viernes, 3 de octubre de 2014

Santa Teresita de Niño Jesús - 3 de octubre

Víctima expiatoria

Plinio Corrêa de Oliveira
Legionário, N° 790, 28 de septiembre de 1947

Santa Teresita del Niño Jesús es, a bien decir, de nuestra época: celebraremos de aquí a poco el cincuentenario de su muerte, y muchas de las personas que todavía tenemos la ventura de poseer entre nosotros, son absolutamente contemporáneas de la joven carmelita que expiró a los 24 años. Felizmente, la fotografía ya había sido inventada en los días de ella, por lo que conservamos el retrato auténtico de la gran santa: singularmente bella, de trazos regulares, mirada luminosa y amplia, porte firme y semblante resuelto, su fisonomía deja trasparecer cualidades que parecen opuestas entre sí —al menos según la mentalidad liberal—, como la bondad y la firmeza, la distinción y la simplicidad, el perfecto y absoluto dominio de sí y la más atrayente naturalidad. Si no poseyésemos fotografías de la santa rosa del Carmelo, ¿qué idea tendríamos de ella? La que nos presentan muchas de las imágenes: dulce de una dulzura sentimental y casi romántica, buena de una bondad puramente humana y sin el menor soplo de sobrenatural, en fin una joven de buenas inclinaciones si bien que exageradamente sensible… nunca una santa, una auténtica y genuina santa, un lucero brillante en el firmamento espiritual de la Iglesia del Dios verdadero. Si no toda la iconografía, por lo menos cierta iconografía, sin alterar los trazos de la santa, le altero no obstante la fisonomía. Lo mismo se da con su biografía. Cierta literatura sentimental-religiosa, sin adulterar propiamente los datos biográficos de Santa Teresita, encontró medios de interpretar tan unilateral y superficialmente ciertos episodios de su vida, que llegó a desfigurar de algún modo su significado. Las deformaciones iconográficas y biográficas se hicieron todas en una misma dirección: ocultar el sentido profundo, admirable, heroico e inmortal de la vida de la inmortal santa.
En el 50° aniversario de su muerte alguien que mucho y que mucho le debe procurará saldar con respetuoso amor parte de esta deuda, haciendo como que un comentario doctrinario a su vida.

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Deformación sentimental y romántica de Santa Teresita
El pecado original cometido por Adán y los pecados posteriormente practicados por la humanidad constituyen ofensas a Dios. Para reparar esas ofensas y aplacar la ira divina era preciso que la humanidad expiase. Esta expiación era como que el pago de un precio que compensase la falta cometida. Hay en esto de cierto modo una restitución. Por el pecado, el hombre como que se apropió indebidamente de placeres, ventajas, deleites a lo que no tenía derecho. Para reparar la justicia, era preciso que él abandonase, inmolase, sacrificase todo esto. El sacrificio reparador toma, así, el aspecto de un precio de rescate por el cual se repara la falta cometida. Para reparar estos pecados, la Santa Iglesia dispone de un tesoro. Veamos de qué naturaleza es este tesoro.
Evidentemente, no se trata de un tesoro de riquezas materiales. Es un tesoro moral y espiritual, como exige la naturaleza moral de las faltas que se trata de reparar. Este tesoro se compone antes que nada, y esencialmente, de los méritos infinitamente preciosos de Nuestro Señor Jesucristo, que en el momento de la Santa Muerte del Salvador fueron aceptados por Dios, y produjeron la Redención de la humanidad. Los sufrimientos, las virtudes, las expiaciones de los hombres pecadores serían totalmente incapaces de aplacar la cólera divina. El Santo Sacrificio del Hombre-Dios bastaría plenamente para ello. Más aún: una simple gota de su preciosa sangre bastaría para redimir a la humanidad entera.
Con todo, por designios insondables de la Providencia divina, de hecho la Redención no se operó en el momento en que se vertió para nosotros la primera sangre del Redentor, sino sólo cuando Él expiró por nosotros en la Cruz, después de un diluvio de tormentos. Por una disposición igualmente misteriosa de Dios, Él no se contenta con el sacrificio superabundantemente suficiente del Redentor. La humanidad está redimida, y en sí misma la obra de la redención está concluida. Pero para salvar a los pecadores, para expiar sus pecados actuales, para que las almas extraviadas aprovechen el Sacrificio del Hombre-Dios, es necesario que también nosotros alcancemos méritos.
El tesoro de la Iglesia se compone, pues, de dos parcelas. Una, infinitamente preciosa, superabundantemente suficiente, superabundantemente eficaz: es la de los méritos de Nuestro Señor Jesucristo. Otra pequeñísima, con un valor mínimo, insignificante: es la de los méritos de los hombres adquiridos a lo largo de la vida multisecular de la Iglesia. La parte pequeña sólo vale en unión con la parte infinita. Pero —misterio de Dios— en sí misma perfectamente dispensable, esta parte es indispensable porque Dios lo quiso: “Quien te creó sin ti, no te salvará sin ti”, dice San Agustín. Dios nos creó sin nuestra cooperación, pero para que nos salvemos Él quiere nuestra cooperación. Cooperación de apostolado, sí, pero también cooperación en la oración y en el sacrificio. Sin los méritos de los hombres, el tesoro de la Iglesia no estará completo, y la humanidad no aprovechará enteramente los frutos de la salvación.

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La verdadera santa
Visto el asunto por otro ángulo, debemos recordar el papel de la gracia para la salvación. Ningún hombre es capaz del menor acto de virtud cristiana, sin que sea llamado a esto por la gracia de Dios, y por la gracia de Dios ayudado. En otros términos, la primera idea, el primer impulso, toda la realización del acto de virtud sobrenatural, se hace con el auxilio de la gracia. Y esto de tal manera que nadie podría practicar el menor acto de virtud cristiana —ni siquiera pronunciar con piedad los santísimos nombres de Jesús y María— sin el auxilio sobrenatural de la gracia. Todo esto es de fe, y quien lo negase sería hereje. Nuestra voluntad coopera con la gracia, y sin el concurso de nuestra voluntad no hay virtud posible. Pero por sí sola, sin la gracia, ella es absolutamente incapaz de practicar la virtud sobrenatural.
Ahora, como sin virtud nadie agrada a Dios ni se salva, siendo la gracia necesaria para la virtud, es fácil percibir que ella es necesaria para la salvación.
Todos los hombres reciben gracias suficientes para salvarse. También esto es de fe. Pero, de hecho, por la maldad humana que es inmensa, muy pocos sería los hombres que se salvarían sólo con la gracia suficiente. Es preciso que la gracia sea abundante para vencer la maldad del libre albedrío humano. La abundancia de esa gracia, ¿cómo obtenerla de Dios, justamente airado  por los pecados de los hombres? Evidentemente con el tesoro de la Iglesia.
Pero, como vimos, ese tesoro se compone de dos partes, una de las cuales perfecta e inmutable —la de Dios— y otra mutable e imperfecta, la de los hombres. Cuanto más la parte humana del tesoro de la Iglesia fuere deficiente, tanto menos abundantes serán las gracias. Cuanto menos abundantes fueren las gracias, tanto menos numerosas serán las almas que se salvan. De donde se sigue que un elemento capital para que las almas se salven es que esté siempre de méritos producidos por los hombres el tesoro de la Iglesia. Los grandes pecadores son hijos enfermos para cuya cura se prodigan los tesoros de la Iglesia. Los grandes santos son los hijos sanos y operantes, que reponen en todo momento, en el tesoro de la Iglesia, riquezas nuevas que sustituyan las que se emplean con los pecadores.
Todo esto nos permite establecer una correlación: para grandes pecadores, grandes gastos en el tesoro de la Iglesia. O estos grandes gastos son suplidos por nuevos lances de generosidad de Dios y de las almas de los santos, o las gracias se van tornando menos abundantes, y el número de pecadores aumenta.
De ahí se deduce que nada más necesario, para la dilatación de la Iglesia, de que enriquecer siempre, su tesoro sobrenatural, con nuevos méritos.

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Evidentemente, se pueden adquirir méritos practicando la virtud por todas partes. Pero hay, en el jardín de la Iglesia, almas que Dios destina especialmente para este fin. Son las que Él llama para la vida contemplativa, en conventos reclusos, donde ciertas almas escogidas se dedican especialmente en amar a Dios y expiar por los hombres. Estas almas corajosamente piden a Dios que les mande todas las probaciones que quisiere, desde que con eso se salven muchos pecadores. Dios las flagela sin cesar, de un modo o de otro, cogiendo de ellas la flor de la piedad y del sufrimiento, para con esos méritos salvar nuevas almas. Consagrarse a la vocación de víctima expiatoria por los pecadores: nada hay de más admirable. Y esto tanto más cuanto muchos hay que trabajan, mucho que rezan; ¿pero quién tiene el coraje de expiar?
Este es el sentido más profundo de la vocación de las Trapistas, de las Franciscanas, de las Dominicanas y las Carmelitas entre las cuales floreció la suave y heroica Teresita.
Su método fue especial. Practicando la conformidad plena con la voluntad de Dios, ella no pidió sufrimientos, ni los rechazó. Dios hizo de ella lo que entendiese. Jamás pidió a Dios o a sus superioras que apartaran de ella cualquier dolor. Jamás pidió a Dios o a sus superioras cualquier mortificación. Sumisión plena era su camino. Y, en materia de vida espiritual, plena sumisión equivale a la plena santificación.
Su método se caracteriza todavía por otra nota importante. Santa Teresita no practicó grandes mortificaciones físicas. Ella se limitó apenas simplemente a las prescripciones de su Regla. Pero se esmeró en otro tipo de mortificación: hacer a toda hora, en todo instante, mil pequeños sacrificios. Jamás la voluntad propia. Jamás lo cómodo, lo deleitable. Siempre lo contrario de lo que los sentidos pedían. Y cada uno de estos pequeños sacrificios era una pequeña moneda en el tesoro de la Iglesia. Moneda pequeña, sí, pero del oro de la ley: el valor de cada pequeño acto consistía en el amor de Dios con que era hecho.
¡Y qué amor meritorio! Santa Teresita no tenía visiones, ni siquiera los movimientos sensibles y naturales que tornan a veces tan amena la piedad. Aridez interior absoluta, amor árido, pero admirablemente ardiente, de la voluntad dirigida por la fe, adhiriendo firme y heroicamente a Dios, en la atonía involuntaria e irremediable de la sensibilidad. Amor árido y eficaz, sinónimo, en vida de piedad, de amor perfecto…
Gran camino, camino simple. ¿No es simple hacer pequeños sacrificios? ¿No es más simple no tener visiones que tenerlas? ¿No es más simple aceptar los sacrificios en lugar de pedirlos?
Camino simple, camino para todos. La misión de Santa Teresita fue la de mostrarnos una vía en que pudiésemos todos entrar. Ojalá ella nos auxilie a recorrer por esta vía real, que llevará a los altares no apenas a una u otra alma, sino a legiones enteras.


miércoles, 1 de octubre de 2014

La Conjuración Anticristiana - Cap. IX

CAPÍTULO IX

ES LA MASONERÍA LA QUE COMANDA LA GUERRA CONTRA LA CIVILIZACIÓN CRISTIANA

Al día siguiente de la publicación de la encíclica en la cual León XIII denunció nuevamente al mundo a la francmasonería como siendo el agente de la guerra contra la Iglesia y contra todo el orden social, el Bulletin de la Grande Loge Symbolique Écossaise expresó en estos términos el pensamiento de la secta:
“Lo mínimo que la francmasonería puede hacer es agradecer al soberano pontífice su última encíclica. León XIII, con una autoridad incontestable y con gran lujo de pruebas, acaba de demostrar, una vez más, que existe un abismo infranqueable entre la Iglesia, de la cual él es el representante, y la Revolución, de la cual la francmasonería es el brazo derecho. Es bueno que los que tienen dudas dejen de abrigar vanas esperanzas. Es preciso que todos se habitúen en comprender que ha llegado la hora de optar entre el orden antiguo, que se apoya en la revelación, y el nuevo orden, que no reconoce otros fundamentos que no sean la ciencia y la razón humana, entre el espíritu de autoridad y el espíritu de libertad”[1].
Este pensamiento fue nuevamente expresado en la Convención de 1902, por el orador encargado de pronunciar el discurso de clausura: “… ¿Qué es lo que nos separa? Es un abismo, abismo que no será cubierto sino en el día en que triunfe la masonería, obrera incansable del progreso democrático de la justicia social… Hasta allá, nada de tregua, de reposo, de aproximación, de concesiones… Es la última frase de la lucha de la Iglesia y de la Congregación contra nuestra sociedad republicana y laica. El esfuerzo debe ser supremo…”. Derrumbada la Iglesia, todo el resto caerá.
También, La Lanterne, órgano oficioso de nuestros gobernantes y de la francmasonería, no cesó de decir todos los días y en todos los tonos: “Antes de cualquier otra cuestión, antes de la cuestión social, antes de la cuestión política, es preciso terminar de una vez con la cuestión clerical. Esa es la clave de todo el resto. Si cometiéramos el crimen de capitular, de retardar nuestra acción, de dejar escapar al adversario, pronto el partido republicano y la república estarán perdidos… La Iglesia no nos permitiría recomenzar la experiencia. Ella sabe hoy que la república le será mortal, y si no la matase, es ella la que matará a la república. Entre la república y la Iglesia existe un duelo a muerte. Apresurémonos en aplastar al infame[2], o resignémonos a dejar la libertad sofocada durante siglos”.

Un hecho que acaba de ocurrir, muestra resumidamente lo que será expuesto en la segunda y en la tercera parte de este libro: cómo la secta actúa para llegar a la realización de sus designios.
Bajo un pretexto vano, se produjo una rebelión en Barcelona; incendios y masacres forzaron al gobierno español a colocar en estado de sitio a la ciudad… El instigador Ferrer fue preso. En vez de ser fusilado en el acto, fue entregado al tribunal militar, que lo condenó a la muerte. El juicio fue ratificado. Falsas noticias fueron enviadas a los periódicos de todos los países: Ferrer no fue juzgado según las leyes. Su defensor fue arrestado. El clero, el propio Papa están involucrados. “La mano sangrienta de la Iglesia, parte en el proceso escribía La Lanterne condujo todo; y los solados del rey de España se limitaron a ejecutar sus voluntades. Todos los pueblos deben rebelarse contra esa religión de muerte y de sangre”. En apoyo, una caricatura representó a un sacerdote con un puñal en la mano. Amenazas de represalias, de asesinato del rey y del Papa llovieron en Madrid y en Roma. Peticiones circularon en París, Roma, Bruselas, Londres, Berlín, para protestar contra el juicio. Ferrer fue ejecutado. Luego se produjeron manifestaciones, varias sangrientas, en las principales ciudades de Francia y de todos los países europeos. Por acumulación, una especie de triunfo quiso glorificarlo en las calles de París, con la cobertura de la policía y la participación del ejército, al canto de la Internacional.
Los gobernantes fueron interpelados en los diversos parlamentos, las protestas fueron apoyadas por los consejos departamentales, municipales. Cincuentaisiete ciudades de Francia decidieron poner el nombre de Ferrer a una de sus calles.
La espontaneidad y el conjunto prodigioso de esas manifestaciones por una causa extraña a los intereses de los diversos países indica que existe una organización que se extiende a todos los pueblos, teniendo capacidad de acción hasta en las más humildes localidades. Entre las piezas del proceso de Barcelona, hay una que estableció que Ferrer pertenecía a la gran logia internacional, el misterioso centro de donde se ejerce sobre el mundo el poder oculto de la masonería.
Pero aquí la secta se denuncia a sí misma.
El consejo de la orden del Gran Oriente de París envió a todas sus oficinas y a todas las potencias masónicas del mundo, un manifiesto de protesta contra la ejecución de Ferrer. En él, el consejo reivindicaba al revoltoso como uno de los suyos: “Ferrer era uno de los nuestros. Él sintió que la obra masónica expresaba el más alto ideal que puede realizar el hombre. Él afirmó nuestros principios hasta el fin. Lo que se quiso alcanzar en él fue el ideal masónico.
“Delante de la marcha del progreso indefinido de la humanidad se levanta una fuerza de estagnación cuyos principios y acción tienen en vista lanzarnos en la noche de la Edad Media”.
El Gran Oriente de Bélgica se apresuró en responder al manifiesto del Gran Oriente de Francia: “El Gran Oriente de Bélgica, compartiendo los nobles sentimientos que inspiraron la proclamación del Gran Oriente de Francia, se asocia, en nombre de las logias belgas, a la protesta indignada que se envió a la masonería universal y al mundo civilizado contra la sentencia inicua pronunciada e impiadosamente ejecutada contra el hermano Francisco Ferrer”.
El Gran Oriente italiano y otros hicieron lo mismo: “Francisco Ferrer, honra de la cultura y del pensamiento moderno, apóstol infatigable del ideal laico, fue fusilado por orden de los jesuitas, en el horrible calabozo de la fortaleza de Montjuich, en la cual todavía resuenan los gritos de innumerables víctimas… Un estremecimiento de horror recorrió el mundo, que, en un sublime impulso de solidaridad humana, maldijo a los autores conocidos y ocultos de la muerte y los condena a la execración y a la infamia”.
El comité central de la liga masónica de los derechos del hombre, reunida en sesión extraordinaria el 13 de octubre de 1909, decidió levantar un monumento a la memoria de Ferrer, “mártir del libre pensamiento y del ideal democrático”. Convidó a todas las organizaciones de libre pensamiento a contribuir para la realización de este proyecto, y resolvió erguirlo en Montmartre, frente a la Iglesia del Sagrado Corazón.

La francmasonería declaró, pues, en palabras y en actos que ella consideraba y defendía a Ferrer como la encarnación del “ideal masónico”. ¿Cuál era el ideal de Ferrer? Él mismo lo proclamó en mayo de 1907, en la revista pedagógica Humanidad Nueva, en la cual expone los principios de la “Escuela moderna” que acababa de fundar con dinero conseguido de manera poco legal de un católico practicante e incluso piadoso.
“Cuando tuvimos, hace seis años, la inmensa alegría de abrir la escuela moderna de Barcelona, nos apresuramos en divulgar que su sistema de enseñanza seria, racionalista y científica. Queríamos prevenir al público de que, siendo la ciencia y la razón los antídotos de todo dogma, no enseñaríamos en nuestra escuela ninguna religión…
“Cuánto más hemos demostrado la temeridad que teníamos en colocarnos tan francamente en frente de la Iglesia todopoderosa de España, más sentíamos el coraje para perseverar en nuestros proyectos.
“Sin embargo, es necesario aclarar que la misión de la escuela moderna no se limita solamente al deseo de ver desaparecer los preconceptos religiosos de las inteligencias. Si bien que esos preconceptos sean aquellos que más se oponen a la emancipación intelectual de los individuos, no obtendríamos, con su desaparición, una humanidad libre y feliz, puesto que se puede concebir un pueblo sin religión, pero también sin libertad.
“Si las clases trabajadoras se liberasen de los preconceptos religiosos y conservasen el de la propiedad tal como existe actualmente, si los trabajadores aún creyesen en la parábola que siempre habrá pobres y ricos, si la enseñanza racionalista se contentase en diseminar nociones sobre la higiene y las ciencias, en preparar solamente buenos aprendices, buenos obreros, buenos empleados en todas las profesiones, nosotros continuaríamos viviendo más o menos sanos y robustos con el modesto alimento que nos proporcionaría nuestro módico salario, pero no dejaríamos de ser siempre los esclavos del capital.
“La escuela moderna pretende, por lo tanto, combatir todos los preconceptos que se oponen a la emancipación total del individuo y ella adoptó, con ese objetivo, el racionalismo humanitario, que consiste en inculcar en la juventud el deseo de conocer el origen de todas las injusticias sociales, a fin de que se combatan a través de los conocimientos que se han adquirido.
“Nuestro racionalismo combate las guerras fratricidas, sean internas, sean externas, la explotación del hombre por el hombre; lucha contra el estado de servidumbre en el cual se encuentra actualmente colocada la mujer en nuestra sociedad; en una palabra, combate a los enemigos de la harmonía universal, como la ignorancia, la maldad, el orgullo y todos los vicios y defectos que dividen a los hombres en dos clases: los explotadores y los explotados”.
En una carta dirigida a uno de sus amigos, Ferrer manifestaba de maneja aún mejor el pensamiento de su escuela: “Para no atemorizar a las personas y para no dar al gobierno un pretexto para cerrar mis establecimientos, yo los llamo ‘escuela moderna’ y no ‘escuela de anarquistas’. Porque la finalidad de mi propaganda es, lo confieso francamente, formar en mis escuelas anarquistas convencidos. Mi deseo es convocar la revolución. Por ahora, debemos contentarnos en implantar en el cerebro de la juventud la idea del saqueo violento. Ella debe aprender que no existe, contra los policías y la tonsura, sino un único medio: la bomba y el veneno”.
La investigación del caso llevó al descubrimiento, en la villa “Germinal”, en que él vivía, de documentos escondidos en un subterráneo hábilmente disimulado y que tenía diversas puertas de salida. Esos documentos probaban que él era el alma de todos los movimientos revolucionarios que se producían en España desde 1872. Estos son, entre otros, extractos de circulares redactadas en 1892.
“Compañeros, seamos hombres, aplastemos a esos infames burgueses… Antes de construir, arruinemos todo… Si entre los políticos algunos apelasen a vuestra humanidad, matadlos… Abolición de todas las leyes… expulsión de todas las comunidades religiosas… Disolución de la magistratura, del ejército y de la marina… Demolición de las iglesias…”.
Al final, de la propia mano de Ferrer, esta nota:
Adjunto una receta para fabricar un explosivo”.
Este es el hombre que la francmasonería presentó al mundo como profesando su ideal.
Algunos días después de la ejecución de Ferrer, el gabinete de Madrid se vio obligado a dimitir; los jefes del partido liberal y del partido democrático, obedeciendo sin duda a las órdenes de la logia, llevaron al conocimiento de Maura que ellos harían una obstrucción irreductible a cualquier medida, a todo proyecto que él presentase. Sin embargo, en España, sin por lo menos dos tercios de los votos todo puede quedar inmóvil y tornarse legalmente imposible. El partido liberal y el partido democrático, al rehusar su participación, hicieron imposible la administración. Esa dimisión alegró a los librepensadores y a los ateos en toda Europa. El Action dijo:
“¿No es verdad que, en el mundo entero, un gran duelo, el mismo en todas partes, se libra entre las religiones y el libre pensamiento, entre la autocracia y la democracia, entre el absolutismo y la revolución? ¿Existen fronteras para la Iglesia y una patria para el Vaticano? ¿El drama de la humanidad no se juega alrededor de esas formas internacionales que son la convención y la escuela? La caída del gabinete de Maura, así como la ejecución de Ferrer, no constituyeron sino un episodio de ese gran drama incesante”.
Ya nos hemos explayado lo suficiente sobre este asunto. Nada puede preparar mejor al lector para comprender lo que viene a continuación: la historia de la acción de la masonería en Francia durante los dos últimos siglos, la organización de la secta, sus medios de acción y procedimientos, y las posibles hipótesis sobre el resultado final de la lucha trabada por la sinagoga de Satanás y la Iglesia de nuestro Señor Jesucristo.

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[1] Citado por don Sardá y Salvany, Le mal social, ses causes, ses remèdes.
[2] El infame, así se referían a Jesucristo.

martes, 30 de septiembre de 2014

San Jerónimo – 30 de septiembre

Plinio Corrêa de Oliveira
Selección bibliográfica:

San Jerónimo, Confesor y Doctor de la Iglesia (341-420) es considerado el más grande Doctor de las Escrituras de la Iglesia.
San Jerónimo, Confesor y Doctor de la Iglesia
Master Theoderich (s. XIV)
Él otorgó esta alabanza a San Agustín: “Al igual como lo he hecho yo, habéis aplicado toda vuestra energía para hacer de los enemigos de la Iglesia vuestros enemigos personales”. Este elogio es consistente con el consejo de San Agustín: “Debéis odiar el mal, pero amar al que yerra”.
Respecto de San Jerónimo el Breviario Romano dice: “Él aporreó a los herejes con sus más duros escritos”.

Comentarios del Prof. Plinio:

En la Iglesia Católica, San Jerónimo es el representante por excelencia del espíritu polémico, y en este sentido es un símbolo contra el diálogo ecuménico progresista. Sus escritos son tan directos, enérgicos, e intransigentes que algunas personas imaginan que un santo no podría escribir como él lo hizo. Casi todo el mundo de su tiempo temblaba ante él.
Una vez San Agustín, con quien tuvo una continua correspondencia, le dijo amablemente que con la mitad de la energía que San Jerónimo utiliza en una de sus cartas, él ya estaría convencido de su argumento. También recuerdo que una vez leí que una señora piadosa envió a San Jerónimo un regalo: algunas palomas jóvenes y una cesta de cerezas. Él contestó preguntándole qué estaba pensando cuando ella envió esas cosas delicadas a él. Él sospechaba que ella podría querer corromper la austeridad de su vida penitente. De inmediato le dio los regalos a los pobres.
Uno de mis primeros encuentros con el progresismo fue con la mentalidad reformista litúrgica que estaba siendo aceptada por muchos monjes en el monasterio benedictino de Sao Paulo. Yo estaba hablando con el abad y él me dijo que algunas obras de San Jerónimo se leían en el refectorio del monasterio durante la comida del mediodía. Él me comentó que los monjes se habían puesto furiosos por las lecturas. En mi ingenuidad, pensaba que su odio se dirigía hacia los herejes que San Jerónimo combatía, pero pronto me di cuenta de que estaba equivocado. Su odio era contra el mismo San Jerónimo, porque ellos [esos monjes] tenían simpatía por los herejes.
La combatividad de San Jerónimo era una expresión de su celo consumidor por la Casa de Dios. Este tipo de militancia es una de las expresiones más legítimas y santas de ese celo. Puesto que su energía era inspirada por el amor a Dios y no por resentimientos personales, era una cosa muy santa. Si la fuerza se ejerce debido a resentimientos personales, es una cosa completamente diferente.
Esa santa militancia hizo de él una espada viviente de Dios. No conozco ningún mejor elogio que decir que un hombre es la espada viviente de Dios, que corta, perfora, hiere, y destruye a sus enemigos. San Jerónimo representa el pináculo del espíritu polémico, y como tal, él es el santo patrón de la lucha contrarrevolucionaria.
Su elogio de San Agustín acerca de cómo él hizo de los enemigos de la Iglesia sus enemigos personales es notable. Es un santo que elogia a otro santo, y por esta razón se puede decir que ese panegírico refleja la santidad de la Iglesia. La selección señala que este aspecto se armoniza perfectamente con otro aparentemente contrario que se puede ver en otras palabras de San Agustín: “Debemos aborrecer el mal, pero amar a los que yerran”.
La militancia de San Jerónimo hizo
de él la espada de Dios
Antonio Vivarini
Hoy es importante que tengamos una clara comprensión de lo que significa “amar a los que yerran”. Es una simplificación liberal y ecuménica decir que si uno ataca vigorosamente los que yerran, se está perjudicando a esas personas o es una muestra de falta de caridad. Hay tres razones por las que este no es el caso:
En primer lugar, cuando una persona está en grave peligro de caer en un abismo, lo que hay que hacer es gritarle y decirle: “Tenga cuidado, usted está en el borde del acantilado y si usted se cae, usted se romperá la cabeza y morirá” no sería sensato hablarle suavemente, diciendo: “Hola, estoy parado en un lugar mucho mejor que tú. ¿Por qué no vienes a unirte conmigo?
Esta sería una manera tonta para prevenir al hombre de caer en el abismo. La forma correcta de rescatar a un hombre del peligro no es mostrarle el lado positivo de su posición, sino exponerle el peligro de su posición y la imprudencia de permanecer en ella.
¿Quién de ustedes, al ver a un hombre jugando imprudentemente con un arma cargada y con el dedo en el gatillo, le sugeriría suavemente jugar en su lugar al ajedrez con usted? Esa es una actitud necia. Lo correcto es dirigirse a él con severidad: “Mira, deja de jugar con el arma o puedes hacerte daño a ti o a mí”. Un hombre que es tentado de hacer algo errado necesita que le digan palabras que inspiren temor.
Esto es cierto sobre todo cuando se trata de la doctrina católica. Los hombres son más fácilmente movidos por el miedo de las malas consecuencias que pueden experimentar que de un posible bien que puedan disfrutar. Ellos son más fácilmente movidos por el miedo del infierno que por el amor del cielo. Por lo tanto, con el fin de convertir a un hombre, es más caritativo y conveniente que nosotros le señalemos primero que debe salir de su error y sus malas consecuencias, y luego hablarle de la belleza y la bondad de la verdad. San Jerónimo fue un modelo de esta forma de actuar.
Sé que algunas almas raras pueden ser tocadas por la dulzura en lugar de la combatividad, pero esta no es la regla. Es la excepción a la regla. Dios da a su Iglesia santos que tienen carismas especiales para atraer con amabilidad, como San Francisco de Sales, que atrajo almas por su dulzura. Sin embargo, la regla es atacar el mal para convertir a la persona, como lo hizo San Jerónimo.
En segundo lugar, otra simplificación que el espíritu liberal y ecuménico no considera es que cuando debatimos con un hereje, un pastor protestante, por ejemplo, nuestro principal objetivo no es convertirlo, sino confirmar en la fe a los católicos que están siguiendo el debate y les ayude a no ser contaminados por los errores protestantes. Para ello, es sumamente ventajoso derrotar al hereje.
El objetivo secundario del debate es el de convertir a los protestantes que también están siguiendo el debate y no son tan obstinados en el error como el pastor. El tercer y último objetivo es la conversión del pastor protestante, que también debe ser considerado seriamente. Esta es la jerarquía correcta de objetivos en un debate de un católico con un protestante. Los progresistas simplifican enormemente el tema diciendo que es sólo un debate entre A y B, y que la manera más eficiente para convertir a B es sonreír y hacer concesiones. No es así. Al ignorar los dos objetivos más importantes del debate, se establece una trampa que lleva a la gente en una mentalidad más progresista y ecuménica.
En tercer lugar, Nuestro Señor, el modelo divino de santidad, no actuó con la conciliación cuando se debatía con los fariseos. En cambio, Él los llamó como una generación de víboras, hijos de Satanás, sepulcros blanqueados, etc. Además, cuando se encontró con los cambistas en el Templo, se indignó y usó un látigo para expulsarlos físicamente. Es decir, Él utilizó no sólo la energía en la polémica contra la gente mala, sino que también utilizó la violencia física para castigar a los profanadores.
El espíritu combativo y polémico del gran San Jerónimo nos da la oportunidad de ver cómo el progresismo y el espíritu ecuménico están saboteando la militancia católica en todas partes. Hoy en día casi nadie escucha esta doctrina católica enseñada en su totalidad.
La Iglesia progresista evita esta enseñanza, ya que quiere impulsar su agenda de ecumenismo que tiende hacia una espuria pan-religión.

Desde luego, debemos pedirle a San Jerónimo que nos ayude en nuestras polémicas contrarrevolucionarias, pero deberíamos también y sobre todo pedirle que nos ayude a destruir esta mentalidad liberal que abre la puerta para el mal que está asaltando y se está apoderando de toda la Iglesia.

lunes, 29 de septiembre de 2014

San Miguel Arcángel – 29 de septiembre

Plinio Corrêa de Oliveira

Selección bibliográfica:

La Iglesia considera al arcángel San Miguel, como el ángel que se interpone entre la humanidad y la divinidad, como el mediador de su oración litúrgica. Dios, que creó las jerarquías visibles e invisibles con una orden admirable, hace uso del ministerio de los espíritus celestiales para su gloria. Los coros angelicales, que contemplan sin cesar el rostro del Padre, saben, mejor que los hombres, la forma de adorar y contemplar la belleza de sus perfecciones infinitas.
La Iglesia en la tierra también invita a los espíritus celestiales para alabar y glorificar al Señor, para rendirle culto y adorarlo sin cesar. Esta misión contemplativa de los ángeles es un modelo para nosotros, como San León nos recuerda en el bello prefacio de su Sacramental:
Nos corresponde daros gracias, que nos enseñáis a través de vuestro apóstol que nuestra vida se dirige hacia el cielo; que tenéis benévolamente el deseo de que nuestros espíritus sean transportados a la región celestial, el hogar de quienes veneramos, y que especialmente en este día, el día de la fiesta de San Miguel Arcángel, ascendemos a estas alturas”.

Comentarios del Prof. Plinio:

San Miguel es el jefe de los ángeles que lucharon contra el diablo y los ángeles malos y los arrojaron al infierno. Él es el jefe de los ángeles de la guarda de las personas, y también de las instituciones. Él mismo es el ángel de la guarda de la institución de todas las instituciones, que es la Santa Iglesia Católica y Apostólica. Él tiene, por lo tanto, una misión de tutela. En cuanto tal misión, podemos preguntarnos de la relación que existe entre la primera misión de San Miguel de derrotar a los ángeles que se rebelaron y la protección que da a los hombres en este valle de lágrimas.
Las dos misiones están vinculadas. Dios quiso que San Miguel fuese su escudo contra el Diablo en la primera batalla celestial. Él también quiere que Michael para sea el escudo de los hombres contra el Diablo, y el escudo de la Santa Iglesia Católica también. Pero San Miguel no se limita a ser un escudo de protección. Él es también un arma para derrotar y lanzar al enemigo al infierno. Es una doble misión que se correlaciona.
Por esta razón, en la Edad Media San Miguel era considerado el primer caballero, el caballero celestial: fiel, fuerte y puro como un caballero debe ser. Él también salió victorioso, porque él puso toda su confianza en Dios, y después del nacimiento de Nuestra Señora, puso también toda su confianza en ella.
Una compañía de caballeros defienden a
la Virgen y la Iglesia en esta pintura en un altar lateral
del Duomo, Italia
Es esta admirable figura de San Miguel a quien debemos considerar nuestro natural aliado en las luchas en las que estamos llamados a participar en la defensa de la honra de Dios, de Nuestra Señora, de la Santa Iglesia y de la Civilización Cristiana. Con San Miguel como nuestro modelo, debemos defenderlas como un escudo, y atacar a sus enemigos como una espada con el fin de destruir el imperio del diablo y establecer el Reino de María en esta tierra. San Miguel debe ser nuestro patrón especial.
La selección apunta a un particular aspecto de la devoción a los ángeles que hay que destacar. Los ángeles son los habitantes de la corte celestial que continuamente ven a Dios cara a cara. El ápice de la felicidad angélica y humana es contemplar a Dios, y esta es la esencia de la vida en el cielo; es lo que hace que el cielo sea la patria de nuestras almas. Dios manifiesta continuamente nuevos aspectos de sí mismo que inundan de felicidad a los ángeles.
En épocas de la verdadera fe, algo de esta felicidad celestial se filtra a la tierra y se comunica a algunas almas piadosas, que, a su vez, la expresan a toda la Iglesia y la incorporan en su tesoro espiritual para que la podamos compartir. Hoy carecemos de este sentido de felicidad celestial y, por lo tanto, tenemos menos apetito por el cielo. Muchas personas sólo tienen apetito por las cosas terrenales. Si pudieran entender por un solo momento el consuelo que viene de la consideración de las cosas celestiales, comprenderían cuán pasajeros son los bienes terrenales, cuán carentes de valor son, de qué manera son otros valores que los trascienden. Si entendieran estas cosas, serían capaces de apartarse de su apego a los bienes terrenales.
Pero, en nuestros días, la gente está entusiasmada por el dinero, por la politiquería, por las cosas del mundo, por la vida trivial y las noticias de poca importancia. Ya no son almas elevadas que se entusiasman con los grandes problemas doctrinales y las cosas celestiales.
De lo que en estos días estamos en gran medida carentes es precisamente lo que los santos ángeles pueden obtener para nosotros. Ellos están inundados por una felicidad celestial, la cual ellos pueden comunicarla a nosotros. Por tanto pidámosles que nos den el deseo de las cosas celestiales. Esta es una cosa excelente para pedir en la fiesta de San Miguel Arcángel, que podamos modelarnos como lo es él y convertirnos en los perfectos caballeros de la Virgen en esta tierra.


domingo, 28 de septiembre de 2014

Los católicos franceses en el siglo XIX - 18

El padre Dupanloup y un acuerdo inesperado

El ministro de educación pública, el conde de Falloux dio toda la medida de su valor como político. Hombres como Tocqueville, completamente indiferente a su orientación ideológica, o Émile Oliver, que de él no gustaba, tuvieron la más profunda impresión de su habilidad. El primero afirmó: “Quien no lo vio al Sr. de Falloux discutir en una mesa, no sabe lo que es el poder de un hombre”. El segundo: “Falloux es de los políticos que, por ciertos lados, me dieron la idea menos imperfecta de un hombre de Estado”.
Toda esa capacidad fue aplicada para liquidar al partido católico y substituirlo por el catolicismo liberal.
El partido católico era antiliberal por convicción y por haber tenido origen y desenvolvimiento en medio de luchas. Si continuase existiendo, no sería posible la propaganda del liberalismo en los medios católicos; por eso, aquellos que desean acomodarse con el mundo tenían necesariamente que deshacer la impresión que el catolicismo declarado y corajoso del partido causara al público.
Montalembert, jefe incontestable de los católicos, era un tropiezo que era preciso ser apartado. Le ofrecieron la embajada de Londres, pero Lord Palmerston, primer ministro de Inglaterra, rechazó el agréement. El conde de Falloux, el padre Dupanloup y varios otros iniciaron entonces la involucración del gran líder, sustentando que el peligro socialista hacía que fuese necesario un acuerdo con la Universidad en la cuestión de la enseñanza.
Muchos años después, el conde de Falloux publicó un folleto sobre la historia del partido católico, y en él dio las razones que lo llevaron a ese acuerdo. Entre otras, apunta la siguiente: “Para salvar una nación, no es suficiente que la educación de las familias de elite sea irreprensible desde el punto de vista religioso; es necesario también que, en todo lo que es legítimo, la educación se ponga de acuerdo con el medio social que espera el hombre al salir de la juventud. Evitemos que se tenga que avergonzar de sus maestros, que sea tentada a imputarle su inferioridad en el fórum, en el ejército o en cualquier otra carrera. Educar a los jóvenes en el siglo XIX como si, al dejar la escuela, debiesen ingresar en la sociedad de Gregorio VII o de San Luis, sería tan pueril como educar a nuestros jóvenes oficiales en Saint Cyr en el manejo del ariete o de la catapulta, escondiéndoles el uso de la pólvora y del cañón”.
Este extracto deja claro ver que el conde de Falloux no deseaba el aparecimiento de verdaderas universidades católicas, en lo que chocaba con uno de los puntos fundamentales del programa del partido liderado por Montalembert. Además, luego después de nominado ministro, designó una comisión para preparar la ley sobre la libertad de enseñanza, y el criterio con que la constituyó revela bien el camino que deseaba seguir. Dicha comisión se componía de veinticuatro miembros, y era presidida por Thiers en la ausencia del ministro. Por parte de la Universidad fueron escogidos Victor Cousin, Saint Marc Girardin y otros; por los católicos, Montalembert, el padre Dupanloup, el padre Sibour, el vizconde de Melun, Agustin Cochin y algunos más; y para contrabalancear sus tendencias, políticos como Thiers, EugèneJanvier, etc.
De todos los católicos llamados a participar de los debates, sólo Montalembert era de los jefes del partido católico. Louis Veuillot fue dejado de lado por “intransigente”; Mons. Parisis, obispo de Langres y líder eclesiástico del partido, no fue convidado para no entrabar la acción del padre Dupanloup; Lenormant, demitido de la Universidad por causa de su fidelidad al partido católico, ni siquiera mereció que le explicasen porqué prescindían de su participación.
En las reuniones de la comisión, desde luego Thiers dominó completamente la situación. En un cambio espectacular de orientación, propuso que se entregara toda la enseñanza primaria a los católicos, y que se extinguiesen las escuelas normales, viveros de maestros socialistas. Por la primera y última vez, Montalembert habló en nombre de los católicos en la comisión, para… oponerse al proyecto de Thiers y pedir la libertad de enseñanza.
Al discutirse la organización de la enseñanza secundaria, Victor Cousin recordó a Thiers que todos los argumentos que éste usara contra el monopolio de enseñanza primaria eran también válidos para la enseñanza secundaria. Y Thiers respondió: “Entonces la sacrificaremos también; es preciso sacrificar todo para la salvación de la sociedad”. Montalembert no tuvo el coraje de intervenir nuevamente, y dejó la palabra al padre Dupanloup, ¡que propuso un acuerdo con la Universidad en ese momento en que parecía completamente derrotada por los católicos! Durante su exposición Thiers se levantó y, con gestos e inclinaciones de cabeza, pasó a apoyar al orador. Cuando el padre Dupanloup terminó, todas las miradas se volvieron hacia Montalembert. Obligado a pronunciarse, apenas dijo: “No tengo nada que acrecentar a las palabras del padre Dupanloup”. Estaba liquidado el gran líder católico. No habló más durante las sesiones, y el padre Dupanloup tomó el bastón de mando, resolviendo por los católicos el acuerdo con la Universidad.
Inicialmente fue elaborado el proyecto de ley. La dirección moral de enseñanza primaria sería confiada al clero. La secundaria era proclamada libre, y reducida al beneplácito de la Universidad, que pasaría solamente a fiscalizarla. Los ministros de los diferentes cultos serían los encargados de la dirección moral y de la enseñanza religiosa en las escuelas secundarias. En cuanto a la Universidad, ella perdía el control de la enseñanza. En su Consejo Superior, al lado de los profesores entrarían los magistrados, consejeros de Estado, miembros del Instituto y tres obispos indicados por el episcopado.
Tal proyecto era profundamente contrario a la orientación del partido católico. Principalmente porque, en lugar de la libertad de fundar universidades propias, era dado a la Iglesia un lugar bien modesto en el Consejo Superior de la Universidad, en cuanto a esta aún le era conservada la importantísima atribución de fiscalizar los establecimientos secundarios libres. Por otro lado, si el proyecto contenía alguna cosa de bueno, es de extrañar que los católicos hayan tenido la iniciativa de proponer tan poco en favor de gravísimos intereses de la Iglesia.
En todo caso, Montalembert perdió el liderazgo del movimiento católico. El conde de Falloux y el padre Dupanloup serían los nuevos jefes, si los católicos apoyasen el proyecto, y con eso el catolicismo liberal conseguiría la victoria en Francia.

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