viernes, 6 de abril de 2012

Paz de alma en el Tabor y en el Calvario

Un amanecer en el patio interno del Convento de Saint-Gildard. Casa Matriz de las Hermanas de la Caridad de Nevers en Francia. A esa congregación, corrientemente llamada de las Hermanas de la Caridad de Nevers, perteneció Santa Bernardita. La vida religiosa de la vidente de Lourdes transcurrió precisamente en esa casa, y fue entre sus paredes benditas que ella exhaló su último suspiro.

Orden grave, profundo y entre tanto radiante de tranquilidad en la naturaleza, serenidad de las líneas arquitectónicas de la fachada… las hojas de los inmensos castaños se diría son láminas delgadísimas de plata o de cristal, en las cuales se condensan los rayos solares castos y jubilosos de ese espléndido amanecer. Paz, en fin, una gran paz natural en ese ambiente donde la presencia de una religiosa, como si fuera la de un ángel, parece traer como riqueza transcendental, algo de la paz sobrenatural indeciblemente más preciosa que habita en el alma de los hijos de la luz.

Y así como los rayos solares, penetrando en las hojas, parecen transformarlas en gotas de sol, se diría que la paz de la naturaleza y, sobre todo, la paz inefable de la gracia penetran en el alma de esa religiosa, transformándola como que en una personificación o en un símbolo vivo de la paz interior.

Cuando Santa Bernardita paseaba por este jardín, quien sabe si todas esas austeras y dulces magnificencias le ayudaban un poco a acordarse de la figura indescriptiblemente bella, toda inundada de paz sobrenatural, de Aquella que el Apocalipsis (12, 1) describe como la Mujer vestida de sol, del sol de la verdadera paz, que es el don de las almas unidas a Dios.

¿Qué son las correrías, la agitación, las tempestades pasionales, las angustias a que el mundo, siempre mentiroso, llama alegría, comparadas con las alegrías de esa paz de alma?

Es la paz del Tabor.

Pensando en esto, tendríamos el deseo de decir a la humanidad las palabras de nuestro Señor a la samaritana: “Si conocierais el don de Dios…” (Jn. 4, 10).

* * *

Quien sabe vislumbrar a través dos trazos de una fisionomía un estado de alma no pode dejar de pensar que esas palabras merecerían estar escritas al pie de esta segunda fotografía, que nos muestra una figura sonriente pero indeciblemente dolorosa.

La sonrisa no procura esconder el dolor, sino afirmarse por un prodigio de virtud, de fidelidad a la gracia, a pesar del dolor. Los labios sonríen sólo porque la voluntad quiere que ellos sonrían, y la voluntad lo quiere porque esa alma tiene fe, y sabe que después de las probaciones y de las tinieblas de esta vida tendrá como premio a Aquel que dijo de sí: “Yo seré tu recompensa demasiadamente grande” ( Gen. 15, 1 ). Esa recompensa será Aquel de quien Santa Teresa de Ávila proclamó: “Aunque no hubiese cielo yo te amara, y aunque no hubiese infierno te temiera”. En esa alma hay orden, y hay aquella tranquilidad inconfundible que viene del orden: a pesar de un océano de dolor, hay verdadera paz.

De un océano de dolor, decíamos. Uno de esos océanos de aridez y sufrimiento tan grandes que no caben en la tierra, y sólo en un alma católica y generosa pueden caber.

Víctima del Amor misericordioso, Santa Teresita se ofreció en holocausto, y ese holocausto fue aceptado. Ella estaba a dos pasos de la muerte, por efecto de una molestia implacable, y pruebas interiores misteriosas y terribles colmaban su alma. Días antes de morir escribió: “El demonio anda alrededor mío; no lo veo, pero lo siento, porque me está atormentando y sujetándome con mano de hierro, sin dejarme el menor alivio para, a fuerza del dolor, hacerme desesperar… Cuán necesaria es aquella oración de completas: “Líbranos, Señor, de los fantasmas de la noche” ( Hist. de un Alma, cap. XII ).

Es todo ese dolor que se expresa en la mirada luminosa y triste, que parece llorar cuando los labios sonríen.

Es una tristeza ordenada, sin rebelión, ni sentimentalismo, ni vanidad. Una tristeza que en la mera criatura recuerda al modelo de tristeza profunda, pero santamente sujeta a la voluntad divina, del Cordero de Dios.

Junto a la Santa, dos símbolos: o lirio y la cruz fría y desnuda de nuestro Señor Jesucristo.

Ahí está la tranquilidad del orden, en medio de la aridez y del dolor.

Y aún aquí, se podría decir a la humanidad: “Si conocieseis el don de Dios…” (Jn. 4, 10).

* * *

Si todas las almas, en la alegría como en el dolor, procurasen la paz verdadera, entonces sí, el mundo tendría esa paz que no es Kruchev que la podrá dar.

Pero, dirá alguien, esto es para monjas. Objeción innoble y ridícula, como la del individuo que, viendo un regimiento desfilar con garbo y morir con bravura, dijese: “El patriotismo no es para mí. Eso es para los soldados”.

Plinio Corrêa de Oliveira

Catolicismo, Nº 111 – marzo de 1960

miércoles, 4 de abril de 2012

Le ataron las manos porque hacían el bien

Ecce Homo - Anonimo - Esc. Port. Siglo XV¿POR QUÉ fue el Señor maniatado por sus verdugos? ¿Por qué le impidieron el movimiento de sus manos, sujetándolas con duras cuerdas? Sólo el odio o el temor podrían explicar que así se reduzca a alguien a la inmovilidad y a la impotencia. ¿Por qué odiar así estas manos? ¿Por qué temerlas?

La mano es una de las partes más expresivas y más nobles del cuerpo humano. Cuando los Pontífices y los sacerdotes bendicen, lo hacen con un gesto de manos. Cuando el hombre inocente es perseguido, se ve saturado de dolores e implora la justicia divina – su último amparo contra la maldad humana – es también con las manos que maldice. Es con las manos que padres e hijos, hermanos, esposos, se acarician en los momentos de efusión. Para rezar, el hombre junta las manos o las levanta al cielo. Cuando quiere simbolizar el poder, empuña el cetro. Cuando quiere expresar fuerza, empuña la espada. Cuando habla a las multitudes, el orador acentúa con las manos la fuerza del raciocinio con que convence o la expresión de las palabras con que conmueve. Es con las manos que el médico administra el remedio, y el hombre caritativo socorre a los pobres, a los ancianos, a los niños.

Y por eso los hombres besan las manos que hacen el bien y esposan las manos que practican el mal.

Vuestras manos, Señor, ¿qué hicieron? ¿Por qué fueron atadas?

"En el principio era el Verbo, y el Verbo estaba en Dios, y el Verbo era Dios" (Jn. 1, 1).

Cómo describir vuestra trascendente, eterna e inefable majestad, cuando antes que todas las cosas y de todos los siglos vivíais de la vida supremamente gloriosa y feliz de la Santísima Trinidad. San Pablo contempló esta vida, y la única cosa que sobre ella consiguió decir, es que no puede ser expresada con palabras humanas. De lo alto de ese trono, vinisteis con designios de amor, para redimir a los hombres. Y por esto, con bondad inefable, asumisteis nuestra naturaleza humana. Quisiste tener un cuerpo humano, por amor al hombre. Fue para hacer el bien, que vuestras divinas manos fueron creadas.

* * *

¿QUIÉN puede describir, Señor, la gloria que esas manos – ahora ensangrentadas y desfiguradas, y no obstante tan bellas y tan dignas desde los primeros días de vuestra infancia – dieron a Dios, cuando sobre ellas posaron los primeros besos de Nuestra Señora y San José? ¿Quién puede describir con cuánta ternura hicieron a María Santísima la primera caricia? ¿Con cuánta piedad se unieron por primera vez en actitud de oración? ¿Y con cuánta fuerza, cuánta nobleza, cuánta humildad trabajaron en el taller de San José?

Manos del Hijo perfecto, ¿qué otra cosa hicieron en el seno del hogar, si no el bien?

Cuando comenzó vuestra vida pública, fuisteis principalmente el Maestro que enseñaba a los hombres el camino del Cielo. Y así, cuando en el "pusillus grex" de vuestros preferidos, enseñabais la perfección evangélica, cuando vuestra voz se levantaba y resonaba sobre las multitudes extasiadas y reverentes, vuestras manos se movían apuntando la morada celestial o reprobando el crimen y agregando a la palabra todos los imponderables con que la enriquece el gesto. Y los apóstoles, y las multitudes, creían en Vos y os adoraban, Señor.

Manos de Maestro, pero también manos de Pastor. No sólo enseñabais, sino guiabais. La función de guiar se ejerce más apropiadamente sobre la voluntad, como la de enseñar más precisamente sobre la inteligencia. Y como sobre todo es por amor que se guían las voluntades, vuestras divinas manos tuvieron virtudes misteriosas y sobrenaturales para acariciar a los pequeños, acoger a los penitentes, curar a los enfermos. Amor tan ardiente, tan abundante, tan comunicativo, que desde entonces hasta hoy, siempre que las manos de un cristiano – y más especialmente de un sacerdote – se mueven para acariciar a los pequeños, consolar a los penitentes, administrar remedio a los enfermos, el amor que las anima no es sino una centella de ese infinito amor, Dios mío.

* * *

PERO estas manos tan sobrenaturalmente fuertes que a su imperio se doblegaban todas las leyes de la naturaleza y, con un mínimo movimiento de ellas, el dolor, la muerte, la duda huían, estas manos tenían aún otra función a ejercer. ¿No hablasteis del lobo rapaz? ¿Seríais Pastor si no lo repelieseis? Y si hacéis todo con fuerza irresistible, ¿cómo podría alguien no sentir el golpe del latigazo que empuñaseis?

El lobo, sí… y ante todo el demonio. Vuestra vida tornó patente que el demonio no es un ente de ficción o casi tanto, un ser al que tan raras veces le es dado el poder de actuar, que prácticamente la inmensa mayoría de las cosas pasan como si él no existiese. Los hombres hipócritas o de costumbres disolutas, ostentando ropajes de justicia y hasta de sacerdocio, todo esto aparece en los Evangelios no sólo como consecuencia de la depravación humana en virtud del pecado original y de nuestra maldad, sino también como obra del demonio, activo, diligente, emboscando allí y acullá, y denunciando a veces su presencia con espectaculares manifestaciones de obsesión e de posesión.

Vos expulsabais al demonio, Señor, con terrible imperio, y delante de vuestra palabra grave y dominadora como el trueno, más noble y más solemne que un cántico de ángel, los espíritus impuros huían despavoridos y derrotados. Tan derrotados y tan despavoridos, que de ahí en adelante tuvieron que obedecer a vuestros apóstoles con docilidad. Por todas partes donde vuestra palabra, predicada, fue aceptada por los hombres, la impureza, la rebelión, el demonio huyeron siempre. Y sólo volvieron a extender sobre la humanidad sus alas de sombra y su poder de perdición, cuando el mundo comenzó a rechazar vuestra Iglesia, que es vuestro Cuerpo Místico. Tan derrotados y tan impotentes, que bastará que los hombres correspondan nuevamente a la gracia de Dios para que el imperio de las potencias infernales una vez más decaiga y las tinieblas, la lascivia, el espíritu de la revolución vuelvan hacia los antros secretos de los cuales hace siglos salieron.

* * *

PASTOR, vuestras divinas manos no se limitaron a blandir el cayado contra las potencias espirituales e invisibles que habitan en los aires – evocando las palabras de San Pablo – para perder a los hombres; sino que atacaron al demonio y al mal en sus agentes tangibles y visibles.

El mal, ante todo considerado en abstracto. No hubo vicio contra el cual no hablasteis.

Pero también el mal en concreto, en cuanto realizado en los hombres, y no sólo en los hombres en general, sino en ciertas clases – los fariseos por ejemplo – y no sólo en ciertas clases sino en ciertos hombres muy concretamente considerados: los mercaderes del templo están inmortalizados en las páginas del Evangelio, por el castigo ejemplar que sufrieron.

Vos, que recomendasteis la mansedumbre hasta sus últimos extremos cuando estuviesen en juego solamente derechos personales, Vos que queréis que respondamos mostrando la otra mejilla cuando recibimos una bofetada, Vos empleasteis una ardiente y santa difamación para desacreditar a los fariseos, y empuñasteis el látigo para ensangrentar a los mercaderes. Pues se trataba, no de derechos meramente humanos, sino de la Causa de Dios. Y en el servicio de Dios hay momentos en que no recriminar, no fustigar, equivale a traicionar.

Y estas manos que fueron tan suaves para los hombres rectos como Juan, el inocente, y Magdalena, la penitente, estas manos que fueron tan terribles para el mundo, el demonio, la carne, ¿porqué están ahí atadas y hechas carne viva?

¿Acaso será por obra de los inocentes? ¿de los penitentes? ¿o bien por obra de los que de ellas recibieron merecido castigo, y contra ese castigo se rebelaron diabólicamente?

* * *

SI, ¿por qué tanto odio, por qué tanto miedo que hizo necesario atar vuestras manos, reducir al silencio vuestra voz, extinguir vuestra vida?

¿Fue porque alguien temiese ser curado? ¿o acariciado? ¿Quién teme acaso la salud? ¿o quién odia el cariño?

* * *

SEÑOR, para comprender esa monstruosidad, es necesario creer en el mal. Es preciso reconocer que los hombres son tales, que fácilmente su naturaleza se rebela contra el sacrificio, y que cuando siguen el camino de la rebelión, no hay infamia ni desorden de los que no sean capaces. Es necesario reconocer que vuestra Ley impone sacrificios; que es duro ser casto, ser humilde, ser honesto, y en consecuencia es duro seguir vuestra Ley. Vuestro yugo es suave, sí, y vuestra carga ligera. Pero es así, no porque no sea amargo renunciar a lo que hay en nosotros de animal y desordenado, sino porque Vos mismo nos ayudáis a hacerlo.

Y cuando alguien os dice "no", comienza a odiaros, odiando todo el bien, toda la verdad, toda la perfección de que sois la propia personificación. Y, si no os tiene a mano bajo forma visible para descargar su odio satánico, golpea a la Iglesia, profana la Eucaristía, blasfema, propaga la inmoralidad, predica la revolución.

* * *

ESTÁIS maniatado, Jesús mío, y ¿dónde están los cojos y los paralíticos, los ciegos, los mudos que curasteis, los muertos que resucitasteis, los posesos que liberasteis, los pecadores que reerguisteis, los justos a quienes revelasteis la vida eterna? ¿Por qué no vienen ellos a romper los lazos que prenden vuestras manos?

* * *

CURIOSA PARADOJA. Vuestros enemigos continúan temiendo vuestras manos, aunque estén atadas. Y por esto os matarán. Vuestros amigos parecen menos conscientes de vuestro poder. Y porque no confían en Vos, huyen despavoridos delante de los que os persiguen.

¿Por qué? Aún ahí la fuerza del mal se patentiza. Vuestros enemigos aman tanto el mal, que perciben, aún bajo las humillaciones de las cuerdas que os prenden, toda la fuerza de vuestro poder… y ¡tiemblan! Para estar seguros, quieren transformar en llaga el último tejido de carne aún sano, quieren derramar la última gota de vuestra sangre, quieren veros exhalar el último aliento. Y aún así no están tranquilos. Muerto, todavía infundes terror. Es necesario lacrar vuestro sepulcro, y cercar de guardias armados vuestro cadáver. Cómo el odio al bien los hace perspicaces, al punto de percibir lo que hay de indestructible en Vos.

Y, por el contrario, los buenos no ven esto con la misma claridad. Os reputan derrotado, perdido… huyen para salvar el propio pellejo. Sólo tienen ojos, sólo tienen oídos para presentir el propio riesgo. Es que el hombre sólo es perspicaz para aquello que ama. Y si ve mejor su riesgo de que vuestro poder, es porque ama más su vida que vuestra gloria.

¡Oh, Señor, cuántas veces vuestros adversarios tiemblan delante de la Iglesia, mientras yo, miserable, viéndola maniatada reputo todo perdido!

* * *

PERO cuánta razón tenían vuestros enemigos! Resucitasteis. No sólo las cuerdas y los clavos de nada valieron, sino que, además, ni la laja del sepulcro, ni la cárcel de la muerte os pudieron retener. ¡Sí, resucitasteis! ¡Aleluya!

Señor mío, ¡qué lección! Viendo a la Iglesia perseguida, humillada, abandonada por sus hijos, negada por las costumbres paganas y por la ciencia panteísta de hoy, amenazada de fuera por las hordas del comunismo, y por dentro por los desatinos de los que quieren pactar con el demonio, vacilo, tiemblo, juzgo todo perdido.

¡Señor, mil veces no! Vos resucitasteis por vuestra propia fuerza, y redujisteis a la nada los vínculos con que vuestros adversarios pretendían reteneros en las sombras de la muerte.

Vuestra Iglesia participa de esa fuerza interior y puede en cualquier momento destruir todos los obstáculos con que la cercan.

Nuestra esperanza no está en las concesiones, ni en la adaptación a los errores del siglo. Nuestra esperanza está en Vos, Señor.

Atended las súplicas de los justos que os imploran por medio de María Santísima. Enviad, oh Jesús, vuestro Espíritu, y renovaréis la faz de la Tierra.

Plinio Corrêa de Oliveira

"Catolicismo" Nº 16 - Abril de 1952

domingo, 1 de abril de 2012

Domingo de Ramos


Fra Angélico - Domingo de RamosUN DEFECTO que disminuye frecuentemente la eficacia de las meditaciones que hacemos, consiste en meditar los hechos de la vida de Nuestro Señor sin hacer ninguna aplicación a lo que sucede en nosotros o a nuestro alrededor. Así, nos sorprende la versatilidad e ingratitud de los judíos, ya que éstos, después de proclamar con la más solemne recepción el reconocimiento que debían al Salvador, poco después lo crucifican con un odio que a muchos llega a parecer inexplicable.
Sin embargo, esa ingratitud y esa versatilidad no existieron solamente en los judíos de los tiempos de la existencia terrena de Nuestro Señor. Aún hoy, ¡en el corazón de cuántos fieles tiene Nuestro Señor que soportar esas alternativas de adoraciones y de vituperios! Y esto no sucede únicamente en la intimidad, en general inescrutable, de las conciencias. ¿En cuántos países, Nuestro Señor ha sido sucesivamente glorificado y ultrajado, en cortos intervalos de tiempo?
No empleemos nuestro tiempo exclusivamente en horrorizarnos delante de la perfidia del pueblo deicida. Para nuestra salvación nos será utilísimo reflexionar sobre nuestra propia perfidia. Puestos los ojos en la bondad de Dios, podremos así, conseguir la enmienda de nuestra vida.

* * *

NADIE IGNORA que el pecado es un ultraje hecho a Dios. Quien peca mortalmente expulsa a Dios de su corazón, rompe con Él las relaciones filiales que le debemos como criaturas, y repudia la gracia.
Así, hay una marcada analogía entre el gesto de los judíos, matando al Redentor, y nuestra situación cuando caemos en pecado mortal.
En efecto, ¡cuántas y cuántas veces, después de haber glorificado a Nuestro Señor ardientemente, por nuestros actos o al menos después de haber tomado con los labios aires de quien lo glorifica, caemos en pecado y lo crucificamos en nuestro corazón!
Lo mismo se da con muchas naciones contemporáneas. Realizan manifestaciones católicas imponentes, en que glorifican públicamente a Nuestro Señor. Al mismo tiempo, los estadistas por ellas mantenidos en el poder traman, ora en silencio, ora de manera apenas disfrazada, ¡la ruina de las instituciones católicas y la demolición de la civilización contemporánea, en sus lineamientos aún católicos! Así, mientras tales católicos proclaman su amor a la Iglesia de Cristo, por su negligencia, por su tibieza, por su indiferencia, permiten que la Iglesia sea lentamente maniatada, que su influencia sea sabiamente solapada, que su actividad sea engañosamente coartada, a fin de que, el día en que suene la hora del ataque violento la reacción se haya tornado enteramente imposible.
Evidentemente, pueblos como esos, después de haber aclamado a Nuestro Señor como Rey o mientras lo hacían, preparaban persecuciones y tristezas que poco diferían de la grande y divina tragedia de Semana Santa.

* * *

GRACIAS A DIOS, sin embargo, no es sólo la versatilidad y la perfidia de los judíos lo que sobrevive en nuestros días. También se encuentran – y cómo son conmovedores – gestos que recuerdan de modo irresistible la piedad, tan dulce hacia Cristo y tan audaz frente a sus perseguidores, de la Verónica.
Si es cierto que nuestra época se caracteriza por grandes e inesperadas defecciones, no es menos cierto que el historiador verá en ella, en el futuro, una época de grandes santos, admirables por la virtud de la fortaleza, de la prudencia, de la templanza y de la justicia, de las cuales el mundo parece tan radicalmente olvidado.
Nuestro Señor, indudablemente, es muy ultrajado en nuestros días. Seamos nosotros algunas de aquellas almas reparadoras que, si no por el brillo de nuestra virtud, al menos por la sinceridad de nuestra humildad – humildad inteligente, razonable, sólida, y no sólo humildad de palabrerío sonoro y cuello torcido – reparemos en estos días santos, junto al trono de Dios, tantos ultrajes que, incesantemente, le son infligidos.
Plinio Corrêa de Oliveira
"O Legionário" - Nº 447 de 06 de Abril de 1941
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