jueves, 30 de octubre de 2008


Por Julio Alvear T

De vez en cuando es útil releer a Friedrich Nietzsche (1844-1900). Su postura intelectual es representativa de aquella corriente subterránea de la filosofía moderna que ha cantando mórbidas loas a la esencia de la Revolución y a sus metas últimas.
Entendemos por "Revolución", en el sentido que le da Plinio Corrêa de Oliveira, como un inmenso proceso de tendencias, doctrinas, de transformaciones políticas, sociales y económicas, derivado en último análisis de una deterioración moral nacida de dos vicios fundamentales: el orgullo y la impureza, que suscitan en el hombre una incompatibilidad profunda con la doctrina católica.
A partir del orgullo y de la impureza se van formando los elementos constitutivos de una concepción diametralmente opuesta a la obra de Dios. Esa concepción, en su aspecto final, ya no difiere de la católica solamente en uno u otro punto. A lo largo de las generaciones, esos vicios se van profundizando y volviendo más acentuados y se va estructurando toda una concepción gnóstica y revolucionaria del Universo. Históricamente la puesta en marcha de esta concepción fue iniciada en el siglo XVI con el Renacimiento y el Protestantismo y está siendo consumada en nuestros días, con la apostasía de las naciones ex-cristianas.
Volvamos a Nietzsche. No es que para nosotros sea un gran pensador metafísico, en el sentido clásico del término. Su interés reside en que muestra uno de los aspectos de la meta de la Revolución, a la que él sin duda sirve, como gran parte de la filosofía germana moderna.
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