jueves, 10 de julio de 2014

Los católicos franceses en el siglo XIX - 9

LUCHA CONTRA LA COMPAÑÍA DE JESÚS

                La victoria alcanzada por los católicos en la Cámara de los Pares contra el proyecto de ley relativo a la enseñanza, fue doble. Además de haber suscitado una oposición como nunca se había registrado, el relator, duque de Broglie, se vio obligado a atenuarlo para obtener su aprobación. Las modificaciones del duque de Broglie no satisficieron a los católicos, pero también no fueron aceptadas por los “universitarios”. El proyecto fue encaminado a la Cámara de los Diputados, y ahí su relator fue Thiers, cuyo cargo era espinoso, dado el progreso siempre creciente del movimiento católico y la oposición de la universidad.

                Era necesario encontrar un medio de dividir a los católicos, a fin de conseguir el establecimiento definitivo del monopolio universitario. Por otra parte, existían en Francia congregaciones religiosas no permitidas por ley, pero que el gobierno toleraba; una de las condiciones para el ejercicio del magisterio, que los universitarios incluían en todos los proyectos de la ley de enseñanza, era que el candidato a profesor no debería pertenecer a tales congregaciones; entre ellas, la Compañía de Jesús, que desde Luis XV no tenía permiso para poseer casas en Francia.

                Desde su fundación, los jesuitas fueron combatidos por los enemigos de la Iglesia, y las calumnias que contra ellos se levantaban siempre encontraban eco en ciertos católicos. Era notorio que el arzobispo de París en la época, Mons. Affre, no los veía con buenos ojos, y muchos de los dirigentes del partido católico eran francamente sus adversarios. En el interior de L’Univers, las diferencias entre Veuillot y Montalembert llevó a dividir su dirección entre el célebre periodista y el conde de Coux, enemigo declarado de la Compañía de Jesús. Lacordaire y Foisset también no estaban lejos de dar crédito a la campaña anti-jesuítica.

                Al no estar permitida por la ley y enfrentando en su contra una secular campaña de difamación y por lo menos la mala voluntad de algunos dirigentes católicos, la Compañía de Jesús era blanco ideal para Thiers y la universidad. Michelet, Edgar Quinet y Eugenio Sue hicieron revivir las antiguas acusaciones contra los ignacianos, y poco a poco Thiers desplazó el campo de la lucha, obligando a los católicos a ocuparse menos de la libertad de enseñanza para defender la gran Orden tan injustamente atacada.

                Mientras tanto, el ministro de instrucción pública Villemain tuvo un ataque de locura, que se manifestó por la manía de persecución. Veía jesuitas por todas partes, en las salas vacías, en las piedras de la calle, y gritaba horrorizado que ellos lo acusaban de haber asesinado a su esposa. El gobierno sustituyó a Villemain por Salvandy. De acuerdo con Luis Felipe, el proyecto de enseñanza fue puesto de lado.

                A su vez, la campaña contra los jesuitas recrudeció, y todos los recursos de la corriente de los “universitarios” fueron lanzados a la lucha. Veuillot, si bien obstaculizado por el conde de Coux, se constituyó como siempre en uno de los campeones de la defensa de la Compañía de Jesús y puso al descubierto todo el ridículo y la mala fe de los adversarios de ésta. Por ejemplo, este es un comentario de gran periodista a un discurso de VictorCousin:

                “El Sr. Cousin comenzó con un tono lastimero; se está muriendo; no salió de esta casa sino para observar lo que está pasando; suplica s sus colegas que tengan piedad de él y le permitan que hable en su lugar, porque va a desfallecer; todo en un tono de partir las piedras, y con una gesticulación que haría sonreír a los pares, a los funcionarios, a los espectadores. El niño que lleva el agua azucarada va a contarlo a sus camaradas; las puertas se entreabren; de todos lados, cabezas curiosas vienen a contemplar los desmayos del Sr. Cousin. Terminada esa pequeña escena, nuestro moribundo entra en la materia con una voz de trueno, y durante una hora se entrega a la indignación del más fogoso celo universitario. Lo que él dice es… que es preciso expulsar a los jesuitas”.

                A pesar del celo de Veuillot y Montalembert, la difamación de los padres de San Ignacio aumentaba y la división de los católicos se tornaba patente. Thiers, Odilón Barrot y otros líderes de la Cámara resuelven entonces aprovechar la situación y proponer la disolución de la Compañía en Francia. Thiers defendió el proyecto con la más refinada hipocresía, pidiendo que las leyes sobre las congregaciones religiosas fuesen ejecutadas. Alegaba que defendía la “augusta religión de su país” al reclamar la expulsión de los jesuitas, culpados probablemente de agitación a respecto del monopolio de la enseñanza. En vano los líderes católicos mostraron la improcedencia de esas acusaciones. La expulsión fue aprobada por aplastadora mayoría.

                La situación se complicó, y el partido católico hizo proyectos para la resistencia. Un ilustre jesuita, el padre Ravignan, sería el hombre de la resistencia cuando se aplicó la ley. En primer lugar, se haría un memorial bien fundamentado, que establecía los derechos de la Compañía. Si, a pesar de eso, la ley fuese ejecutada y las casas cerradas, el padre Ravignan resistiría y sería preso. Si fuese posible con que él permaneciese preso, sería lo ideal. Berryer, líder del partido monárquico, célebre abogado y orador, lo defendería. Si el padre de Ravignan fuese condenado, se apelaría. Y así por delante. Los planes eran buenos y el General de la Compañía bendijo la idea de resistir, pero el partido ya estaba seriamente afectado por la división.

                Luego después de la resolución de la Cámara, comenzó a circular un rumor no desmentido de que el arzobispo de París deseaba la expulsión; todavía más, que la ley fue un triunfo para él. Sabiendo que la resistencia se organizaba, Mons. Affre se opuso a ella, y declaró que si los padres jesuitas no se sometían a las leyes, se les retiraría el poder de confesar. Montalembert se decidió entonces escribir al arzobispo. Citamos algunos extractos de esa carta:

                “Al creer en personas que se dicen bien informadas, vuestra excelencia habría resuelto aprovecharse de las medidas violentas que el gobierno proyectó contra los jesuitas, para reducirlos al papel de padres administradores de las parroquias de París. Por otro lado, se habría encargado de negociar con el resto del episcopado en el interés del gobierno, y de prometer a los obispos, como precio de la adhesión tácita a la proscripción de los jesuitas, la creación de un gran número de nuevas circunscripciones, la autorización de un establecimiento de enseñanza dirigido por padres en cada diócesis, la restauración de un cierto número de catedrales, en primer lugar la de Notre Dame de París. En una palabra, la Iglesia de Francia consentiría, por su silencio, en el sacrificio de la inocencia y de la virtud. Ese silencio sería pagado con dinero, y el arzobispo de París sería el intermediario de ese nuevo género de pacto entre la Iglesia y el Estado”.


                Después de afirmar que no creía en esos rumores, Montalembert pidió que el prelado saliese del silencio: “No se ve sin tristeza el contraste de esa conducta con la de todos los otros obispos que tienen jesuitas en sus diócesis, y que habrían de manifestar sus disposiciones. Se sabe que el arzobispo de Rouen, el obispo de Metz y el obispo de Nantes declararon que sus palacios episcopales serían el domicilio de los jesuitas cuando esas víctimas de la libertad eclesiástica fueran expulsados de sus casas. Entre tanto, ninguno de esos obispos sancionó tanto cuanto vos, monseñor, por su presencia y autoridad, la predicación de los jesuitas; ninguno de ellos presidió, como vos, a un retiro de varios millares de hombres, predicado por un jesuita; ninguno de ellos celebró la mayor fiesta de este año de 1845, dando la santa comunión solemnemente ayudado por un jesuita; ninguno de ellos, en fin, tuvo en el pasado motivos de quejas contra los jesuitas, y por tanto no puede encontrar, en las leyes de la propia cortesía mundana, un motivo bastante poderoso para no cubrirlos contra sus actuales enemigos con una protección patente y generosa”.

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