sábado, 22 de diciembre de 2007

EL CONCILIO VATICANO II Y LA RUPTURA CON EL MAGISTERIO

Constantemente se nos dice que el Concilio Vaticano II siguió la misma línea de los concilios anteriores y que la única diferencia, es que tuvo un carácter más bien pastoral y que por lo mismo, debe ser interpretado dentro de la continuidad del Magisterio. Pero en la realidad, esto último no es posible, porque quienes dicen interpretarlo dentro de dicha “continuidad”, terminan aceptando todos los errores y desviaciones que han surgido de ese mismo Concilio con la mayor tranquilidad del mundo. Y esto es simplemente porque es imposible hacerlo, ya que no existe dicha continuidad. Entre los propósitos que nos hemos empeñado en este blog es denunciar los engaños, y éste es el mayor de todos, es la impostura religiosa más descarada que se haya podido imaginar. Es con el mayor dolor del alma que lo decimos. Creemos que por fidelidad a la fe católica debemos resistir y no quedarnos pasivamente como observadores frente a esta verdadera pasión que está sufriendo la Iglesia.
No vamos a hacer aquí un análisis doctrinario del concilio, ya que sería muy extenso, solamente vamos a citar a importantes personeros eclesiásticos que confirman que el Vaticano II rompe con la tradición de la Iglesia, como vemos a continuación:
El conocido teólogo progresista Hans Kûng afirma: “Comparado con la época tridentina de la Contra-reforma, el Concilio Vaticano II representa, en sus características fundamentales, un giro de 180 grados. Es una nueva Iglesia la que nació después del Concilio Vaticano II”[1].
Y otro célebre teólogo contemporáneo, Yves Congar, una de las “cabezas” del Concilio Vaticano II admitió que: “no podemos negar que tal texto [Declaración conciliar sobre la libertad religiosa] dice materialmente cosas distintas al Syllabus de 1864, e incluso casi lo contrario de las proposiciones 15 y 77 a 79 de ese documento”[2]. Y en otra parte dice que en el Vaticano II “la Iglesia tuvo pacíficamente su Revolución de Octubre”[3], en referencia al Octubre rojo que derrocó el imperio de los zares en Rusia.
El Cardenal Leo Jozef Suenens, Arzobispo de Bruselas, dice que el Concilio: “Marca el fin tanto de la época tridentina como la era del Concilio Vaticano I. Es la Revolución Francesa en la Iglesia”[4].
Karl Rahner sostendrá que el significado histórico–teológico del Concilio supone un corte con la tradición de la Iglesia tan grande, que solo es comparable al de los inicios de la Iglesia primitiva, donde, según él, los discípulos de Cristo con sus iniciativas habrían roto la continuidad con las enseñanzas de Jesús[5]. Afirma Rahner: "Vivimos hoy por vez primera en la época de un corte tal, como solo se verificó en el paso del judeo-cristianismo al pagano-cristianismo"[6].
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[1] Citado por Sinke Guimarães, Átila, “Animus Delendi (The Desire to Destroy)”, Tradition in Action, Los Angeles, California, 2001, p. 61.[2] Ives Congar, “La Crise de L Eglise”, Paris, Cerf, 1977, p. 54.[3] “Le Concile au jour le jour, deuxieme session”, Paris: Cerf, 1964, p. 115. Sus anotaciones personales sobre el Concilio serán públicada íntegramente sólo después de su muerte, ocurrida el año 1995. Vid. “Mon journal du Concile”, 2 vols, Paris, Cerf, 2002. Sus opiniones sobre la crisis de la Iglesia post-conciliar en Madiran, Jean, “Le Concile en question: correspondance Congar-Madiran sur Vatican II et sur la crise de l'Eglise” (en collaboration avec Yves Congar), Éditions Dominique Martin Morin, Bouère, 1985. También, Congar, Yves; “Jean Puyo interroge le père Congar : une vie pour la vérité”; Le Centurion, Paris, 1975.[4] Citado por Sinke Guimarães, Átila, “Animus Delendi (The Desire to Destroy)”, Tradition in Action, Los Angeles, California, 2001, p. 60.[5] Cfr. Esta tesis la desarrolla en “Theologische Grundinterpretation des II. Vatikanischen Konzils” , en “Schriften zur Theologie”, vol. XIV, Einsiedeln 1980, 287-302.[6] Idem p. 297. Es importante la literatura posterior al año 2000 que testimonia el influjo del Padre Rahner en el Concilio, cfr. G. Wassilowsky, “Universales Heilssakramet Kirche. Karl Rahners Beitrag zur Ekklesiologie des II. Vatikanums“, Innsbruck 2001; íd., Karl Rahners, sobre todo 48ss; H.-J. Sander, “Die pastorale Grammatik“, sobre todo 192ss; AAVV, “Karl Rahner. La actualidad de su pensamiento“ (incluye la conferencia “El Concilio, nuevo comienzo”, de Rahner), Barcelona 2004; C. Schickendantz, “Cambio estructural en la Iglesia”; S. Madrigal, “Glosas marginales de K. Rahner sobre el concilio Vaticano II” , Estudios Eclesiásticos 89 (2005), 339-389. Vid. Casale Rolle, Carlos Ignacio, “Teología de los signos de los tiempos. Antecedentes y prospectivas del Concilio Vaticano II”, en “Teología y Vida”, Pontificia Universidad Católica de Chile, Vol. XLVI (2005), 527 – 569.

El entonces Card. Ratzinger con Ives Congar
El famoso Padre Marie-Dominique Chenu, de gran importancia en la redacción de algunos textos conciliares, escribirá que en la Historia de la Iglesia el Concilio significa un corte en su continuidad de casi 1500 años, pues puso fin a la “era constantiniana” del catolicismo[1]. Relata además que aquellos puntos de su teología que fueron condenados por el Papa Pío XII, son los mismos que serán promovidos en la década de los sesenta por las nuevas autoridades[2].
El actual Benedicto XVI siendo prefecto de la Sagrada Congregación para la Doctrina de la Fe, refiriéndose a la Constitución conciliar “Gaudium et Spes” y de los decretos referentes a la libertad religiosa y al ecumenismo, afirmó: “Constituyen una revisión del Syllabus de Pío IX, una especie de contra –Syllabus (…) en la medida en que representa(n) una tentativa de reconciliación oficial entre la Iglesia y el mundo tal como éste evolucionó después de 1789”. En este contexto, “la Iglesia”, especialmente a partir de los Papas “Pío IX y (San) Pío X”, “adoptó”, una “actitud unilateral” con el mundo moderno, una “relación obsoleta con el Estado”, que los hechos y el Concilio “corrigieron”[3].
Creemos que es importante aclarar que en esta frase hay algunas imprecisiones ya que no fue a partir de Pío IX que la Iglesia adoptó lo que él llama una postura “unilateral” frente al mundo moderno, sino que ésta fue una postura coherente con la verdad revelada y por eso mismo, todos los papas, desde los inicios de la Revolución Francesa hasta Pío XII la mantuvieron incólume.Podríamos seguir con muchas otras citas, pero creemos que estas son suficientes para conferir que efectivamente sí hay una ruptura del Vaticano II con el Magisterio tradicional de la Iglesia y que por lo mismo, podemos afirmar, que este Concilio no siguió las luces del Espíritu Santo, ya que Dios no se puede contradecir.
El famoso llamado texto del 3er Secreto, que la Virgen Santísima reveló en Fátima en 1917, y que por expresa petición de Ella misma, debía haber sido dado a conocer a más tardar en 1960, ¿no será que advierte sobre este apartamiento de la tradición de la Iglesia que ha causado estragos tan grandes en la fe, como consecuencia de este Concilio y por eso hasta ahora no ha sido revelado?
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[1] Su tesis la desarrolla en “La fin de l´ére constantinienne”, en “Un concile pour notre temps”, Paris 1961, 59-87.[2] Su visión de la Iglesia en Chenu, M. D., “Peuple de Dieu dans le monde”, Cerf, Paris, 1966; “La Iglesia de mañana”, Editorial Nova Terra, Barcelona, 1970;[3] Cfr. “Les principes de la théologie catholique”, Tequi, Paris, edición de 1982, pp. 425 ss.

jueves, 20 de diciembre de 2007

VERDADES OLVIDADAS

El hombre es creado para alabar, hacer reverencia y servir a Dios nuestro Señor, y mediante esto salvar su alma: y las otras cosas sobre la haz de la tierra son creadas para el hombre, y para que le ayuden en la prosecución del fin para que es creado. De donde se sigue, que el hombre tanto ha de usar de ellas, cuanto le ayudan para su fin; y tanto debe quitarse de ellas, cuanto para ello le impiden; por lo cual es menester hacernos indiferentes a todas las cosas creadas en todo lo que es concedido a la libertad de nuestro libre albedrío, y no le está prohibido: en tal manera, que no queramos de nuestra parte más salud que enfermedad, riqueza que pobreza, honor que deshonor, vida larga que corta, y por consiguiente en todo lo demás; solamente deseando y eligiendo lo que más nos conduce para el fin que somos creados. San Ignacio de Loyola – EJERCICIOS ESPIRITUALES.

miércoles, 19 de diciembre de 2007

EL AMOR A LOS PECADORES

El sentimentalismo y el progresismo católico de tal manera nos han deformado la noción de caridad, que somos propensos a amar más a las personas porque nos tratan o caen bien, porque nos son útiles, porque nos parecen atractivas, porque estamos muy habituados a su compañía, porque somos parientes, etc., que por las verdaderas razones por la cual se debe amar al prójimo. Por todo esto, creemos fundamental exponer brevemente la doctrina católica referente al tema del amor al pecador ya que nos dice que no se debe amar de igual manera al justo que al pecador.
Por ejemplo, un maestro debe preferir a los alumnos disciplinados, estudiosos, piadosos, a los que, no teniendo estas cualidades, sean sin embargo, eximios en caer bien y divertir a los profesores. Un padre debe preferir a un hijo bueno, aunque sea más feo o menos inteligente que a un hijo brillante, pero impío o de vida impura. Lo mismo en lo referente a la amistad: no podemos dar al alguien el tesoro de nuestra amistad sin saber si tal persona es o no, enemiga de Dios: el hombre que vive en pecado grave es enemigo de Dios, y si amamos a Dios sobre todas las cosas, no podemos amar indiferentemente a los que Lo aman y a los que Lo ofenden. ¿Qué diríamos de un hijo que fuese amigo de personas que injurian gravemente, injustamente, públicamente a su padre? Pues es eso lo que hacemos cuando admitimos en nuestra amistad a los apóstatas, fautores de herejía, gente de conducta escandalosa, etc. Entonces, ¿cómo debemos amar a los pecadores?
Santo Tomás dedica a esta cuestión dos artículos en la Suma Teológica (II-II 25, 6 - 7). Helos aquí en forma de conclusión:
1° Los pecadores han de ser amados como hombres capaces todavía de eterna bienaventuranza; pero de ninguna manera en cuanto pecadores.
Dos cosas hay que considerar en los pecadores: la naturaleza y la culpa.
Por la naturaleza que han recibido de Dios, son capaces de la bienaventuranza, en cuya comunicación se funda la caridad, como está dicho; por tanto, por su naturaleza han de ser amados con caridad.
Su culpa, en cambio, es contraria a Dios y es impedimento de la bienaventuranza; de aquí que por la culpa, que los enemista con Dios, han de ser odiados todos los pecadores, aunque se trate del propio padre, madre o familiares, como leemos en el Evangelio (Lc. 24, 26).
Debemos, pues, odiar en los pecadores el serlo, y amarles como hombres capaces todavía de la eterna bienaventuranza (mediante el arrepentimiento de sus pecados). Y esto es amarles verdaderamente en caridad por Dios.
La caridad no nos permite excluir absolutamente a ningún ser humano que viva todavía en este mundo, por muy perverso y satánico que sea. Mientras la muerte no les fije definitivamente en el mal, desvinculándoles para siempre de los lazos de la caridad – que tiene por fundamento la participación en la futura bienaventuranza –, hay que amar sinceramente, con verdadero amor de caridad, a los criminales, ladrones, adúlteros, ateos, masones, perseguidores de la Iglesia, etc. No precisamente en cuanto tales – lo que sería inicuo y perverso – pero sí en cuanto hombres, capaces todavía, por el arrepentimiento y la expiación de sus pecados, de la bienaventuranza eterna del cielo. La exclusión positiva y consciente de un solo ser humano capaz todavía de la bienaventuranza destruiría por completo la caridad (pecado mortal), ya que su universalidad constituye precisamente una de sus notas esenciales.
Amar no significa sentir mucha ternura, pues el verdadero amor reside esencialmente en la voluntad. Querer bien a alguien, es querer seriamente para esa persona todo cuanto según la recta razón y la fe es bueno: la gracia de Dios y la salvación del alma primeramente, y después, todo cuanto no desvíe de este fin, sino que lo conduzca a él.
Las sabias y célebres palabras de San Agustín que decía: “Hay que odiar el error y amar a los que yerran”, suelen frecuentemente interpretarse por los progresistas como si el pecado estuviese en el pecador a la manera de un libro en un estante. Se puede detestar el libro sin tener la menor restricción contra el estante, pues, aun cuando una cosa esté dentro de la otra, le es totalmente extrínseca. Sin embargo, la realidad es otra. El error está en el que yerra como la ferocidad está en la fiera. Una persona atacada por un oso, no puede defenderse dando un tiro en la ferocidad evitando herir al oso y aceptándole, al mismo tiempo, recibir un abrazo con los brazos abiertos. Santo Tomás, sobre esto, se explaya con claridad meridiana. El odio debe incidir no sólo sobre el pecado considerado en abstracto sino también sobre la persona del pecador. Sin embargo, no debe recaer sobre toda esa persona: no lo hará sobre su naturaleza, que es buena, las cualidades que eventualmente tenga, y recaerá sobre sus defectos, por ejemplo en su lujuria, su impiedad o en su falsedad. Pero, insistimos, no sobre la lujuria, la impiedad o la falsedad en tesis, sino sobre el pecador en cuanto persona lujuriosa, impía o falsa. Por eso el profeta David dice de los inicuos: “los odié con odio perfecto” (Ps. 138, 22). Pues, por la misma razón se debe odiar lo que en alguien haya de mal y amar lo que haya de bien. Por lo tanto, concluye Santo Tomás, este odio perfecto pertenece a la caridad. No se trata de un odio hecho apenas de irascibilidad superficial. Es un odio ordenado, racional y, por tanto, virtuoso. Así es que, odiar recta y virtuosamente es un acto de caridad.
Claramente se ve que odiar la iniquidad de los malos es lo mismo que odiar a los malos en cuanto son inicuos. Odiar a los malos en cuanto malos, odiarlos porque son malos, en la medida de la gravedad del mal que hacen, y durante todo el tiempo en que perseveren en el mal. Así, cuanto mayor el pecado, tanto mayor el odio de los justos. En este sentido, debemos odiar principalmente a los que pecan contra la fe, a los que blasfeman contra Dios, a los que arrastran a los otros al pecado, pues los odia particularmente la justicia de Dios.
2° Los pecadores, al amarse desordenadamente a sí mismos, en realidad no se aman, sino que se acarrean un grave daño como si realmente se odiaran.
El amor propio, principio de todo pecado, es el amor característico de los malos, que llega “hasta el desprecio de Dios” como dice San Agustín; porque los malos de tal manera codician los bienes exteriores, que menosprecian los espirituales.
Aunque el amor natural no quede del todo pervertido en los malos, sin embargo, lo degradan del modo dicho.Los malos, al creerse buenos, participan algo del amor a sí mismos. Con todo, no es éste verdadero amor, sino aparente. Pero ni siquiera este amor es posible en los muy malos.
Está dentro del recto orden del amor el amarse a sí mismo, pero este amor, al igual que el amor al pecador, debe ser por amor de Dios. Y así como que se debe odiar a los pecadores por la culpa de su pecado, así también debemos odiar lo culpable que hay en nosotros. Por tanto, en cuanto pecadores nosotros mismos, si realmente amamos a Dios, debemos odiar todo aquello que en nosotros se opone a dicho amor­. Por lo cual, debemos entender cuán loable es la virtud de la penitencia que busca reparar las ofensas a Dios que hemos cometido.
Creemos que con lo expuesto hasta aquí, queda claro en lo fundamental, cuál es el alcance de la caridad católica en relación al amor a los pecadores.

Fuentes de este artículo: Santo Tomás de Aquino, SUMA TEOLOGICA; A. Royo Marín OP, TEOLOGIA DE LA CARIDAD; Revista CATOLICISMO N°35.

domingo, 16 de diciembre de 2007

¿Odiar es siempre pecado?

No siempre odiar es pecado. La doctrina católica enseña que el odio al prójimo es un pecado opuesto directamente a la caridad fraterna y este odio se llama “odio de enemistad” y es siempre pecado mortal. Sin embargo, el llamado “odio de abominación” que recae sobre el prójimo en cuanto que es pecador, perseguidor de la Iglesia o por el mal que nos causa injustamente a nosotros, puede ser recto y legítimo si se detesta, no la persona misma del prójimo, sino lo que hay de malo en ella; pero, si se odia por lo que hay en ella de bueno o por el mal que nos causa justamente a nosotros (v.gr., si se odia al juez que castiga legítimamente al delincuente), se opone a la caridad, y es pecado de suyo grave, a no ser por parvedad de materia o imperfección del acto.
No hay pecado alguno en desearle al prójimo algún mal físico, pero bajo la razón de bien moral (v.gr. una enfermedad para que se arrepienta de su mala vida). Tampoco sería pecado alegrarse de la muerte del prójimo que sembraba errores o herejías, perseguía a la Iglesia, etc., con tal que este gozo no redunde en odio hacia la persona misma que causaba aquel mal. La razón es porque odiar lo que de suyo es odiable no es ningún pecado, sino de todo obligatorio cuando se odia según el recto orden de la razón y con el modo y finalidad debida. Sin embargo, hay que estar muy alerta para no pasar del odio de legítima abominación de lo malo al odio de enemistad hacia la persona culpable, lo cual jamás es lícito aunque se trate de un gran pecador, ya que está a tiempo todavía de arrepentirse y salvarse. Solamente los demonios y condenados del infierno se han hecho definitivamente indignos de todo acto de caridad en cualquiera de sus manifestaciones*.
*Cfr. Antonio Royo Marín OP, TEOLOGIA DE LA CARIDAD

viernes, 14 de diciembre de 2007

VERDADES OLVIDADAS

“La civilización cristiana no está por ser inventada”… “ha existido y existe” … “no se trata sino de establecerla y restaurarla sin cesar sobre sus fundamentos naturales y divinos”.
– Papa San Pío X, en carta a Le Sillon.

miércoles, 12 de diciembre de 2007

El Espíritu Santo y el Concilio Vaticano II


Para cualquiera que tenga un mínimo de honestidad intelectual, no puede sino reconocer que hay una tremenda contradicción entre el magisterio de la Iglesia anterior al Concilio Vaticano II y el posterior a éste. Es clarísima la coherencia doctrinaria del magisterio de los papas y de todos los concilios anteriores al Vaticano II. Siempre se ha enseñado que en los concilios de la Iglesia obra de manera extraordinaria el Espíritu Santo. Entonces uno se preguntará, el Espíritu Santo no se puede contradecir, porque es Dios, y Dios es la Verdad, y la Verdad no se contradice, luego, ¿en el Vaticano II obró el Espíritu Santo? Gracias a Dios, es el concilio Vaticano I (imagen arriba)quien nos da la respuesta, dice:

“En cumplir este cargo pastoral, nuestros antecesores pusieron empeño incansable, a fin de que la saludable doctrina de Cristo se propagara por todos los pueblos de la tierra, y con igual cuidado vigilaron que allí donde hubiera sido recibida, se conservara sincera y pura”... “pues no fue prometido a los sucesores de Pedro el Espíritu Santo para que por revelación suya manifestaran una nueva doctrina, sino para que, con su asistencia, santamente custodiaran y fielmente expusieran la revelación trasmitida por los Apóstoles, es decir el depósito de la fe”.

Luego, podemos dormir tranquilos, y nadie nos puede venir con la cantinela de que hay que aceptar ese concilio ya que en él obró el Espíritu Santo, porque eso es mentira.

María Antonieta, reina de Francia


Hay ciertas almas que sólo son grandes cuando sobre ellas soplan las ráfagas del infortunio. María Antonieta que fue frívola como princesa, e imperdonablemente despreocupada en su vida de reina, frente a la oleada de sangre y miseria que inundó Francia durante la revolución, se transformó –y no hay historiador que no lo verifique, tomado de respeto– de un modo sorprendente: de la reina surgió una mártir, y de la muñeca una heroína*.
Este es un homenaje a una figura mítica que consideramos admirable por las virtudes y la grandeza de alma que manifestó al final de su corta vida. Ella fue la encarnación de la elegancia, del encanto y de la bondad. Sobre todo, ella representa uno de los últimos vestigios del orden social cristiano anterior a la Revolución Francesa. Un orden, que a pesar de que ya contenía en su seno los gérmenes de la revolución, continuaba siendo cristiano en su esencia y por lo mismo, era un orden legítimo.
* palabras de Plinio Corrêa de Oliveira, 1928.

lunes, 10 de diciembre de 2007

¿Un Mundo Feliz?

Santo Tomás enseña que la suprema felicidad del hombre radica en la contemplación de la Verdad, que es Dios. Por lo mismo, la vida humana, tanto individual como social, está ordenada a la divina contemplación de la Verdad y a la posesión del Sumo Bien. No siendo éste sino una única Verdad y un único Bien y no habiendo para el hombre sino un único camino para alcanzarla, no puede haber sino una única especie de civilización como no hay sino una única especie humana. Por eso Cristo afirmó “sin Mi, no podéis hacer nada”.

Todo hombre busca la felicidad, hace parte de su naturaleza querer ser feliz. Las naturalezas inteligentes, sólo tienen voluntad de decidir por la felicidad, dice Bossuet. Hay en el corazón del hombre un impulso invencible hacia la búsqueda de la felicidad. Esto es tan verdadero para el individuo como para la sociedad. El impulso hacia la felicidad viene del Creador, y Dios le da la luz que le ilumina el camino, directamente por la gracia, indirectamente por las enseñanzas de su Iglesia. Pero pertenece al hombre, ya sea como individuo o sociedad, le pertenece a su libre arbitrio de dirigirse, de ir en busca de su felicidad allí donde le plazca ponerla, en lo que es realmente bueno, y, por encima de toda bondad, en el bien absoluto, Dios; o en lo que tiene apariencias de bien, o en lo que no es más que un bien relativo.

El hombre ama la felicidad, y donde ponga ese amor, ahí va a buscarla. San Agustín dice que dos amores construyen dos ciudades: aquellos que se aman a sí mismos hasta olvidarse de Dios construyen la ciudad del hombre; y aquellos que aman a Dios hasta olvidarse de sí mismos edifican la ciudad de Dios. Ambas ciudades se disputan el mundo, y la humanidad se debate entre cuál de las dos ciudades quiere edificar. Y bien se puede afirmar que en esto consiste la trama de la historia.

Lo que hemos venido presenciando desde el siglo XV hasta nuestros días es cómo el corazón del hombre se ha vuelto cada vez más hacia sí mismo que hacia Dios. Y una vez que el hombre se vuelve hacia sí mismo, cae en la soberbia de sentirse dios, y eso lo enceguece para conocer la verdad. Por eso Jesucristo dijo a Pilatos: Los que son de la verdad oyen mi voz. Esto es, los humildes de corazón. Y San Pablo, de los paganos decía: Se entontecieron en sus racionamientos, haciéndose insensible su insensato corazón, y alardeando de sabios se hicieron necios. Como decíamos, no hay nada que haga más ciego al hombre que la soberbia.

El humanismo puso como centro al hombre y eso lo llevó a mirar con admiración la antigüedad pagana, lo que dio origen al Renacimiento (renacimiento de la antigüedad pagana, eso quiere decir el término) y el Renacimiento preparó las condiciones para el surgimiento del Protestantismo y del racionalismo que fue la subversión en el plano religioso y en el orden de las ideas. El Protestantismo y el racionalismo a su vez trabajaron por la subversión en el plano político y dieron origen a la Revolución Francesa. El ideal revolucionario de “libertad, igualdad y fraternidad” llegó a convertirse en el nuevo credo del mundo moderno y en el fundamento de la sociedad contemporánea. Estas ideas llevadas al plano económico condujeron al capitalismo liberal, al socialismo y al comunismo, tres versiones distintas o aparentemente distintas, de una misma concepción de la vida. Y este proceso se introdujo lamentablemente dentro de las filas de la Iglesia Católica principalmente a partir del Concilio Vaticano II. Se intentó conciliar a la Iglesia con este “nuevo mundo”, conciliación que es imposible lograr sin traicionar la fe.

Y así hemos llegado hasta nuestros días, encontrándonos en un mundo desnaturalizado, colmado de injusticias, cansado, estresado, desorientado, y sumido en el indiferentismo o en la duda religiosa. Uno se pregunta finalmente, ¿el hombre encontró la felicidad que buscaba? Creemos que nadie se atrevería a afirmar que sí. Y si al menos logró conseguir una cierta felicidad material, ésta no alcanza a todos ya que muchos siguen en la miseria. ¿Y que saca el hombre con lograr una pisca de felicidad en este mundo, si después de su vida va al infierno por haberse apartado de Dios?

Nuestro Señor Jesucristo, el Verbo de Dios Encarnado, nos indicó el único camino para que el hombre sea feliz, porque la felicidad plena no existe en este mundo, sino en el cielo. Por eso dijo: Mi Reino no es de este mundo… Yo soy el Camino, la Verdad y la Vida… Buscad el Reino de Dios y su justicia, y lo demás se os dará por añadidura.

domingo, 9 de diciembre de 2007

Lo que es la Contra-Revolución

La Revolución es el desorden, la Contra-Revolución es la restauración del orden. Entendemos por orden la paz de Cristo en el Reino de Cristo, esto es, la Civilización Cristiana, austera, jerárquica, fundamentalmente sacral, anti-igualitaria y anti-liberal.
Plinio Correa de Oliveira, REVOLUCION Y CONTRA REVOLUCIÓN

LA DENUNCIA PROFETICA

PAGINA CONTRA-REVOLUCIONARIA

Nos declaramos católicos, apostólicos y romanos. No estamos conformes con el mundo actual y por eso nuestro objetivo es proclamar de manera franca y directa las verdades de la fe católica, especialmente aquellas que son más combatidas u olvidadas en nuestros días. Y al proclamar estas verdades, necesariamente denunciamos los errores y mentiras que se yerguen como fundamentos de la civilización contemporánea. Por eso, nos llamamos “La Denuncia”. Pero le agregamos el adjetivo de “Profética” porque nos hacemos eco de una verdad que es muy silenciada actualmente. Esta verdad se podría resumir de esta manera: la humanidad, desde el Renacimiento hasta hoy, ha ido progresivamente apartándose del fin para la cual ha sido creada por Dios. Este proceso es llamado Revolución, porque es esa su esencia: la rebelión del hombre contra su Dios y Redentor. Ahora bien, esta Revolución ha llegado a su auge, ya que la Cristiandad está en ruinas. Lo profético está en que creemos firmemente—como está revelado en la Escritura y a través de varios Santos y apariciones de la Virgen a lo largo de la historia— que Dios intervendrá castigando a la humanidad por sus desvaríos y restaurará la Iglesia y la Cristiandad. Será el triunfo anunciado en 1917 por la Virgen en Fátima cuando dijo “Por fin Mi Inmaculado Corazón triunfará”. Y tenemos la certeza de que el día en que se verifique este triunfo está cada vez más cercano.
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