sábado, 9 de agosto de 2014

Los católicos franceses en el siglo XIX - 11

LA IGLESIA EN LA II REPÚBLICA

La campaña contra los jesuitas, que el gobierno de Luis Felipe provocó con el fin de desarticular el partido católico, tuvo pleno éxito. Además de la victoria obtenida con la disolución de la Compañía en Francia, el gobierno consiguió mostrar que las divergencias entre los católicos eran más graves de lo que se podría imaginar. Las dos tendencias en pro y en contra de los jesuitas revelaron, aunque no de manera perfectamente explícita, una diferencia profunda de principios y de mentalidad, que sólo podría acentuarse siempre más. Esta división se tornó más clara con la insurrección de 1848.
Bajo Luis Felipe esto es, durante la llamada “Monarquía de julio” el derecho de voto era ejercido exclusivamente por los ciudadanos que pagaban un cierto mínimo de impuestos. Con el pretexto de extender ese derecho a las “capacidades”, o sea, a los portadores de diplomas universitarios, un ala del partido situacionista inició una oposición sui generis en pro de una reforma electoral, realizando una serie de banquetes donde los discursos inflamados a favor de la libertad y contra la tiranía eran pronunciados por los grandes oradores de la época. Esa campaña demagógica era apoyada entusiásticamente por todos los revolucionarios, que veían en ella no un mero movimiento “doctrinario”, como imaginaban algunos orleanistas, sino como una agitación que contribuía poderosamente para el progreso de la revolución.
De toda esa agitación nació el movimiento de 1848. Victorioso en pocos días, en vez de impulsar una simple reforma electoral, determinó la caída de Luis Felipe y la proclamación de la república, con el dominio completo de la situación por los revolucionarios.
La Segunda República fue una sorpresa hasta para los propios republicanos. Recibida con pavor por el pueblo, que preveía la repetición de las escenas de terror de la Revolución francesa, sus líderes procuraron consolidar la situación con un régimen de blandura, especialmente con respecto a la Iglesia, tratada por ellos con tal reverencia y sumisión, que el nuncio apostólico, monseñor Fornari, respondió a la notificación del gobierno sobre la proclamación de la república en los siguientes términos: “No resisto a la necesidad de expresaros la viva y profunda satisfacción que me inspira el respeto a la religión, demostrado por el pueblo de París durante los últimos acontecimientos. Estoy convencido de que el corazón paterno de Pío IX quedará profundamente tocado, y que el Padre común de los fieles pedirá con todo el corazón la bendición de Dios sobre Francia”.
La confusión fue enorme entre los católicos. Algunos, como Veuillot y Montalembert, procuraron salvar de los escombros del pasado lo que fuese posible. Otros, como Lacordaire y Ozanam, juzgaron que había llegado el momento de resucitar las doctrinas de L’Avenir. De ahí el inicio de la división del partido católico, que se delineó claramente ya en el propio día de la caída de la monarquía.
En la tarde de la proclamación de la república, en la redacción de L’Univers Louis Veuillot comentó con sus colaboradores los últimos acontecimientos. De repente entró Montalembert, diciendo: “No existen más Pares de Francia, yo ya no soy más nada. Vengo a trabajar con ustedes”. Veuillot, como si nada hubiese habido entre ellos, lo recibió efusivamente. La reconciliación estaba hecha, y luego los dos líderes católicos pasaron a conversar sobre la causa común y a hacer planes para el futuro.
La necesidad de reforzar la posición de L’Univers llevó a Veuillot a concordar con Montalembert sobre la admisión de Lacordaire como redactor jefe. Éste, sin embargo, se mostró intransigente, declarando a Montalembert: “Tu obra se acabó. Tu campaña de sonderbund [alianza especial], tu pasión por los jesuitas, tus combinaciones con los retrógrados te condenan a desaparecer; ya no puedes ser una fuerza y serías una vergüenza. No quiero emprender nada contigo”. Desolado, Montalembert regresó al L’Univers, donde Veuillot lo reanimó.
Pero Veuillot y Montalembert no sabían en ese momento que Lacordaire y sus amigos pretendían fundar un nuevo periódico católico dedicado enteramente a la república y a sus ideas. Por otro lado, Taconet, propietario de L’Univers, alarmado con los acontecimientos políticos, intentó venderlo. Los interesados en la compra eran exactamente el grupo católico que deseaba una mayor aproximación con la república. Todavía Veuillot y Montalembert consiguieron evitar la venta y el L’Univers sufrió una saludable reforma, habiendo Veuillot quedado solo en la jefatura de su redacción.
El 14 de abril la situación se esclareció. Apareció el primer número del Ère Nouvelle. Tenía por director al padre Maret, por redactor jefe a Federico Ozanam, por protector a Mons. Affre, y como principal colaborador a Lacordaire. La orientación del nuevo periódico quedó patente luego en el primer número. Era el sucesor del L’Avenir. Sus artículos tendían a considerar la república como doctrina política y religiosa que se imponía a todo verdadero cristiano y como el instrumento más seguro para el progreso social, después del triunfo de la religión.
Mons. Affre aplaudió la aparición del periódico con una carta que terminaba de la siguiente forma: “Estamos muy agradecidos con esa devoción que la fe sostiene y esclarece, porque ve en las grandes revoluciones que mudan la faz del mundo la intención omnipotente de Dios. Nunca, como vos mismo observasteis, fue ella más evidente de que en el nuevo estado político de Francia. Tengamos, por lo tanto más confianza en Dios de que en nosotros mismos. Encontraremos en ese sentimiento el verdadero coraje, como encuentro en mi corazón el sincero y afectuosa devoción con la que soy todo vuestro”.
Con tal estímulo, y dado el éxito de los primeros números, todo hacía suponer que el Ère Nouvelle acabaría por obligar al L’Univers a cerrar. Todos los católicos de la antigua escuela de Lamennais veían en él la resurrección del L’Avenir, y en la república que se inauguraba la forma ideal de gobierno.
Veuillot y Montalembert también habían adherido a la república, pero era una adhesión reticente. Dos días después de la victoria de la revolución, habiendo enviado el ministro provisorio de la Instrucción Pública una carta al L’Univers, garantizándole el funcionamiento, Veuillot protestó contra el lenguaje de ese documento, declarando que si la república mantuviese el monopolio universitario los católicos la combatirían. Fue la primera palabra de oposición que sonó a los oídos de la Segunda República.
La división entre los católicos estaba en marcha y aumentaría con el tiempo, hasta el momento en que Mons. Dupanloup, refrenando los excesos de la Ère Nouvelle, consiguió la reunión de los católicos de tendencia revolucionaria, la reparación definitiva entre Montalembert y Louis Veuillot y la creación del tipo clásico del “católico liberal”, que tan nocivo ha venido siendo hasta el día de hoy.


Siga la serie de esta publicación aquí: Católicos franceses del siglo XIX.

jueves, 7 de agosto de 2014

Para que Él reine - II Parte, Cap. 1 - continuación

Segunda Parte
  
LAS OPOSICIONES HECHAS
A LA REALEZA SOCIAL
DE NUESTRO SEÑOR JESUCRISTO

... continuación del mismo capítulo anterior

EL LAICISMO
Acabamos de ver desenmascarar el error del filosofismo racionalista y desbaratar sus más insidiosos argumentos. Muy afín a éste y como análogo es el pecado de laicismo.
Su argumentación será casi la misma: “Somos laicos, no somos obispos ni sacerdotes; vivimos en un país y bajo instituciones libres, no bajo el antiguo régimen. Somos hombres públicos y, no profesando el Estado ningún culto, los funcionarios que enseñan en su nombre no pueden ni deben profesar más que los principios generales de la moral natural común a todas las religiones… Hoy el Estado es laico, el legislador es laico, la moral es laica, la enseñanza es laica… Admitidlo; hoy la cuestión de una religión positiva se ha convertido, de hecho, cuando no en un principio, en un asunto de preferencia personal, de gusto… Buscando la concordia social, el Estado debe, pues, a la par que deja a los ciudadanos toda libertad para seguir cada uno su culto respectivo, desempeñar como un sacerdocio del orden tan sólo natural y basar así la educación nacional, la enseñanza de las letras, de la historia, de la filosofía, de la moral, en una palabra, toda legislación y toda organización social, en un fundamento neutro, o más bien, en un fundamento común, y resolver así, fuera de todo elemento revelado, el problema de la vida humana y del gobierno público…”[1].
Veamos otro argumento del laicismo, y que ofrece el interés de ser más reciente. Lo encontramos formulado en “un manifiesto relativo al caso Finaly”[2], afirmado por algunas de las más características personalidades del laicismo contemporáneo, agrupadas bajo el cayado del muy representativo Albert Bayet. Profesores de la Sorbona o del Colegio de Francia forman la mayor parte del grupo. Se puede, pues, esperar, sin exagerada confianza, que sea este texto de gran calidad, que los argumentos en él reunidos sean de los más sólidos, de los que obligan, por decirlo así, a la convicción.
Considerando, pues, pretenden los infrascritos, “que la ley, expresión de la voluntad general en una esfera a todos común y abierta a las luces de todos, no puede supeditarse, en ningún caso, a un dogma religioso o a un sistema filosófico particular”… “declaran su firme adhesión a los principios, según los cuales, el Estado, garantizando a todas las iglesias o escuelas filosóficas su libertad de expresión y desarrollo en el orden espiritual, no se adhiere a ninguna y permanece, por tanto solo juez soberano en su esfera…”.
Así, porque la ley es (o se pretende que sea) “expresión de la voluntad general en una esfera a todos común, y abierta a las luces de todos; la ley no puede supeditarse, en ningún caso, a un dogma religioso o a un sistema filosófico particular”.
¿Es que la ley, en consecuencia, no ha de supeditarse, inspirarse, en ningún dogma religioso, en ningún sistema filosófico particular? Pero entonces, ¿en qué se convierte? ¿Qué es? ¿Qué puede ser? ¿Qué defiende? ¿Qué manda? ¿Qué prescribe? ¿Qué favorece? Imposible contestar a cada una de esas preguntas sin estar condenado a recibir una etiqueta filosófica, cuando no religiosa. Sólo los imbéciles, los animales, las plantas y las piedras se portan de modo indiferente respecto de tales etiquetas. ¿Lo ignorarán el señor Bayet y los de su cuerda?
Atrevámonos a decirlo: tal definición de la ley la condenaría a su inexistencia. Y en cuanto a nuestra legislación, nadie ignora que su espíritu general es masónico y auténticamente revolucionario. Luego, ¿qué es sino un dogma y una filosofía particular?
Y no sólo tal definición de la ley la haría imposible, sino que consta que semejantes leyes nunca existieron en el curso de la historia. Roma tenía una cierta filosofía del Estado y Atenas también. Y pretender que no hay una filosofía del Estado equivale a tener una, y, por tanto, sería profesar un sistema filosófico particular.
En realidad nada hay más mentiroso que las afirmaciones de ese manifiesto. La solemnidad doctoral en que se envuelve, no deja de acentuar su divertido efecto. En realidad, esa negativa de todo dogma religioso y de todo sistema filosófico particular tiene numerosos rótulos, en el orden de las ideas: liberalismo, sincretismo, eclecticismo, cuando no agnosticismo y escepticismo: ¡valiente resultado, tendremos que admitir para esas gentes que se envanecen de rehuir toda adscripción filosófica! Nada de más “particular”, pues, que ese sistema que pretende no serlo.
Muy bien lo dijo Renè Groos: “El liberalismo tiene como principio el respetar igualmente todas las opiniones; lo cual es condenar la idea de elección y, por tanto, condenar toda opinión, menos el liberalismo”.
El Estado, que aquí se nos propone, no toma nada, no “se adhiere” a nada, para quedar así, nos dicen, como “único juez soberano en su esfera”.
Pero, ¿cómo puede ser juez el Estado sin principios y sin normas, ya que deja a cada uno su propio sistema filosófico y no tiene ninguno él mismo?
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Naturalistas de la segunda categoría
Su naturalismo no consistirá tanto en rechazar (o en apartar) lo sobrenatural, como en poner al mismo nivel lo natural y lo sobrenatural, lo que no puede más que incitar a confundirlos.
En esas condiciones no se rehusará ya explícitamente el reconocer o siquiera admitir lo sobrenatural, sino que se presentarán la fe y la razón como dos caminos paralelos que el hombre puede escoger indiferentemente “habida cuenta que el camino exclusivamente filosófico desemboca, lo mismo que el camino cristiano, en las mismas conclusiones respecto al destino humano”.
Algunos buenos apóstoles, todavía más sutiles, presentarán bajo mejor aspecto sus argumentos: “Reconozcamos, dirán, que las verdades descubiertas por el filósofo no pueden bastar al hombre ni para su santificación, ni siquiera, tal vez, para su consolación. Mejor dicho, no pueden bastar sino a las almas privilegiadas que saben amar y pensar, pero los demás hombres tienen otras necesidades. En suma, la religión, el culto, son para la muchedumbre; la filosofía, para los selectos. Sin la religión, la filosofía, reducida a lo que puede sacar a duras penas de la razón natural y perfeccionada, se dirige a un número muy limitado y corre el riesgo de quedar sin mucha eficacia sobre las costumbres y sobre la vida. Dicho de otro modo, la religión es necesaria, pero tan sólo para el pueblo. A la filosofía, por lo demás, no le parece sea humillante el afirmar que está reservada para algunos y no basta al género humano, pues todo el mundo no puede ser filósofo”.
Se ve la intención.
“Se admite —decía monseñor Pie[3]— que el cristiano, unido a Jesucristo por la fe y la gracia, produce frutos más numerosos y, tal vez, más delicados; pero se pretende, que de la rama separada del tronco, la naturaleza privada de la gracia pueda dar frutos, por lo menos, provechosos y suficientes. Esta tesis nunca podrá probarla el naturalismo… No vivir en Jesucristo, no producir frutos en Jesucristo, es tanto como condenarse a ser amputado y echado al fuego”.
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Pero, dirán tal vez, ¿por qué enseñarse tanto contra esta clase de naturalismo? aunque deficiente, no deja de ser favorable al cristianismo. Sabe, a veces hablar de Jesucristo en términos conmovedores. No cabe duda que es insuficiente. Pero, ¿por qué crearse un enemigo, cuando sería más hábil aprovechar sus confesiones para fines apologéticos?
Es fácil contestar, como hizo San Hilario en cierta ocasión en su lucha con el arrianismo: “La estrategia del momento —decía— consiste en cubrirse bajo el velo engañoso de la ortodoxia evangélica de tal modo que Jesucristo parezca anunciado en el mismo momento en que se le niega”.
De ese modo, han logrado engañar a los sencillos, que piensan que las palabras encierran las creencias que expresan, “y que no descubren el ardid de esas escrituras compuestas en un estilo de anticristo”.
“Lo mismo sucede a menudo, hoy día —prosigue el cardenal Pie[4]—. A la religión cristiana la proclaman sin posible comparación, la más perfecta y la más santa de todas las religiones; pero se guardan bien de proclamarla única, verdadera; al contrario, se envanecen de comulgar con cuantas grandes filosofías y religiones cubren la tierra, como si la religión cristiana, que condena todas las sectas disidentes y que se declara divina, no fuese reputada falsa por el solo hecho de que otras religiones puedan reivindicar, siquiera en más bajo grado, la perfección y la santidad…”.
Confusión de lo natural y de lo sobrenatural que monseñor Pie denunciaba en cierto pasaje de Víctor Cousin[5]: “Experimentáis un estremecimiento de alegría —decía aquél— porque acabáis de descubrir con vuestros ojos, bajo la pluma del escritor, una de las más santas palabras del idioma cristiano: la locura de la cruz; pero ¡qué desengaño al leer luego que aquella locura, como la que reside en todo hombre superior, es la parte divina de la razón, y al oírla comparar, ora con ese poder misterioso que Sócrates llamaba su demonio, ora con lo que Voltaire llamaba el diablo en el cuerpo, sin el cual incuso una actriz no podría ser actriz genial!”.
¡Se advierte la intención! Toda nuestra literatura está atestada de semejante tendencia. Sólo lo refinado de las fórmulas puede variar, según los escritores. De insigne grosería en algunos, el procedimiento, en otros, parecerá casi delicado. Sin embargo, el espíritu en todos los casos, es el mismo: un espíritu que disuelve a Jesucristo.
En una palabra, corrompe la noción sobrenatural de la Encarnación o mejor todavía, confunde lo natural y lo sobrenatural, disuelve lo sobrenatural en lo natural.
“Dicen que el Verbo hecho carne es la razón suprema en tanto que se comunica a todo hombre que viene a este mundo. No ven en Cristo y por Cristo otra cosa que la naturaleza humana más perfecta salida de la razón divina; Jesucristo es un hombre que ha hecho dar un gran paso a la humanidad[6], quien ocasionó uno de los progresos de su marcha siempre ascendente, quien agrupó, bajo forma religiosa, las mejores tradiciones de la filosofía espiritualista, que le había precedido y que había de mejorarse todavía después de Él. Y así es como la orgullosa razón se adorna, como con un trofeo, con el más grande y el más impenetrable misterio de la gracia. Y así es como la falsa sabiduría reduce a humanas proporciones la inconmensurable obra maestra de la omnipotencia y de la caridad divinas”[7].
Y no sabríamos cuál elegir si quisiésemos citar aquí los pasajes más significativos de la literatura contemporánea que contuviesen, en realidad, esa declaración. En esas doctrinas, el hombre aparece verdaderamente como el creador de toda religión, hasta el creador de Dios, de un Dios que, por otra parte, se va haciendo, precisando sin cesar; pues Dios no sería otra cosa que la bondad y hermosura que halla en sí misma la humanidad y que ella idealiza y adora. “No hay de divino, en el personaje histórico de Jesucristo, más que lo que la humanidad ha puesto en Él. Hay que dejar al pueblo su creencia en un Dios sustancial y determinado, en una religión establecida; pero es privilegio de las clases ilustradas, es el culto de los perfectos, saber que Dios no es, en realidad, más que todo lo que sale de bueno de las profundidades de nuestro ser, y que Jesucristo no es más que uno de los hombres más sublimes que la humanidad ha escogido para recordar lo que ella es y embriagarse con su propia imagen”[8].
“Culto de los hombres perfectos”, según acaba de decirse, “privilegio de las clases ilustradas”, argumentos preferidos del esoterismo. Pues éste pertenece también a esa categoría de naturalismo. Se conoce su idea madre: “El catecismo católico y la teología oficial de la Iglesia romana representan esa parte de verdad que se puede presentar a la muchedumbre; es la doctrina exotérica. En todo tiempo se reconoció la necesidad de adaptar la enseñanza de los principios elevados a la debilidad de espíritu de los humildes; pero también en todo tiempo buscaron los sabios la forma perfecta de la verdad y la transmitieron a los iniciados; es la doctrina esotérica. El esoterismo no varió apenas; el cristianismo es su última expresión, idéntica en el fondo al esoterismo de los magos de Persia, al de Pitágoras, al de Buda, a la cábala judaica. Para establecer esta arriesgada tesis, se acudirá a un medio que pocas veces deja de surtir efecto sobre el vulgo; acumula las palabras tomadas del vocabulario de las religiones orientales y multiplica las aproximaciones. ¿Qué es el descanso (requies) que la Iglesia desea a los muertos? Pues, el «Nirvana» budista. ¿Qué es el «Karma» de los hindúes? Pues, el pecado original. ¿Qué es el «Kama-Loka»? Es nuestro purgatorio. ¿Y su «devackhan»? Nuestro paraíso. ¿Y la «mansvatara»? Nuestra eternidad, etc. Ni que decir tiene que, para establecer la identidad entre todos estos términos hace falta, a menudo, torcer el sentido de la expresiones teológicas. Lo cual no se olvidarán de hacer…”[9].
Así, pues, desaparece por completo lo sobrenatural en ese sistema, una vez prácticamente desfigurado, “naturalizado”, por el mismo contacto con concepciones muy naturales, a las cuales se le opone o con las cuales se le compara.
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Naturalistas de la tercera categoría
Dijimos de esta tercera clase de naturalismo, que es, en cierto modo, más diluido, aunque no menos perverso, por ser mucho más insidioso y, por tanto, más extendido. Al revés del primero, éste aceptar reconocer la existencia de lo sobrenatural. Al revés del segundo, lo admite como lo que es: es decir, por sobrenatural, verdaderamente divino. Mas, concedido esto, sus adeptos lo presentarán como “materia de opción”, de la cual se puede legítimamente prescindir. Y aun cuando no fuera tan netamente formulada esta declaración, obrarán de hecho, se expresarán, se comportarán, pensarán, escribirán como si fuesen efectivamente libres respecto de lo sobrenatural, no hablando nunca de ello o bien no hablando cuando, como y cuanto convendría.
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Aquí, hace observar el cardenal Pie, el naturalismo insiste en el aspecto más especioso de su objeción.
“Profeso abiertamente doctrinas espiritualistas; quiero con todo el ímpetu de mi voluntad vivir la vida del espíritu y observar las leyes exactas del deber. Pero nos habláis de una vida superior y sobrenatural, desarrolláis todo un orden sobrehumano basado principalmente en el hecho de la encarnación de una persona divina; nos prometéis, para la eternidad, una gloria infinita, la contemplación de Dios cara a cara, el conocimiento y la posesión de Dios lo mismo que Él se conoce y se posee a Sí mismo; como medios proporcionados a este fin, nos indicáis los diversos elementos que forman, en cierto modo, el aparato de la vida sobrenatural: fe en Jesucristo, preceptos y consejos evangélicos, virtudes infusas y teologales, gracias actuales, gracia santificante, dones del Espíritu Santo, sacrificio, sacramentos, obediencia a la Iglesia. Admiro esta altura de miras y de especulaciones. Pero así como me avergüenzo de cuanto me rebaja por debajo de mi naturaleza, tampoco me atrae cuanto propende a elevarme por encima de ella. Ni tan bajo, ni tan alto. No quiero ser ni bestia, ni ángel; quiero permanecer hombre. Por otra parte, mucho me agrada mi naturaleza… La encuentro suficiente. No pretendo llegar, tras esta vida, a una felicidad tan innegable, a una gloria tan trascendente, tan superior a todos los postulados de mi razón, y sobre todo, no tengo el valor de someterme en este mundo a ese conjunto de obligaciones y virtudes sobrehumanas. Le agradecerá, pues, a Dios sus generosas intenciones, pero no aceptaré ese beneficio, que sería para mí una carga. Está en la esencia de todo privilegio el poder rehusarlo. Y puesto que todo ese orden sobrenatural, todo ese conjunto de la revelación es un don de Dios gratuitamente añadido por su liberalidad y su bondad a las leyes y a los destinos de mi naturaleza, me conformaré con mi condición primera, viviré según las leyes de mi conciencia, según las reglas de la razón y de la religión natural, y Dios no me negará, tras una vida honrada, virtuosa, la única felicidad eterna que pretendo: la recompensa natural de naturales virtudes”[10].
“JESUCRISTO NO ES FACULTATIVO”
Este, por cierto, es el más especioso argumento del naturalismo. Pero como todos los demás, es insostenible. “Es de todo punto inadmisible, puesto que desconoce a la vez el dominio soberano de Dios sobre su criatura, las necesarias consecuencias de la venida de Jesucristo a la tierra y el verdadera estado de la naturaleza humana en su condición actual[11].
”El niño que nace en este mundo no pidió vivir a sus progenitores; sin embargo, esta vida que recibe le obliga moralmente. Está obligado a conservarla y no podría quitársela sin crimen. Además, queda sometido a toda clase de deberes hacia sus padres entre otros posibles, y sus intereses están regidos por la ley del país donde nació, aunque no haya escogido tal o cual patria natal… Las cosas de la vida temporal son así, y ningún filósofo se queja de ello, ninguno ve en ello un atentado contra la razón y la libertad del hombre. Y si al adolescente, al llegar a la edad de discreción, o de su mayoría, se le ocurriera decir: «Estoy agraviado en todos mis derechos, violentado en todas mis aspiraciones; recibí el ser sin pedirlo; el nombre honrado, que me transmitieron, me ordena una reserva y deberes que no me gustan; la fortuna, que me entregan y que puede proporcionarme tantos deleites, me impone también cargas que me molestan; la sociedad abusó de su poder al prejuzgar así mis intenciones y mis voluntades; me hubiese gustado, a mí, ser oscuro y pobre, ¿por qué me infligieron la ruda tarea de tener que llevar un nombre ilustre y de administrar tantas riquezas?, o más bien, ¿por qué me infligieron la vida? Me resulta pesada y para mí más vale la nada…» En verdad, si el joven, cuyos intereses cuidó la sociedad con un celo completamente maternal hasta el día de su emancipación, se entregara a tales quejas insensatas, a tales recriminaciones impías, ¿hallarían éstas eco en un solo hombre razonable? El género humano entero estaría de acuerdo para gritarle que blasfema contra Dios y contra la sociedad; que la vida, la nobleza, la fortuna son otros tantos favores cuyo bien uso sólo depende de él, y que si, en adelante, al poder campar por sus respetos, hace un empleo criminal de todas esas ventajas, que fueron cuidadosamente adquiridas y conservadas para él no tendrá motivo para quejarse sino de sí mismo, y llevará ante Dios y ante los hombres la vergüenza de su felonía y de su crimen”[12].
Pero ya el lector habrá entendido cuán fácil es el trasponer semejante modo de pensar al plano sobrenatural. Negar su evidente conclusión sería desconocer el soberano dominio de Dios sobre su criatura.
“En efecto, nunca se probará que Dios, después de sacar al hombre de la nada, después de dotarlo de una naturaleza excelente, no haya conservado el derecho de perfeccionar su obra, de elevarlo a un destino todavía más excelente y más noble que el que era inherente a su condición nativa… Al asignarnos una vocación sobrenatural, Dios hizo un acto de amor, pero también de autoridad. Dio, pero al dar quiere que se acepte. Su favor para nosotros se convierte en deber. El soberano Señor no quiere ser rechazado…”.
“El soberano dominio que Dios puede ejercer sobre ti a su gusto te parece mal que Él lo ejerza por la bondad. Fenómeno monstruoso del orden moral, eres indócil hacia el favor, rebelde contra el amor… ¡Muy bien! ¡El dominio imprescriptible de Dios se ejercerá en ti por la justicia! Desgraciado mendigo de los caminos, el Rey te había convidado a las bodas de su Hijo, al banquete eterno de la gloria; a ti te corresponde encaminarte y ponerte el vestido nupcial; te presentaste sin ese adorno requerido; no habrá sitio para ti ni en un rincón de la sala, ni en la segunda mesa; te echarán fuera, a las tinieblas exteriores, en donde habrá llanto y desesperación. El mismo Dios que, en el orden de la naturaleza, por una serie de transformaciones físicas, hace pasar sin tregua los seres inferiores de un reino más ínfimo a un reino más elevado, había querido, por una transformación sobrenatural, levantarte hasta la participación, hasta la asimilación de tu ser creado con su naturaleza infinita. Sustancia ingrata, te negaste a esa gloriosa afinidad; te relegarán entre los desperdicios y los desechos del mundo de la gloria; porción resistente del metal colocado en el crisol, no te dejaste convertir en el oro puro de los elegidos; te echarán entre las escorias y los residuos impuros”.
“Por lo demás, suponer que Dios no pudo ni quiso hacer del orden sobrenatural, es decir, del cristianismo, más que una institución libre y facultativa, no sólo es desconocer el derecho y la voluntad del Padre, sino ultrajar a su Hijo, nuestro Señor Jesucristo. En efecto, el segundo nacimiento del hombre, su regeneración sobrenatural, su adopción divina, costaron caro al Dios Salvador… Aquel que estaba eternamente en el seno del Padre se encarnó, aquel que era Dios se hizo hombre para elevarnos hasta alturas divinas. Para comprar nuestras almas, o más bien para rescatarlas, para abrirles las puertas del cielo, Jesucristo dio su vida; para alumbrarlas, dejó una doctrina, un símbolo; para guiarlas, dictó preceptos; para santificarlas, instituyó un sacrificio, unos sacramentos, un sacerdocio; para regirlas, constituyó una Iglesia, una jerarquía. Treinta y tres años consagró a esta gran obra, que sólo se concluyó en el árbol doloroso de la Cruz. Ahora bien, ¿cuál es el tema del naturalismo? Que está permitido a cada uno aceptar o rehusar su participación en la luz del Evangelio y en los méritos de la Cruz. Para el naturalismo Jesucristo no fue un revelador divino al que se está obligado a creer, ni un legislador serio al que se está obligado a obedecer, ni un redentor necesario sin el cual no hay regeneración y salvación. El Evangelio se convierte en una teoría de la cual se puede impunemente prescindir; la cruz es la insignia de una escuela en la cual uno puede alistarse o darse de baja a su antojo. Ahora bien, que el Hijo de Dios haya sido enviado a la tierra, y que, en la práctica de la vida, pueda considerarse como no venido por los que tuvo la misión de alumbrar y salvar, esta es una suposición llena de injuria hacia la divinidad, una aserción que hace protestar al buen sentido, una aserción que todas las palabras de Jesucristo combaten, que toda la tradición cristiana refuta”.
“Filósofo, no quieres ser juzgado más que por el Padre, por aquel al cual llamas autor de la naturaleza, y el Evangelio te contesta que «el Padre no juzga a nadie, sino que dio todo poder de juicio al Hijo, con el fin de que todos honrasen al Hijo como al Padre, pues el hombre que no honra al Hijo ultraja al Padre que lo envió». Permites a algunos hincar la rodilla al nombre de Jesucristo y estipulas para los demás el derecho de quedarse de pie, y «Dios enalteció a su Hijo y le dio un nombre por encima de todo nombre, con el fin de que al nombre de Jesús se doblase toda rodilla en el cielo, en la tierra y en los infiernos, y que toda lengua confiese que el Señor Jesucristo está en la gloria de Dios Padre». Quieres que, fuera de la ciencia cristiana y frente a ella, pueda erigirse otra ciencia totalmente independiente, cuando Dios «nos dio armas potentes para destruir esta fortaleza filosófica en la que te atrincheras, para derribar toda eminencia que se eleve contra la ciencia de Dios y para cautivar toda inteligencia bajo el yugo de Jesucristo». Quieres un Cristo reducido, limitado, y «plugo a Dios restaurar, reconquistar todas las cosas en Jesucristo y someterle hasta tal punto la naturaleza entera que nada se libre de su imperio». No, y mil veces no; no harás un Cristo a quien se pueda aceptar o rehusar según el gusto de cada uno, un cristianismo abandonado al albedrío y al antojo peculiar de cada persona. «Esta piedra que te gustaría poder repudiar, es la piedra angular fuera de la cual no hay salvación; pues no hay, bajo el cielo, otro nombre dado a los hombres, en el cual pueden ser salvos, si no es el nombre de Jesús»[13].
Por lo demás, admitido “el derecho innato del hombre a permanecer en el estado y en el fin que le son propios, como pretende el naturalismo, quedaría aún por demostrar qué implica cambiar de estado y de fin, estar constituido en un estado y en un fin que, a la vez que respeta todos los atributos, todas las facultades, todas las aspiraciones de la naturaleza, abre a ésta una esfera más amplia, un horizonte más ancho y la eleva a un destino más alto. En Jesucristo la humanidad no está absorbida ni desnaturalizada, porque, a falta de personalidad humana, está regida por una personalidad superior. El estado y el fin del hombre tampoco son alterados y desnaturalizados por la subrogación de un estado más perfecto y de un fin más feliz y más glorioso…
“El naturalismo arranca del falso supuesto de que el hombre haya sido constituido, primero, en un estado de integridad puramente natural, con un fin puramente natural, y facultades y potencias naturales, capaces de alcanzar este fin. En eso el naturalismo confunde lo que hubiera podido ser con lo que fue y toma la hipótesis por historia. Por cierto, aun cuando Dios no nos hubiese honrado con el insigne privilegio de la adopción, más que por un acto subsecuente, por un decreto posterior a la entrega y al ejercicio más o menos prolongado de nuestras facultades naturales, todavía habría que aceptar su gracia como una obligación, a la vez que como un favor. Pero la verdad es, como hemos visto, que el decreto de nuestra exaltación es anterior a nuestra aparición, que la bendición espiritual en Jesucristo nos fue otorgada antes de la constitución del mundo, que fuimos creados en Él[14], lo mismo que fuimos rescatados por Él, que todas las cosas fueron hechas en Él, lo mismo que en Él fueron restauradas[15], que, no sólo la justicia original, sino la misma integridad natural, nos fueron concedidas por su gracia. La naturaleza, pues, al ser despojada de los dones gratuitos, queda herida en lo que le es propio[16].
“… Como había sido predestinada para la adopción deífica, queda deficiente desde el momento en que le falta un orden de perfección, de hermosura, de mérito, al que iban unidas la gracia y la salvación. De aquí la frase enérgica del apóstol, que declara que «somos, por naturaleza hijos de la ira» «natura filii irae»[17]. No en el sentido de que la naturaleza sea mala y criminal por sí misma, y de que cuanto haga por sí misma sea pecado, lo cual iría contra la fe y contra la razón[18]; sino en el sentido de que, al haberse desviado libremente del fin único y sobrenatural que Dios le había asignado, está constituida fuera de la voluntad divina, y así, aunque siga siendo buena en su esencia, lo cual se puede decir hasta de la naturaleza de los demonios[19], es mala por su estado”.
“Aquel estado de separación de Dios[20] y de oposición a su propio fin, lejos de estar en armonía con la esencia de la criatura, es ajeno y enemigo de ésta, de tal modo que el naturalismo es verdaderamente asesino de la naturaleza. La gracia, al contrario, es para la naturaleza una auxiliar llena de liberalidad, una amiga generosa, una libertadora deseada, una necesaria restauradora. Separada y despojada de Cristo, la naturaleza humana constituye lo que las Sagradas Escrituras llaman el mundo; ese mundo al cual Jesucristo no pertenece, por el cual no ruega, al cual ha maldecido; ese mundo cuyo príncipe es el diablo y cuya sabiduría hasta tal punto es la enemiga de Dios, que querer ser amigo de este siglo es ser adversario de Dios; ese mundo que, por ignorar al Cristo salvador, será ignorado por el Cristo remunerador, y recogerá la terrible sentencia: «Nescio vos». «No os conozco».
“Queda pues, establecido que no hay refugio para la naturaleza fuera de Jesucristo”[21].
No hay posible salvación para el hombre, sin la gracia.
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Por lo demás, no es preciso remontarse a los orígenes del mundo. Esa naturaleza, de la cual tanto se nos dice que puede vivir su vida propia sin lo sobrenatural, ¿dónde la vemos desarrollarse verdaderamente, de tal modo que se pueda decir que ha alcanzado su punto de equilibrio, y que tanto en el orden del conocimiento, como en el orden de la acción, no quede ya ninguna laguna grave?
En el orden del conocimiento como en el orden de la acción, ¿dónde se encuentran aquellos hombres que saben alcanzar, sin el socorro de la gracia, ese desarrollo natural que permitiría designarlos, según se nos pretendía, como ortodoxos de la sola naturaleza?
Es de advertir que no hablamos aquí sino del aspecto “cualitativo”. Dicho de otro modo, no se trata, no puede tratarse, de reprochar a los naturalistas el no conocerlo ni saberlo todo. Tampoco sabe el católico cuanto sería humanamente posible conocer. Queremos hablar tan sólo de la cualidad, es decir, del orden, de la coherencia en el “saber”, así como en el “obrar”; de ese conjunto filosófico de nociones que permiten comprender verdaderamente lo “esencial”. Queremos hablar del conocimiento que sólo puede realizar una sana metafísica, es decir, la única, aquélla que el mismo Bergson no pudo menos de llamar “la metafísica natural de la inteligencia humana”.
Ahora bien: esa “metafísica natural de la inteligencia humana”, si precisamente contiene, de hecho, numerosos elementos transmitidos por la sabiduría antigua, no por eso se puede decir que su unidad armoniosa haya sido, de hecho, realizada independientemente de toda influencia sobrenatural. Fueron mentes cristianas, inteligencias iluminadas por la fe, las que, en efecto, realizaron la síntesis sin la cual no habría existido hasta entonces sino elementos todavía mezclados con apariencias contradictorias. En suma, esa “metafísica natural de la inteligencia humana” no han sido los naturalistas los que la formularon y la llevaron al grado de perfección en que la vemos hoy… Esa “metafísica natural de la inteligencia humana” fue de hecho enfocada, unificada, sistematizada, no por unos “filósofos”, o por hombres que pretendieran serlo, sino por santos, doctores, Padres de la Iglesia de Jesucristo, de tal suerte que no sería de ningún modo abusivo el pretender que la verdadera filosofía no alcanzó su madurez hasta ponerse al servicio de la preocupación teológica durante los trece primeros siglos cristianos.
Y aunque pensadores no cristianos, y hasta ateos, hayan podido descubrir, a la sola luz de la razón, muchas valiosas verdades, importa indicar cuán miserablemente fragmentarios quedaron las más de las veces esos hallazgos, cuán limitados por perspectivas truncadas, cuando no envueltos en sistemas viciosos, insuficientes para unificarse en aquella total síntesis intelectual sin la cual todo conocimiento está condenado a decepcionar.
Y pensamos en elevadísimas inteligencias: en Sócrates, en Platón, en Aristóteles.
Por grandes que sean, ¿quién se atrevería a decir que alcanzaron aquel grado de plenitud natural, que no mereciese ningún reproche, excepto el único de estar exento de las luces de la fe y de la gracia?
¡No! Ni Sócrates, ni Platón, ni Aristóteles estuvieron plenamente libres del error, aun desde el solo punto de vista natural y racional. Por genial que fuese el pensamiento de un Aristóteles, en el capítulo de lo que se puede llamar, por ejemplo, una metafísica del “movimiento”, ¡cuántas deficiencias aun sobre puntos importantes, cuántas antinomias dejadas sin resolver en la obra del gran filósofo! Y en lo que toca a nuestro querido Platón, ¡qué utopías, por no decir qué costumbres!
En cuanto a esos filósofos contemporáneos, cuyas obras están llenas de una “ortodoxia natural”, aunque exentas de los rayos de la fe, aun antes de reprocharles esa carencia de lo sobrenatural, es fácil indicar en sus escritos lagunas graves, cuando no errores burdos, sólo desde el punto de vista de la razón y, por tanto, de la naturaleza.
A vosotros, pues, que no tenéis fe y que incluso la juzgáis inútil para el pleno desenvolvimiento humano, no sólo se os puede reprochar ese naturalismo de principio, sino también extravíos graves en el orden racional. Por valiosas que sean las verdades que hayáis podido descubrir, no dejáis de ser, por otra parte: idealistas, cuando no positivistas, agnósticos, víctimas de uno u otro monismo[22]. Así, pues, aun antes de que se os pueda acusar de ignorar o rechazar la teología, es vuestra metafísica la que flaquea y hasta está ausente; y desconocéis totalmente, casi siempre, la más elemental y natural teodicea. Así vosotros, que pensabais estar a cubierto, al limitaros sólo a la esfera del orden natural, en ese mismo orden y en nombre de ese orden presentáis blanco a legítimas acusaciones de insuficiencia, cuando no de error y de pecado.
La historia de la filosofía, desde hace algunos siglos, ¿no es elocuente en este punto?
Contra la Iglesia, que, sola, sigue defendiendo los derechos de la razón y los derechos de la fe, no hay ningún sistema filosófico que, “al separarse” de lo sobrenatural, no haya conducido, desde hace tres siglos, a una ruina de la inteligencia por negarse a reconocer la objetividad, si no la realidad de su conocimiento. ¡Hasta tal punto es cierto, que lo natural y lo sobrenatural van a la par, y que el naturalismo es tan antinatural como anti-sobrenatural!
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NATURAL Y SOBRENATURAL, RAZÓN Y FE
Natural y sobrenatural, pues, tal es la ley, tal es el orden, porque tal es, en su unidad rigurosa, la simplicidad de la voluntad divina.
Lo dijimos: Dios quiere crear, porque Él quiere su glorificación fuera de sí mismo[23]. Pero esa glorificación fuera de sí mismo, para ser verdaderamente digna de Él, no puede ser sino una comunicación de sí mismo con ese fin de glorificación externa.
Claro es que, esta comunicación de Dios a sus criaturas hubiera podido quedar dentro de los límites de un conocimiento natural. Pero como lo apuntó con mucha razón monseñor D’Hulst[24], ya que Dios se basta a sí mismo, su vida propia se desarrolla en un ciclo cerrado de donde nada normalmente trasciende al exterior. Es decir, “que las procesiones[25] divinas no tienen nada que ver con la producción de los seres contingentes, que toda operación cuyo término es exterior a Dios debe ser común a la Trinidad entera… De ahí, la consecuencia capital de que el Dios que se manifiesta en sus obras es el Dios uno e indivisible, el Creador único, el Ser perfecto y necesario, en que la criatura inteligente no podrá nunca, por el efecto propio de su pensamiento, descubrir otra cosa…”.
Comunicación, en cierto modo, completamente exterior que hubiera podido bastar, pero cuyos límites, se entiende muy bien, haya querido traspasar libremente. Aquel que es el amor y la bondad misma, para asociar a su criatura inteligente al misterio propio de su vida divina.
Y eso nos enseña también monseñor D’Hulst. Ese Dios, “que es amor, no se detuvo en esa forma imperfecta del don de sí mismo que el estudio de su creación comunica sola y naturalmente; concibió el designio de revelar lo incognoscible, de comunicar lo incomunicable; halló en los tesoros de su potencia, guiado por la sabiduría, inspirado por la bondad, el secreto de derramar sobre la criatura racional algo de su vida íntima y oculta. He aquí el don regio que eleva a aquel que lo recibe hasta asemejarlo cada vez más a su creador; hasta una filiación adoptiva que le admite a compartir la misma felicidad de Dios… Así nace la economía sobrenatural”…, donde nuestra inteligencia ve como una añadidura a un estado inicial que hubiese podido bastar. En realidad, con respecto a Dios, nuestras miserables distinciones se esfuman. Se trata, en efecto, de la plenitud de esta gloria externa que se cuida de promover con su bondad. Por ello se comprende que el naturalismo aparezca como un hachazo dado en medio de ese plan divino, tan sencillo, tan lógico y tan uno.
¡Lo natural Y lo sobrenatural! El conjunto forma y bloque. Significa: mayor gloria de Dios, único fin efectivo del universo, por medio de una comunicación mayor, más íntima de Dios con sus criaturas.
¡Lo natural Y lo sobrenatural! ¡La razón Y la fe! perspectiva única… Ninguna ruptura, ninguna oposición posible. Si la falta de fe es pecado; ¡pecado es también todo agravio[26] a la recta razón!
“¡No! ¡Mil veces no! podía, pues, exclamar monseñor Pie. Nunca enseñaréis que las virtudes naturales son virtudes falsas, que la luz natural es una luz falsa. ¡No! No emplearéis una argumentación rigurosa contra la razón para probarle, con razones perentorias, que no puede nada sin la fe. Si, por desgracia, se nos ocurriese enseñar tales proposiciones, caeríamos bajo la censura de la Iglesia depositaria de toda verdad, que no se ocupa menos de mantener los atributos innegables de la naturaleza y de la razón, que en vindicar los derechos de la fe y de la gracia.
“La argumentación rigurosa contra la razón para probarle perentoriamente que no puede nada sin la fe, se encontró en este siglo bajo la pluma de un clérigo famoso y de algunos de sus discípulos. Las encíclicas romanas acudieron a enseñarles que demoliendo la razón destruían el sujeto al cual se dirige la fe y sin la libre adhesión del cual el acto de fe no existe, que al negar todo principio humano de certidumbre, suprimían los motivos de credibilidad que son los preliminares necesarios de toda revelación. Y en cuanto toca a las virtudes naturales, Bayo, que osó sostener que las virtudes de los filósofos son vicios, y que toda distinción entre la rectitud natural de un acto humano y su valor sobrenatural y meritorio del reino celeste no es más que una quimera: este innovador fue formalmente condenado por el papa San Pío V.
“Enseñaréis, pues, que la razón humana tiene su poder propio y sus atribuciones esenciales; enseñaréis que la virtud filosófica posee una bondad moral e intrínseca que Dios no desdeña en remunerar, a los individuos y a los pueblos, con ciertos premios naturales y temporales, y aun con más altos favores a veces. Pero enseñaréis, también, y probaréis con argumentos inseparables de la esencia misma del cristianismo, que las virtudes naturales, que las luces naturales, no pueden conducir al hombre a su fin postrero, que es la gloria celestial.
“Enseñaréis que el dogma es indispensable, que el orden sobrenatural en el cual el mismo autor de nuestra naturaleza nos constituyó, por un acto formal de su voluntad y de su amor, es obligatorio e inevitable; enseñaréis que Jesucristo no es facultativo y que fuera de su ley revelada no existe, no existirá jamás ningún término medio filosófico y sereno en donde quienquiera que sea, alma selecta o alma vulgar, pueda encontrar el reposo de su conciencia y la regla de su vida.
“Enseñaréis que no importa sólo que el hombre obre bien, sino que importa que lo haga en nombre de la fe, por un movimiento sobrenatural, sin lo cual sus actos no alcanzarán el fin último que Dios señaló, es decir, la eterna felicidad de los cielos”[27].
“La verdadera fe, según leemos en el símbolo de San Atanasio, requiere que creamos y profesemos que nuestro Señor Jesucristo, el Hijo de Dios, es Dios y hombre. es Dios de la sustancia de su Padre antes de los siglos; es hombre de la sustancia de su Madre en el tiempo; Dios perfecto y también, hombre perfecto, puesto que se compone de un alma racional y de una carne humana; igual al Padre según la divinidad, menor que el Padre según la humanidad; aunque es Dios y hombre, es un solo Cristo y no dos; es uno, no por la conversión de la divinidad en la carne, sino por la asunción de la humanidad en Dios; uno, no por la confusión de las sustancias, sino por la unidad de la persona… Tal es la fe católica; quienquiera que no crea fiel y firmemente en ella no podrá ser salvo”[28].

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[1] Pasaremos tanto más brevemente sobre estas oposiciones, por cuanto que ya las hemos respondido, por así decirlo, por anticipado en la primera parte de esta obra. La exposición de la Tesis y de los argumentos que la fundan es la más segura de las refutaciones del laicismo. Ahora bien, toda la primera parte de esta obra no es otra cosa que la exposición de la Tesis de la Realeza, universal y, por tanto, social, de Jesucristo. Basta acudir allí. Cf., principalmente, los capítulos I, II y IV de aquella primera parte.
[2] Le Figaro, 15 de abril de 1953.
Sobre lo esencial de “l’affaire Finaly”, ver el Índice de Nombres propios citados, al final de la presente obra.
[3] Oeuvres, t. II, p. 256.
[4] Ibid., t. II, p. 369.
[5] Víctor Cousin, Du vrai, du beau et du bien, 2ª edic., 1854, p. 174.
[6] Sería imposible y no está, por otra parte, en nuestras intenciones citar al detalle todos los pasajes de las obras contemporáneas en que Cristo es, efectivamente presentado de este modo. Pero ¿cómo no hacer alusión aquí  esas páginas de Bergson (Deux sources), o a esas de Leconte du Nouy (L’Homme et sa destinée)?
[7] Cardenal Pie, Oeuvres, t. II, p. 372.
[8] ¿No es éste el espíritu de Renán, en su Vie de Jésus?
[9] Monseñor d’Hulst.
[10] Cardenal Pie, Oeuvres, t. II, p. 382.
[11] Ibid., t. II, p. 382.
[12] Ibid., t. III, pp. 174-175.
[13] Ibid., t. II de la p. 385 a la p. 387.
[14] Cf. San Pablo, A los Efesios; II, 10.
[15] Ibid., A los Colosen., I, 16-20.
[16]Spoliati gratuitis et in suis naturabilus vulnerati”, Epist., Gregorii IX ad Magistros Theolog. Parisienses.
[17] Ibid., A los Efesios, II, 3.
[18] Cf. Bula de León X, Exurge Domine, contra Lutero
[19] Cf. Santo Tomás de Aquino, Sum. Teol. IIa, IIae, q. LXIII, a. 4.
[20] … que es precisamente en lo que consiste el pecado de naturalismo.
[21] Cardenal Pie, Oeuvres, t. V, de la p. 150 a la p. 155.
[22] Cf. nuestra Introduction à la Politique, Verbe núms. 107, 108, 109.
[23] Cf. supra, 1ª parte, cap. I.
[24] … a propósito de una obra sobre “el esoterismo” y para hacer comprender bien a su naturalismo (en 1890).
[25] Procesiones divinas: El hecho es que las personas divinas “proceden” una de la otra. El Hijo “procede” del Padre. El Espíritu Santo “procede” del Padre y del Hijo.
[26] Voluntaria y consciente, desde luego. “Desde este punto de vista, la Iglesia ha condenado como escandalosa y temeraria la opinión de los que sostenían que puede haber un pecado puramente filosófico que sería una falta contra la recta razón sin ser una ofensa a Dios” (Denzinger, 1290). Cf. este extracto es de un artículo de monseñor Pietro Parente, aparecido en el número especial de la revista pontificia Euntes Docete (1951), fasc. 1-2, p. 36): “El antiintelectualismo y por consecuencia, el antitomismo, se manifiesta, hoy igualmente, en la tendencia a rechazar el concepto de verdad objetiva para reemplazarla por el de la verdad subjetiva y vital, verdad no hecha y fija, sino verdad que se hace y sigue el ritmo de la vida. Otro signo del antiintelectualismo reside en la manía de acentuar el aspecto sobrenatural hasta el punto no sólo de debilitar, sino incluso de negar un orden natural teórico y práctico. De este modo, se rechaza, como lo hemos visto ya, una credibilidad percibida a la luz de la razón y preparatoria para el acto propio y verdadero de fe, se rechaza una demostración cierta de la existencia de Dios y una actividad ética buena bajo la gracia. Una vez rechazado el carácter permanente y absoluto de la verdad, de esta verdad que nos obliga a insertarnos en el fluir continuo de la vida, para ella seguir sus fases, se comprende bien por qué los innovadores dan a cada filosofía, comprendida la de Santo Tomás, un simple valor histórico, o la califican de experiencia subjetiva que sólo señala los esfuerzos de la inteligencia humana para apoderarse de la realidad nunca alcanzada (?) en su integridad. Por esto los innovadores sostienen que los sistemas ideológicos más opuestos concurren todos a la expresión de la misma verdad natural o sobrenatural, expresión, sin embargo, que queda siempre provisional.
[27] Cardenal Pie, Oeuvres, t. II, pp. 380-381.
[28] Symbol. Primae. Incluida por la Iglesia en su liturgia dominical.
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