lunes, 3 de noviembre de 2008

2 de noviembre de 1755, nace María Antonieta, Reina de Francia

“de la reina surgió una mártir, y de la muñeca una heroína”
María Antonieta, Archiduquesa de Austria, Reina de Francia y viuda Capeto.


Reverendísimo Monseñor Director de la Academia, Señores Académicos
La simple enumeración de los títulos con que fue conocida durante su corta vida María Antonieta de Habsburg, más tarde María Antonieta de Bourbon, trae consigo el recuerdo de la serie de acontecimientos extraordinario e imprevistos que constituyeron la trama de la existencia femenina más interesante del siglo XVIII.
En su primera fase, la vida de esta princesa corrió feliz y brillante como un sueño dorado, en que se reunían, en la misma persona, toda la gloria del poder, todo el brillo de la fortuna, y todo el encanto de una radiosa juventud. Súbitamente, sin embargo, este largo encadenamiento de venturas fue cortado por un tifón horroroso, que provocó el naufragio de la Monarquía, la profanación de los altares y la derrota de una nobleza que, a través de los siglos, venía escribiendo con la propia espada las páginas más brillantes de la historia de Francia. Y en pleno desmoronamiento del edificio político y social de la monarquía de los Bourbon, cuando todo el mundo sentía el suelo deshacerse bajo sus pies, la alegre archiduquesa de Austria, la jovial reina de Francia, cuyo porte elegante recuerda una estatuilla de Sèvres, y cuya sonrisa tenía los encantos de una felicidad sin nubes, bebía, con una dignidad, con una altanería, y con una resignación cristiana admirables los golpes amargos de la inmensa taza de hiel con que resolvió glorificarla la Divina Providencia. Hay ciertas almas que sólo son grandes cuando sobre ellas soplan las ráfagas del infortunio. María Antonieta, que fue fútil como princesa, e imperdonablemente liviana en su vida de reina, delante el baño de sangre y de miseria que inundó a Francia, se transformó de un modo sorprendente; y el historiador verifica, tomado de respeto, que de la reina surgió una mártir, y de la muñeca una heroína.
En el año de 1755, nacía en el magnífico palacio de Schönbrunn, en Viena, la archiduquesa María Antonieta, hija de la impetuosa María Teresa, Reina de Hungría y Bohemia, y de Francisco I, soberano de Sacro Imperio Romano Alemán. La diferencia entre los caracteres de sus progenitores tal vez explique las desconcertantes contradicciones que se encuentran en todos los actos y durante toda la visa de María Antonieta. María Teresa era viril y enérgica al punto de enfrentar, gloriosamente, al gran Federico de Prusia, y tal era la fuerza con que hacía pesar sobre sus súbditos la autoridad real, que estos la llamaban, incluso en los documentos oficiales más importantes de Rey y no de Reina. Francisco I, al contrario, era débil, pusilánime y poco inteligente. Se cuenta que, cuando se repetían en su presencia los injustas reproches de Voltaire contra la forma Monárquica, el pobre soberano, no teniendo cultura y energía suficientes para defender los principios de que era guardián, se limitaba a decir a sus cortesanos: ¡qué queréis, mi oficio exige que yo sea monárquico!
La infancia de María Antonieta tuvo como escenario la pomposa corte de Viena. La joven archiduquesa se mostraba dotada de un natural bondadoso, que se aliaba a un gusto acentuado por los estudios. Todavía es conocido en nuestros días su noviazgo con Mozart, el gran músico, que siendo entonces apenas un niño de cinco años, creía ingenuamente estar de novio de la hermosa hija de los soberanos del Sacro Imperio.
La diplomacia de Choiseul, el influyente ministro del rey de Francia, Luis XV, puso término a esta infancia ausente de nubes promoviendo el casamiento de Luis XVI, entonces príncipe heredero, con María Antonieta. Evidentemente, el amor no unió el corazón de los jóvenes príncipes. Se trataba apenas de un acuerdo diplomático en que Austria, fiel a su política de casamientos, y teniendo en vista exclusivamente sus propias ventajas, cedía una de sus archiduquesas, mediante determinadas compensaciones por parte de Francia.
Concluidas las últimas negociaciones diplomáticas, y hechas las necesarias despedidas, la joven María Antonieta se puso en camino en al país del cual vendría a ser, en el futuro, la poderosa Reina. La acompañaba un séquito brillante, constituido por todo cuanto la nobleza del Sacro Imperio tenía de más elevado. En la frontera francesa se realizó la curiosa ceremonia de la “entrega de la archiduquesa”. Había un edificio que se componía de dos partes absolutamente idénticas, de las cuales una quedaba en territorio francés, y otro en territorio alemán. El séquito de la archiduquesa, penetrando por la puerta alemana, condujo a María Antonieta hasta los aposentos donde ella dejó definitivamente sus trajes de princesa del Sacro Imperio, cambiándolos por los de dama francesa. Así vestida, María Antonieta penetró, acompañada apenas por el embajador austríaco, en la parte francesa del edificio. Ahí, toda la hidalguía la esperaba, ostentando la incomparable elegancia, la inmensa riqueza y el requintado gusto artístico que caracterizaban a la corte de entonces.
Luis XVI, el príncipe heredero, era conocido por la austeridad de su conducta, y por la piedad, bondad y honestidad que ornamentaban su carácter. Sus más encarnizados adversarios consiguieron levantar contra él apenas tres acusaciones: la de apático, glotón y habilísimo cerrajero. En el nuevo hogar principesco, que se formaba sin los vínculos de un afecto profundo, el espíritu cristiano de que estaban imbuidos los novios, suplía con ventaja la ausencia de amor. María Antonieta y Luis XVI siempre fueron esposos ejemplares que construyeron sobre los sólidos cimientos del respeto mutuo y de la moralidad absoluta la indiscutible felicidad de su vida familiar.
Los años transcurridos entre el casamiento y la coronación, fueron, tal vez, los más venturosos de toda la corta existencia de María Antonieta.
Hermosa, poderosa, rica, bien casada y venerada por el pueblo con cariñosa dedicación, la joven princesa tenía por única ocupación pasear por los suntuosos palacios de la corona de Francia, trayendo consigo su corte traviesa y todo el lujo fulgurante de que se cercaba constantemente. Entre sus contrariedades, en este tiempo de venturas, se contaban sus frecuentes e interesantes alteraciones con la condesa de Noailles, su severa maestra de etiquetas, que la joven princesa apellidaba impertinentemente de “Madame Étiquette”. Se cuenta que, cierta vez, habiéndose María Antonieta de un caballo que montaba en presencia de toda la corte, exclamó riendo caída en el suelo: llamen a Madame Étiquette, para que me explique cómo debe levantarse la heredera del trono de Francia cuando cae de un caballo.
Uno de los aspectos curiosos del carácter de la joven esposa de Luis XVI era su deseo ardiente de poseer una amiga íntima, confidente de todos los momentos, y de todas las situaciones. Luego que atravesó los umbrales de la puerta que separaba el pasado de la archiduquesa del futuro de la princesa de Francia, su mirada se posó sobre una dama de belleza ideal, la princesa de Lamballe, emparentada con la Familia Real, e infeliz viuda de uno de los hidalgos más traviesos de Francia. La princesa de Lamballe era joven, hermosa y esencialmente aristocrática en la gracia de su porte y de una elegancia sin par. Sus ojos, de un azul profundo, reflejaban todo el candor de su alma sin maldad, y la inmensa tristeza de su juventud sin risa. Su delicadeza era tal que, cierta vez, se desmayó de susto delante de una pintura representando un cangrejo. Esta fue la primera y la más sincera de las amigas de María Antonieta. Poco después, sin embargo, era substituida por la frívola condesa de Polignac. La princesa de Lamballe sufrió su apartamiento con la dignidad propia de una gran alma, no se quejó y no se rebajó. La princesa de Lamballe sólo reaparece en el escenario amputada y mutilada en las calles de París, cuando venía de Inglaterra, a la búsqueda de la infortunada mártir, a quien la princesa perdonaba, así, en las amarguras del sufrimiento, la infidelidad del tiempo de venturas. Aquella que se desmayaba delante de un cangrejo pintado, tuvo ánimo suficiente para arrostrar el tifón revolucionario, y morir por la causa de la amiga que, en el tiempo de los esplendores, le fuera infiel. La condesa de Polignac, en cambio, en vez de ejercer sobre María Antonieta una influencia saludable, la arrastró a una ludopatía desenfrenada. Estaba, entonces, en boga el juego de azar extremadamente dispendioso, llamado Faraón. Las partidas de Faraón comenzaban en la noche, en la residencia de los Polignac, y terminaban con los primeros albores del día, a los ojos de la población escandalizada por la participación asidua de la heredera del trono. Fue esta una fuente de merecidas censuras dirigidas a María Antonieta. Poco después, fue descubierta en un baile popular carnavalesco aquella que debía ser reina de Francia, que se divertía, por lo demás inocentemente, sin recordarse de la dignidad de su posición. Poco a poco, los rumores se fueron acentuando, y cuando murió el viejo Luis XV, María Antonieta subió al trono contando ya con numerosas antipatías.
Incluso así, fue grande el entusiasmo del pueblo, cuando los aplausos anunciaron a María Antonieta, a altas horas de la noche, que llegaba, con el fallecimiento de Luis XV el momento de ser coronado rey de Francia y de Navarra el débil y bueno Luis XVI.
Las fiestas de la coronación fueron un contraste curioso de miseria y de pompa. Luis XVI, después de consagrado y coronado rey de Francia, en la antiquísima y suntuosa Catedral de Reims, en la presencia de toda la nobleza y de todo el clero de Francia, después de haber sido ungido por el representante del Santo Padre con el poleo que, según la tradición, descendió del cielo en el día de la conversión de Clovis, después de haber recibido los homenajes de los elementos más representativos y nobles de la nación, salió de la Catedral acompañado por el obispo de Autun, a tocar con sus manos las llagas de más de 2000 enfermos de toda especie, que esperaban en fila en la puerta de la Iglesia, la salida del Rey que, según la tradición, debería curar, con el simple toque de sus manos soberanas, determinadas molestias. Se cuenta que, como preanuncio de tristes acontecimientos, la corona, al ser colocada sobre la cabeza del Rey, se cayó de las manos del Nuncio Apostólico, y, golpeando a Luis XVI en la cabeza, lo hirió al punto de hacer correr sangre.
Con la coronación, comienza el largo padecimiento de la reina. El pueblo sufría hambre, y no quería comprender que los gastos de la corte eran, en gran parte, necesarios para el decoro de la Monarquía. El pueblo, siempre víctima de explotadores de torpe inconsciencia, no comprendía que la nobleza gozaba de grandes privilegios, pero que, en compensación, sustentaba a expensas propias el ejército y la marina, proveyendo, por otro lado, los gastos de gran parte de la administración. El pueblo, en fin, no comprendía que el clero, esta clase denodada que siempre luchaba por el bien, contra todos los males, por los débiles, contra todos los poderosos, y por Dios contra sus enemigos, este clero costeaba, solo, los gastos de los actuales ministerios franceses de la Instrucción Pública y de los Cultos. No, los sofismas de un espíritu demoledor como Voltaire, la elocuencia lloricona y perversamente hueca de Rousseau, habían gangrenado toda la sociedad francesa. Esta nobleza frívola, que afectaba olvidarse de su Dios, habría de mostrar dentro de poco, que se olvidaría igualmente de su Rey, de su pasado, y del enorme peso de glorias que representaban las nobles tradiciones de que era depositaria. Estos hidalgos, cuyos antepasados habían sido leones, la vida disipada e irreligiosa de la corte los transformara en bailarines. Y el pueblo, movido por la envidia más de que por el hambre, y olvidado de que representar en la sociedad un papel humilde es, también, desempeñar un mandato divino, se lanzó furioso contra la organización política de Francia. El 14 de julio, la invasión de Versalles por un bando de malvadas arrastrando atrás de sí la chusma de la población parisiense, a imponer al Rey débil el gorro frígio, y a insultar bajamente una monarquía que estaba imposibilitada de defenderse, la masacre de sacerdotes inocentes, que pagaban con la propia vida el enorme crimen de haberse dedicado de cuerpo y alma al servicio de Dios, predicando Su santo Nombre y Su Ley de paz y amor, el asesinato de diversos hidalgos que no querían desertar en la hora del peligro del trono en vuelta del cual habían pasado la vida danzando, este encadenamiento horrible de crímenes que sino a ensuciar las páginas de la Historia de la Humanidad, ¿abatió, por ventura a la reina de Francia, la hija de los altivos Habsburg? ¡Nunca! Nunca, esta muñeca de porcelana de los bailes del Trianon dobló su cabeza delante de la ignominia de sus enemigos. Nunca, ni un solo momento, la soberana destronada dejó de ser Reina, pues que, mayor en el sufrimiento de que en la gloria, demostró, al afrontar desarmada y con el hijo en los brazos a aquellos borrachos furiosos que invadían los palcos reales, que era de una raza que no teme el peligro, máxime cuando encarna una causa justa.
Arrastrada la realeza en el lodo de París, humillada la débil personalidad de Luis XVI bajo el peso del infortunio, el único baluarte de la resistencia era María Antonieta, que, haciendo de su desdicha un trono fulgurante para su personalidad, afronta impávida, enorme, delante del sufrimiento, armada apenas con la coraza sublime de la fe y de la resignación cristiana, la oleada que sumergiría a Francia. Hasta el último momento, esta soberana quiso salvar su trono, no por interés personal, sino que por amor al principio monárquico. Y esto ella lo hizo sin vacilar, alentando a todos, y nunca desesperando, incluso cuando la población la saca de las Tullerías, donde estaba detenida, y la conduce, al sonido de los clamores e insultos de la plebe, a la sombra mortal de la lúgubre prisión del Templo, incluso cuando es obligada a ver, abatida de horror y de remordimiento, la cabeza de la valiente princesa de Lamballe, de ojos vacíos, cabellera empolvada y salpicada de sangre, y labios pálidos, introducida en la punta de una asta, entre las rejas de la ventana de su mazmorra, como testimonio de la muerte atroz e inmerecida de su mejor amiga.
He aquí, señores, su tortura de Reina. Fue completa, nada faltó, y todo ella lo soportó con calma y resignación, arrancando, de vez en cuando, gritos de admiración de sus propios adversarios.
Como esposa, María Antonieta sufrió el mayor de los martirios. Su marido, al cual ella dedicaba todos los sentimientos de una esposa católica ejemplar, después de ser blanco de las más crueles afrontas, fue, en fin, arrastrado a una muerte gloriosa para la posteridad, pero que parecía entonces absolutamente deprimente. De su prisión del Templo, oyó María Antonieta, ciertamente, el retumbar de los tambores anunciando que la Convención Nacional, en nombre de la igualdad, destruía al inocente representante de la realeza, en nombre de la libertad lo impedía despedirse, al borde de la tumba, de su pueblo a quien mucho amara, en nombre de la fraternidad le iría a quitar la vida en la guillotina.
Pero, señores, fue la madre que, en María Antonieta, sufrió las más horrorosas torturas. Cuando la Convención fue a separa a María Antonieta de su hijo, esta, durante dos horas, cubriendo con su cuerpo el del inocente principito, luchó contra el brutal zapatero Simón y su bando siniestro, sólo abandonando al hijo cuando, de todo en todo, le faltaron las fuerzas para resistir. Largos fueron los meses de la separación. Sola, terriblemente sola, presa a la vista de un cuarto horrible de la prisión del Templo, la infeliz mujer tenía como único consuelo, y por lo demás poderoso, su oración. Hasta hoy, conserva Francia su libro de Misa, sobre el cual cayeron, con certeza, las lágrimas amargas de aquella madre que, en el auge de la infelicidad y del abandono, supo siempre agradecer a Dios el desamparo en que se encontraba.
Finalmente, fue ella procesada por el “Comité de Salud Pública”, por traicionar a la patria, por ser una nueva Catalina de Médicis, por ser madre esposa y madre (…).
En el proceso, culminó su padecimiento. Su hijo, embrutecido por el alcohol, se volvió un verdadero animalillo, que tenía como único y constante sentimiento el miedo. Imagínese la escena: sobre un estrado, sentados los alguaciles que, en el proceso, se intitulaban de jueces. En una serie de bancos, media docena de individuos repugnantes, oliendo a alcohol, desempeñaban el papel de jurados. La Reina, delgada, en su larga ropa negra, de cabellos enteramente blancos, envejecida en su juventud abatida y triste, entra con toda la majestad de su decadencia aun altiva, aun bella, y siempre digna e invencible, en esta jaula donde su reputación y su corazón de madre van a ser despedazados por las fieras más desalmadas de la Historia francesa. El interrogatorio comienza brutal, felino, perverso. La Reina, o responde con dignidad, o se calla, desdeñando con su silencio la infamia de ciertas acusaciones. He aquí que es introducido en la sala el príncipe heredero de los tronos de Francia y Navarra. Calzado de toscos suecos, con un gorro frígio en la cabeza, un aire embrutecido y triste de quien, hace mucho, padece todos los horrores de la barbaridad de un verdugo como Simón, y con la fisonomía estúpida de los alcohólicos inveterados, con una voz llorosa, lanza contra la madre las mayores injurias. He aquí señores, el cúmulo del sufrimiento. La escena, horripilante en sí, dispensa comentarios. Os diré solamente que la Reina, en un grito magnifico de corazón de madre ulcerado por el más atroz de los dolores, lanza, en la elocuencia de su alucinación, en el horror de su padecimiento dantesco, un apelo a todas las madres presentes, preguntándoles si creen en las injurias del niño. Y, como si la naturaleza humana, en el fondo de aquellos corazones de mujeres malvadas, comprimido por mucho tiempo, finalmente explota en la sala, una lluvia de aplausos, y un delirio de entusiasmo de aquel pueblo que fuera al tribunal para asistir feroz al desenlace del proceso, es tomado súbitamente de un formidable entusiasmo por su víctima, y María Antonieta, en el banco de los reos, en el auge de la ignominia recibe una formidable y sincera ovación de sus verdugos. ¿Qué decir, señores, de este lance histórico?
Vino, finalmente, la muerte. Dios, en su inmensa bondad, preparó en el Cielo el lugar digno de aquella que tanto había sufrido, amándolo más cuando le enviaba las penas, de que en la plenitud de sus placeres. En el día 16 de octubre de 1793, cesó su largo martirio, en la guillotina cuya lámina, al mismo tiempo criminosa y caritativa, cortó el hilo de su extraordinaria existencia.
Así terminó la soberana mártir, cuya historia recuerda un minueto delicado y palaciego cuyas notas harmoniosas fuesen bruscamente sofocados por el rugido pavoroso de una horrenda farándula revolucionaria.
Discurso pronunciado por el prof. Plinio Corrêa de Oliveira en la Academia de Letras de las Congregaciones Marianas de Sao Paulo en 1928, a sus veinte años de edad.

domingo, 2 de noviembre de 2008

LA IGLESIA CATOLICA Y LA MASONERIA
Con el propósito de satisfacer ciertas inquietudes que nos han hecho llegar nuestros lectores, a propósito de la publicación del libro LA CONJURACION ANTICRISTIANA de Mons. Henri Delassus, relacionadas al tema de la Masonería y la Iglesia Católica, publicamos aquí una breve entrevista hecha al Prof. Plinio Corrêa de Oliveira en la que expone de manera muy lúcida y breve aquella problemática.
Los siguientes comentarios se refieren a una carta que el Card. Franjo Seper, Prefecto de la Congregación para la Doctrina de la Fe, envió en 1974, al Card. John Krol de Filadelfia relativa a la aplicación del canon 2335 del Código de Derecho Canónico de 1917. En esa ocasión, Seper afirmó que la excomunión automática establecida por dicho canon para los católicos que entran en la Masonería sería aplicable únicamente a las personas que se incorporen a organizaciones que activamente complotan contra la Iglesia Católica. Esto fue interpretado como de facto una derogación de las previas excomuniones.
En 1981, el Card. Joseph Ratzinger, entonces prefecto de la misma Congregación, publicó la “Declaración sobre los Miembros Católicos en las Asociaciones Masónicas”. En ella, la carta de 1974, fue la responsable de dar “erróneas y tendenciosas interpretaciones”.
En 1983, el Nuevo Código de Derecho Canónico fue promulgado por Juan Pablo II, ese código modificaba el canon 2335 del Código de 1917 e incorporaba el nuevo canon 1374 que dice: “Quien se inscribe en una asociación que maquina contra la Iglesia debe ser castigado con una pena justa; quien promueve o dirige esa asociación, ha de ser castigado con entredicho.” Por lo tanto, ese canon levantó la excomunión automática de los católicos que se convierten masones. Ni siquiera menciona a la Masonería.Así pues, los siguientes comentarios que fueron hechos cuando fue publicada la carta de Seper (en septiembre de 1974) continúan siendo validos y se pueden aplicar no solo a Paulo VI, sino también a Juan Pablo II.
Pregunta: ¿Podría comentar el hecho de que el Vaticano publicó un documento que dice que los católicos pueden entrar en la Masonería?
Prof. PCO: En resumen, el asunto puede ser presentado de la siguiente manera:
En su infinita sabiduría, Nuestro Señor Jesucristo entendió que no era suficiente para Él vivir en la Tierra y enseñar las verdades que encontramos en los Evangelios. Su vida fue santísima, realizó todo tipo de milagros, falleció de la muerte más sublime, resucitó gloriosamente y ascendió a los cielos. Estos hechos constituyen una serie de maravillas, cada una de ellas, constituye la cúspide en su género. Sin embargo, esto no fue suficiente para Él. En Su juicio, consideró que era necesario fundar una organización, la Santa Iglesia Católica, Apostólica, Romana, para prevenir que esos hechos cayesen en el olvido o fuesen mal interpretados. Ella fue fundada también para articular la acción de todas las buenas personas en una estructura visible de manera que se pudiese efectivamente implantar la religión Católica en todo el mundo. (cada logia masónica es un templo religioso, foto arriba)
Con esto comprendemos que, para la expansión de una doctrina y la conquista del mundo por esa doctrina, es necesaria una organización. Sin una organización, nada importante, serio, grande, estable y duradero se puede realizar.Como esto es verdadero, el mismo principio se puede aplicar a los enemigos de la Iglesia. Esta necesidad que fue prevista por Nuestro Señor Jesucristo, también fue prevista por el demonio, que posee toda la sabiduría natural.
Con el objeto de destruir la obra de Nuestro Señor Jesucristo, fue que el demonio estableció la Masonería. Ella tomó su forma actual probablemente entre los siglos XV y XVI. En los tiempos actuales, la Masonería es primero un gremio de albañiles – ingenieros y trabajadores que construyen casas, castillos y catedrales - que se transformó en una sociedad secreta bajo la influencia de los Judíos que entraron en ella. Esta sociedad secreta se propone como objetivo la destrucción de la Iglesia Católica y el establecimiento del reino de Satanás en la tierra.
La Masonería, sin embargo, no es sólo una organización destinada a establecer el reino de Satanás; ella también se propone adorar a Satanás, al igual como la Iglesia Católica se propone, no solamente conquistar el mundo entero, sino principalmente adorar al Dios verdadero. Por lo tanto, la Masonería es la religión del Demonio y al mismo tiempo, una organización para difundir esta religión en todo el mundo.
Como es una sociedad secreta, no es tan fácil demostrar su historia. La estudiamos a través de las huellas y vestigios que su actuación dejó aquí y allá. El primer documento pontificio contra la Masonería apareció en el siglo XVIII (Clemente XII, In eminenti, del 28 de abril de 1738). Desde entonces hasta el Concilio Vaticano II, la Iglesia Católica tuvo siempre una postura abierta y continua contra la Masonería. Dado que Ella es la Iglesia de Nuestro Señor Jesucristo y la otra la iglesia de Satanás, entre ambas organizaciones existe la más completa e irreconciliable oposición posible. Esta lucha continuará hasta el fin del mundo.
Las condenaciones que la Iglesia lanzó contra la Masonería se debieron a dos hechos: en primer lugar la necesidad de advertir a los fieles acerca de la acción secreta de la Masonería, y, en segundo lugar, debido al inescrupuloso e insistente intento de la Masonería de infiltrar la Iglesia para asegurarse lugares y posiciones en su jerarquía – Obispos, Cardenales y otros altos cargos – para de esta manera, complotar por dentro la destrucción de la Iglesia. El único medio que la Iglesia tuvo para defenderse contra tal adversaria, fue denunciarla y trazar una profunda zanja que las separase a ambas, colocando a los católicos de un lado y a los masones del lado contrario.
Representación de una ceremonia de alta inciación en que se transporta la imagen del demonio

Cuando fue convocado el Concilio Vaticano II, el movimiento ecuménico recibió un enorme estímulo. La palabra griega oecumene, significa universal. El movimiento ecuménico pretende abolir las diferencias entre todas las religiones e ideologías en el mundo y formar una gran unidad. Esta unidad, supuestamente traería la paz universal. En consideración a este nuevo ecumenismo, el Concilio determinó de que lo errores y herejías no deberían ser más condenados. Se estableció así una atmósfera de distención.Una de las más agudas manifestaciones de esta distención, fue la determinación del Concilio de prohibir cualquier manifestación oficial sobre el Comunismo. Esta fue una gran contradicción. El Concilio fue previsto por Pío XII como un montaje para defender a la Iglesia y al mundo contra todos los males modernos. Ahora bien, el peor de los males era precisamente el Comunismo, que ponía en peligro todo el orbe. Sin embargo, el Concilio Vaticano II prohibió que fuese condenado, y ni siquiera mencionado.
La Masonería no fue la que dirigió oficialmente el Concilio, pero con esta idea de reconciliación con todas las religiones, la apertura hacia la religión de Satanás es imposible que no ocurriese.
Actualmente, después del Concilio, tenemos que el Vaticano emite un documento con el consentimiento del Papa afirmando que a los laicos católicos ya no se les prohíbe ingresar en la Masonería. Entonces, desde ahora un laico puede, al mismo tiempo, formar parte de la Iglesia de Nuestro Señor y de la iglesia de Satanás. Esta es la más completa contradicción que se pueda imaginar: adorar, al mismo tiempo, a Nuestro Señor Jesucristo y a Su enemigo, Satanás.
La iconografía católica ha representado la Inmaculada Concepción, en sus estatuas e imágenes, estando la Virgen de pie pisando la cabeza de la serpiente. No hay representación más apropiada. Ella aplasta la cabeza de la serpiente porque representa el mal, el pecado, la traición y la muerte eterna. Ahora, un Papa aprueba que los católicos pueden entrar en la organización de los hijos de la serpiente. Esto no se comprende a menos que él también haga parte del juego de la Masonería. Si uno puede lícitamente ser seguidor del Demonio en esta estructura eclesiástica progresista, la Iglesia Conciliar, entonces se plantea necesariamente la siguiente cuestión: ¿Esta estructura sigue siendo la Iglesia de Nuestro Señor Jesucristo? Esta es la tremenda duda que pesa sobre la estructura eclesiástica que vemos hoy en día.Teniendo en cuenta las numerosas condenaciones a la Masonería por los Papas anteriores, Paulo VI está completamente consciente del mal que representa la Masonería. No obstante, permite a los católicos entrar en la Masonería. El pastor le dice a la oveja: “¿Ves a ese lobo? El es un buen amigo, anda y hazte amigo de él”. ¿Quién es este Papa? ¿Quién es este Pastor que favorece al lobo en vez de proteger a las ovejas? ¿Quién puede explicar el misterio de un Papa que actúa de esta manera?
En última instancia, éstas son las preguntas que resumen la situación.
El Card. John O'Connor posa junto a dos masones usando sus emblemas
Pregunta: Hay una segunda clase de masones – como el dueño del almacén de la esquina, el carnicero, el sargento de policía, etc. – que todo el mundo conoce. Si tuviésemos que explicarle al hombre de la calle lo que usted nos está diciendo, va a negar ese tipo de cosas y decir que los masones que él conoce son inofensivos e incluso que son personas buenas que apoyan a las organizaciones de beneficencia. ¿Cómo podemos mostrar a estas personas que la Masonería es una organización que ha estado tratando de destruir la Iglesia durante tantos siglos?Prof. PCO: Usted describe un problema real, porque la Masonería oculta su objetivo para aquellos que sólo están en los primeros grados de iniciación, y presenta una cara filantrópica al público en general.
Hay dos maneras de demostrar esto a los católicos. La primera es mostrar las condenas de los Papas anteriores que describen a la Masonería como el mayor enemigo de la Iglesia Católica. En contradicción con estas muchas condenas, hoy Paulo VI apoya a la Masonería al igual como apoya al Comunismo. La segunda es sólo aplicable para un determinado tipo de personas con más inclinaciones hacia la historia y la política. Es mostrarles que existe un movimiento universal – la Revolución – que durante muchos siglos ha caminado incesantemente en la misma dirección, de manera metódica y siempre opuesta a la Cristiandad. Ahora bien, este movimiento no es una reacción natural causada solamente por las bajas pasiones, porque las pasiones tienen impulsos contradictorios y a menudo en conflicto entre sí. Que por el contrario, la Revolución se mueve con una gran uniformidad de acción y objetivo. Por lo tanto, existe una organización que la controla y la dirige. Desempeña el papel de un director de orquesta. Esta organización es la Masonería.
Esta entrevista está publicada originalmente en inglés en el sitio amigo TRADITION IN ACTION.
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