lunes, 12 de mayo de 2014

L’AVENIR

El periódico L’Avenir apareció en la segunda fase de Lamennais,  cuando éste, renunciando a sus antiguos principios, procuraba introducir en la Iglesia el espíritu de la Revolución. Ese periódico hacía parte de un gran movimiento con que él procuraba alcanzar todos los estratos de la población francesa, orientado por la “Agencia General para la Defensa de la Libertad Religiosa”, extendido por toda Francia con la finalidad de congregar a todos los católicos en la lucha común.

               
L'Avenir un periódico que intentó introducir el
espíritu de la Revolución en la Iglesia
Jugando con el concepto de libertad
el cual, en su verdadera acepción, no es más que la prerrogativa de la verdad, y, por lo tanto, de la Iglesia la agencia tenía por lema la reconciliación entre la Iglesia y la libertad, y como uno de los puntos de su programa la conquista de la libertad de enseñanza. Cupo a ella, a pesar de sus graves errores, la gloria de trabar la primera batalla a favor de esta libertad; batalla que, por las circunstancias que la rodean y por los hombres que en ella estuvieron empeñados, estaba destinada a pasar para la historia.

                La carta jurada por Luis Felipe prometía la libertad de enseñanza, pero, bajo el pretexto de que el gobierno preparaba las leyes que la regularían, la concretización de esa libertad fue pospuesta indefinidamente y el monopolio de la Universidad se acentuaba día a día.

                Después de esperar un año, la “Agencia General para la Defensa de la Libertad Religiosa” resolvió lanzarse a la lucha. En poco tiempo obtuvo las firmas de 15 mil padres de familia, para una representación pidiendo que las leyes reguladoras de la disposición constitucional fuesen enviadas a la Cámara de Diputados. L’Avenir, en todos sus miembros, se manifestó a favor de la petición. En respuesta, el gobierno reafirmó que las leyes estaban siendo preparadas. Por intermedio del ministro de educación, el Sr. de Montalivet, dejó claro su descontento mediante el cierre de las escuelas parroquiales de Lyon, que hasta entonces habían sido toleradas. Eran escuelas antiquísimas, y en nada tenían que ver con la enseñanza orientada por la Universidad, pues estaban exclusivamente destinadas a la enseñanza de las primeras letras a los niños pobres que querían dedicarse al servicio de la Iglesia. De ese modo Montalivet indicaba que la tendencia del gobierno era fortalecer el monopolio universitario, evitando tanto cuanto posible cumplir la carta.

                En los primeros días de mayo de 1831 comenzaron a aparecer carteles en los muros de París, con las palabras: “Libertad de enseñanza – Agencia General para la Defensa de la Libertad Religiosa funda una escuela gratuita de externos, sin autorización de la Universidad, en la calle de las Bellas Artes, n°5, en París. La instrucción será dada a los niños por los miembros de la Agencia General, Sr. de Coux, P. Lacordaire y vizconde de Montalembert, que toman sobre sí la responsabilidad legar por esta escuela”.

                Lamennais colocó como maestros de escuela a tres de sus discípulos más representativos. El conde de Coux había sido profesor de Economía Política en la Universidad de Lovaina y era un nombre respetado por los medios cultos franceses. El P. Lacordaire, abogado convertido, ya era considerado un gran orador sacro, fama que llegaría al auge con sus conferencias de Notre Dame. El vizconde de Montalembert era hijo de un par de Francia, heredero de un nombre ilustre. A pesar que tenía apenas veinte años en esa época, su inteligencia ya lo había convertido en líder de la nueva generación, y más tarde sería uno de los mayores oradores de Francia.

               
Lacordaire
El 9 de mayo de 1831 comenzaron las clases, con gran asistencia de alumnos. Si bien el conde de Coux, Lacordaire y Montalembert esperaban las represalias del gobierno, no fueron incomodados. Pero al día siguiente, cuando sólo se encontraba Lacordaire dando clases a los niños, llegó la policía. El comisario, invadiendo las salas de clases, proclamó: “En nombre de la ley, declaro cerrada la escuela y ordeno a los niños que no vuelvan más, hasta que se pronuncie la justicia”. Sin replicar una palabra, Lacordaire se arrodilló con sus alumnos, recitó el “Sun tuum praesidium” y después les dijo: “Hijos míos, ustedes están aquí por orden de sus padres, están aquí como en sus brazos. Ningún poder, a no ser la justicia, puede separarnos. Yo los espero a todos mañana a las 8 horas”.

                Al día siguiente, otra visita de la policía, esta vez esperada por Lacordaire, de Coux y Montalembert, a quienes se les ordena cerrar la escuela. Delante del nuevo rechazo, el comisario, dirigiéndose a la sala de clases, exclamó: “En nombre de la ley, ordeno a los niños que se retiren”. Lacordaire, poniéndose adelante, replicó: “En nombre de vuestros padres, de quienes tengo la autoridad, les ordeno que se queden”. Delante de la resistencia, los niños fueron expulsados a la fuerza por la policía, la escuela fue cerrada y se instauró un proceso contra los profesores.

                El gobierno pretendía tratar la cuestión sin darle mayor importancia y acabar con el caso lo más deprisa posible, para no darle tiempo al L’Avenir de informar a la opinión pública y conquistarla. Delante de esta primera resistencia, intentó ahogar el proceso, mandando que la propia policía lo juzgase. Lacordaire, sin embargo, quien antes de convertirse había sido abogado, alegó la incompetencia de la policía y pidió que la cuestión fuese llevada al jurado. Sea por el espíritu de independencia en relación al gobierno, o por sentirse intimidados por la reputación de los acusados, los jueces de la policía atendieron el pedido de Lacordaire.

                La cuestión se complicaba. Las derrotas del gobierno comenzaban a hacer que las causas que él consideraba muy pequeñas y sin importancia fueron creciendo poco a poco y atrayendo el interés de la opinión pública. L’Avenir no perdió oportunidad de explotar el proceso de modo inquietante. Procurando silenciar la campaña, el gobierno mandó que el juicio se hiciese sin demora.
               
Montalembert
En el intertanto, moría el padre de Montalembert, siendo por tanto, elevado a par de Francia, con derecho a ser juzgado por la Cámara de los Pares, la más alta institución política de Francia de entonces. Usando de este derecho, Montalembert pidió fuese juzgado por sus pares, lo que provocó un verdadero pánico entre éstos. El barón Pasquier, presidente de la Cámara, procuró por todos los medios convencer a Montalembert que desistiese de su petición. Uno de los pares, irritado, llegó a exclamar: “Si a ese joven le viniere la idea de dejar caer un florero sobre la cabeza de alguien, él nos forzaría a reunirnos para juzgarlo”. Al final, delante de la firmeza de Montalembert, la Cámara fue obligada a cumplir con su pedido. Y el proceso, del que el gobierno intentó sofocar por todos los medios, de repente se transformó en una cuestión nacional.

                Decía L’Avenir: “Ved a ese francés investido de la dignidad de par. Una vida nueva comienza para él. Todas las jurisdicciones criminales están muertas para él. Posee para siempre el derecho de hacer leyes, y lo trasmite a sus hijos. Pues bien, ese ciudadano lleno de prerrogativas no puede ser maestro de escuela”.

                El día del juicio era ansiosamente esperado. Todo lo que de mejor y más ilustre tenía Francia quería ver defenderse al joven par; toda la juventud se regocijaba ante el espectáculo de un joven de veinte años enfrentando la Cámara de los Pares. Los boletos de entrada se los peleaban.

                 En el día fijado, el edificio de la Cámara estaba repleto, las tribunas regurgitaban y todo el ambiente era favorable a los acusados. Al subir a la tribuna para hacer su propia defensa, Montalembert llevó el entusiasmo al auge de la asistencia al responder al barón Pasquier, que le preguntaba por su profesión: “Charles de Montalembert, Par de Francia y maestro de escuela”.

                Defendiéndose de la acusación que se le hacía, Montalembert pronunció su primera gran pieza de oratoria. Lacordaire respondió al representante del gobierno con uno de los más felices discursos de su vida. La sesión terminó con un éxito enorme en favor de los acusados, habiendo declarado el barón Pasquier refiriéndose al discurso de Montalembert que la Cámara de los Pares vio ese día la aurora de un gran hombre.

                Al día siguiente, se reunieron los pares en sesión secreta para el juicio. El proceso era embarazoso. De un lado estaba el derecho y la impresión causada en el público por la sesión del día anterior; de otro el gobierno, que deseaba la condenación. La discusión duró cuatro horas, después de las cuales la Cámara condenó a los reos a cien francos de multa. Esa pena irrisoria equivalía a la absolución, de modo que la primera batalla terminó con la victoria de los católicos.

                Poco tiempo después, L’Avenir y la Agencia eran cerrados, y Lamennais condenado por la Santa Sede. La campaña por la libertad de enseñanza tuvo que esperar ocho años para ser reiniciada. Durante ese tiempo, Montalembert se dedicó a la formación del Partido Católico, con el cual llevó adelante la lucha, en la cual L’Avenir sería sustituido por L’Univers, de Louis Veuillot.

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