; tomó un cuerpo y un alma; se colocó así en el centro del universo creado, ocupando el justo medio entre las esferas superiores y las inferiores, comunicando su vida y su influjo divino al mundo visible y al mundo invisible, como mediador, salvador, iluminador de cuanto estaba por naturaleza, por encima y por debajo de su humanidad sagrada…
”Este prodigio y este verdadero exceso de amor divino fue en opinión de muchos padres y teólogos, el principio y la ruina de Satanás… Creer en el Hijo de Dios hecho hombre, esperar en Él, amarle, servirle, adorarle, tal fue la condición de salvación. Los dos testamentos nos dicen que ese precepto fue dirigido tanto a los ángeles como a los hombres; en ambos está escrito: «Ei adorent eum omnes angeli ejus».
”Satanás se estremeció al pensar que tendría que prosternarse ante una naturaleza inferior a la suya, y sobre todo recibir él mismo de esa naturaleza tan singularmente privilegiada, un suplemento permanente de luz, de ciencia, de mérito y un aumento eterno de gloria y beatitud. Estimándose herido en la dignidad de su condición nativa, se atrincheró en el derecho y en la exigencia del orden natural, no quiso adorar la majestad divina en un hombre, ni recibir en sí mismo un aumento de resplandor y felicidad que derivasen de esa humanidad deificada. Al misterio de la encarnación opuso el de la creación; al acto libre de Dios opuso un derecho personal; en fin, contra el estandarte de la gracia, alzó la bandera de la naturaleza...”.
Por lo demás, aparte de toda opinión referente a ese carácter especial del pecado de los ángeles malos, es cierto, como lo enseña santo Tomás, que “el crimen del demonio fue o bien el colocar su fin supremo en lo que podía alcanzar sólo con las fuerzas de la naturaleza, o bien el querer lograr la beatitud gloriosa mediante sus facultades naturales sin ayuda de la gracia…”[18].
“Así, pues, todo el trabajo del infierno se traduce fatalmente en odio a Cristo (y a su Iglesia) por la negación de todo orden (sobrenatural) de la gracia y la gloria: así fue cómo la herejía de los últimos tiempos vino a ser y a llamarse naturalismo, porque el naturalismo es el anticristianismo por excelencia”.
“El punto de donde cayó Satanás es aquel de donde quiere precipitar a los demás…”[19].
Y eso desde el principio.
*          *          *
El pecado original, primer pecado del hombre, también fue (siempre bajo el influjo de Satanás) un pecado de naturalismo.
“El primer hombre —enseña santo Tomás de Aquino— pecó de dos modos: pecó, principalmente, al desear parecerse a Dios en lo que toca a la ciencia del bien y del mal, con el fin de poder en virtud de su propia naturaleza determinar por sí mismo lo que conviene o no conviene hacer; y pecó, secundariamente, al desear parecerse a Dios en lo que toca al poder de acción, con el fin de conquistar por la virtud de su propia naturaleza la bienaventuranza. En una palabra, deseó, como los ángeles, igualarse a Dios, apoyándose tan sólo en sí mismo y menospreciando el orden (sobrenatural) y la regla establecida por Dios”[20].
Así “despreciando un destino superior a la naturaleza —escribe Jean Daujat—, al querer la naturaleza vivir su vida propia (vivir su vida según frase hoy tan corriente) y encontrar en ello plena satisfacción, el naturalismo es el primer error, el error sobre la opción fundamental en el cual se empeña todo el destino humano. No es, pues, cosa de extrañarse el que históricamente el naturalismo haya inaugurado toda la serie de los errores modernos”[21].
El naturalismo es, pues, pecado fundamental y, si se puede decir, más específicamente satánico que cualquier otro.
Atenerse a la naturaleza, rechazar el orden divino de la gracia, o, dicho de otro modo, separar lo natural de lo sobrenatural o, si se prefiere, según la enérgica frase de San Juan[22], “disolver a Jesucristo” (pues en eso precisamente desemboca esa separación de lo natural y de lo sobrenatural), he aquí el pecado inicial y desgraciadamente renovado, el pecado clave; en realidad, el único y grande drama del mundo.
San León ya advertía, en su octavo discurso sobre la Natividad[23]: “No conocemos, desde la llegada de Jesucristo, casi ningún extravío del pensamiento humano en materia religiosa, que no fuera, de uno u otro modo, un ataque contra aquella verdad de las dos naturalezas reunidas ambas en la persona única del Verbo”[24].
Unde cecidit, inde deficit”. Donde el mismo Satanás cayó es claro que quiera hacer caer a los otros. Se empeña en ello con todas sus mañas, su sutileza, su duplicidad toda; de aquí la variedad de sus trampas y enredos; de aquí la extrema multiplicidad de los varios modos de naturalismo.
Violento y agresivo en unos, más manso, aunque más explícito, en otros, el error sabe hacerse imperceptible e inconfesado, implícito, solamente práctico… Hasta negará ser naturalismo cuando lo es en realidad. En esas malezas hay que perseguirle, si se le quiere combatir eficazmente, ya que merced a ellas causa un mayor número de víctimas.
Continuará…
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[1] Opus, cit., p. 115.
[2] Oeuvres, t. V, p. 170. Las referencias que este libro se hacen a las Obras del cardenal Pie están tomadas generalmente de la edición de Oudin, de Poitiers.
[3] Opus, cit., t. III, p. 256.
[4] Ibíd., t. V, p. 52.
[5] Suma Teológica, IIa, IIae, q. CXXXVI, art. 4, ad. 3.
[6] Ami du Clergé, 30 de abril de 1903.
[7] Cf.: igualmente en esta grave materia, los considerandos de la sentencia dictada contra el abate Lemire por el tribunal de la Santa Rota Romana (Semaine Religieuse de Cambrai, 27 de enero de 1914): “… Todos los que en la constitución actual de los Estados influyen con sus votos sobre el gobierno, todos los que eligen sus diputados, todos los electores deben conocer seriamente el valor de los hombres que reclaman el grave honor de representarles. Inspirándose en esta verdad, los jueces han dicho que los directores de los periódicos tenían, no solamente el derecho, sino el deber de exponer cuidadosamente los hechos que ponen de relieve la intención, el plan, las cualidades, el valor de los diputados… Sin embargo, han añadido los jueces los directores de los periódicos no pueden calumniar, es decir, inventar, por imprudencia o ligereza, verdaderas falsedades. De esto se deduce que el interés del Estado exige que los hombres públicos puedan ser enjuiciados por la opinión; de aquí que el publicista que expone en las noticias hechos perjudiciales a la reputación de los hombres públicos no debe ser tratado como un vulgar difamador. Al contrario, hay que presumir que este publicista no ha querido perjudicar al prójimo, sino que ha querido cumplir con su deber y trabajar por el bien general, alejando de las funciones públicas a hombres realmente peligrosos para sí mismos, para los demás y para todo el Estado. Nadie ignora que esta regla está admitida abiertamente por el derecho procesal y enseñada en todas las escuelas de todas las naciones civilizadas. En lo que concierne al fuero eclesiástico, basta citar la observación de Raynaldus: según este autor, cuando los santos Padre se vieron precisados a censurar doctrinas falsas y peligrosas, lo hicieron en términos muy violentos y con invectivas no encubiertas para denunciar las astucias de los hombres que propagaban el error entre los pueblos cristianos. A pesar de esta vehemencia, nadie ha osado acusarles de violar las leyes de la justicia y de la caridad. La táctica de los santos Padres lo prueba la historia, ha preservado a los pueblos de la influencia sutil de las herejías y de los heréticos…”.
“Monseñor Delassus no temió escribir contra el abate Lemire: ‘En cuanto a su honor sacerdotal, hace largo tiempo que el Sr. Lemire lo ha pisoteado’. Una apreciación semejante no podía hacerse sobre un simple particular, cuyos actos, aunque muy malos, quedan encerrados entre los muros de su casa o, por lo menos, o traspasa los límites de su dominio… Por el contrario, si se trata de un hombre que ejerce una función pública, de un hombre cuya conducta debe ser juzgada por los electores, conviene, y aún más, importa al Estado que la conducta de este hombre sea discutida. Por tanto, la apreciación que Mons. Delassus ha hecho sobre el sacerdote Lemire en la época en que fue votada la nefasta ley de la «Separación»… El favor de que goza en Francia el Sr. Lemire es de tal modo opuesto a la dignidad sacerdotal, secunda de tal manera los proyectos de los autores de la ley de «Separación» que el Sr. Lemire ha sido llamado en broma y no sin sagacidad “el capellán del Bloque”. Este apelativo ha pasado a ser proverbial en buen número de medios: celebra perfectamente las alabanzas del sacerdote que ha hecho tantos méritos entre los enemigos de la Iglesia. Por esto, diciendo que el Sr. Lemire había desgarrado con sus propias manos y pisoteado su dignidad sacerdotal, el redactor de la revista católica (Mons. Delassus) ha expresado una verdad que muchas gentes piensan y sienten, una verdad que no escapa a nuestros adversarios, convencidos de que un sacerdote como el Sr. Lemire sirve perfectamente a su causa… En consecuencia…”.
[8] Opus. cit., caps. XXII y XXIII. Cf., principalmente pp. 116-117.
[9] Apresurémonos, después del toque de atención sobre este punto de doctrina un poco severo, añadir que podríamos hablar, nosotros también, de una justa tolerancia hacia las personas. Todo el último capítulo de esta segunda parte será consagrado a este problema. Además, ¿hay necesidad de hacer observar que al recordar esta necesidad de combatir a las personas en ciertas ocasiones no hemos buscado justificarnos nosotros mismos? Nuestro trabajo se mantiene alejado de toda polémica. Solamente quedamos más tranquilos recordando lo que acabamos de decir.
[10] Cf. la declaración, al principio de este siglo, de un concilio provincial español (Prov. Eclesiástica de Burgos): “Los peligros que corre la fe del pueblo cristiano, son numerosos, pero, digámoslo, se encierran en uno solo, que es su gran denominador común, el naturalismo… Llámese racionalismo, socialismo, revolución o liberalismo, será siempre, por su condición y esencia misma, la negación franca o artera, pero radical, de la fe cristiana, y, por consecuencia, importa evitarlo con premura y cuidado, tanto como importa salvar las almas”.
[11] Oeuvres complètes, T. V., p. 41.
[12] Cf. el elogio del cardenal Pie por Pío IX: “No solamente habéis enseñado siempre la buena doctrina, sino que, con el talento y elocuencia que os distingue, habéis tocado con tanta sagacidad y seguridad los puntos, que era necesario y oportuno aclarar, según la necesidad de cada día, que, para juzgar rectamente de las cuestiones y saber adoptar a ellas la conducta, bastará a cada uno el haberos leído…”. Carta de Pío IX al cardenal Pie en 1875, con ocasión de la publicación de sus obras.
[13] Oeuvres, t. VII, p. 183.
[14] Ibíd., t. VII, p. 191.
[15] Ibíd., t. VII, p. 192.
[16] Ibíd., t. VII, pp. 193-194.
[17] Ibíd., t. V, p. 41.
[18] Sum. Teol., Ia, IIae, q. 63, a. 3, conclus.
[19] Cardenal Pie, Oeuvres, t. V, p. 45.
[20] Sum. Teol. IIa IIae, q. 163, art. 2. “Tal es la doctrina de santo Tomás, mucho más racional que la que atribuye la caída de Adán al amor excesivo a su esposa. Dado el perfecto equilibrio de sus facultades, el desorden no podía ser introducido en él por el deseo  de un bien sensible, sino solamente por la complacencia en sí mismo y por el deseo de un bien intelectual o espiritual fuera de su alcance… De otro modo, no se explicaría la terrible ironía con que Dios le persiguió después de su caída: «He aquí que Adán ha llegado a ser como uno de nosotros». Para él también el primer pecado es interior, exento de error y de pasión, plenamente voluntario; el resto es ya accesorio; que Eva haya sido, para él, una ocasión de escándalo, que haya aceptado el fruto prohibido por complacerla poco importa. Había ya pecado en su corazón… Voluntariamente, Adán rechazó a Dios como a un Señor inoportuno y se colocó en el puesto del Creador, erigiéndose como el único centro de todo, como el único fin en sí…”. Cf. Monseñor Prunel, Cours de Religion, t. IV, pp. 33, 34, 35 (Beauchesne).
[21] No hay que extrañarse, tampoco, de que para poner remedio al mal contemporáneo atacándole en sus orígenes, la Providencia haya escogido, en nuestros días, como fuente de renovación cristiana y vía de salvación para la humanidad de hoy, una influencia cada vez mayor de María: de Aquella que, de una vez para siempre, ha herido el naturalismo en la cabeza y sacado a la humanidad de esta vía mortal por el «sí» total, sin remisión, en una entrega total a la obra de Dios en ella, el «sí» que ha pronunciado aceptando dar a Cristo su naturaleza humana, y por ello, aceptando, en el nombre de toda la humanidad, la venida de Dios a esta misma humanidad. Que aquella que ha pronunciado el «sí» total, que habían rehusado Lucifer y Adán y, por ello, ridiculizado para siempre su «no», reine cada vez más, es la única esperanza de resurrección para un mundo que ha exaltado la negación hasta el delirio. La Salette, Lourdes, Pontmain, Fátima, son las etapas de la «salvación» (Juan Daujat).
Por lo tanto, para ser completa, toda obra sobre la realeza social de nuestro Señor Jesucristo debe, al menos indicar como una prolongación inevitable de esta primera soberanía el reinado social de María… El orden social cristiano por el reinado social de María, tal es el título del opúsculo del R. P. Gabriel-Marie Jacques, de los hermanos de San Vicente de Paul (Editions du regne social de Marie, 29, rue de Lourmel, París 15e).
Cf. igualmente las memorias del Congreso de La Cité Catholique en Angers (1954), Verbe, núm. 64 y sup. Núm. 7.
[22] Epístola primera de San Juan, IV, 3. No es inútil citar aquí los tres primeros versículos de este capítulo IV. El apóstol del Amor, en efecto, nos pone en guardia a cada uno de nosotros: “Carísimos, no creáis a cualquier espíritu; sino examinad los espíritus si son de Dios, porque muchos seudoprofetas se han levantado en el mundo. Podéis conocer el espíritu de Dios por esto: todo espíritu que confiese que Jesucristo ha venido en carne (unión de lo sobrenatural y de lo natural) es de Dios; pero todo espíritu que no confiese a Jesús: qui solvit Jesum (separación de lo natural de lo sobrenatural), ése no es de Dios, es del Anticristo, de quien habéis oído que está para llegar, y que al presente se halla ya en el mundo…”.
[23] Monseñor Pie, comentando este pasaje, hace observar que el santo papa y doctor justificaba este aserto con un estudio completo de las herejías que se habían sucedido hasta su tiempo. “Enumeración curiosa —prosigue el obispo de Poitiers—, después de la cual, como observa el docto Thomassin, no queda a ninguno de los sistemas nacidos después de este gran papa, ni el mérito de la invención, ni el interés de la novedad. Los sofistas del siglo XIX, así como los sectarios del siglo XVI, vienen a colocarse a la cola de una larga serie de antepasados en una y otra de las categorías asignadas, desde antiguo, a los negadores de la encarnación. Esto es para nosotros el principio de una fuerza y nos da, a veces, la apariencia de un desdén que asombra. Nuestros contemporáneos sobre todo, muy poco familiarizados con la historia religiosa del pasado, se escandalizan fácilmente del poco alcance que damos a ciertos escritos, en que su apreciación incompetente había creído percibir puntos de vista nuevos y enteramente embarazosos para los defensores de la ortodoxia. No podríamos compartir su asombro ingenuo… Está permitido, sin faltar a la modestia, tener alguna conciencia de su fuerza, cuando se tiene el derecho de decir a los que se constituyen en innovadores: ‘Os conozco; hace siglos que os nombráis Simón, Carpocras, Cerinto, Ebión, Basilides, Marcion, Manes, Prisciliano, Valentino, Sabelio, Hermógenes, Arrio, Apolinar, Teodoro de Mopsueste, Celso, Portirio, Juliano, Nestorio, Pelagio, Eutiques, Ciro de Alejandría, Félix de Urgel etc.: en fin, en tiempos más cercanos Miguel Servet, Fausto, Socino, etc.’” Cardenal Pie, opus. cit., t. V, p. 121.
[24] “Estos hombres destruyen —dice Pío IX en Quanta cura, hablando de los naturalistas—, estos hombres destruyeron absolutamente la cohesión necesaria que, por voluntad de Dios, unió el orden natural y el orden sobrenatural…”.
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