jueves, 21 de agosto de 2014

Para que Él reine - II Parte, Cap. 2

CAPÍTULO II
LA REVOLUCIÓN
¿QUÉ ES LA REVOLUCIÓN?
¡La Revolución! Así presentada con artículo determinado y con R mayúscula, la palabra no ofrece confusión a nadie.
Releamos los discursos, las obras, de los hombres políticos del siglo pasado o del actual, ya sean liberales, radicales, socialistas o comunistas, todos se proclaman hijos de la Revolución, como es a la Revolución a quien han pretendido combatir la mayor parte de los pensadores católicos, clérigos o seglares; papas, obispos, religiosos, sacerdotes o simples escritores, desde hace más de ciento cincuenta años.
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Valga la confesión de los mismos revolucionarios.
Para subrayar bien el carácter universal de las corrientes que empezaban a hacer estallar sus diques, Barère anunciaba a los miembros de los Estados Generales: “Estáis llamados a empezar de nuevo la historia”. Y Thuriot en la legislativa[1]: “La Revolución no es solamente para Francia; somos los responsables de ella ante la humanidad”.
“Desde que el pensamiento se ha emancipado —escribe León Bourgeois—, desde que el espíritu de la Reforma, de la filosofía[2] y de la Revolución ha entrado en las instituciones de Francia, el clericalismo[3] es el enemigo”.
Y en cierto número del “Journal des Débats” de 1852: “Somos revolucionarios; pero somos hijos del Renacimiento y de la filosofía antes de ser los hijos de la Revolución”.
“Se quiere destruir a la Revolución —clama también Bonaparte en la Historia de Thiers[4]—. Pero la defenderé, pues la Revolución soy yo”.
Y Jules Ferry: “Los invitamos a sostener con nosotros el combate de todos los que proceden de la Revolución, de todos lo que han recibido su herencia”[5].
Y Viviani: “Estamos encargados de preservar de cualquier ataque al patrimonio de la Revolución”[6].
Y, finalmente, en el periódico “La Revolution Française[7], firmado por “un socialista”: “El mundo moderno se halla situado en una alternativa: o el triunfo de la Revolución, o un retorno sencillo y puro al cristianismo”.
Escuchemos ahora, a los enemigos de la Revolución.
“La Revolución no se parece a nada de lo que se ha visto en el pasado”, observa Blanc de Saint Bonnet[8].
“Durante mucho tiempo la hemos considerado como un acontecimiento —precisa José de Maistre[9]—; estábamos en un error; es una época”. Y en carta escrita en 1806 a de Rossi: “La Revolución es una de las más grandes épocas del universo… Durará, quizás, dos siglos… Cuando pienso en todo lo que debe ocurrir en Europa y en el mundo, me parece que la Revolución empieza”[10]. “Si hay algo de evidente es la inmensa base de la Revolución, que no tiene otros limites más que el mundo”[11]. Y en 1819, o sea en plena Restauración, continuaba escribiendo: “La Revolución está en pie, y no solamente está en pie, sino que camina, corre, arremete”[12]. “… Nada hace presagiar su fin. Ha ocasionado ya grandes desgracias, y anuncia mayores todavía”[13].
Así hablaba José de Maistre. Y de igual forma, setenta años más tarde, con ocasión del centenario del 1789, monseñor Freppel no dejó de decir: “Sería temerario pretender que la Revolución ha llegado a sus últimas consecuencias y que ha recorrido un ciclo ya agotado; sería más justo el pensar que, lejos de haber llegado a su término, prosigue su camino, yendo de una etapa a otra… Si todo se hubiese limitado, en 1789 y en 1793, a derribar una dinastía, a sustituir una forma de gobierno por otra, esto no hubiese supuesto más que una de muchas catástrofes de cuyos ejemplos está llena la historia. Pero la Revolución tiene un carácter muy distinto: es una doctrina o si se quiere un conjunto de doctrinas, en materias religiosa, filosófica, política, social. He ahí lo que le da su verdadero alcance y es desde esos diversos puntos de vista donde conviene situarse para juzgarla, en sí misma y en su influencia sobre las doctrinas de la nación francesa, así como sobre el curso general de la civilización”[14].
La Revolución continuaba, pues, en tiempos de monseñor Freppel.
“Quisiéramos que el Estado —escribía Blanc de Saint-Bonnet[15]— se proclamase abiertamente ateo, que esa declaración fuese el objeto de una ley. Eso es lo que esperamos de la Revolución”. “¿Por qué, oh nación mía, has desterrado al Dios que te había hecho tan grade, y entregado tu fe a la Revolución? ¡No hay término medio! ¡O ver reinar la Iglesia en nuestras costumbres o ver reinar la Revolución!”[16].
“Es inútil disimularlo, podía escribir aún el padre d’Alzon (1876); La guerra es entre la Revolución y la Iglesia. La Iglesia ha tenido otros enemigos…; los ha vencido todos. Hoy, tiene que vérselas con la Revolución”.
Por eso, Pío X, en su carta sobre “Le Sillon”, no dejará de reprochárselo: “… El soplo de la Revolución ha pasado por ahí… Se atreven a tratar a nuestro Señor Jesucristo con una familiaridad soberanamente irrespetuosa y…, al estar su ideal emparentado con el de la Revolución, no temen hacer, entre el Evangelio y la Revolución, comparaciones blasfematorias”.
Monseñor Gaume la ha definido así: “Sí, arrancándole la máscara, le preguntáis: ¿quién eres tú?, ella os dirá:
“No soy lo que se cree. Muchos hablan de mí, pero pocos me conocen. No soy ni el carbonarismo…, ni el motín…, ni el cambio de la monarquía en república, ni la sustitución de una dinastía por otra, ni los disturbios momentáneos del orden público. No soy ni las vociferaciones de los jacobinos, ni los furores de la Montaña, ni el combate de barricadas, ni el saqueo, ni el incendio, ni la ley agraria, ni la guillotina, ni los ahogamientos. No soy ni Marat, ni Robespierre, ni Babeuf, ni Mazzini, ni Kossuth. Esos hombres son mis hijos, no son yo. Esas cosas son mis obras, no son yo. Esos hombres y esas cosas son hechos pasajeros y yo soy un estado permanente.
“Soy el odio de todo orden no establecido por el hombre y en el cual no sea rey y Dios a la vez. Soy la proclamación de los derechos del hombre sin preocupación de los derechos de Dios. Soy la fundación del estado religioso y social sobre la voluntad del hombre en vez de la voluntad de Dios. Soy Dios destronado y el hombre puesto en su lugar (el hombre llegando a ser el mismo su fin). He aquí por qué me llamo Revolución, es decir, trastrocamiento…”[17].
Y, más cercano a nosotros, el papa Benedicto XV: “Bajo el efecto de la loca filosofía salida de la herejía de los innovadores y de su traición… estalló la Revolución, cuya extensión fue tal que conmovió los cimientos cristianos de la sociedad, no solamente en Francia, sino poco a poco en todas las naciones”[18].
El papa Pío XI: “Espantosa y lamentable sedición, total trastrocamiento del régimen social que, a finales del siglo XVIII, hizo estragos en Francia persiguiendo rencorosamente las cosas divinas y humanas…
“En aquel tiempo los hombres innobles se hicieron atrevidamente con el poder, disfrazando el odio que los agitaba respecto a la religión católica bajo el falaz pretexto de filosofía, y procuraron con todas sus fuerzas abolir el nombre cristiano”[19].
Y Pío XII: “¿Quién podría sorprenderse de que los adversarios de la Iglesia, inconscientes de los verdaderos intereses de Francia, hayan buscado provocar la fisura que, en sus planes, debía, poco a poco, ensancharse y profundizarse? Carentes de principios doctrinales, precisos y seguros, el mundo intelectual, sobre todo desde el fin del siglo XVIII, estaba mal preparado para descubrir las infiltraciones peligrosas, para reaccionar contra su penetración insensiblemente progresiva”[20].
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Limitemos nuestras citas a lo dicho.
Bastan para justificar lo que hemos afirmado sobre el sentido y uso de esta fórmula: la Revolución. Amigos y adversarios están de acuerdo.
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Conocer el error, conocer el naturalismo para refutar sus sofismas, no basta. Hay que conocer el aparato humano del error. Hay que conocer la Revolución.
En su obra “La Royauté du Christ et le Naturalisme organicé” el R. P. Denis Fahey, c. s. s., lo indica oportunamente: “Los católicos sucumben bajo las maquinaciones de los enemigos de nuestro Señor porque no están formados para el verdadero combate de este mundo. Salen de la escuela sin un conocimiento adecuado de la oposición organizada que deberán encontrar y no tienen más que nociones muy vagas sobre los puntos de organización social que deben defender porque están verdaderamente atacados. No se dan cuenta que la finalidad suprema de la oposición es el derrumbamiento del orden cristiano. No están acostumbrados a pensar que deben unirse, ante todo, con los otros católicos para promover la causa de nuestro Señor… Manifiestan de esta forma una carencia de cohesión lamentable y una debilidad detestable para con los intereses de Jesucristo, de tal suerte que los católicos que militan realmente por una verdadera cristiandad están siempre seguros de encontrar otros católicos en el campo opuesto”.
LA REVOLUCIÓN ES SATÁNICA
“Satanás es el primer revolucionario”, ha dicho Proudhon, y el padre Ramière, en su admirable obra “Le règne social du Coeur de Jesús”, al hablar de los enemigos de este reino, no teme escribir a su vez: “el primer enemigo es Satanás”.
Así, el eminente jesuita y el revolucionario están de acuerdo sobre el lugar en que se debe situar al infernal personaje.
Aparece así la estrecha relación que une el orden de las ideas al de las fuerzas concretas.
La referencia a Lucifer es indispensable en este capítulo de la acción de las fuerzas enemigas, como lo era en la descripción meramente teórica del naturalismo.
No nos proponemos ridiculizar las “diablerías” a poco coste: demasiado sabemos en qué forma la torpeza de ciertos ataques, lejos de quebrantar lo que se pretende destrozar, actúa a su favor por el ridículo mismo de que se cubre al asaltante inconsiderado o exagerado.
ODIO DE SATANÁS CONTRA JESUCRISTO Y SU IGLESIA
“Satanás combate en todas partes —escribe el R. P. Fahey— y en todas partes intenta eliminar lo sobrenatural.
“El ser entero de este puro espíritu, toda esa incansable energía de la cual nosotros, pobres criaturas de músculos y nervios, no podemos hacernos una idea adecuada, está, siempre y por todas partes dirigida contra la sumisión sobrenaturalmente amorosa a la Santísima Trinidad. Nosotros cambiamos de parecer y tenemos necesidad de descanso y de sueño. No le ocurre lo mismo a Satanás. Toda su espantosa energía está dirigida, sin cesar, con el más infatigable encarnizamiento contra la obra de salvación y de restauración del Verbo hecho carne”.
Hemos visto que el resultado de tal revuelta era, sobre el plan de las ideas, el naturalismo.
Desde el punto de vista en que ahora nos situamos, el de un combate más concreto, podemos observar que los ataques del infierno tendrán, primeramente, como objetivo la humanidad en general, en cuanto privilegiada del Amor divino; seguidamente el orden cristiano más estrictamente considerado, y en fin, la Iglesia Católica, más directamente vulnerable en sus miembros, laicos y sacerdotes. Los sacerdotes, sobre todo, serán el objeto del odio infernal, no solamente porque son cristianos por excelencia, sino porque son los hombres de la misa.
La misa es, en efecto, la renovación de ese sacrificio del Calvario por el cual la humanidad se reconcilia con Dios, con lo que el orden inicial se encuentra de esta forma restablecido por una unión nueva, en cierta manera, de lo natural y de lo sobrenatural: unión que habían destruido y como rechazado nuestros primeros padres.
“El olvido de esas verdades fundamentales —escribe el R. P. Fahey— hace difícil a las gentes, que no leen más que los periódicos y frecuentan el cine, comprender el odio a la misa y al sacerdocio mostrado por la Revolución, masónica o comunista en España, en México o en otras partes. La formación dada por Moscú no basta para justificarlo…”.
De todas maneras, no huelga saber distinguir lo que Satanás buscaba con la crucifixión de nuestro Señor y la finalidad que persigue ahora, al provocar y dirigir los ataques contra los que celebran misa y los que a ella asisten.
“Satanás movió a los jefes del pueblo judío a desembarazarse de nuestro Señor, pues tenía conciencia de la presencia en el hombre Jesucristo de una excepcional intensidad de esa vida sobrenatural que detesta; pero, ciertamente, no quería y no pensaba entrar en el orden del plan divino de la Redención. Su orgullo no le permitió comprender el misterio de un Amor que llegaba hasta la divina locura de una inmolación en la Cruz. Los demonios no sabían, en efecto, que el acto de sumisión del Calvario significaba el retorno al orden divino por la restauración de la vida sobrenatural de la gracia para el género humano”[21].
San Pablo insiste diciendo que si (los demonios) “lo hubiesen sabido, no habrían nunca crucificado al Señor de la Gloria”[22]. Y Santo Tomás: “Si los demonios hubiesen estado absolutamente ciertos de que nuestro Señor era el Hijo de Dios y si hubieran sabido de antemano los efectos de su pasión y de su muerte, nunca hubieran hecho crucificar al Señor de la Gloria”.
“Pero si los demonios comprendieron demasiado tarde el sacrificio del Calvario, están, al contrario, perfectamente enterados de la significación de la misa. Ahí se adivina su rabia. Todos sus esfuerzos van dirigidos para impedir su celebración. Pero, no pudiendo terminar totalmente con este acto único de adoración, Satanás intentará limitarlo a los espíritus y a los corazones del menor número posible de individuos…”.
Y esta lucha continuará hasta el fin de los tiempos.
De esta forma se comprenden las apremiantes recomendaciones de los apóstoles y de los santos para ponernos en guardia contra Satanás y sus demonios. Conocemos la fórmula de San Pedro sobre el león rugiente buscando a quien devorar. San Pablo, por su parte, no temía escribir a los Efesios[23]: “Vestíos de toda armadura de Dios para que podáis resistir a las insidias del diablo, que no es nuestra lucha contra la carne y la sangre, sino contra los principados, contra las potestades, contra los dominadores de este mundo tenebroso, contra los espíritus malos de los aires. Tomad, pues, la armadura de Dios para que podáis resistir en el día malo, y, vencido todo, os mantengáis firmes”.
Cuando se ha comprendido el sentido y el alcance de esta lucha, cuando se conoce el plan de universal restauración realizado por Jesucristo y su Iglesia, aparece inevitable que Lucifer y todo el infierno con él se encarnicen en hacer fracasar este plan y que a la catolicidad (entiéndase: a la universalidad) de la salvación operada por la acción sobrenatural de la gracia, Satanás busque oponer la negación de un universalismo puramente natural, del cual el Señor de la Gloria sería expulsado y en el cual la obra de la redención estaría neutralizada, anulada.
Pero… “ad ortu solis usque ad occasum… in omni loco sacrificatur et offertur Nomini Meo oblatio munda… – De levante a poniente, en todas partes, he aquí que sacrifican y ofrecen a Mi Nombre una oblación pura…”.
Esta frase del profeta Malaquías indica, por el contrario, el orden divino.
Que la misa sea celebrada y bien celebrada (entiéndase: según la voluntad misma de Dios formulada por los santos cánones de la Iglesia). Que pueda ser celebrada de levante a poniente, en todos los lugares… Que pueda haber, para celebrarla, numerosos sacerdotes, santos y doctos en la ciencia de Dios… Que todo esté ordenado en este mundo, para que los méritos de la misa puedan extenderse lo más abundantemente, lo más totalmente sobre el mayor número posible, y para eso, obrar de tal suerte que todo esté puesto en práctica, directa o indirectamente, sobrenatural y naturalmente, con el fin de que el mayor número posible esté lo mejor preparado para cosechar, gustar, buscar esos frutos de salvación eterna más universalmente conocidos…, ¿no son éstas realmente las razones supremas del orden universal, y por tanto, la primera justicia?[24] Finalmente todos los esfuerzos de la Iglesia en cuanto que ella está directamente encargada del magisterio y del ministerio específicamente religiosos y sobrenaturales. Finalidad muy real, aunque indirectamente buscada, del mismo poder civil y de las instituciones. Finalidad real de ese mínimo, por lo menos, deseable de bienestar, de expansión material, intelectual y moral que Santo Tomás nos ha enseñado que era indispensable, comúnmente, para la práctica de la virtud. Finalidad real de esa defensa de las buenas costumbres, que es uno de los primeros deberes del principado. Finalidad, real, en fin, de esa paz, de esa comunidad, de esa comunión entre los individuos, las clases o las naciones, de las cuales, está bastante claro, el mundo está atrozmente alejado, como también está atrozmente alejado de Dios.
He ahí, pues, en su magnífica unidad, el plan natural y sobrenatural del universalismo cristiano o catolicismo. Sabemos que San Ignacio ha hecho de ellos el “Principio y Fundamento” de sus “Ejercicios”.
“El hombre es criado para alabar, hacer reverencia y servir a Dios, Nuestro Señor, y, mediante esto, salvar su alma. Y las otras cosas sobre la haz de la tierra son criadas para el hombre y para que le ayuden en la prosecución del fin para que es criado. De donde se sigue tanto ha de usar de ellas cuanto le ayuden para su fin, y tanto debe quitarse de ellas cuanto para ello le impiden”.
He ahí, pues, lo que Satanás no puede dejar de combatir.
Por la persecución manifiesta, o de otro modo, por la presión hábil de un conjunto de instituciones sofisticadas, prohibir alabar, honrar, servir a Dios, nuestro Señor, y, en consecuencia, entorpecer la salvación de las almas, es imposible que no sea la mayor preocupación del infierno.
Que todas las cosas que hay sobre la tierra estén dispuestas, presentadas o consideradas de tal suerte que, lejos de ayudar al hombre en la consecución del fin que Dios le ha señalado al crearlo, lo desvíen de él o lo hagan olvidar; animarlo todo, ordenarlo todo, las instituciones, el poder, las modas, la enseñanza, los espectáculos, la prensa, la literatura, la radio, la misma ciencia y las artes, la atmósfera de la calle, el trabajo y el descanso, la comida y la bebida, el amor y el matrimonio, las diversiones y las tristezas, la religión misma (corrompiendo su doctrina), la vida toda entera, sin olvidar la muerte y la forma de morir, animarlo todo, ordenarlo todo, de tal suerte que no se pueda pensar en Dios sino lo más difícilmente posible, tal es, y no puede ser otra, la ambición suprema de Satanás.
Todo lo que puede tender a un resultado semejante, todo lo que puede ayudar a acercarse a él, incluso parcialmente, no puede dejar al infierno indiferente y presto a trabajar por ello.
¡Ay! ¿Cómo poder negar hasta qué punto la descripción que acabamos de hacer sobre el plan satánico coincide con la de nuestra actual civilización?
Satanás. Tal es, indudablemente, el primer enemigo, el primer revolucionario que debemos denunciar.
¿Es acaso preciso, además, hacer observar que no se trata en modo alguno de hablar aquí de esos fenómenos sensibles, extraordinarios y relativamente raros por los cuales Dios autoriza, a veces, la manifestación más materialmente real de la acción satánica? No es que nos neguemos a creer en ellos. Sería imposible hacerlo sin tachar de falsos al Evangelio y a una gran cantidad de hechos rigurosamente ciertos de la historia de la Iglesia. No es que queramos designar algo absolutamente prodigioso, algo excesivamente extraordinario, sino, al contrario, queremos señalar la acción ordinaria, y para decirlo todo, continua, del infierno, entre nosotros. Satanismo auténtico, pero sin olor a chamusquina o apariciones de diablos cornudos.
Al no considerar las cosas más que de esta manera, a la luz de la fe, la existencia de una “contra-Iglesia”[25], lejos de aparecer como el fruto de imaginaciones trastornadas, se presenta como una cosa normal. Lo sorprendente sería que no existiese. Su acción es tan indispensable a los designios del infierno para que se pueda dudar que no ha hecho todo lo posible para fundarla. Este argumento bastaría por sí sólo. La cuestión es evitar, como se dirá más adelante, el sucumbir a la ilusión de algunas descripciones simplistas y demasiado infantiles.
El diablo, en efecto, no conseguirá reinar en el mundo sin la complicidad de la malicia de los hombres. Pero, una vez admitida esta complicidad de nuestra malicia, le resulta fácil animar y coordinar la revuelta de los malvados para multiplicar su poder.
En efecto, cuando se estudian las manifestaciones del mal y del error en el transcurso de los siglos, nos quedamos admirados por la sorprendente unidad, la extraordinaria constancia, la paciencia perseverante de esta marea de males y de fuerzas subversivas. Ahora bien, este espectáculo es extraño. Normalmente, el error y el mal, por el simple hecho de que son “carencia de ser”, no deberían tener ese carácter de incontestable unidad en su evolución y de fuerza ordenada en su progresión. Así, pues, y a despecho de los conflictos agudos, de las guerras salvajes, de las sangrientas rivalidades que hacen que se destruyan mutua y constantemente las tropas del error, es imposible no estar sorprendido de su extraordinaria persistencia y continuidad que tanta anarquía parecía, por el contrario, destinar a la más rápida desaparición, cuando no, a la más irrisoria de las impotencias.
Nada más normal que el mal y el error reaparezcan sin cesar. Nuestra naturaleza, viciada en su origen, basta para explicarlo; pero que el error y el mal lleguen a manifestarse ordinariamente como potencia organizada, universal y de tal naturaleza que consigan oponerse victoriosamente tanto a la energía como a la tenacidad de los mejores, esto es lo que la naturaleza humana, por sí sola, no sabría explicar, al menos hasta este punto. Tras la anarquía de las mentiras y de tantos proyectos impíos en el trascurso de la historia, se queda uno sorprendido por la acción de una gran potencia que, por decirlo así, organizaría, disciplinaría ese caos, asegurando, en cierta forma, su transmisión y su multiplicación.
El mismo Marquès-Rivière, al final de su muy naturalista “Histoire des Doctrines Esoteriques[26], se ha visto embarazado por este enigma. Y él también llega a preguntarse cómo explicar esta permanencia y esta universalidad. Descarta, ciertamente, “la teoría fácil de un Satanás inspirador oficial y cuasiautomático de todas las herejías a través del tiempo y del espacio…”. Pero, ¿qué propone? Una interrogación… ¿Solamente? Pero ¿dónde se habla de una “fuente de inspiración incesante en los planos sutiles del ser que aquélla tiene precisamente la pretensión de penetrar y de dominar?”.
El fracaso es morrocotudo.
Sin embargo, la fórmula nos basta.
Marquès-Rivière ha observado bien la naturaleza de la operación. Quedaba por descubrir el órgano que la realiza. Tal como se suponía, el historiador naturalista se ha negado a ello. Pero un católico no dejará de admirar una fórmula cuyos términos contribuyen, a pesar de todo, a dar una descripción bastante exacta de la acción que el infierno no puede dejar de ejercer en esta clase de asuntos… “Fuente de inspiración incesante”… teniendo “la pretensión de introducirse y dominar”… y que se ejerce “en los planos más sutiles de nuestro ser…”. Para naturalismo, no está mal.
“Si fuese yo el diablo —escribía Alban Stolz en 1845— y el pueblo me eligiera como diputado en el Parlamento, haría una moción, una sola, que procuraría al infierno el mayor número de clientes posible: propondría separar completamente la escuela de la Iglesia”.
Verdaderamente, he ahí lo que puede dar una muy justa idea de la acción satánica que más nos interesa en este capítulo.
Si la inteligencia humana ha podido concebir una medida tan susceptible de servir la causa del infierno, se puede asegurar que Satán no ha dejado de pensar también en ella. Si tal medida fuese tomada, seria pueril creer que los diablos se desinteresaban y se iban a juguetear a otra parte mientras aquélla se imponía.
Si, por añadidura, la historia nos revela un conjunto gigantesco y prácticamente universal de organizaciones, operaciones, transformaciones sociales, de las que lo menos que se puede decir es que este conjunto aparece como la más espantosa empresa que se haya jamás visto para minar la fe en las almas y arrancar el cristianismo de la vida de las naciones como de la vida de los individuos, es evidente que todo el infierno está, ciertamente, desencadenado en este asunto.
Y, por tanto, es muy razonable que una tal empresa pueda ser llamada satánica[27].
Es elocuente el paralelismo que puede establecerse recordando, de una parte, lo que el infierno desea, lo que interesa realizar, cuáles son las señales ordinarias de sus operaciones, y de otra parte, lo que desea, lo que intenta realizar la Revolución, cuáles son las señales ordinarias de sus operaciones.
*        *        *
continuará...
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[1] Discurso del 17 de agosto de 1792.
[2] Entiéndase: del filosofismo.
[3] Entiéndase: la religión…, y sobre todo, la religión católica.
[4]Histoire du Consulat et de l’Empire”, t. V, p. 14. Thiers pretende que Bonaparte dijo esto la noche del asesinato del duque de Enghien.
[5] Discurso del 5 de septiembre de 1880.
[6] Discurso del 15 de enero de 1901.
[7] Número de junio de 1879.
[8] En “La Restauration Française”.
[9] Oeuvres, t. VIII, p. 273.
[10] Ídem, t. XI, p. 284.
[11] Ídem, “Memoire” dirigida, en 1809, a Víctor Manuel 1°.
[12] Ídem, t. XIV, p. 156.
[13] Ídem, t. I, p. 406.
[14]La Révolution française”, p. 1 (Roger y Chernoviz, edit. 1889).
[15]La Restaruration Française”.
[16] “La Légitimé”.
[17] Mons. Gaume, “La Révolution. Recherches historiques”, t. I, p. 18, Lille. Secretariado Sociedad de San Pablo, 1877.
[18] Benedicto XV, A.A.S. 7 de marzo de 1917.
[19] Pío XI, “Actes”. Bonne Presse, t. 12, p. 132.
[20] Discurso del 26 de marzo de 1951 a la “Unión de Profesores y Maestros Católicos de la Universidad de Francia”.
[21] Como observa San Agustín, “Cristo no ha sido conocido por los demonios más que en tanto que lo ha querido. Cuando Él creyó conveniente ocultarse un poco más profundamente, el príncipe de las tinieblas dudó de Él y lo tentó incluso para saber si era verdaderamente Cristo, el Hijo de Dios” (“Ciudad de Dios” IX, 21). Cf. Suárez (ter. part. div. Thomae, Q. XLI, art. 1, co. III): “Sobre todo para saber si era el Hijo de Dios se acercó el demonio a Jesucristo para tentarlo”. Sus primeras palabras manifestaron su pensamiento: “Si eres el Hijo de Dios…”.
[22] 1 Cor. 11, 8.
[23] VI, 11, 13.
[24] Todas las revoluciones, ya sean francesas, rusas, españolas, americanas, etc.; han destruido, cerrado las iglesias, suprimido a los sacerdotes o, lo que es más grave, han intentado quitarles la posibilidad o incluso el deseo de la celebración cotidiana de la misa. Se podrían aún observar ciertas corrientes de ideas que se esparcen aquí o allá y según las cuales los sacerdotes deben contentarse (en el transcurso de congresos, por ejemplo) con asistir a la sola misa de uno de ellos y de comulgar como simples fieles en vez de tener que celebrar ellos mismos la misa.
[25] Que existe una “contra-Iglesia” es una realidad que Marquès-Rivière ha tenido que reconocer. Cf. su obra “La trahison spirituelle de la F. M.”, p. 242: “Existe una contra-Iglesia con sus escrituras, sus dogmas, sus sacerdotes, y la francmasonería es uno de sus aspectos visibles…”. Se conoce la expresión perfectamente justa de Tertuliano: “Satanás es el mono de Dios”. Y esta infernal imitación no aparece en ninguna parte más evidente que en la doctrina, los planes o la constitución misma de las fuerzas ocultas. “¿Dónde ha tomado la francmasonería el plano del templo?, se pregunta Dom Paul Benoit en “La cité anti-chrétienne”, 3ª parte, t. I, p. 154: “No se puede dudar de ello —responde— en la misma Iglesia católica: la sociedad soñada por la francmasonería no es más que una falsificación satánica de la comunión católica”. Bastaría para convencerse de ello subrayar la importancia que los textos masónicos que, explícitamente, hacen referencia a Jesucristo o a su Iglesia. Puede decirse que tales textos no son inteligibles más que en función del cristianismo y suponen, en cierta forma, su conocimiento, y por lo tanto, su existencia. Cf., por ejemplo, este texto de la iniciación al grado de “Epopte” de la secta de los iluminados de Baviera: “Nuestra doctrina es esa doctrina divina, tal como Jesús la enseñaba a sus discípulos, aquélla en la que les explicaba el verdadero sentido en sus charlas íntimas. Nuestro grande y para siempre célebre maestro Jesucristo de Nazaret, … vino a enseñar la doctrina de la razón… Para hacerla más eficaz, erigió esa doctrina en religión y se sirvió de las tradiciones recibidas de los judíos…”, etc. Cf., igualmente, estos pasajes de una carta de un jefe de los “iluminados”, Knigge: “Decimos que Jesús no estableció, en absoluto, la religión natural…, sino que quiso sencillamente restablecer en sus derechos, la religión natural…, que su intención era la de enseñarnos a gobernarnos nosotros mismos y… restablecer la libertad, la igualdad entre los hombres. Sólo se precisa (para que los iluminados lleguen a admitir eso) citar diversos pasajes de la Escritura y dar explicaciones verdaderas o falsas, no importa (sic), con tal que cada uno encuentre un sentido, de acuerdo con la razón en la doctrina de Jesús. Añadimos que esta religión tan sencilla, fue seguidamente desnaturalizada, pero que se mantuvo y nos ha sido transmitida por la francmasonería… Nuestras gentes verán así que tenemos el verdadero cristianismo y no nos quedará más que añadir algunas palabras contra el clero y los príncipes… (Pero), en nuestros últimos misterios, debemos, en primer lugar, revelar a los adeptos este piadoso fraude, y seguidamente demostrar por los escritos, el origen de todas las mentiras religiosas” (Carta de Knigge a Zwach. “Ecrits orig.”, t. II. Abbé Barruel, “Memoire pour servir a l’histoire du Jacobinisme”, t. III). Para la secta de los iluminados de Baviera, ver más adelante.
[26] Payot, edit., p. 356.
[27] “El demonio es la cabeza de todos los hombres inicuos, enseñaba ya el Papa San Gregorio, y todos los hombres impíos son miembros de esta cabeza” (Sermón para el primer domingo de Cuaresma)

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