jueves, 24 de julio de 2014

Para que Él reine - II Parte, Cap. 1 - continuación

Segunda Parte
  
LAS OPOSICIONES HECHAS
A LA REALEZA SOCIAL
DE NUESTRO SEÑOR JESUCRISTO

... continuación del mismo capítulo anterior
TRES CLASES DE NATURALISMO
Para proceder con orden y claridad nos parece útil precisar cuál será nuestro plan en la exposición que a continuación vamos a hacer de las varias formas y de los principales argumentos del naturalismo.
Empezaremos por lo que se puede llamar naturalismo agresivo o claramente ostentado, que niega hasta la existencia de lo sobrenatural por excluirlo abiertamente, tachándolo de locura, de disparate, cuando no de incognoscible. Ateísmo, racionalismo, panteísmo, materialismo, sensualismo, positivismo, agnosticismo, laicismo, son sus agentes habituales.
En segundo lugar, trataremos de esa especie de naturalismo, que no niega, dicho con propiedad, lo sobrenatural, sino que se niega a concederle la preeminencia. Según él, la razón y la fe serían dos hermanas gemelas, capaces de lograr cada una de por sí nuestro desarrollo cabal y total. En suma, la razón y la fe, lo natural y sobrenatural, quedan en el mismo pie de igualdad. Algunos hasta las confunden, sin más, presentando ambos órdenes como si no fueran más que uno sólo.
Finalmente, estudiaremos esa especie de naturalismo, más diluido todavía, pero no menos perverso por lo extendido, el cual, al revés del primero, acepta reconocer la existencia de lo sobrenatural y, al revés del segundo, admite su preeminencia divina, pero, no obstante, lo considera (o lo presenta) como «materia de opción» de la cual se puede legítimamente prescindir.
Naturalistas de la primera categoría
Es evidente que, a primera vista, caben en esta categoría cuantos se niegan a admitir hasta la existencia de Dios. El naturalismo, en este caso, es inherente a la misma posición. Ateos, materialistas, panteístas, no pueden sino ser naturalistas. Al negarse a admitir a Dios, ¿cómo podrían admitir lo sobrenatural? Se puede, por tanto, afirmar que en este caso no hay siquiera problema. Habría que comenzar con una refutación del ateísmo, del materialismo, del panteísmo, lo cual no es nuestro objetivo en este libro.
Más insidioso, y por tanto, más peligroso, en cierto sentido, es el error de aquellos que no dejando de profesar, quizá, la existencia de Dios, pretenden que está «desconectado» del mundo, negándose así a creer en la verosimilitud y hasta en la posibilidad de la Encarnación, y consecuentemente en toda la alianza de lo natural y lo sobrenatural. Creen en un Dios tal vez, pero rehúsan admitir a un Dios hecho hombre.
“Entre los enemigos de la Iglesia —escribe el obispo de Poitiers— quienes le hacen la más perniciosa de las guerras son quienes ataviados con un manto filosófico, componiéndose un semblante benévolo y sólo empleando un lenguaje cortés, ostentan cierto celo por la causa de Dios”[1] (pero por la causa de un Dios defendido y definido por una religión natural…).
EL RACIONALISMO
Este Dios «racional», lejos de aparecérsenos “como un obrero torpe e impreciso que cambia de parecer y remienda su obra, o como un padre débil, a veces iracundo, más frecuentemente enternecido, que se deja llevar por la cólera, se avergüenza de ella y trata de hacerla olvidar por su ternura; un Dios así no es el ideal que resplandece en el fondo de la naturaleza humana y cuya gloriosa y fecunda inmutabilidad nos enseña la ciencia. El Dios verdadero no tiene nade del hombre”[2].
Al referir esas palabras de Jules Simon, monseñor Pie no podía disimular su emoción: “Me detengo, señores —exclamaba—, pues las palabras se me hielan en los labios. O bien cuanto acabo de decir carece de sentido, o bien significa que el Dios que se nos reveló por las Sagradas Escrituras, el Dios irritado por el pecado, calmado por el castigo y conmovido por el arrepentimiento, el Dios aplacado y enternecido por la Redención, es un Dios empequeñecido e imperfecto, pero, sobre todo, que la suprema garantía del amor de Dios, el último esfuerzo de su cariño, el misterio excelso de su misericordia, en una palabra, que la Encarnación de su Hijo es ¡la humillación, la degradación de la divinidad! El Dios de la religión natural es más grande, nos dicen, porque no es un Dios humano, es el Dios verdadero, porque no tiene nada del hombre…”[3].
El verdadero Dios, que no tiene nada de hombre, es el Dios a quien Lucifer hubiera aceptado servir. Pero al Dios hecho hombre fue a quien se negó a admitir y a quien sus secuaces siguen negándose a servir, de generación y generación…
Les parecen buenos cuantos argumentos permiten escamotear, cuando no omitir, a Jesucristo.
Filosofismo, racionalismo, son el alma de todos sus alegatos.
Para el católico, pues, el problema se reduce a lo siguiente: “Suponiendo que Dios se ponga en relación directa con el hombre para enseñarle verdades más altas que las asequibles a su razón natural, para guiarlo con preceptos positivos y ayudas gratuitas hacia un destino superior a su destino natural: ¿puede decirse de veras que sea obrar conforme a la razón y a una sana filosofía el decirle a Dios: ‘Vuestra palabra revelada, vuestra ley positiva no me interesa. Dejaría de ser filósofo si os escuchara, si os obedeciera… Mi razón es un poder que sólo depende de sí mismo y que no puede aceptar de ningún poder superior, ni luces ni mandato alguno…’?”.
”No, tal manera de hablar no es, no puede ser racional. A todas luces, al hablar así, la filosofía hace un axioma de lo que es sólo una pregunta”[4].
“Y diremos a la filosofía, que recusa así todo estudio, todo examen, toda aceptación de la verdad revelada, que su primera culpa es la de ser antifilosófica. Queréis que vuestra filosofía no dependa sino de vuestra razón. ¡Ojalá fuese siempre así!...”[5].
“Por ejemplo, si es filosófico el tener un maestro en este mundo, ¿cómo será antifilosófico el aceptar a un maestro en el cielo? ¿Y cómo puede ser racional el rechazar a este maestro hacia el hondo retiro de su morada celeste, si se digna para instruirnos? Todos los días un hombre de genio, con su palabra, con sus lecciones, alza una inteligencia por encima de su nivel natural, le comunica su impulso, le confiere una aspiración que esa inteligencia dejada a sí misma nunca hubiera podido alcanzar. ¿A quién se le ocurre considerar como un agravio a la razón independiente del discípulo, ese provecho que obtiene de las luces y de la experiencia del maestro? ¿No se ha considerado siempre, al contrario, como justo motivo de gloria el haber escuchado las enseñanzas de un Sócrates, de un Platón y de otros filósofos famosos?...
”Ahora bien, ¿cómo puede el maestro divino, que se digna comunicarnos sobrenaturalmente parte de su ciencia divina e inaccesible, agraviar más seriamente la dignidad de nuestras facultades personales, que el maestro humano, cuya enseñanza nos quita, no obstante, el mérito de descubrir por nuestras propias fuerzas verdades que nuestra inteligencia hubiera podido alcanzar por sí misma?
”Y no sólo respecto del maestro que enseña, sino también respecto al dueño que manda, la voz de la razón nos ordena docilidad y sumisión. No hay libro serio de filosofía y moral natural que no enseñe el principio necesario de la obediencia y la subordinación del hombre respecto del hombre, por ejemplo, del hijo hacia el padre, del súbdito hacia el príncipe, del servidor hacia el amo… Luego si a la dignidad de la naturaleza humana no le ofende tal sumisión del hombre a las libres voluntades de otro hombre, ¿cómo puede protestar la razón contra la gloriosa sujeción del hombre a las libres voluntades de Dios, voluntades siempre justas en sí mismas y siempre ventajosas para aquellos a quienes se imponen? En una palabra, si es filosófico el recibir las enseñanzas y el obedecer las órdenes de un hombre, ¿cómo demostrar que no es filosófico el recibir las enseñanzas y obedecer los mandatos de un Dios?...
”Pero se ve que el filósofo racionalista ha puesto, precisamente, su pundonor en permanecer en su ignorancia y error antes que en escuchar a la palabra directa de Dios. He aquí que el naturalismo reivindica, para la razón, el derecho de quedar abandonada a su debilidad innata, y defiende tenazmente, como un privilegio inalienable de la humanidad[6], la facultad de ignorar y equivocarse”.
Es harta exigencia —dicen ellos— el pedir a la filosofía que todo lo sepa y que sea infalible. La filosofía ha de contentarse modestamente con la dosis de ciencia y de verdad que está a su alcance. “Sí, desde luego, pero a condición de que la filosofía considere que está al alcance del hombre toda la ciencia y toda la sabiduría, que Dios se digne hacerle asequible, de un modo o de otro, y de que no formule tan insensata proposición, como sería ésta: ‘Más valen las tinieblas y el error sin la intervención sobrenatural de Dios, que la luz y la verdad mediante esta intervención’. Porque entonces habría que decirle al filósofo que lleva un nombre mentiroso y que, con echárselas de hombre progresivo, él mismo es quien encierra al espíritu humano dentro de un círculo infranqueable. ¿Qué? ¿No queréis que la razón esté limitada por la fe? y ¡vosotros limitáis la razón por sí misma! La fe, lejos de reducir el dominio y constreñir los límites del orden natural, aleja las fronteras de ese orden, o más bien, al mantener los límites y las fronteras naturales de la razón, confiere a la razón el privilegio de franquearlas y ejercitarse en la segunda esfera donde la introduce. Y le corresponde tanto menos de reconocer que la razón individual del hombre no es la fuente primera e instrumento único de todos sus conocimientos, ni siquiera de los meramente naturales”[7].
“No olvidemos que hay otro axioma familiar a la filosofía; y es que el filósofo no puede y no debe despreciar los hechos[8], puesto que la historia es la antorcha de la filosofía…”. Siendo así, ¿cómo puede ser filosófico el prohibir a la razón del filósofo que se acerque a las grandes cuestiones históricas relativas a todos los puntos culminantes de los asuntos humanos?: “¿Fue dejado el hombre, más aún, fue creado en el estado de pura naturaleza? ¿Habló Dios con los hombres? ¿Vino Dios a la tierra? ¿Fundó Dios en este mundo una sociedad sobrenatural? Cuando el Altísimo habló por boca de enviados, cuando vino en persona, ¿probó con indicios decisivos la divinidad de su palabra, la divinidad de su persona? En la sociedad sobrenatural que fundó en el seno de la humanidad, ¿dejó manifiestas huellas de su continua asistencia? Se comprende la importancia inmensa de tales cuestiones…
”Pues, no. El filósofo, siempre tan ágil, hará una pirueta y os dirá: «Somos filósofos, no somos teólogos». Y la filosofía se empeñará en no plantearse, siquiera como hipótesis, lo que la voz del género humano entero y de todos los siglos le presenta no sólo como una posibilidad, sino como un hecho cierto: quiero decir, la revelación sobrenatural…
”Bien puede el escritor filósofo mofarse con más o menos amenidad de esta sentencia del autor de la «Imitación»: «¿Para qué sirve saber cosas sobre las cuales no seremos examinados el día del juicio?». Pero no creo que sea, tampoco un papel muy glorioso para la filosofía el relacionarnos con todas las cosas menos con aquellas sobre las cuales se decide efectivamente nuestro destino…
”Sin duda, la filosofía y la teología son ciencias distintas; pero una cosa es la distinción, otra cosa la separación, la oposición, la incompatibilidad. La filosofía difiere de la teología lo mismo que la razón difiere de la fe, como la naturaleza difiere de la gracia. Así como la fe no se impone en todos los puntos a la razón y deja cierto ejercicio posible y real a las facultades naturales sin intervención de la gracia, asimismo hay cierto orden de ideas humanas que pueden existir y desarrollarse sin la ayuda directa de la doctrina revelada. Ese principio no tiene nada de extraño y ha de ser aceptado por todo el mundo. Pero el imaginar y el construir un sistema general, un curso completo de filosofía que se mantenga tan exclusivamente en la esfera de la naturaleza y tan rigurosamente fuera de toda relación con el orden sobrenatural, que no sea siquiera un encaminamiento hacia las más altas doctrinas de una religión divina, que no deje siquiera sospechar que Dios pudo conversar con los hombres y que, realmente, el Verbo hecho carne habitó entre nosotros, lleno de gracia y de verdad; esa manera de proceder, cualquiera sea, y cualesquiera que sean las otras calificaciones que merece, no sólo no es cristiano, ni religioso, sino que no es siguiera filosófico, por no acomodarse a la misma razón natural del hombre. Santo Tomás de Aquino lo dijo con maravillosa propiedad[9]: «La fe, es verdad, no es un atributo de la naturaleza humana; pero está en la naturaleza humana que el hombre no se resista a la acción interna de la gracia ni a la predicación exterior de la verdad; por eso, en este sentido, la infidelidad va contra la naturaleza»[10].
“Además, ¿qué quiere decir «el filósofo es independiente en el terreno de la razón y de la naturaleza»?... Esta discriminación es sencillamente imposible; pues el hombre creyente no puede existir sin el hombre razonable y el orden sobrenatural deja de ser un hecho si se le quita la naturaleza a la cual se añade. La fe no es un ser que subsiste por sí mismo; es un accidente divino que se produce en un ser que es capaz de recibirlo; luego, si empezáis adjudicando a la filosofía el monopolio de la razón humana, ya no ofrecéis al elemento revelado más que una materia ciega a la cual no puede asirse y con la cual no puede asimilarse ni combinarse. Es en el hombre entero y, por tanto, ante todo, en la razón, que es la primera y la más indispensable de las facultades constitutivas del hombre, donde la fe quiere y debe echar raíces. La religión sobrenatural no será sino un puente en el aire y perdido en las nubes, si uno de sus pilares no está reciamente asentado en nuestra naturaleza razonable; es un buque botado desde el cielo que va bogando por el espacio y que no puede en absoluto atracar en nuestras riberas, por no quedarle ninguna oportunidad para echar el ancla en la tierra firme de la humanidad. ¿No se diría que los filósofos de estos últimos tiempos, aprovechando sus concomitancias con los políticos, han inventado la forma de hacer el vacío alrededor de Jesucristo? No se le atacará, no se le discutirá su derecho de mandar; pero todas las fuerzas vivas de la naturaleza humana serán mantenidas tan al margen y fuera de Él, que será en la tierra un rey sin ministros o más bien, sin súbditos”[11].
*          *          *

Continuará…

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[1] Oeuvres, t. III, p. 218.
[2] La religion naturelle, por Jules Simon, p. 418.
[3] Oeuvres, t. III, p. 220.
[4] Ibíd., t. III, pp. 153-154.
[5] Ibíd., t. III, p. 151.
[6] Para saber hasta qué punto llega el cinismo de tal negativa, se puede leer el texto de Jaurés: “Lo que hay que salvaguardar ante todo, lo que es el bien inestimable conquistado por el hombre a través de todos los prejuicios, todos los sufrimientos y todos los combates; es esta idea de que no hay verdad sagrada, es decir, prohibida a la plena investigación del hombre, que lo que hay de más grande en el mundo es la libertad soberana del espíritu…, que toda la verdad que no viene de nosotros es una mentira, que, hasta en las adhesiones que nosotros damos, nuestro sentido crítico debe quedar siempre alerta, y que una revuelta secreta debe mezclarse a todas nuestras afirmaciones y a todos nuestros pensamientos, que si el ideal mismo de Dios se hiciese visible, si Dios mismo se erigiere ante las multitudes bajo una forma palpable, el primer deber del hombre sería rehusar la obediencia y considerarle como un igual con quien se discute, no como el maestro a quien uno se somete…” (Citado por Roussel en Libéralisme et catholicisme, p. 30). Palabras impías, sin duda; pero en el fondo ¡qué estupidez! ¿Es realmente esto lo que nuestros profetas modernos consideran como el auténtico «espíritu filosófico»?
[7] Cardenal Pie, Oeuvres, t. III, p. 156.
[8] No deja de tener interés aquí, recordar, al contrario, la frase de Rousseau: “Apartemos todos los hechos, porque no conciernen al problema”. Bello ejemplo, en verdad, de un método verdaderamente razonable, ya que no racional.
[9] Sum. Teol., IIa. IIae., q. 10 art. I, ad. 1.
[10] Cardinal Pie, Oeuvres, t. III, pp. 157-161.
[11] Ibíd., t. III, pp. 166-167.

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