domingo, 22 de junio de 2014

Para que Él reine - Cap. 4

CLÉRIGOS Y LAICOS
DOCTRINA OBLIGATORIA, OPINIONES LIBRES
La tesis católica es invencible en el campo de la doctrina. Por lo tanto, rara vez es combatida en ese terreno.
Todo el mal viene, prácticamente del empleo de fórmulas equívocas, por ejemplo:
“La Iglesia no hace, ni debe hacer política”[1].
Esta fórmula constituye un excelente medio para dar a entender (más que para decir) que en este terreno sólo es admisible una regla: la libertad… Si hemos de creer a los que la emplean, la Iglesia no tiene por qué ocuparse de problemas políticos, ya que, en estas materias, no hay, o no puede haber, o no se puede alcanzar la verdad.
De ahí que la elección sea libre. Cada uno con su opinión. Todas son buenas a condición de ser sinceras. Que cada cual vote según su conciencia; esta libertad integral es esencial a toda actividad política.
Partiendo del principio de que “en las cosas dudosas” la libertad es necesaria, “in dubiis libertas”, se aprovecha la euforia provocada por la prudencia de esta fórmula para presentar como dudosas las evidencias más claras y las conclusiones más ciertas.
Y pasando al capítulo de la enseñanza de la Iglesia, se proclama no atenerse ni dar importancia más que a las “verdades de fe”.
“Es de fe… No es de fe…”, se hará observar; pero de tal suerte que se pueda creer fácilmente que es así como se ha de señalar el límite que separa lo que es cierto de lo que no lo es (por lo tanto, de lo que es libre…).
¡Pero qué pensar de aquellos que se complacen en limitar tan sólo a los dogmas de fe solemnemente definidos por la Iglesia (mínimo que hay que creer bajo pena de herejía o de apostasía), el conjunto de verdades a las cuales debamos someter nuestro espíritu y nuestro corazón![2].
Es un gran error considerar como de libre opinión todos los puntos de doctrina y de interpretación sobre los cuales la Iglesia no ha dado su definición expresa.
Pío XII en su encíclica Humani generis, no ha dejado de señalarlo: “Ni puede afirmarse que las enseñanzas de las encíclicas no exijan de por sí nuestro asentimiento pretextando que los romanos pontífices no ejercen en ellas la suprema potestad de su magisterio. Pues son enseñanzas del magisterio ordinario, para las cuales valen también aquellas palabras: «El que a vosotros oye, a Mí me oye»; y la mayor parte de las veces lo que se propone e inculca en las encíclicas pertenece ya —por otras razones— al patrimonio de la doctrina católica. Y si los sumos pontífices, en sus constituciones, de propósito pronuncian una sentencia en materia hasta aquí disputada, es evidente que, según la intención y voluntad de los mismos pontífices, esa cuestión ya no se puede tener como de libre discusión entre los teólogos”[3].
*          *          *
¿Puede hablarse con mayor claridad?
Pero no se trata en ese texto más que de la enseñanza específicamente religiosa de la Iglesia.
Se comprende que si hay quien no duda en ejercer su impertinencia en el dominio de la fe, no reconocerá límites en el plano de la mera razón. Si, en efecto, con respecto a las “verdades de fe”, algunos se permiten considerar como “dudosas” las proposiciones de la Iglesia que no llevan el sello apostólico de la infalibilidad, a fortiori, el testimonio de la inteligencia, de la razón o de la simple experiencia puede ya ser recusado.
Según la frase de monseñor Pie: “la Iglesia no está menos atenta a mantener los atributos ciertos de la naturaleza y de la razón que a salvar los derechos de la fe y de la gracia”.
“Desde este punto de vista, la Iglesia ha condenado como escandalosa y temeraria la opinión de quienes sostienen que pueda haber un pecado puramente filosófico, que sólo sería una falta contra la recta razón, pero sin ser una ofensa a Dios”[4].
Si se medita algunos minutos esta decisión no se tardará en ver la importancia de sus repercusiones.
Es equivocado creer que fuera de la enseñanza explícitamente religiosa de la Iglesia comienza el pantanoso terreno de esas “cosas dudosas” donde el liberalismo podría valer como ley.
León XIII lo asegura sin la menor ambigüedad en la encíclica Libertas:
“Las verdades naturales, como son los primeros principios y los deducidos inmediatamente de ellos por la razón, constituyen un como patrimonio común del género humano; y puesto que en él se apoyan como en firmísimo fundamento las costumbres, la justicia, la religión, la misma sociedad humana, nada sería tan impío, tan neciamente inhumano como el dejar que sea profanado y disipado”.
La Iglesia ha considerado siempre como deber suyo enseñar estas verdades naturales.
La proposición 57 del Syllabus[5] recuerda la condenación en que incurre quienquiera pretendiese que “que la ciencia de las cosas filosóficas y morales, y aun las leyes civiles, pueden y deben prescindir de la autoridad divina y eclesiástica”[6].
“Enseñar la religión y luchar perpetuamente con los errores. Tal es —dice León XIII en la encíclica Aeternis Patris—la finalidad de los diligentes trabajos de cada uno de los obispos, de las leyes y decretos promulgados en los concilios, y sobre todo de la cotidiana solicitud de los romanos pontífices…
”Pero, como según el aviso del Apóstol por la filosofía y la vana falacia suelen ser engañadas las mentes de los fieles cristianos y es corrompida la sinceridad de la fe en los hombres, los supremos pastores de la Iglesia siempre juzgaron ser también propio de su misión promover con todas sus fuerzas las ciencias que merecen tal nombre, y a la vez proveer con singular vigilancia para que las ciencias humanas se enseñasen en todas partes según la regla de la fe católica, y en especial la filosofía, de la cual depende, sin duda, e gran parte, el buen método de las demás”.
Por lo tanto, y puesto que la Iglesia reivindica el derecho de enseñar todas las ciencias humanas, es difícil comprender por qué únicamente la ciencia política deba escapar a su magisterio.
¿No rechazaba enérgicamente monseñor Freppel la idea de que “las formas de gobierno, sus cambios, sus modificaciones, sus sucesiones…, sean lo que menos importe a la Iglesia”?
También la proposición 57 del Syllabus, ya citada, nos recordaba que “la autoridad divina y eclesiástica” rehusaba el dejarse sustraer “la ciencia de las cosas filosóficas y morales, ASÍ COMO LAS LEYES CIVILES”[7].
Esto sí que es claro y permite prever que si, en cierto sentido es exacta[8] la fórmula: “la Iglesia no debe hacer política”, ello no significa que la Iglesia no tenga ningún derecho, ningún poder que ejercer, nada que decir en lo relativo al gobierno y a la organización del Estado.
Bastará con recordar que la Iglesia y los papas han condenado, reprobado o proscrito los principios de 1789, el laicismo o naturalismo político, el estatismo totalitario, el liberalismo, el socialismo, el comunismo, la doctrina política del Sillon, el nazismo y todo nacionalismo inmoderado. Uno se preguntará, sin duda, qué más pruebas podrían exigirse para admitir que la Iglesia no cree conveniente desinteresarse de la vida o de la muerte de las sociedades civiles.
Si se meditan estas condenaciones y se piensa en las repercusiones prácticas que acarrean se comprobará que constituyen una red tan tupida que es capaz de impedir que pasen la mayoría de las teorías políticas que hoy se profesan.
TRANSCENDENCIA DE LA IGLESIA, PERO NO INDIFERENCIA
Ahora que sabemos por qué y en qué sentido es falso decir que “la Iglesia no hace o no debe hacer política”, nos queda por estudiar cómo debe ser entendida esta fórmula para poder ser aceptable.
Puede ser legítima si con ella se quiere afirmar que la Iglesia, en lo que tiene de esencial, es trascendente; que su fin, su misión, su acción, son sobrenaturales; que para llegar a ese fin, cumplir esa misión, proseguir esa acción, no tiene la Iglesia necesidad, por esencia, de ninguna colaboración política; que es una sociedad perfecta; que, por consecuencia, no podía ser tributaria de ninguna potestad inferior y que en caso necesario podría ejercer su divino ministerio, a pesar de la indiferencia, a pesar incluso de las persecuciones de los poderes temporales.
Pero, digámoslo una vez más, esta transcendencia no significa indiferencia[9].
La Iglesia tiene por suprema misión la salvación de las almas. Más exactamente, en esta inmensa sociedad que es la Iglesia, compuesta de clérigos y laicos, aquellos que son en toda la plenitud del término “gentes de Iglesia”, o sea los “eclesiásticos”, tienen como misión el cuidado y la salvación de las almas.
En lo sucesivo, esta distinción entre clérigos y laicos[10] va a sernos indispensable. Porque la Iglesia en la persona de los eclesiásticos, tiene por misión el cuidado y la salvación de las almas; la Iglesia, repetimos, en la persona de los eclesiásticos, desde el soberano pontífice hasta el menor clérigo, no puede quedarse indiferente ante el régimen del Estado.
Nuestra historia abunda en pruebas de esta solicitud. Desde los primeros obispos de la Galia, desde San Germán, San Cesáreo, San Avito, San Remigio, hasta San Vicente de Paul, pasando por Suger y sin omitir a Richelieu, los clérigos se han unido gustosamente a los laicos para la salvación, tanto espiritual como material del estado10 bis.
¡Felices costumbres de los siglos de fe!
Doscientos años de naturalismo, de liberalismo, de laicismo triunfantes han destruido la armonía de esta colaboración. En todas, o en casi todas partes, el poder civil ha querido separarse del poder religioso. Se ha abierto un foso, cada vez más profundo, entre clérigos y laicos. Estos últimos llamaron “rapiñas y usurpaciones” a los beneficios prestados por los primeros a la ciudad temporal.
“La Iglesia (entendida como el conjunto de los eclesiásticos) no insistió —prosigue monseñor Pie— en imponer al mundo servicios que el mundo rechazaba… Obligada a abandonar los baluartes, los contramuros y todas las construcciones avanzadas de que se había rodeado en la ciudad temporal, la Iglesia (conjunto de los eclesiásticos) se atrincheró, sobre todo, en el santuario, a fin de fortificarle”[11].
Para evitar todo equivoco, los clérigos no quisieron aparentar que disputaban a los príncipes un poder cuyo ejercicio no tienen como misión principal. Sin embargo, su misión les imponía el deber de adoctrinar a las naciones. “Papas y obispos aplastaron todos los errores bajo el peso de sus anatemas”, y no dejaron de recordar o de indicar los prudentes principios que debían presidir tanto el gobierno como la organización de la sociedad. Pero, preocupados por evitar la menor perturbación, cuidando de no aparecer guiados por ninguna ambición temporal, esos mismos papas y esos mismos obispos se guardaron muy bien de traspasar los límites del papel que se habían fijado. De ahí la altura y el carácter de generalidad que son como la marca y el sello de sus directrices y consejos.
Los clérigos saben cómo el detalle práctico, el diario cuidado de los negocios públicos, la adaptación de los principios eternos de la prudencia política a las diferentes condiciones del tiempo y de lugar, son obra particular de los laicos, acción propia del Estado, justo dominio de su autonomía y de su competencia. Saben que si penetran en ese terreno, a título de su propia autoridad eclesiástica, sería entonces cuando se podría acusar y gritar: he ahí el “clericalismo”; es decir, la intrusión de los “clérigos” en la gestión directa de lo temporal, en el ejercicio práctico del poder civil. La Iglesia, entonces, “haría política” en el sentido impugnable de la fórmula.
Ahora bien, cosa curiosa: en lugar de reconocer la delicadeza de tal reserva, buen número de “laicos” tienden a reprochar a la Iglesia, en la persona de sus clérigos, ese carácter de generalidad que sus directrices guardan siempre en materia política. ¿No ven acaso estos laicos que con tales reproches lo que subrayan es su propia incuria, así como su desconocimiento de los deberes que les impone precisamente su estado de laicos?
Esa precisión en los detalles, esas soluciones concretas que piden, ¿no ven los laicos que son ellos quienes deben descubrirlas, quienes deben extraerlas, aunarlas de algún modo en la línea recta de los sabios principios de toda sana y santa política recordados por el magisterio eclesiástico? Lo que reprochamos a los clérigos debemos considerar que nos corresponde averiguarlo y precisarlo por nosotros mismos.
¿Cómo podrían los romanos pontífices desde la cátedra de San Pedro, proponer para el planeta entero soluciones políticas con detalles rigurosamente fijados?
La Iglesia, además, es prudente. Sabe cuánto tiempo y paciente perseverancia necesitan las reformas sociales para ser sabias y fecundas. Los clérigos podrían, sin duda, llevar adelante, hasta en sus menores detalles, la enseñanza de la sana doctrina política o, para emplear la expresión de León XIII, el estudio minucioso de “la filosofía del Evangelio aplicada al gobierno de los Estados”. Esto hubiera sido peligroso.
La enseñanza de la ciencia política, por desinteresada que sea, no es como la enseñanza de las otras ciencias, un simple trabajo dogmático lleno de serenidad. Difundir, profesar una doctrina política, es ya, inevitablemente, hacer una propaganda…, y por eso mismo, comprometerse, al menos de lejos, en las luchas y en la acción políticas.
Siendo esto así se comprenderá la reserva de la Iglesia…
Además, tales indicaciones, tales reformas, tales instituciones, aunque legítimas por sí mismas y verdaderamente deseables, tienen el riesgo de provocar catástrofes sociales si son dadas, emprendidas o fundadas torpemente o a destiempo.
Recuérdese la esclavitud antigua y los desórdenes que hubieran estallado si los primeros papas hubieran declarado explícitamente, sin más, que era ilegítima. Se podrían multiplicar los ejemplos contemporáneos que ilustrarían los rasgos de una prudencia similar. Nada de oportunismo, en el mal sentido de la palabra, sino afán de evitar un mal mayor.
No reprochemos, pues, a las encíclicas, una cierta imprecisión en el detalle práctico o incluso su silencio sobre asuntos que, para nosotros los laicos, nos parecen decisivos, porque sean temas de inmediata resolución. Pensemos en los movimientos de odio, en las palabras injuriosas que provocaron los consejos tan delicados y sabios que Pío XII se dignó dirigir a las “Semanas Sociales” de Estrasburgo.
No exijamos —digámoslo de una vez— del soberano pontífice lo que debe ser precisamente nuestra tarea, lo que nos impone nuestro estado de “laico”.
Las encíclicas no contienen —porque no deben contenerlo— un curso explícito de doctrina política minuciosamente pormenorizada; pero sí contienen los principios, las grandes líneas, el bosquejo de esa doctrina. A los laicos nos corresponde desenvolver y desarrollar sus consecuencias.
El Vicario de Jesucristo, así como los obispos, no han de descender más allá de un cierto grado. Su misión es muy distinta a la de publicar todos los meses un boletín de formación o de orientación política. Los “clérigos” no tienen que hacer esa tarea de “laicos”.
“Le hace falta al clero —nos dice Pío XII[12]— reservarse, ante todo, para el ejercicio de su ministerio propiamente sacerdotal, en el cual nadie puede suplirle. Una ayuda proporcionada por laicos al apostolado es, por tanto, de necesidad indispensable”.
Esta labor de desarrollo, de explicación de la doctrina social de la Iglesia, corresponde a nosotros realizarla, sin cesar, precisamente por ser católicos, esto es, debemos pensar, hablar, actuar como católicos y hacer labor de política católica.
De tal manera que, sin que el magisterio eclesiástico tenga que comprometerse y corra el riesgo de verse envuelto en las vicisitudes e inevitables decepciones de los asuntos temporales, el reino de Cristo o, lo que es lo mismo, el reino de la Iglesia, pueda, sin embargo, extenderse a toda la vida política.
APOSTOLADO PROPIO DE LOS LAICOS
Porque también nosotros, los laicos o seglares, somos la Iglesia. Y eso que se llamó en el siglo XIX el “repliegue de la Iglesia al Santuario” no es, en realidad, más que la deserción de la gran masa de los seglares cristianos del combate por una “ciudad católica”.
“Bajo este aspecto —ha podido decir Pío XII[13]—, los fieles, y más concretamente los seglares, se hallan en la línea más avanzada de la vida de la Iglesia; para ellos la Iglesia es el principio vital de la sociedad humana. Por esto, especialmente, deben tener un convencimiento cada vez más claro no sólo de que pertenecen a la Iglesia, sino que son la Iglesia; es decir, la comunidad de los fieles en la tierra, bajo la dirección del Jefe común, el papa, y de los obispos en comunión con él. Ellos son la Iglesia, y por esto ya desde los primeros tiempos de su historia, los fieles, con el consentimiento de sus obispos, se han unido en asociaciones particulares concernientes a las más diversas manifestaciones de la vida. Y la Santa Sede no ha cesado jamás de aprobarlas y de alabarlas”[14].
“Sería desconocer la naturaleza real de la Iglesia y su carácter social —escribía más recientemente Pío XII[15]— distinguir en ella un elemento puramente activo, las autoridades eclesiásticas, y por otra parte, un elemento puramente pasivo, los laicos. Todos los miembros de la Iglesia como Nos hemos dicho en la encíclica Mystici Corporis Christi, están llamados a colaborar en la edificación y en el perfeccionamiento del Cuerpo místico de Cristo” (cf. A.A.S. a. 35, 1943, página 241). Todos son personas libres y deben ser, por lo tanto, activos…. “El respeto a la dignidad del sacerdote fue siempre uno de los rasgos más típicos de la comunidad cristiana”. Por el contrario, también el laico tiene sus derechos, y el sacerdote debe reconocerlos por su parte. “El laico tiene derecho a recibir de los sacerdotes todos los bienes espirituales, con el fin de lograr la salvación de su alma y llegar a la perfección cristiana. Cuando se trate de los derechos fundamentales del cristiano, puede hacer valer sus exigencias; el sentido y la finalidad misma de toda la vida de la Iglesia se hallan aquí en juego, así como la responsabilidad ante Dios tanto del sacerdote como del laico…
”… Es verdad que hoy más que nunca deben prestar esta colaboración con tanto más fervor «para la edificación del Cuerpo de Cristo» (Efesios, IV, 12) en todas las formas de apostolado, especialmente cuando se trata de hacer penetrar el espíritu cristiano en toda la vida familiar, social, económica y política…
”Por otra parte, apartándonos del problema que crea el reducido número de sacerdotes, las relaciones entre la Iglesia y el mundo exigen la intervención de los apóstoles seglares. La «consecratio mundi» es, en lo esencial, obra de los seglares mismos, del hombres que están mezclados íntimamente en la vida económica y social, participando en el gobierno y en las asambleas legislativas…”.
Sin duda alguna el “Príncipe de este mundo” debe temerlo todo de un ejército de seglares verdaderamente católicos y decididos a combatir de veras por el reinado de Cristo sobre las instituciones.
La ignorancia religiosa de los seglares es el auxiliar más seguro de Satanás. Y, cuando no puede conseguirla, tiende a hacer callar a los que saben.
Este es el secreto de cierto “testimonio” que algunos quisieran vernos prestar…, pero a condición de que fuese mudo.
Hablar —dicen— no corresponde al laico; sólo el clérigo tiene potestad de enseñar.
Piensan que “basta dar testimonio de existencia, aun cuando este testimonio se exteriorice sólo por actos de beneficencia o por un esfuerzo para la obtención de una mayor justicia y caridad humanas. Pero, ¿no sería equívoco semejante testimonio si no deja entrever la fuente profunda donde se alimenta? Por no expresar la fe que le anima, favorecerá a veces un respeto humano que se ignora y quedará con frecuencia ineficaz, desde el punto de vista cristiano, en un mundo que recusa lo sobrenatural…
“Elegir un principio que es preciso silenciar lo sobrenatural, es exponerse, en realidad, a testimoniar contra ello. Se llegará fácilmente a la conclusión o de que no creemos en lo sobrenatural o que lo consideramos sin importancia”[16].
Santo Tomás pensaba, muy al contrario, que “cada uno está obligado a manifestar públicamente su fe, ya sea para instruir y animar a los otros fieles, ya para rechazar los ataques de los adversarios”16 bis.
Y León XIII precisa[17]: “Ceder el puesto al enemigo, o callar cuando de todas partes se levantan incesantes clamores para oprimir la verdad, propio es o de hombres cobardes, o de quien duda estar en posesión de las verdades que profesa… Bien poca cosa se necesitaría, a menudo, para reducir a la nada las acusaciones injustas y refutar las opiniones erradas; y si quisiéramos imponernos un trabajo más serio, estaríamos siempre ciertos de vencerlas.
”Lo primero que ese deber nos impone, es profesar abierta y constantemente la doctrina católica y propagarla, cada uno según sus fuerzas[18]. Porque, como repetidas veces se ha dicho, y con muchísima verdad, nada daña tanto a la doctrina cristiana como el no ser conocida; pues siendo bien entendida, basta ella sola para rechazar todos los errores…
”Por derecho divino la misión de predicar, es decir, de enseñar, pertenece a los doctores, esto es, a los obispos, que el Espíritu Santo ha puesto para regir la Iglesia de Dios. Por encima de todo, esa misión pertenece al romano pontífice, vicario de Jesucristo, encargado con poder soberano para regir la Iglesia universal como maestro de la fe y de las costumbres. A pesar de ello, no se debe creer que esté prohibido a los particulares cooperar, en una cierta manera, a este apostolado, sobre todo si se trata de hombres a quienes Dio ha otorgado, junto a los dones de la inteligencia, el deseo de hacerse útiles.
”Cuántas veces lo exija la necesidad, pueden éstos con facilidad, no, ciertamente, arrogarse la misión de los doctores, sino comunicar a los demás lo que ellos mismos han recibido, y ser, por así decirlo, el eco de la enseñanza de los maestros. Por otra parte, la cooperación privada ha sido juzgada por los padres del Concilio Vaticano, de tal modo oportuna y fecunda que no han dudado en reclamarla… Que cada uno, pues, recuerde que puede y que debe difundir la fe católica con la autoridad del ejemplo, y predicarla mediante la profesión pública y constante de las obligaciones que ella impone”[19].
*          *          *
La verdadera misión del laico cristiano es hablar, hacer suyo todo lo que es de la Iglesia. Esta identificación es indispensable para la plena expansión del reinado de nuestro Señor.
El orden divino es tan perfecto que esos deberes del laico se encuentran unidos entre sí por un interés más directo, cuyo saludable impulso tal vez no experimente el clérigo.
Monseñor Pie lo presentía ya cuando exclamaba: “Llegará el día en que la sociedad, la familia, la propiedad rechazarán aún más enérgicamente que nosotros mismos, ciertos axiomas de secularización exclusiva y sistemática, que les habrán sido más funestos que a la misma Iglesia”[20].
El laico, en cierto sentido, está más directamente interesado en el triunfo de la realeza social de nuestro Señor Jesucristo, y esto por razón de que el laico se encuentra, más que el clérigo, inmerso en el orden temporal, en el orden civil, en el orden secular; más comprometido en los problemas sociales y más directamente interesado en materia política…
En el fondo de todo ello puede haber una buena parte de egoísmo. Lo que no obsta para que este reflejo de simple interés pueda ser, como el temor de Dios, principio de sabiduría.
Forzando la nota, puede ocurrir que, por un sentido un tanto estrecho de la vida contemplativa y del reino de Dios, algún clérigo encuentre más cómodo hallarse reducido al santuario.
Así nos lo han dado a entender con bastante frecuencia exclamaciones como esta: “Estamos mucho más tranquilos ahora, ahora que la Iglesia está separada del Estado…” ¡Como si esta tranquilidad pudiese ser un ideal de la Iglesia militante!
Por lo tanto, es una gracia concedida al laicado el no poder reposar en semejante abandono y el verse más directamente sacudido por la conmoción del orden civil, que es su propio dominio.
Una vez más tenía razón el cardenal Pie: “llegará un día…”. Y consideramos que ha llegado ese día… en que los laicos tienen que rechazar más enérgicamente acaso que ciertos clérigos, esos axiomas de secularización, laicismo, liberalismo, socialismo, que son como el cáncer de la sociedad moderna.
Y esta reacción no expresa, en modo alguno, una iniciativa temeraria, incluso anárquica, del laicado. Muy al contrario, los infortunios que nos atrajo nuestra desobediencia a las enseñanzas de la Iglesia son frutos que nos empujan hoy a los seglares a volver a su orden y a su verdad. Hijos pródigos, sin duda, poco ufanos de las catástrofes que han venido sobre el mundo por nuestra negativa a escuchar las enseñanzas de los soberanos pontífices desde hace más de dos siglos; pero hijos pródigos llenos de confianza y sin inquietud alguna por la acogida que saben les está reservada. Confianza que se apoya, también sobre el principio de un derecho fundamental; porque es justo, en efecto, en el orden moral que a todo debe corresponder un derecho. Somos seglares. Nuestro deber es la obediencia. Pero, como contrapartida inmediata, tenemos un derecho. Y es el derecho a esa maternidad de la Iglesia a la cual debemos sumisión como hijos. Derecho a la verdad, a la Verdad integral que detenta. Derecho a la doctrina católica, tanto social como privada.
Derecho a que la Iglesia sea nuestra Reina, puesto que tenemos el deber de ser sus súbditos.


[1] Precisamos más adelante el sentido real de esta fórmula. A este sentido no nos referimos en la primera parte de este capítulo.
[2] La 22ª proposición del Syllabus condena a los que sostienen que “la obligación a que sin excepción están sometidos los maestros y escritores católicos se limita únicamente a los puntos propuestos por el juicio infalible de la Iglesia como dogmas de fe, que deben ser creídos por todos”.
Una carta de Pío IX al arzobispo de Munich (21 de diciembre de 1863) recordaba muy claramente: “Cuando se tratare de esta sumisión que exige un acto de fe divina, no debe limitarse a las cosas que han sido definidas por los decretos formales de los concilios o de los pontífices romanos y de la sede apostólica, sino que debe extenderse también a las cosas que son propuestas por el magisterio de toda la Iglesia extendida en el mundo, como reveladas por Dios, y que el consentimiento universal y constante de los teólogos católicos considera como pertenecientes al dominio de la fe” (Denzinger, 1683).
El derecho canónico no es menos explícito. Bastaría citar todo el canon 1321.
[3] Documentation Catholique, núm. 1077, c. 1159, p. 3.
[4] Cf.: Denzinger, 1290.
[5] Cf.: Aloc. Maxima quidem, 9 de junio de 1862.
[6] Denzinger, 1757.
[7] Denzinger, 1757.
[8] Que estudiaremos más adelante.
[9] “Las grandes cuestiones que deciden la suerte de la sociedad no podrán encontrar a la Iglesia indiferente”. Monseñor Pie, Oeuvres, t. I, p. 206.
[10] Bien entendido, que la palabra “laico” está aquí tomada en su verdadero sentido, el pleno sentido católico. Los “laicos” en la Iglesia se distinguen de los “clérigos”, pero no dejan de ser católicos y de actuar en todo y por todo como católicos.
10 bis La revista argentina VERBO (núm. 5), al llegar a este pasaje, recuerda la actuación de los grandes santos de España, Hermenegildo, Leandro o Isidoro de Sevilla, y de los prelados y gobernantes del tipo del cardenal Cisnero, santo Toribio, arzobispo de Lima, o Vasco de Quiroga, obispo de Michoacán, hasta fray Mamerto Esquiú, en los que puede verse una larga tradición de clérigos que trabajan para asegurar la felicidad espiritual y material de la ciudad terrena.
[11] Monseñor Pie, Oeuvres, t. I, p. 207.
[12] Discurso al Primer Congreso del Apostolado Seglar, 14 de octubre de 1951.
[13] Discurso a los nuevos cardenales, 20 de febrero de 1946.
[14] Cf., aquí todavía, el importante discurso de Pío XII al Primer Congreso del Apostolado Seglar, 14 de octubre de 1951: “Hay quienes gustan de decir frecuentemente que durante los cuatro siglos la Iglesia ha sido exclusivamente «clerical», por reacción contra la crisis que en el siglo XVI había pretendido llegar a la abolición pura y simple de la jerarquía; y, como consecuencia, insinúan que ya le ha llegado (a la Iglesia) el tiempo de ampliar sus cuadros. Semejante juicio está tan lejano de la realidad, que precisamente a partir del santo Concilio de Trento es cuando el laicado se ha encuadrado y ha progresado en la actividad apostólica. Ello es fácil de comprobar; basta recordar dos hechos históricos patentes entre muchos otros: las Congregaciones Marianas de hombres que ejercitaban activamente el apostolado de los seglares en todos los terrenos de la vida pública y la introducción progresiva de la mujer en el apostolado moderno… De manera general, en el trabajo apostólico es de desear que reine entre sacerdotes y seglares la más cordial inteligencia. El apostolado de los unos no es una competencia con el de los otros. Hasta, a decir verdad, la expresión «emancipación de los seglares» que se oye acá y allá no Nos agrada. Ya de por sí la palabra no suena con agrado; además, históricamente es inexacta… Es evidente que, en todo caso, la iniciativa de los seglares en el ejercicio del apostolado ha de mantenerse siempre en los límites de la ortodoxia y no oponerse a las legítimas prescripciones de las autoridades eclesiásticas competentes”.
[15] Discurso al Segundo Congreso Mundial del Apostolado Seglar, Roma, 5-13 octubre de 1957.
[16] Rapport doctrinal presentado por monseñor Lefevbre, arzobispo de Bourges, a la asamblea del episcopado francés (abril de 1957)
16 bis Suma Teológica, IIa, IIae, q. III, a. 2, ad 2.
[17] Sapientiae Christianae; párrafos 20 a 23.
[18] Cf.: Théologie de l’Apostolat, por monseñor León Suenens.
(Desclée de Brouwer): “¿A qué esperamos para llevar socorros? ¿La ocasión? Pues abunda. ¿La llamada? Pues hay angustias mudas más elocuentes que los gritos más penetrantes. ¿Es preciso que el herido desvanecido en el camino vuelva en sí y pida ayuda para que el que pasa se pare junto a él y cure sus heridas? ¿Conocéis esta queja de un socialista austríaco, recientemente convertido, publicada en forma de carta?...: «He encontrado a Cristo a los veintiocho años de edad. Considero los años que han precedido a este encuentro como años perdidos. Pero esta pérdida ¿me es imputable a mí sólo? Escuchad: Nadie me ha pedido jamás que me interesara por el cristianismo. He tenido amigos y conocidos cristianos practicantes que tenían plena conciencia de todo lo que aporta la religión en la vida humana… Pero ninguno de ellos me ha hablado nunca de su fe. No obstante, se sabía que yo no era ni un aventurero, ni un libertino, ni un burlón de quien pudieran temer los sarcasmos… ¿Sabéis por qué he tardado tanto tiempo en descubrir la verdad? Porque la mayor parte de los creyentes son demasiado indiferentes, demasiados apegados a su comodidad, demasiado perezosos».
… “Cómo no pensar aquí en las palabras de monseñor Ancel: «Con frecuencia se dice: no se puede hablarles de Cristo… no están preparados. Esto puede ser verdad…; pero, con más frecuencia, somos nosotros los que no estamos preparados».
[19] ¿Es necesario añadir que si el cristiano tiene el deber de hablar, este deber es inseparable del de estudiar y aprender?
“Juzgamos muy útil y muy conforme a las circunstancias presentes —escribía León XIII en Sapientiae Christianae— el estudio diligente de la doctrina cristiana según las posibilidades y capacidad de cada uno y el empeño por alcanzar un conocimiento lo más profundo posible de las verdades religiosas accesibles a la sola razón”.
[20] Opus. cit., t. II, p. 135-136.
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