sábado, 23 de agosto de 2014

Los católicos franceses en el siglo XIX - 13

El PRIMER FRACASO DEL “CATOLICISMO LIBERAL”

La lucha por la libertad de enseñanza, en el reinado de Luis Felipe, consiguió unir a todos los católicos franceses, pero la unión no podía ser duradera, debido al liberalismo que infeccionaba a muchos de ellos. Todos lucharon por un mismo objetivo; no todos, sin embargo, tenían los mismos principios ni concebían del mismo modo el ideal por la cual combatían.
Los ultramontanos consideraban la libertad religiosa como un derecho de la Iglesia, que, siendo divina, no podía tener su acción limitada por el poder civil, de modo especial en lo que dice respecto a la educación. Luis Felipe prometió la libertad de enseñanza, explícitamente garantizada por la Carta que juró al subir al trono. Por una cuestión de táctica, que no envolvía una renuncia o disminución de la verdadera doctrina, los ultramontanos se limitaron, durante la campaña, a pedir que el rey cumpliese la palabra empeñada. En cuanto a los católicos imbuidos de liberalismo, la libertad de enseñanza era apenas una de las formas de libertad que deseaban, esto es, un bien en sí, un ideal abstracto que se confundía con la propia esencia del catolicismo, y que concebían del modo más amplio posible, teniendo la Iglesia tanto derecho de enseñar la verdad cuanto un ateo de propagar el error.
Evidentemente los católicos liberales no llegaron a formular las últimas consecuencias de sus teorías. La condenación de Lamennais por Gregorio XVI aún era muy reciente, y además de eso se asociaba siempre al liberalismo el recuerdo de la persecución religiosa y de los horrores de la Revolución Francesa. De ahí un enfriamiento en los ardores liberales de ciertos católicos, obligados a ocultar un poco la propaganda de sus doctrinas.
Pío IX, sus primeras medidas como papa lo hicieron
ver como un liberal. Sin embargo, posteriormente
se constituyó en el líder del movimiento antiliberal
Los primeros actos de Pío IX, luego de subir al trono pontificio, llenaron de júbilo a los católicos liberales, pues parecían confirmar la reputación de liberal que rodeaba al nuevo papa y denunciaban su disposición de aplicar en parte en los Estados Pontificios las reformas por ellos preconizadas por ellos. Los liberales esperaban que Pío IX desease demostrar que había compatibilidad entre el liberalismo y la doctrina católica, tornando prácticamente sin efecto la condenación de Gregorio XVI. En 1848 fue proclamada la república en Francia, casi sin derramamiento de sangre, sin atentados contra iglesias y sacerdotes, y, por el contrario, precedida de una propaganda donde el Evangelio era frecuentemente citado y nuestro Señor Jesucristo mostrado como benefactor de la humanidad. Eso apagaba el temor de la persecución religiosa y el miedo de escenas semejantes a las de la Revolución Francesa.
Los católicos liberales juzgaban que había llegado el momento de retomar la bandera del L’Avenir y de lanzarse a la propaganda de las ideas de éste llevadas al extremo. Fundaron entonces L’Ère Nouvelle, periódico dedicado a la defensa de la república y de las clases obreras en nombre del catolicismo. Su alma era Federico Ozanam. Profesor de la Sorbonne, caballero de la Legión de Honra desde 1846, era el único lego de proyección que no tomó pare en la campaña de libertad de enseñanza. Proclamada la república, se alió al padre Maret que bajo Napoleón III sería el Gran Maestre de la Universidad y uno de los baluartes del galicanismo y procuró organizar a los católicos liberales para una acción común. L’Ère Nouvelle fue fundado para ser portavoz de ese grupo. Le faltaba, no obstante, un nombre bien conocido en los medios católicos, y que fuese una garantía para el movimiento. Este nombre fue Lacordaire, de quien Ozanam y el padre Maret persuadieron que adhiriese a la república y colaborara con ellos.
La ruptura entre los dos grupos católicos fue inevitable. Los ultramontanos, que habían aceptado la república como una cuestión de hecho, y que se disponían a continuar la lucha en defensa de los principios de la Iglesia como ya venían haciendo en los regímenes anteriores, vieron abrirse una brecha en las filas católicas con la fundación de L’Ère Nouvelle, que los forzaba también a combatir a quienes hasta la víspera habían sido sus hermanos de armas. Congregándose en torno de L’Univers, se vieron obligados, con pesar, a aceptar la lucha.
Felizmente los excesos del nuevo periódico abrieron los ojos de los católicos bien intencionados para las tendencias del grupo que lo dirigía. La república se vio obligada a entregarse a Lamartine, para poder mantenerse, y el partido republicano se apoderó de varios puestos en el gobierno. Pero Ledru-Rollin, Louis Blanc y otros corifeos del republicanismo se vieron obligados por las circunstancias a esconder sus ideas comunistas por detrás del gran nombre nacional que era Lamartine, y naturalmente sólo pasaron a la práctica con cuidado, para no desenmascararse delante de la opinión pública.
El arzobispo de París, Mons. Affré fue un abierto liberal
y republicano
A fin de ganarse la simpatía de los católicos, el gobierno se preparaba para revocar el decreto del Messidor del año XIII, que declaró ilícita “toda congregación y asociación religiosa”. Al mismo tiempo, trabajó para introducir la separación entre la Iglesia y el Estado. Monseñor Affre, arzobispo de París, apoyaba decididamente la medida, llegando a afirmar que era “de aquellos que tienen bastante fe para estar convencido de que la fe no tiene necesidad sino de sí misma”, y sobre la separación afirmaba que “ese pensamiento de la república es el mío”. A pesar de eso, el gobierno, que conocía el pensamiento católico, procuró actuar con prudencia, proponiendo preliminarmente la abolición gradual de los estipendios pagados al clero por el Estado. Así, se decía, la Iglesia no verá más intervenir al poder civil en el nombramiento de los obispos y en ningún acto de su apostolado. Es claro que se presuponía que los actos de apostolado fuesen exclusivamente religiosos, y como tales reconocibles por el gobierno, que por lo tanto pasaría a definir los límites de la acción de la Iglesia. Además de eso, los elementos izquierdistas del gobierno introdujeron poco a poco medidas socializantes, que socavaban el derecho de propiedad.
Por otro lado, Pío IX deshacía las impresiones nacidas de algunos de los actos que practicó al inicio de su reinado y reaccionaba contra la corriente liberal que tomó cuenta de los Estados de la Santa Sede. Irritados, los revolucionarios italianos perdieron la cabeza e hicieron pagar el pontífice con el exilio la firmeza con que desautorizaba las consecuencias que pretendían sacar de sus primeras actitudes. Las noticias venidas de Italia mostraban pues, al papa en guerra encendida contra el liberalismo.
L’Ère Nouvelle, que apoyaba la república y muchas otras medidas liberales del gobierno, fue perdiendo influencia y alejando incluso a aquellos que podrían colaborar con el periódico. Montalembert, que tenía formación liberal y no había extirpado completamente de su espíritu los errores de Lamennais, divergía de las tendencias de Ozanam y combatía desde la propia tribuna de la Cámara de los Diputados el periódico católico que ayudaba al gobierno a socializar la Francia. Lacordaire, electo diputado, se fue a sentar con los de la Montaña, grupo de izquierdistas organizados con el espíritu de la antigua Montaña de la Convención Nacional. Renunció a su cargo y se apartó lentamente del periódico que tanto lo comprometía. La opinión católica indecisa en los primeros momentos, veía claramente dónde estaba el verdadero pensamiento de la Iglesia, y pasó a apoyar decididamente al L’Univers.
L’Ère Nouvelle era atacado en la Cámara por Montalembert, y en la prensa por el L’Univers, que lo llamaba L’Erreur Nouvelle. Viendo que se apartaban sus propios amigos, y no encontrando resonancia siquiera en la opinión pública indiferente en materia religiosa, que se alarmaba con el carácter acentuadamente comunista que tomó el gobierno, quedó expuesto a cerrar por falta de lectores. Fue entonces que el marquésde La Rochejacquelein lo compró, transformándolo por algún tiempo en un periódico legitimista. L’Ère Nouvelle fue el primer intento de organización de los católicos liberales. Su tendencia izquierdista lo perdió, y estaría cerrado a la aventura del liberalismo católico si el padre Dupanloup y el conde de Falloux no viniesen a dar un impulso más serio y más duradero a esa corriente.


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viernes, 22 de agosto de 2014

La Conjuración Anticristiana - Cap. III

CAPÍTULO III

EL RENACIMIENTO, PUNTO DE PARTIDA DE LA CIVILIZACIÓN MODERNA

En su admirable introducción a la Vida de Santa Isabel, M. de Montalembert dice que el siglo XIII fue —al menos en lo que se refiere al pasado— el apogeo de la civilización cristiana: “Tal vez jamás la Esposa de Cristo haya reinado con un imperio tan absoluto sobre el pensamiento y el corazón de los pueblos… Entonces, más que en ningún otro momento de ese rudo combate, el amor de sus hijos, su dedicación sin límites, su cantidad y coraje cada día crecientes, y los santos que ella veía nacer diariamente entre ellos ofrecían a esa Madre inmortal fuerzas y consolaciones de las cuales ella no fue cruelmente privada sino después de mucho tiempo. Gracias a Inocencio III, que continuó la obra de Gregorio VII, la cristiandad es una vasta unidad política, un reino sin fronteras, habitado por múltiples razas. Los señores y los reyes aceptaban la supremacía pontificia. Fue necesario que apareciera el protestantismo para destruir esa obra”.
Antes del protestantismo, en 1308, la sociedad cristiana sufrió un primer y rudísimo golpe. Lo que constituía la fuerza de esa sociedad era, como dice M. de Montalembert, la autoridad reconocida y respetada del soberano pontífice, el jefe de la cristiandad, el árbitro de la civilización cristiana. Esta autoridad fue contradicha, insultada y quebrada por la violencia y astucia del rey Felipe IV en la persecución a la que él sometió al papa Bonifacio VIII. Esa misma autoridad fue también reducida por la complacencia de Clemente V en relación a ese  mismo rey, que hizo trasladar temporalmente la sede del papado a Avignon en 1305. Urbano VI no debería volver a Roma sino en 1378. Durante este largo exilio, los papas perdieron una buena parte de su independencia y su prestigio se vio singularmente debilitado. Cuando los papas volvieron a entrar en Roma, después de setenta años de ausencia, todo estaba pronto para el gran cisma de Occidente, que duraría hasta 1416 y que por un momento decapitó al mundo cristiano.
Desde entonces, la fuerza comenzó a prevalecer sobre el derecho, como era antes de Jesucristo. Las guerras retomaron el carácter pagano de conquista y se perdió el carácter de liberación. La “hija primogénita”[1], que había abofeteado a su Madre en Agnani[2], fue la primera en sufrir las consecuencias de su prevaricación: la Guerra de los Cien Años, Crécy, Poitiers, Azincourt. En estos días[3], para no hablar de lo que precedió, la ocupación de Roma, la expansión de Prusia a costa de sus vecinos, la impasividad de Europa ante la masacre de cristianos por los turcos, y la inmolación de un pueblo por la codicia del imperio británico; todo esto fruto del resurgimiento del espíritu pagano.

Pastor comienza con estas palabras su Historia de los Papas en la Edad Media:
“Dejada de lado la época en que se operó la transformación de la antigüedad pagana por el cristianismo, no hay tal vez época más memorable que el período de transición que conecta la Edad Media con los tiempos modernos. Este período fue llamado el Renacimiento.
”Ella se produjo en una época de molicie, de decadencia casi general de la vida religiosa; período lamentable cuyas características son, a partir del siglo XIV, el debilitamiento de la autoridad de los papas, la invasión del espíritu mundano en el clero, la decadencia de la filosofía y de la teología escolástica, un espantoso desorden en la vida política y civil. En esas circunstancias, se colocaron frente a los ojos de una generación intelectual y físicamente sobreexcitada, enfermiza bajo todos los aspectos, las deplorables lecciones contenidas en la literatura antigua.
”Bajo la influencia de una admiración excesiva, podríamos decir enfermiza, por los encantos de los escritores clásicos, se enarbola abiertamente el estandarte del paganismo; los seguidores de esta reforma pretendían modelar todo exactamente como en la antigüedad, las costumbres y las ideas, restablecer la preponderancia del espíritu pagano y destruir radicalmente el estado de cosas existente, considerados por ellos como una degeneración.
”La influencia desastrosa ejercida en la moral por el humanismo se hizo igualmente sentir temprano y de una manera asustadora en el dominio de la religión. Los seguidores del Renacimiento pagano consideraban su filosofía antigua y la fe de la Iglesia, como dos mundos enteramente distintos y sin ningún punto de contacto”.
Ellos querían que el hombre tuviese su felicidad sobre la tierra, que todas sus fuerzas, todas sus actividades fuesen empleadas para buscar la felicidad temporal; decían que el deber de la sociedad era organizarse de tal manera que ella consiguiese llegar a ofrecer a cada uno lo que pudiese satisfacerle todos sus deseos y en todos los sentidos.
Nada de más opuesto a la doctrina y a la moral cristianas.
“Los antiguos humanistas, dice con mucha razón Jean Janssen[4], no tenían menos entusiasmo por la herencia grandiosa legada por los pueblos de la antigüedad de lo que tuvieron más tarde sus sucesores. Antes de éstos, ellos habían visto en el estudio de la antigüedad, uno de los más poderosos medios de educar con éxito la inteligencia humana. Pero en de su pensamiento los clásicos griegos y latinos no debían ser estudiados con el objetivo de alcanzar en ellos y por ellos el fin de toda educación. Ellos entendían que debían colocarlos al servicio de los intereses cristianos; deseaban antes de todo llegar, gracias a ellos, a una comprensión más profunda del cristianismo y a la mejora de la vida moral. Movidos por estos mismos motivos, los Padres de la Iglesia habían recomendado y fomentado el estudio de las lenguas antiguas. La lucha no comenzó y no se hizo necesaria sino cuando los jóvenes humanistas rechazaron toda la antigua ciencia teológica y filosófica por considerarla bárbara, pretendieron que toda noción científica se encuentra contenida únicamente en las obras de los antiguos, entraron así, en lucha abierta con la Iglesia y el cristianismo, y muy frecuentemente lanzaron un desafío a la moral”.
La misma observación vale para los artistas. “La Iglesia, dice el mismo historiador[5], colocó el arte al servicio de Dios, llamando a los artistas para cooperar en la propagación del reino de Dios sobre la tierra y convidándolos a «anunciar el Evangelio a los pobres». Los artistas, respondiendo exactamente a ese llamado, no levantaron lo bello sobre un altar para de él hacer un ídolo y adorarlo por sí mismos; ellos trabajaban «para la gloria de Dios». A través de sus obras de arte ellos deseaban despertar y aumentar en las almas el deseo y el amor de los bienes celestiales. En cuanto el arte conservó los principios religiosos que lo trajeron a la luz, se mantuvo en constante progreso. Pero a medida que se desvanecía la fidelidad y la solidez de los sentimientos religiosos, el arte vio que se le iba la inspiración. Entonces el arte cambió su mirada hacia las divinidades extranjeras, quiso entonces resucitar y dar una vida artificial al paganismo, y desapareció en el arte la fuerza creativa, su originalidad; cayendo, finalmente, en una sequía y aridez completa”[6].
Bajo la influencia de esos intelectuales, la vida moderna tomó una dirección enteramente nueva, que era opuesta a la verdadera civilización. Porque, como dice muy bien Lamartine:
“Toda civilización que no viene de la idea de Dios, es falsa.
”Toda civilización que no tiende a la idea de Dios, no permanece.
”Toda civilización que no está penetrada de la idea de Dios, es fría y vacía.
”La última expresión de una civilización perfecta es la que mejor ve a Dios, la que lo adora mejor, la que mejor es servida por los hombres”[7].

El cambio se operó primero en las almas. Muchos perdieron la concepción según la cual todo el fin está en Dios, para adoptar aquella que quiere que todo esté en el hombre. “Al hombre decaído y rescatado, dice muy acertadamente Bériot, el Renacimiento opuso el hombre ni decaído ni rescatado, que se eleva a una admirable altura por las simples fuerzas de su razón y de su libre albedrío”. El corazón ya no sirvió más para amar a Dios, el espíritu para conocerlo, el cuerpo para servirlo, y mediante eso merecer la vida eterna. La noción superior que la Iglesia tenía tanto cuidado en establecer, y que le costara tanto tiempo, se borró en éste, en aquél, y en las multitudes; como en tiempos del paganismo, ellas hicieron del placer y del disfrute, la finalidad de la vida; buscaron los medios para obtenerlos en la riqueza, y para adquirirla no se tuvo más en cuenta los derechos de los otros. Para los Estados, la civilización no fue más la santidad de muchos, y las instituciones sociales medios ordenados para preparar las almas para el cielo. Nuevamente ellos encerraron la función de la sociedad en el tiempo, sin atención para las almas hechas para la eternidad. En aquella época, como hoy, dieron a eso el nombre de progreso. “Todo nos anuncia, exclamaba con entusiasmo Campanello, la renovación del mundo. Nada impide la libertad del hombre. ¿Cómo se impediría la marcha y el progreso del género humano?”. Las nuevas invenciones, la imprenta, la pólvora, el telescopio, el descubrimiento del Nuevo Mundo, etc., sumándose al estudio de las obras de la antigüedad, provocaron una embriaguez de orgullo que dice: la razón humana se basta a sí misma para gobernar sus negocios en la vida social y política. No tenemos necesidad una autoridad que sustente o corrija a la razón.
Así fue invertida la noción sobre la cual la sociedad había vivido y en razón de la cual ella había prosperado a partir de nuestro Señor Jesucristo.
La civilización renovada del paganismo actuó inicialmente sobre las almas aisladas, después sobre la opinión pública, después sobre las costumbres y las instituciones. Sus estragos se manifestaron, en primer lugar en el orden estético e intelectual: el arte, la literatura y la ciencia se retiraron poco a poco del servicio del alma para ponerse al servicio de la animalidad: hecho que condujo para dentro del orden moral y del orden religioso esa revolución que fue la Reforma. Desde el orden religioso, el espíritu del Renacimiento alcanzó el orden político y social con la Revolución francesa. Y de ahí atacaron el orden económico con el socialismo. Es ahí donde la civilización pagana debía llegar, es ahí que ella encontrará su fin, o nosotros o el nuestro; su fin, si el cristianismo retoma el dominio sobre los pueblos aterrorizados o, mejor dicho, abrumados por los males que el socialismo hará pesar sobre ellos; el nuestro, si el socialismo puede llevar hasta el fin la experiencia del dogma del libre gozo en esta tierra y nos hiciere sufrir todas las consecuencias.
Entre tanto, esto no se hizo y no continúa sin resistencia. Una multitud de almas permaneció y permanece hoy vinculada al ideal cristiano, y la Iglesia está siempre presente para mantenerlo y trabajar por su triunfo. De ahí el conflicto que, en el seno de la sociedad, dura más de cinco siglos, y que hoy llegó al estado agudo[8].

El Renacimiento es, por tanto, el punto de partida del estado actual de la sociedad. Todo cuanto sufrimos viene de ahí. Si queremos conocer nuestro mal y sacar de ese conocimiento el remedio radical para la situación presente, es necesario remontarse al Renacimiento[9].
¡Y, no obstante, los papas la favorecieron; ella que fue el punto de partida de la civilización dicha moderna! Se impone sobre esto una palabra de explicación.
Los Padres de la Iglesia, lo dijimos, habían recomendado el estudio de las literaturas antiguas, y esto por dos razones: ellos encontraron en ellas un excelente instrumento de cultura intelectual, y de ellas hicieron un pedestal para la revelación; así, la razón es el soporte de la fe.
Fiel a esa orientación, la Iglesia, y en particular los monjes, colocaron todos sus cuidados en salvar del naufragio de la barbarie a los autores antiguos, en copiarlos, en estudiarlos, y en hacerlos servir para la demostración de la fe.
Era, por tanto, enteramente natural que, cuando comenzó en Italia la renovación literaria y artística, los papas se mostrasen favorables.
A las ventajas arriba señaladas, ellos vieron sumarse otras, de un carácter más inmediatamente útil a aquella época. Desde la mitad del siglo XIII habían sido mantenidos entre el papado y el mundo griego consecutivos intentos para obtener el retorno de las iglesias de Oriente a la Iglesia romana. De un lado y de otro se enviaron embajadas. El conocimiento del griego era necesario para argumentar contra los cismáticos y ofrecerles la lucha en su propio terreno.
La caída del imperio bizantino dio la oportunidad para un nuevo y decisivo impulso a ese género de estudios. Los sabios griegos, trayendo para Occidente los tesoros literarios de la antigüedad, excitaron un verdadero entusiasmo por las letras paganas, y ese entusiasmo no se manifestó en ningún otro lugar tanto como entre las personas de la Iglesia. La imprenta sirvió para multiplicarlos y para obtenerlos a un costo mucho menos oneroso.
Finalmente, la invención del telescopio y el descubrimiento del Nuevo Mundo abrieron los pensamientos a más largos horizontes. También aquí vemos a los papas, y primeramente los de Avignon, con su celo enviar misioneros a los países lejanos, ofreciendo un nuevo estímulo a la fermentación de los espíritus, buena en su principio, pero de la cual abusó el orgullo humano, como en nuestros días lo vemos abusar de los progresos de las ciencias naturales.
Los papas, por lo tanto, fueron llevados, por toda suerte de circunstancias providenciales, a llamar y reunir junto a ellos a los representantes dignos del movimiento literario y artístico del que eran testigos. Lo tomaron como un deber y un honor. Prodigaron las encomiendas, las pensiones, las dignidades a aquéllos cuyos talentos los elevaban por encima de los otros. Infelizmente, con la mirada puesta en el objetivo que querían alcanzar, no tomaron suficiente cuidado con la calidad de las personas que así apoyaban.
Petrarca, de quien concordamos en llamar “el primero de los humanistas”, encontró en la corte de Avignon la más alta protección, y allí recibió el cargo de secretario apostólico. Desde entonces se estableció en la corte pontificia, la tradición de reservar las altas funciones de secretario apostólico a los escritores más renombrados, de manera que ese colegio se volvió luego en uno de los focos más activos del Renacimiento. Allí fueron vistos santos religiosos, tales como el camaldulense Ambrosio Traversarui, pero infelizmente también los groseros epicúreos como Pogge, Filelfe, Arétin y muchos otros. A pesar de la piedad, a pesar incluso de la  austeridad personal con que los papas de esa época edificaron la Iglesia[10], ellos no supieron, en razón de la atmósfera que los envolvía, defenderse de una condescendencia demasiado grande para con escritores que, a pesar de estar al servicio de ellos, luego se convirtieron, por causa del declive al cual se abandonaron, en los enemigos de la moral y de la Iglesia. Esa condescendencia se extendió a las propias obras, si bien que, todo sumado, ellas fuesen la negación del cristianismo.

Todos los errores que después pervirtieron el mundo cristiano, todos los atentados perpetrados contra sus instituciones, tuvieron ahí su fuente; podemos decir que todo esto a que asistimos fue preparado por los humanistas. Ellos son los iniciadores de la civilización moderna. Ya Petrarca había dibujado en el comercio de la antigüedad sentimientos e ideas que habrían afligido la corte pontificia, si esta hubiese medido las consecuencias. Él, es verdad, siempre se inclinó delante de la Iglesia, de su jerarquía, de sus dogmas, de su moral; pero no fue así con los que lo sucedieron, y se puede decir que fue él quien los colocó en el mal camino en el cual se empeñaron. Sus críticas contra el gobierno pontificio autorizaron a Valla a minar el poder temporal de los papas, a denunciarlos como enemigos de Roma y de Italia, a presentarlos como los enemigos de los pueblos. Él llegó incluso hasta la negación de la autoridad espiritual de los soberanos pontífices en la Iglesia, rechazando el derecho de los papas a hacerse llamar “vicarios de Pedro”. Otros apelaron al pueblo o al emperador para restablecer, ya sea la república romana, sea la unidad italiana, sea un imperio universal: cosas esas que, todas, vemos en los días actuales, intentadas (1848), realizadas (1870) o presentadas como el objeto de las aspiraciones de la francmasonería.
Alberti preparó otra especie de atentado, el más característico de la civilización contemporánea. Jurista y literato, compuso un tratado de Derecho. Ahí proclamó que “Dios debe ser dejado al cuidado de las cosas divinas, y que las cosas humanas son competencia del juez”. Era, como observa Guiraud, proclamar el divorcio de la sociedad civil y de la sociedad religiosa; era abrir los caminos a aquellos que quieren que los gobiernos no persigan sino los fines temporales y permanezcan indiferentes a los espirituales, defiendan los intereses materiales y dejen de lado las leyes sobrenaturales de la moral y de la religión; era afirmar que los poderes terrenales son incompetentes o deben ser indiferentes en materia religiosa, que ellos no tienen que conocer a Dios, que ellos no tienen que observar sus leyes. Era, en una palabra, formular la gran herejía del tiempo presente, y arruinar por la base la civilización de los siglos cristianos. El principio proclamado por ese secretario apostólico encerraba el germen de todas las teorías que nuestros modernos “defensores de la sociedad laica” reclaman. Bastaba dejar que ese principio se desarrollase para llegar a todo lo que hoy testimoniamos con tristeza.
Atacando así la base de la sociedad cristiana, los humanistas borraron al mismo tiempo en el corazón del hombre la noción cristiana de su destino. “El cielo, escribía Collacio Salutati, no sus Travaux d’Hercule, pertenece de derecho a los hombres enérgicos que sustentan grandes luchas o realizan grandes trabajos sobre la tierra”. Y de ese principio se extrajeron sus fatales consecuencias. El ideal antiguo y naturalista, el ideal de Zenón, de Plutarco y de Epicuro, consistía en multiplicar al infinito las energías de su ser, desarrollando armoniosamente las fuerzas del espíritu y las del cuerpo. Este se convirtió en el ideal que los fieles del Renacimiento adoptaron, en su conducta, así como en sus escritos, en sustitución a las aspiraciones sobrenaturales del cristianismo. Este fue, en los días de hoy, el ideal que Friedrich Nietzsche llevó al extremo, predicando la fuerza, la energía, el desarrollo libre de todas las pasiones, que deben hacer que el hombre llegue a un estado superior a aquél en que él se encuentra, que deben producir el superhombre[11].
Para esos intelectuales, y para aquellos que los escucharon, y para aquellos que hasta nuestros días se hicieron sus discípulos, el orden sobrenatural fue, más o menos completamente, puesto de lado; la moral se volcó hacia la satisfacción de los instintos; el gozo bajo todas las formas fue el objeto de sus pretensiones. La glorificación del placer era el tema preferido de las disertaciones de los humanistas. Laurent Valla afirma en su tratado De Voluptate que “el placer es el verdadero bien, y que no hay otros bienes fuera del placer”. Esa convicción lo llevó, a él y a muchos, a escribir en poesía los peores vicios. Así eran prostituidos los talentos que deberían haber sido empleados en vivificar la literatura y el arte cristianos.
Bajo todos los aspectos ocurría el divorcio entre las tendencias del Renacimiento y las tradiciones del cristianismo. En cuanto la Iglesia continuaba predicando la decadencia del hombre, afirmando su debilidad y la necesidad del socorro divino para el cumplimiento del deber, el humanismo tomaba la delantera en Jean Jacques Rousseau para declarar la bondad de la naturaleza: él deificó al hombre. En cuanto la Iglesia señalaba una razón y un fin sobrenaturales para la vida humana, colocando a Dios como el término de nuestro destino, el humanismo, re-paganizado, limitaba a este mundo y al propio hombre el ideal de la vida.

A partir de Italia, el movimiento alcanzó otras partes de Europa.
En Alemania, el nombre de Reuchlin fue, sin que ese sabio lo supiera, el grito de guerra de todos los que trabajaban para destruir las órdenes religiosas, la escolástica y, al final de cuentas, la propia Iglesia. Sin el escándalo que se hizo a su alrededor, Lutero y sus discípulos jamás habrían osado soñar lo que hicieron.
En los Países Bajos, Erasmo preparó, él también, los caminos de la Reforma con su Elogio de la Locura. Lutero no hizo más que proclamar bien alto y ejecutar descaradamente lo que Erasmo no cesaba de insinuar.
Francia no tardó en acoger en su territorio las letras humanistas; ellas no produjeron ahí, por lo menos en el orden de las ideas, efectos tan ruines. No ocurrió lo mismo con las costumbres. “Desde que las costumbres de los extranjeros comenzaron a agradarnos —dice el gran canciller de Vair, que presenció aquello sobre lo que él habla— los nuestros se pervirtieron y se corrompieron de tal manera que podemos decir: hace mucho tiempo que no somos franceses”.

En ninguna parte los jefes de la sociedad tuvieron la suficiente clarividencia para realizar la separación de lo que había de sano y de lo que había de infinitamente peligroso en el movimiento de ideas, de sentimientos, de aspiraciones, que recibió el nombre de Renacimiento. Por todas partes la admiración por la antigüedad pagana pasó de la forma al fondo, de las letras y de las artes a la civilización. Y la civilización comenzó a transformarse para convertirse en lo que es hoy, esperando ser como se presentará mañana.
Dios, sin embargo, no dejó a su Iglesia sin socorro, como en ninguna otra probación. Santos como San Bernardino de Siena, no cesaron de advertir y de mostrar el peligro. Ellos no fueron escuchados. Y por eso fue que el Renacimiento engendró la Reforma y la Reforma la Revolución, cuyo objetivo es aniquilar la civilización cristiana para sustituirla en todo el universo por la civilización dicha moderna.

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[1] Nota del traductor: Francia era llamada la hija primogénita de la Iglesia, puesto que esta fue la primera nación que se convirtió oficialmente al cristianismo bajo el reinado de Clovis, rey de los francos.
[2] Nota del traductor: el autor se refiere a la bofeteada que recibió el papa Bonifacio VIII por el representante del rey Felipe IV de Francia. El papa, afectado por la tristeza, murió poco tiempo después.
[3] Nota del traductor: recordamos que esta obra fue escrita a comienzos del siglo XX y el autor se está refiriendo a los sucesos ocurridos principalmente durante la segunda mitad del siglo XIX.
[4] L’ Allemagne à la fin du moyen âge.
[5] Ibid., p. 130.
[6] Emile Mâle, que publicó estudios tan sabios y tan interesantes sobre El arte religioso en el siglo XIII y sobre El arte religioso de finales de la Edad Media, termina la segunda de esas obras con estas palabras: “Es preciso reconocer que el principio del arte en la Edad Media estaba en completa oposición con el principio del arte del Renacimiento. La Edad Media que terminaba había dejado impresos todos los aspectos humildes del alma: el sufrimiento, la tristeza, la resignación, la aceptación de la voluntad divina. Los santos, la Virgen, el propio Cristo, frecuentemente mediocres, asemejados al pueblo del siglo XV, no poseían otro brillo sino aquel que viene del alma. Ese arte es de una humildad profunda; el verdadero espíritu cristiano estaba en él.
”Bien diferente es el arte del Renacimiento: su principio oculto es el orgullo. En adelante el hombre se basta a sí mismo y aspira a ser un dios. La más alta expresión del arte es el cuerpo humano desnudo: la idea de una caída, de una decadencia del ser humano, que cautivó durante tanto tiempo a los artistas del desnudo, si siquiera se puso en sus espíritus. Hacer del hombre un héroe resplandeciente de fuerza y de belleza, que escapa a las fatalidades de la raza, para elevarse hasta el arquetipo, ignorando el dolor, la compasión, la resignación; he ahí exactamente (con toda suerte de matices), el ideal de la Italia del siglo XVI”.
[7] Citado por Mons. Perraud, obispo de Autun, por ocasión de las fiestas del centenario del poeta.
[8] Nota del traductor: Téngase en consideración que el autor se está refiriendo al estado del catolicismo de principios del siglo XX, en el que la Iglesia estaba gobernada por el gran San Pío X, que combatió con toda su energía el modernismo y el liberalismo. Quizás el autor no imaginó que las cosas llegarían como están actualmente, en la que esa revolución penetró los sagrados muros de la Iglesia con el catastrófico Segundo Concilio Vaticano.
[9] Jen Guiraud, profesor de la Facultad de letras de Besançon, que acaba de publicar un excelente libro bajo el título La Iglesia y los orígenes del Renacimiento, nos servirá de quía para recordar sumariamente lo que ocurrió en aquella época. Ese volumen hace parte de la “Biblioteca de Enseñanza de la Historia Eclesiástica” publicada en Lecoffre.
[10] Martín V tuvo un gusto constante por la justicia y la caridad. Su devoción era grande; de ella dio pruebas incontestables en diversas ocasiones, sobre todo cuando trajo de Ostia las reliquias de Santa Mónica. Él soportó con una resignación profundamente cristiana, una después de otra, las muertes entre sus más queridos afecciones, que vinieron a afligirlo. Desde su juventud, había distribuyó la mayor parte de sus bienes a los pobres.
Eugenio IV conservó en el trono pontificio sus hábitos austeros de religioso. Su simplicidad y su frugalidad le hicieron merecer de su equipo el apodo de Abstenius. Es con razón que Vespasiano celebró la santidad de su vida y de sus costumbres.
Nicolás V quiso tener en su intimidad el espectáculo continuo de las virtudes monásticas. Para eso, llamó ante él a Nicolás de Cortona y a Lorenzo de Mantua, dos cartujos, con los cuales gustaba entretenerse a respecto de las cosas del cielo en medio de las torturas de su última enfermedad.
[11] La glorificación de lo que los americanistas llaman, “las virtudes activas”, parecen venir de aquí, por medio del protestantismo.

jueves, 21 de agosto de 2014

Para que Él reine - II Parte, Cap. 2

CAPÍTULO II
LA REVOLUCIÓN
¿QUÉ ES LA REVOLUCIÓN?
¡La Revolución! Así presentada con artículo determinado y con R mayúscula, la palabra no ofrece confusión a nadie.
Releamos los discursos, las obras, de los hombres políticos del siglo pasado o del actual, ya sean liberales, radicales, socialistas o comunistas, todos se proclaman hijos de la Revolución, como es a la Revolución a quien han pretendido combatir la mayor parte de los pensadores católicos, clérigos o seglares; papas, obispos, religiosos, sacerdotes o simples escritores, desde hace más de ciento cincuenta años.
*        *        *
Valga la confesión de los mismos revolucionarios.
Para subrayar bien el carácter universal de las corrientes que empezaban a hacer estallar sus diques, Barère anunciaba a los miembros de los Estados Generales: “Estáis llamados a empezar de nuevo la historia”. Y Thuriot en la legislativa[1]: “La Revolución no es solamente para Francia; somos los responsables de ella ante la humanidad”.
“Desde que el pensamiento se ha emancipado —escribe León Bourgeois—, desde que el espíritu de la Reforma, de la filosofía[2] y de la Revolución ha entrado en las instituciones de Francia, el clericalismo[3] es el enemigo”.
Y en cierto número del “Journal des Débats” de 1852: “Somos revolucionarios; pero somos hijos del Renacimiento y de la filosofía antes de ser los hijos de la Revolución”.
“Se quiere destruir a la Revolución —clama también Bonaparte en la Historia de Thiers[4]—. Pero la defenderé, pues la Revolución soy yo”.
Y Jules Ferry: “Los invitamos a sostener con nosotros el combate de todos los que proceden de la Revolución, de todos lo que han recibido su herencia”[5].
Y Viviani: “Estamos encargados de preservar de cualquier ataque al patrimonio de la Revolución”[6].
Y, finalmente, en el periódico “La Revolution Française[7], firmado por “un socialista”: “El mundo moderno se halla situado en una alternativa: o el triunfo de la Revolución, o un retorno sencillo y puro al cristianismo”.
Escuchemos ahora, a los enemigos de la Revolución.
“La Revolución no se parece a nada de lo que se ha visto en el pasado”, observa Blanc de Saint Bonnet[8].
“Durante mucho tiempo la hemos considerado como un acontecimiento —precisa José de Maistre[9]—; estábamos en un error; es una época”. Y en carta escrita en 1806 a de Rossi: “La Revolución es una de las más grandes épocas del universo… Durará, quizás, dos siglos… Cuando pienso en todo lo que debe ocurrir en Europa y en el mundo, me parece que la Revolución empieza”[10]. “Si hay algo de evidente es la inmensa base de la Revolución, que no tiene otros limites más que el mundo”[11]. Y en 1819, o sea en plena Restauración, continuaba escribiendo: “La Revolución está en pie, y no solamente está en pie, sino que camina, corre, arremete”[12]. “… Nada hace presagiar su fin. Ha ocasionado ya grandes desgracias, y anuncia mayores todavía”[13].
Así hablaba José de Maistre. Y de igual forma, setenta años más tarde, con ocasión del centenario del 1789, monseñor Freppel no dejó de decir: “Sería temerario pretender que la Revolución ha llegado a sus últimas consecuencias y que ha recorrido un ciclo ya agotado; sería más justo el pensar que, lejos de haber llegado a su término, prosigue su camino, yendo de una etapa a otra… Si todo se hubiese limitado, en 1789 y en 1793, a derribar una dinastía, a sustituir una forma de gobierno por otra, esto no hubiese supuesto más que una de muchas catástrofes de cuyos ejemplos está llena la historia. Pero la Revolución tiene un carácter muy distinto: es una doctrina o si se quiere un conjunto de doctrinas, en materias religiosa, filosófica, política, social. He ahí lo que le da su verdadero alcance y es desde esos diversos puntos de vista donde conviene situarse para juzgarla, en sí misma y en su influencia sobre las doctrinas de la nación francesa, así como sobre el curso general de la civilización”[14].
La Revolución continuaba, pues, en tiempos de monseñor Freppel.
“Quisiéramos que el Estado —escribía Blanc de Saint-Bonnet[15]— se proclamase abiertamente ateo, que esa declaración fuese el objeto de una ley. Eso es lo que esperamos de la Revolución”. “¿Por qué, oh nación mía, has desterrado al Dios que te había hecho tan grade, y entregado tu fe a la Revolución? ¡No hay término medio! ¡O ver reinar la Iglesia en nuestras costumbres o ver reinar la Revolución!”[16].
“Es inútil disimularlo, podía escribir aún el padre d’Alzon (1876); La guerra es entre la Revolución y la Iglesia. La Iglesia ha tenido otros enemigos…; los ha vencido todos. Hoy, tiene que vérselas con la Revolución”.
Por eso, Pío X, en su carta sobre “Le Sillon”, no dejará de reprochárselo: “… El soplo de la Revolución ha pasado por ahí… Se atreven a tratar a nuestro Señor Jesucristo con una familiaridad soberanamente irrespetuosa y…, al estar su ideal emparentado con el de la Revolución, no temen hacer, entre el Evangelio y la Revolución, comparaciones blasfematorias”.
Monseñor Gaume la ha definido así: “Sí, arrancándole la máscara, le preguntáis: ¿quién eres tú?, ella os dirá:
“No soy lo que se cree. Muchos hablan de mí, pero pocos me conocen. No soy ni el carbonarismo…, ni el motín…, ni el cambio de la monarquía en república, ni la sustitución de una dinastía por otra, ni los disturbios momentáneos del orden público. No soy ni las vociferaciones de los jacobinos, ni los furores de la Montaña, ni el combate de barricadas, ni el saqueo, ni el incendio, ni la ley agraria, ni la guillotina, ni los ahogamientos. No soy ni Marat, ni Robespierre, ni Babeuf, ni Mazzini, ni Kossuth. Esos hombres son mis hijos, no son yo. Esas cosas son mis obras, no son yo. Esos hombres y esas cosas son hechos pasajeros y yo soy un estado permanente.
“Soy el odio de todo orden no establecido por el hombre y en el cual no sea rey y Dios a la vez. Soy la proclamación de los derechos del hombre sin preocupación de los derechos de Dios. Soy la fundación del estado religioso y social sobre la voluntad del hombre en vez de la voluntad de Dios. Soy Dios destronado y el hombre puesto en su lugar (el hombre llegando a ser el mismo su fin). He aquí por qué me llamo Revolución, es decir, trastrocamiento…”[17].
Y, más cercano a nosotros, el papa Benedicto XV: “Bajo el efecto de la loca filosofía salida de la herejía de los innovadores y de su traición… estalló la Revolución, cuya extensión fue tal que conmovió los cimientos cristianos de la sociedad, no solamente en Francia, sino poco a poco en todas las naciones”[18].
El papa Pío XI: “Espantosa y lamentable sedición, total trastrocamiento del régimen social que, a finales del siglo XVIII, hizo estragos en Francia persiguiendo rencorosamente las cosas divinas y humanas…
“En aquel tiempo los hombres innobles se hicieron atrevidamente con el poder, disfrazando el odio que los agitaba respecto a la religión católica bajo el falaz pretexto de filosofía, y procuraron con todas sus fuerzas abolir el nombre cristiano”[19].
Y Pío XII: “¿Quién podría sorprenderse de que los adversarios de la Iglesia, inconscientes de los verdaderos intereses de Francia, hayan buscado provocar la fisura que, en sus planes, debía, poco a poco, ensancharse y profundizarse? Carentes de principios doctrinales, precisos y seguros, el mundo intelectual, sobre todo desde el fin del siglo XVIII, estaba mal preparado para descubrir las infiltraciones peligrosas, para reaccionar contra su penetración insensiblemente progresiva”[20].
*        *        *
Limitemos nuestras citas a lo dicho.
Bastan para justificar lo que hemos afirmado sobre el sentido y uso de esta fórmula: la Revolución. Amigos y adversarios están de acuerdo.
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Conocer el error, conocer el naturalismo para refutar sus sofismas, no basta. Hay que conocer el aparato humano del error. Hay que conocer la Revolución.
En su obra “La Royauté du Christ et le Naturalisme organicé” el R. P. Denis Fahey, c. s. s., lo indica oportunamente: “Los católicos sucumben bajo las maquinaciones de los enemigos de nuestro Señor porque no están formados para el verdadero combate de este mundo. Salen de la escuela sin un conocimiento adecuado de la oposición organizada que deberán encontrar y no tienen más que nociones muy vagas sobre los puntos de organización social que deben defender porque están verdaderamente atacados. No se dan cuenta que la finalidad suprema de la oposición es el derrumbamiento del orden cristiano. No están acostumbrados a pensar que deben unirse, ante todo, con los otros católicos para promover la causa de nuestro Señor… Manifiestan de esta forma una carencia de cohesión lamentable y una debilidad detestable para con los intereses de Jesucristo, de tal suerte que los católicos que militan realmente por una verdadera cristiandad están siempre seguros de encontrar otros católicos en el campo opuesto”.
LA REVOLUCIÓN ES SATÁNICA
“Satanás es el primer revolucionario”, ha dicho Proudhon, y el padre Ramière, en su admirable obra “Le règne social du Coeur de Jesús”, al hablar de los enemigos de este reino, no teme escribir a su vez: “el primer enemigo es Satanás”.
Así, el eminente jesuita y el revolucionario están de acuerdo sobre el lugar en que se debe situar al infernal personaje.
Aparece así la estrecha relación que une el orden de las ideas al de las fuerzas concretas.
La referencia a Lucifer es indispensable en este capítulo de la acción de las fuerzas enemigas, como lo era en la descripción meramente teórica del naturalismo.
No nos proponemos ridiculizar las “diablerías” a poco coste: demasiado sabemos en qué forma la torpeza de ciertos ataques, lejos de quebrantar lo que se pretende destrozar, actúa a su favor por el ridículo mismo de que se cubre al asaltante inconsiderado o exagerado.
ODIO DE SATANÁS CONTRA JESUCRISTO Y SU IGLESIA
“Satanás combate en todas partes —escribe el R. P. Fahey— y en todas partes intenta eliminar lo sobrenatural.
“El ser entero de este puro espíritu, toda esa incansable energía de la cual nosotros, pobres criaturas de músculos y nervios, no podemos hacernos una idea adecuada, está, siempre y por todas partes dirigida contra la sumisión sobrenaturalmente amorosa a la Santísima Trinidad. Nosotros cambiamos de parecer y tenemos necesidad de descanso y de sueño. No le ocurre lo mismo a Satanás. Toda su espantosa energía está dirigida, sin cesar, con el más infatigable encarnizamiento contra la obra de salvación y de restauración del Verbo hecho carne”.
Hemos visto que el resultado de tal revuelta era, sobre el plan de las ideas, el naturalismo.
Desde el punto de vista en que ahora nos situamos, el de un combate más concreto, podemos observar que los ataques del infierno tendrán, primeramente, como objetivo la humanidad en general, en cuanto privilegiada del Amor divino; seguidamente el orden cristiano más estrictamente considerado, y en fin, la Iglesia Católica, más directamente vulnerable en sus miembros, laicos y sacerdotes. Los sacerdotes, sobre todo, serán el objeto del odio infernal, no solamente porque son cristianos por excelencia, sino porque son los hombres de la misa.
La misa es, en efecto, la renovación de ese sacrificio del Calvario por el cual la humanidad se reconcilia con Dios, con lo que el orden inicial se encuentra de esta forma restablecido por una unión nueva, en cierta manera, de lo natural y de lo sobrenatural: unión que habían destruido y como rechazado nuestros primeros padres.
“El olvido de esas verdades fundamentales —escribe el R. P. Fahey— hace difícil a las gentes, que no leen más que los periódicos y frecuentan el cine, comprender el odio a la misa y al sacerdocio mostrado por la Revolución, masónica o comunista en España, en México o en otras partes. La formación dada por Moscú no basta para justificarlo…”.
De todas maneras, no huelga saber distinguir lo que Satanás buscaba con la crucifixión de nuestro Señor y la finalidad que persigue ahora, al provocar y dirigir los ataques contra los que celebran misa y los que a ella asisten.
“Satanás movió a los jefes del pueblo judío a desembarazarse de nuestro Señor, pues tenía conciencia de la presencia en el hombre Jesucristo de una excepcional intensidad de esa vida sobrenatural que detesta; pero, ciertamente, no quería y no pensaba entrar en el orden del plan divino de la Redención. Su orgullo no le permitió comprender el misterio de un Amor que llegaba hasta la divina locura de una inmolación en la Cruz. Los demonios no sabían, en efecto, que el acto de sumisión del Calvario significaba el retorno al orden divino por la restauración de la vida sobrenatural de la gracia para el género humano”[21].
San Pablo insiste diciendo que si (los demonios) “lo hubiesen sabido, no habrían nunca crucificado al Señor de la Gloria”[22]. Y Santo Tomás: “Si los demonios hubiesen estado absolutamente ciertos de que nuestro Señor era el Hijo de Dios y si hubieran sabido de antemano los efectos de su pasión y de su muerte, nunca hubieran hecho crucificar al Señor de la Gloria”.
“Pero si los demonios comprendieron demasiado tarde el sacrificio del Calvario, están, al contrario, perfectamente enterados de la significación de la misa. Ahí se adivina su rabia. Todos sus esfuerzos van dirigidos para impedir su celebración. Pero, no pudiendo terminar totalmente con este acto único de adoración, Satanás intentará limitarlo a los espíritus y a los corazones del menor número posible de individuos…”.
Y esta lucha continuará hasta el fin de los tiempos.
De esta forma se comprenden las apremiantes recomendaciones de los apóstoles y de los santos para ponernos en guardia contra Satanás y sus demonios. Conocemos la fórmula de San Pedro sobre el león rugiente buscando a quien devorar. San Pablo, por su parte, no temía escribir a los Efesios[23]: “Vestíos de toda armadura de Dios para que podáis resistir a las insidias del diablo, que no es nuestra lucha contra la carne y la sangre, sino contra los principados, contra las potestades, contra los dominadores de este mundo tenebroso, contra los espíritus malos de los aires. Tomad, pues, la armadura de Dios para que podáis resistir en el día malo, y, vencido todo, os mantengáis firmes”.
Cuando se ha comprendido el sentido y el alcance de esta lucha, cuando se conoce el plan de universal restauración realizado por Jesucristo y su Iglesia, aparece inevitable que Lucifer y todo el infierno con él se encarnicen en hacer fracasar este plan y que a la catolicidad (entiéndase: a la universalidad) de la salvación operada por la acción sobrenatural de la gracia, Satanás busque oponer la negación de un universalismo puramente natural, del cual el Señor de la Gloria sería expulsado y en el cual la obra de la redención estaría neutralizada, anulada.
Pero… “ad ortu solis usque ad occasum… in omni loco sacrificatur et offertur Nomini Meo oblatio munda… – De levante a poniente, en todas partes, he aquí que sacrifican y ofrecen a Mi Nombre una oblación pura…”.
Esta frase del profeta Malaquías indica, por el contrario, el orden divino.
Que la misa sea celebrada y bien celebrada (entiéndase: según la voluntad misma de Dios formulada por los santos cánones de la Iglesia). Que pueda ser celebrada de levante a poniente, en todos los lugares… Que pueda haber, para celebrarla, numerosos sacerdotes, santos y doctos en la ciencia de Dios… Que todo esté ordenado en este mundo, para que los méritos de la misa puedan extenderse lo más abundantemente, lo más totalmente sobre el mayor número posible, y para eso, obrar de tal suerte que todo esté puesto en práctica, directa o indirectamente, sobrenatural y naturalmente, con el fin de que el mayor número posible esté lo mejor preparado para cosechar, gustar, buscar esos frutos de salvación eterna más universalmente conocidos…, ¿no son éstas realmente las razones supremas del orden universal, y por tanto, la primera justicia?[24] Finalmente todos los esfuerzos de la Iglesia en cuanto que ella está directamente encargada del magisterio y del ministerio específicamente religiosos y sobrenaturales. Finalidad muy real, aunque indirectamente buscada, del mismo poder civil y de las instituciones. Finalidad real de ese mínimo, por lo menos, deseable de bienestar, de expansión material, intelectual y moral que Santo Tomás nos ha enseñado que era indispensable, comúnmente, para la práctica de la virtud. Finalidad real de esa defensa de las buenas costumbres, que es uno de los primeros deberes del principado. Finalidad, real, en fin, de esa paz, de esa comunidad, de esa comunión entre los individuos, las clases o las naciones, de las cuales, está bastante claro, el mundo está atrozmente alejado, como también está atrozmente alejado de Dios.
He ahí, pues, en su magnífica unidad, el plan natural y sobrenatural del universalismo cristiano o catolicismo. Sabemos que San Ignacio ha hecho de ellos el “Principio y Fundamento” de sus “Ejercicios”.
“El hombre es criado para alabar, hacer reverencia y servir a Dios, Nuestro Señor, y, mediante esto, salvar su alma. Y las otras cosas sobre la haz de la tierra son criadas para el hombre y para que le ayuden en la prosecución del fin para que es criado. De donde se sigue tanto ha de usar de ellas cuanto le ayuden para su fin, y tanto debe quitarse de ellas cuanto para ello le impiden”.
He ahí, pues, lo que Satanás no puede dejar de combatir.
Por la persecución manifiesta, o de otro modo, por la presión hábil de un conjunto de instituciones sofisticadas, prohibir alabar, honrar, servir a Dios, nuestro Señor, y, en consecuencia, entorpecer la salvación de las almas, es imposible que no sea la mayor preocupación del infierno.
Que todas las cosas que hay sobre la tierra estén dispuestas, presentadas o consideradas de tal suerte que, lejos de ayudar al hombre en la consecución del fin que Dios le ha señalado al crearlo, lo desvíen de él o lo hagan olvidar; animarlo todo, ordenarlo todo, las instituciones, el poder, las modas, la enseñanza, los espectáculos, la prensa, la literatura, la radio, la misma ciencia y las artes, la atmósfera de la calle, el trabajo y el descanso, la comida y la bebida, el amor y el matrimonio, las diversiones y las tristezas, la religión misma (corrompiendo su doctrina), la vida toda entera, sin olvidar la muerte y la forma de morir, animarlo todo, ordenarlo todo, de tal suerte que no se pueda pensar en Dios sino lo más difícilmente posible, tal es, y no puede ser otra, la ambición suprema de Satanás.
Todo lo que puede tender a un resultado semejante, todo lo que puede ayudar a acercarse a él, incluso parcialmente, no puede dejar al infierno indiferente y presto a trabajar por ello.
¡Ay! ¿Cómo poder negar hasta qué punto la descripción que acabamos de hacer sobre el plan satánico coincide con la de nuestra actual civilización?
Satanás. Tal es, indudablemente, el primer enemigo, el primer revolucionario que debemos denunciar.
¿Es acaso preciso, además, hacer observar que no se trata en modo alguno de hablar aquí de esos fenómenos sensibles, extraordinarios y relativamente raros por los cuales Dios autoriza, a veces, la manifestación más materialmente real de la acción satánica? No es que nos neguemos a creer en ellos. Sería imposible hacerlo sin tachar de falsos al Evangelio y a una gran cantidad de hechos rigurosamente ciertos de la historia de la Iglesia. No es que queramos designar algo absolutamente prodigioso, algo excesivamente extraordinario, sino, al contrario, queremos señalar la acción ordinaria, y para decirlo todo, continua, del infierno, entre nosotros. Satanismo auténtico, pero sin olor a chamusquina o apariciones de diablos cornudos.
Al no considerar las cosas más que de esta manera, a la luz de la fe, la existencia de una “contra-Iglesia”[25], lejos de aparecer como el fruto de imaginaciones trastornadas, se presenta como una cosa normal. Lo sorprendente sería que no existiese. Su acción es tan indispensable a los designios del infierno para que se pueda dudar que no ha hecho todo lo posible para fundarla. Este argumento bastaría por sí sólo. La cuestión es evitar, como se dirá más adelante, el sucumbir a la ilusión de algunas descripciones simplistas y demasiado infantiles.
El diablo, en efecto, no conseguirá reinar en el mundo sin la complicidad de la malicia de los hombres. Pero, una vez admitida esta complicidad de nuestra malicia, le resulta fácil animar y coordinar la revuelta de los malvados para multiplicar su poder.
En efecto, cuando se estudian las manifestaciones del mal y del error en el transcurso de los siglos, nos quedamos admirados por la sorprendente unidad, la extraordinaria constancia, la paciencia perseverante de esta marea de males y de fuerzas subversivas. Ahora bien, este espectáculo es extraño. Normalmente, el error y el mal, por el simple hecho de que son “carencia de ser”, no deberían tener ese carácter de incontestable unidad en su evolución y de fuerza ordenada en su progresión. Así, pues, y a despecho de los conflictos agudos, de las guerras salvajes, de las sangrientas rivalidades que hacen que se destruyan mutua y constantemente las tropas del error, es imposible no estar sorprendido de su extraordinaria persistencia y continuidad que tanta anarquía parecía, por el contrario, destinar a la más rápida desaparición, cuando no, a la más irrisoria de las impotencias.
Nada más normal que el mal y el error reaparezcan sin cesar. Nuestra naturaleza, viciada en su origen, basta para explicarlo; pero que el error y el mal lleguen a manifestarse ordinariamente como potencia organizada, universal y de tal naturaleza que consigan oponerse victoriosamente tanto a la energía como a la tenacidad de los mejores, esto es lo que la naturaleza humana, por sí sola, no sabría explicar, al menos hasta este punto. Tras la anarquía de las mentiras y de tantos proyectos impíos en el trascurso de la historia, se queda uno sorprendido por la acción de una gran potencia que, por decirlo así, organizaría, disciplinaría ese caos, asegurando, en cierta forma, su transmisión y su multiplicación.
El mismo Marquès-Rivière, al final de su muy naturalista “Histoire des Doctrines Esoteriques[26], se ha visto embarazado por este enigma. Y él también llega a preguntarse cómo explicar esta permanencia y esta universalidad. Descarta, ciertamente, “la teoría fácil de un Satanás inspirador oficial y cuasiautomático de todas las herejías a través del tiempo y del espacio…”. Pero, ¿qué propone? Una interrogación… ¿Solamente? Pero ¿dónde se habla de una “fuente de inspiración incesante en los planos sutiles del ser que aquélla tiene precisamente la pretensión de penetrar y de dominar?”.
El fracaso es morrocotudo.
Sin embargo, la fórmula nos basta.
Marquès-Rivière ha observado bien la naturaleza de la operación. Quedaba por descubrir el órgano que la realiza. Tal como se suponía, el historiador naturalista se ha negado a ello. Pero un católico no dejará de admirar una fórmula cuyos términos contribuyen, a pesar de todo, a dar una descripción bastante exacta de la acción que el infierno no puede dejar de ejercer en esta clase de asuntos… “Fuente de inspiración incesante”… teniendo “la pretensión de introducirse y dominar”… y que se ejerce “en los planos más sutiles de nuestro ser…”. Para naturalismo, no está mal.
“Si fuese yo el diablo —escribía Alban Stolz en 1845— y el pueblo me eligiera como diputado en el Parlamento, haría una moción, una sola, que procuraría al infierno el mayor número de clientes posible: propondría separar completamente la escuela de la Iglesia”.
Verdaderamente, he ahí lo que puede dar una muy justa idea de la acción satánica que más nos interesa en este capítulo.
Si la inteligencia humana ha podido concebir una medida tan susceptible de servir la causa del infierno, se puede asegurar que Satán no ha dejado de pensar también en ella. Si tal medida fuese tomada, seria pueril creer que los diablos se desinteresaban y se iban a juguetear a otra parte mientras aquélla se imponía.
Si, por añadidura, la historia nos revela un conjunto gigantesco y prácticamente universal de organizaciones, operaciones, transformaciones sociales, de las que lo menos que se puede decir es que este conjunto aparece como la más espantosa empresa que se haya jamás visto para minar la fe en las almas y arrancar el cristianismo de la vida de las naciones como de la vida de los individuos, es evidente que todo el infierno está, ciertamente, desencadenado en este asunto.
Y, por tanto, es muy razonable que una tal empresa pueda ser llamada satánica[27].
Es elocuente el paralelismo que puede establecerse recordando, de una parte, lo que el infierno desea, lo que interesa realizar, cuáles son las señales ordinarias de sus operaciones, y de otra parte, lo que desea, lo que intenta realizar la Revolución, cuáles son las señales ordinarias de sus operaciones.
*        *        *
continuará...
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[1] Discurso del 17 de agosto de 1792.
[2] Entiéndase: del filosofismo.
[3] Entiéndase: la religión…, y sobre todo, la religión católica.
[4]Histoire du Consulat et de l’Empire”, t. V, p. 14. Thiers pretende que Bonaparte dijo esto la noche del asesinato del duque de Enghien.
[5] Discurso del 5 de septiembre de 1880.
[6] Discurso del 15 de enero de 1901.
[7] Número de junio de 1879.
[8] En “La Restauration Française”.
[9] Oeuvres, t. VIII, p. 273.
[10] Ídem, t. XI, p. 284.
[11] Ídem, “Memoire” dirigida, en 1809, a Víctor Manuel 1°.
[12] Ídem, t. XIV, p. 156.
[13] Ídem, t. I, p. 406.
[14]La Révolution française”, p. 1 (Roger y Chernoviz, edit. 1889).
[15]La Restaruration Française”.
[16] “La Légitimé”.
[17] Mons. Gaume, “La Révolution. Recherches historiques”, t. I, p. 18, Lille. Secretariado Sociedad de San Pablo, 1877.
[18] Benedicto XV, A.A.S. 7 de marzo de 1917.
[19] Pío XI, “Actes”. Bonne Presse, t. 12, p. 132.
[20] Discurso del 26 de marzo de 1951 a la “Unión de Profesores y Maestros Católicos de la Universidad de Francia”.
[21] Como observa San Agustín, “Cristo no ha sido conocido por los demonios más que en tanto que lo ha querido. Cuando Él creyó conveniente ocultarse un poco más profundamente, el príncipe de las tinieblas dudó de Él y lo tentó incluso para saber si era verdaderamente Cristo, el Hijo de Dios” (“Ciudad de Dios” IX, 21). Cf. Suárez (ter. part. div. Thomae, Q. XLI, art. 1, co. III): “Sobre todo para saber si era el Hijo de Dios se acercó el demonio a Jesucristo para tentarlo”. Sus primeras palabras manifestaron su pensamiento: “Si eres el Hijo de Dios…”.
[22] 1 Cor. 11, 8.
[23] VI, 11, 13.
[24] Todas las revoluciones, ya sean francesas, rusas, españolas, americanas, etc.; han destruido, cerrado las iglesias, suprimido a los sacerdotes o, lo que es más grave, han intentado quitarles la posibilidad o incluso el deseo de la celebración cotidiana de la misa. Se podrían aún observar ciertas corrientes de ideas que se esparcen aquí o allá y según las cuales los sacerdotes deben contentarse (en el transcurso de congresos, por ejemplo) con asistir a la sola misa de uno de ellos y de comulgar como simples fieles en vez de tener que celebrar ellos mismos la misa.
[25] Que existe una “contra-Iglesia” es una realidad que Marquès-Rivière ha tenido que reconocer. Cf. su obra “La trahison spirituelle de la F. M.”, p. 242: “Existe una contra-Iglesia con sus escrituras, sus dogmas, sus sacerdotes, y la francmasonería es uno de sus aspectos visibles…”. Se conoce la expresión perfectamente justa de Tertuliano: “Satanás es el mono de Dios”. Y esta infernal imitación no aparece en ninguna parte más evidente que en la doctrina, los planes o la constitución misma de las fuerzas ocultas. “¿Dónde ha tomado la francmasonería el plano del templo?, se pregunta Dom Paul Benoit en “La cité anti-chrétienne”, 3ª parte, t. I, p. 154: “No se puede dudar de ello —responde— en la misma Iglesia católica: la sociedad soñada por la francmasonería no es más que una falsificación satánica de la comunión católica”. Bastaría para convencerse de ello subrayar la importancia que los textos masónicos que, explícitamente, hacen referencia a Jesucristo o a su Iglesia. Puede decirse que tales textos no son inteligibles más que en función del cristianismo y suponen, en cierta forma, su conocimiento, y por lo tanto, su existencia. Cf., por ejemplo, este texto de la iniciación al grado de “Epopte” de la secta de los iluminados de Baviera: “Nuestra doctrina es esa doctrina divina, tal como Jesús la enseñaba a sus discípulos, aquélla en la que les explicaba el verdadero sentido en sus charlas íntimas. Nuestro grande y para siempre célebre maestro Jesucristo de Nazaret, … vino a enseñar la doctrina de la razón… Para hacerla más eficaz, erigió esa doctrina en religión y se sirvió de las tradiciones recibidas de los judíos…”, etc. Cf., igualmente, estos pasajes de una carta de un jefe de los “iluminados”, Knigge: “Decimos que Jesús no estableció, en absoluto, la religión natural…, sino que quiso sencillamente restablecer en sus derechos, la religión natural…, que su intención era la de enseñarnos a gobernarnos nosotros mismos y… restablecer la libertad, la igualdad entre los hombres. Sólo se precisa (para que los iluminados lleguen a admitir eso) citar diversos pasajes de la Escritura y dar explicaciones verdaderas o falsas, no importa (sic), con tal que cada uno encuentre un sentido, de acuerdo con la razón en la doctrina de Jesús. Añadimos que esta religión tan sencilla, fue seguidamente desnaturalizada, pero que se mantuvo y nos ha sido transmitida por la francmasonería… Nuestras gentes verán así que tenemos el verdadero cristianismo y no nos quedará más que añadir algunas palabras contra el clero y los príncipes… (Pero), en nuestros últimos misterios, debemos, en primer lugar, revelar a los adeptos este piadoso fraude, y seguidamente demostrar por los escritos, el origen de todas las mentiras religiosas” (Carta de Knigge a Zwach. “Ecrits orig.”, t. II. Abbé Barruel, “Memoire pour servir a l’histoire du Jacobinisme”, t. III). Para la secta de los iluminados de Baviera, ver más adelante.
[26] Payot, edit., p. 356.
[27] “El demonio es la cabeza de todos los hombres inicuos, enseñaba ya el Papa San Gregorio, y todos los hombres impíos son miembros de esta cabeza” (Sermón para el primer domingo de Cuaresma)
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