jueves, 20 de marzo de 2008

¿Cómo puede el mundo odiar a Aquel que pasó haciendo el bien?

La foto reproduce un cuadro de Lucas Cranach, el viejo ( Siglo XVI ), conservada en el Museo de Gand: “La coronación de espinas”. En torno del Divino Redentor, maniatado y revestido de una púrpura de irrisión, se agrupan cinco figuras. En el primer plano, un hombre le extiende una vara a manera de cetro y, al mismo tiempo, en un saludo caricaturesco levanta el gorro y le saca la lengua. Al lado, otro alarga la boca en actitud de escarnio. Los demás, al fondo, se empeñan en fijar en la cabeza adorable del Salvador, a manera de corona, un inmenso gorro de espinas. En el centro, el Hijo de Dios, da muestras de dolor físico, mas sobre todo, de intenso sufrimiento moral, que supera el tormento corporal, y absorbe enteramente a la Víctima divina. Se diría que Nuestro Señor sufre con el rencor de estos miserables verdugos. Sin embargo, ese odio no es sino una pisca de un inmenso océano de rencor que se entiende, por así decir, más allá, hasta los confines del horizonte. Y es por ese océano que la mirada de Jesús se prolonga en dolorosa meditación.
El cuadro de Lucas Cranach focaliza un aspecto importantísimo de la Pasión: el contraste entre la santidad infinita y el amor inefable del Redentor, con la bajeza insondable y el implacable odio de los que lo mataron. En él se patentiza la oposición irreductible entre la Luz – “erat lux vera” (Juan, 1, 9) – y los hijos de las tinieblas, entre la Verdad y el error, el Orden y el desorden, el Bien y el mal.
“Popule meus, quid feci tibi? Aut in quo contristavi te?”“Oh pueblo mío, ¿qué mal te hice Yo, en qué te he contristado?” – Estas palabras, que la liturgia de Viernes Santo pone en los labios de Nuestro Señor, están bien en el centro del tema que acabamos de enunciar.
Que un hombre odie a quien le hace mal puede ser censurable, pero no es incomprensible. Sin embargo, ¿cómo puede un hombre odiar a quien en bueno, a quien que le hace el bien?
Este problema es casi tan viejo como la humanidad. ¿Por qué Caín odió a Abel? ¿Por qué los judíos persiguieron e incluso mataron a los profetas? ¿Por qué los romanos persiguieron a los cristianos?
Más recientemente, ¿Por qué fue derramada por los protestantes tanta sangre de mártires? ¿Por qué hizo lo mismo la Revolución Francesa, o la Revolución bolchevique en Rusia? ¿Cómo explicar el odio de los comunistas en la guerra civil española, en las persecuciones en México, en Hungría, en Yugoeslavia? La tierra aun llora la muerte del Cardenal Stepinac y uno se pregunta: ¿Por qué fue él tan odiado?
Bien sabemos que, formuladas así, tales preguntas parecerán a muchos un tanto simplistas. El odio de los enemigos de la Iglesia no siempre fue gratuito. No faltaron, por veces, también de parte de los católicos, provocaciones y excesos que generaron reacciones. De otro lado, hubo en cierto número de casos, equívocos, mal entendidos e incomprensiones que dieron lugar a violencias. Hubo entonces mártires, no porque la Iglesia fuese debidamente conocida y sin embargo odiada como tal, sino precisamente porque ella era desconocida o desfigurada indebidamente.
No negamos nada de esto. Sin embargo, reducir a estas causas el odio de las tinieblas contra la Luz, del mal contra el Bien, eso sí es singularmente simplificar el problema.
Es lo que en la Pasión se evidencia con claridad meridiana.
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Notemos, primero que nada, que si los católicos pueden tener fallas, Nuestro Señor no las tuvo. Ya sea en cuanto al fondo y a ala forma, sea en cuanto al tacto y a la oportunidad con que enseñaba, sea aún en cuanto al carácter edificante de sus ejemplos, al valor apologético de sus milagros, y al aspecto santísimo y deslumbrante de su Persona, no podría haber duda alguna. Él no dio pretexto a ninguna objeción legítima, a ninguna queja sólida.
Por El contrario, sólo dio ocasiones a que lo adorasen y lo siguiesen. Entre tanto, también Él fue odiado, más odiado hasta que a sus fieles a lo largo de los siglos. ¿Cómo explicar esto? Es que en los hijos de las tinieblas hay un odio que se vuelca precisamente contra la Verdad y el Bien.
Es, pues, inútil querer atribuir todo a un mero juego de equívocos. Estos han existido, sin embargo, no resuelven el problema.
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Alguno dirá tal vez que este odio es bien simple de explicar. La Ley de Dios es austera. Quien no quiere sujetarse a los sacrificios inherentes a la observancia de ella, desobedece y fácilmente se revela. La rebelión a su vez, genera odio, especialmente odio contra la Verdad y el Bien.
No negamos que, en la generalidad de los casos, esté ahí la raíz del odio contra Dios. Mas, para comprender el problema, es necesario no simplificar tanto.
Todo pecado es una ofensa a Dios. Sin embargo, hay pecadores que conservan alguna tristeza del mal que practican y cierta admiración por el bien que no hacen. Por esto, lamentan la vida que llevan, aconsejan a otros a no seguirles el ejemplo, y prestan honra a los que proceden bien. De esta actitud humilde proviene, muchas veces, que Nuestro Señor les conceda grandes gracias y ellos vuelvan al camino de la salvación.
Si sólo hubiese en Israel de estos pecadores, no creo que Jesús hubiese sido perseguido, y aun menos, crucificado. Si de esos fuese Caín, no habría, matado a Abel. Si todos los pecadores de la Historia hubiesen sido como esos, no habría ella registrado las horribles persecuciones de que hablamos arriba.
¿Cómo son, entonces, los pecadores que constituyen las almas rabiosas que mueven las persecuciones contra la Iglesia? Aquí está el problema.
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El pecador entristecido y avergonzado de que tratamos no puede ser propiamente llamado un impío. El caerá en la impiedad, si de tal manera se embotase en el pecado, que lo hiciera perder la tristeza de practicarlo y la admiración por los que ejercen la virtud. Nacerá, entonces, de ahí una impiedad de primer grado, por así decir, que redundará en indiferencia por la Religión y por la moral. Al impío de este género, sólo sus intereses personales importan. Tanto se le da vivir en un ambiente bueno o malo: desde que gane dinero y haga carrera, o se divierta, cualquier cosa le sirve.
Evidentemente, esta impiedad es muy censurable. Fueron culpables de ella todos los que en Jerusalén asistieron a la Pasión como meros curiosos. Y los que a través de la Historia, hasta hoy en día, se juzgan en el derecho de presenciar la lucha entre los hijos de la luz y los hijos de las tinieblas sin tomar partido, como una egoísta “tercera fuerza”. Pero, una vez más, gente de este tipo, de por sí, no habría practicado el deicidio.
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Sin embargo, hay almas que van más lejos. Movidas por la sensualidad, por el orgullo, por otro vicio cualquiera, llevan la malicia tan lejos, de tal manera se identifican con el pecado, que llegan a sólo sentirse bien donde se lisonjeen sus malos hábitos, y a no soportar nada que constituya censura o hasta mero desacuerdo en relación a ellos. De ahí surge un odio a los buenos y al Bien, a los paladinos de la verdad y a la Verdad misma, que les da como que un ideal negativo. Voltaire lo expresó muy bien en su lema “écraser l’infâme” (¡“aplastar al infame”, esto es, al Verbo Encarnado!). Hacer de esto un anhelo de todos los momentos, el “ideal” de una vida, he aquí lo que es la quintaesencia de la impiedad. Gente así reúne todos los requisitos para planear, urdir y ejecutar la persecución. Si en Israel no hubiese gente así, Nuestro Señor no hubiese sido crucificado.
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Dios no niega su gracia a nadie. Impíos de estos también pueden convertirse, y de todo corazón. Con todo, cabe acrecentar que, en cuanto no lo hacen, ya tienen en esta tierra la más importante característica de los condenados al infierno.
Realmente, se piensa en general, que los condenados, si pudiesen, huirían todos para el Cielo. Esto no es verdad. Ellos tienen tanto odio a Dios, que aunque pudiesen librarse del fuego eterno en el cual están presos, no lo harían si tuviesen que con esto prestar a Dios un acto de amor y obediencia.
Tal es la fuerza de este odio. Y es a la luz de esto que se comprende bien lo que llamaríamos de impío de segundo grado.
Fue esta impiedad quintaesenciada la fuerza motriz que animó a la Sinagoga a la rebelión contra el Mesías. Fue ella la que movió la lucha de los impíos contra la Iglesia, contra los buenos católicos, en el decurso de los siglos.
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Hijos de las tinieblas… esos son los impíos. Príncipe de la tinieblas, ese es Satanás. ¿Qué relación existe entre ellos? Judas era un hijo de las tinieblas. Nos dice el Evangelio que el demonio entró en él (Luc. 22, 3). Sabemos por la Fe que “andan por el mundo para perder las almas” espíritus malignos. Cuando el demonio consigue realizar en un alma su obra completa, llévala a este estado de impiedad. Recíprocamente, un alma así es campo abierto para las tentaciones del demonio. Es fácil ver, pues, que tales impíos son los mejores auxiliares del infierno en la lucha contra la Iglesia.
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Señor, en esta hora de misericordia en que consideramos vuestro Cuerpo sacrosanto verter por todos lados vuestra Sangre redentora, Os pedimos, por los méritos infinitos de esa misma sangre preciosísima y por las lagrimas de vuestra y nuestra Madre, nos mantengáis muy lejos de cualquier impiedad: “no permitas que nos separemos de Ti”, de todo corazón Os lo imploramos.
Por toda parte por donde los impíos persiguen a los hijos de la luz, y muy especialmente en la Iglesia del Silencio, sed la fuerza de los perseguidos, no sólo para que no desfallezcan, como para que se levanten, se articulen, y aplasten a vuestros adversarios. Por el Inmaculado Corazón de María, Os lo rogamos.
Y, ya que en la ultima hora prometisteis el Paraíso al buen ladrón, Señor, por los méritos de vuestra agonía Os suplicamos, en unión con María, que vuestra misericordia descienda hasta los antros ocultos de la impiedad, a fin de convidar para las vías de la virtud a vuestros peores adversarios.
Y aun por misericordia, Señor, confundid, humillad y reducid a la entera impotencia a los que, rechazando los más extremos apelos de vuestro amor, persisten en trabajar para destruir la civilización cristiana y hasta – como si fuese posible – vuestra Esposa mística, la Santa Iglesia.
Este artículo es autoría de Plinio Corrêa de Oliveira y fue publicado en la revista Catolicismo N°112 de abril de 1960.
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