domingo, 24 de agosto de 2014

La Conjuración Anticristiana - Cap. IV

CAPÍTULO IV

LA REFORMA, HIJA DEL RENACIMIENTO

En su libro La Reforma en Alemania y en Francia, un antiguo magistrado, el conde J. Boselli, dice que el señor Paulin Paris, uno de los sabios más eruditos sobre la Edad Media y uno de los que mejor la conocieron, dijo un día a un interlocutor que se asombraba de la gran diferencia de la Francia moderna y aquella de otrora, “obscurecida por las tinieblas de la Edad Media”: “No se engañe, la Edad Media no era tan diferente de los tiempos modernos como creéis; las leyes eran diferentes, así como los usos y las costumbres, pero las pasiones humanas eran las mismas. Si uno de nosotros fuera transportado a la Edad Media, vería en torno de si labriegos, soldados, sacerdotes, financieros, desigualdades sociales, ambiciones, traiciones. Lo que cambió es el fin al cual estaba dirigida la actividad humana”. No se podría decir de mejor manera. Los hombres de la Edad Media eran de la misma naturaleza que la nuestra, naturaleza inferior a la de los ángeles y, más aun, decaída por el pecado original. Ellos tenían nuestras mismas pasiones y con frecuencia se dejaban llevar por ellas al igual que nosotros, incluso a excesos más violentos. Pero el objetivo de esos hombres era alcanzar la vida eterna; las costumbres, las leyes y los hábitos se inspiraban con ese fin; las instituciones religiosas y civiles dirigían a los hombres para su fin último, y la actividad humana se dirigía, en primer lugar, a alcanzar perfección del hombre interior.
En nuestros días —y ahí está el fruto, el producto del Renacimiento, de la Reforma[1] y de la Revolución[2]—, el punto de vista cambió, el fin ya no es más el mismo; lo que se desea, lo que se busca, no por los individuos aisladamente, sino por el impulso dado a toda la actividad social, es la mejoría de las condiciones de la vida presente para llegar a un gozo mayor y más universal. Lo que se considera como “progreso” no es lo que contribuye para una mayor perfección moral del hombre, con el fin de colocarlo más completa y dócilmente al servicio del bienestar temporal.
Para alcanzar ese bienestar, fueron proclamados sucesivamente la independencia de la razón con respecto a la revelación, la independencia de la sociedad civil en relación a la Iglesia, la independencia de la moral en relación a Dios; tres etapas en la vía del progreso perseguido por el Renacimiento, por la Reforma y por la Revolución.
No se debe creer que los humanistas, literatos y artistas, cuyas aberraciones vemos desde el triple punto de vista intelectual, moral y religioso, no formasen sino pequeños cenáculos cerrados, sin eco, sin acción en el exterior. Inicialmente, los artistas hablaban a la vista de todos; y cuando, para quedar apenas en este ejemplo, Filarète  tomó prestada a la mitología la decoración de las puertas de bronce de la basílica de San Pedro, él ciertamente no edificó al pueblo que por ahí pasaba. Además, era en la corte de los príncipes que los humanistas tenían sus academias; era allí que componían sus libros; era allí que esparcían sus ideas, que establecían sus costumbres; y es siempre desde lo alto que desciende todo mal y todo bien, toda perversión así como toda edificación.
No hay, pues, motivo para sorprenderse si la Reforma, que fue el primer intento de aplicación práctica de las nuevas ideas formuladas por los humanistas, fuesen recibidas y propagadas con tanto ardor por los príncipes en Alemania y en otras partes y si ella encontró en el pueblo una acogida tan fácil.
La resistencia fue muy débil en Alemania; fue más vigorosa en Francia. El cristianismo había penetrado más profundamente en las almas de nuestros padres de que en cualquier otro lugar; combatido en su teoría por los humanistas, sobrevivió más tiempo en la manera de vivir, de pensar y de sentir. Es por eso que entre nosotros hubo una lucha más encarnizada y más prolongada. Ella comenzó por las guerras de religión, continuó en la Revolución, siempre vigente, como muy bien señaló Waldeck-Rousseau. A través de medios diversos desde el inicio, continua hoy en el conflicto entre el espíritu pagano, que quiere renacer, y el espíritu cristiano, que quiere mantenerse. En el presente, como desde el primer día, uno y otro quieren triunfar sobre el adversario: el primero, por la violencia que cierra las escuelas libres, despoja y exila a los religiosos y amenaza a las iglesias; el segundo, por el recurso a Dios y por la continuidad de la enseñanza cristiana por todos los medios que permanecen a su alcance.
Las diversas peripecias de ese largo drama mantienen en expectativa el cielo, la tierra y el infierno; porque si Francia se decidiese por rechazar el veneno revolucionario, ella restaurará en el mundo entero la civilización que ella comprendió, adoptó y propago antes que el resto de las naciones. Si ella sucumbe, el mundo deberá temer todas sus consecuencias.

El protestantismo nos vino de Alemania y sobre todo de Ginebra. Él fue bien denominado. Era imposible cualificar la Reforma de Lutero con una palabra diferente que la de protesta, porque ella es la protesta contra la civilización cristiana, protesta contra la Iglesia que fundó esa civilización, protesta contra Dios, del cual esa civilización emanaba. El protestantismo de Lutero es el eco sobre la tierra del Non serviam [no serviré] de Lucifer. Él proclama la libertad, la de los rebeldes, la de Satanás: el liberalismo. Él dice a los reyes y a los príncipes: “Emplead vuestro poder para sustentar y para hacer triunfar mi rebelión contra la Iglesia y yo os entrego toda la autoridad religiosa”[3].
Todo lo que la Reforma había recibido del Renacimiento y que ella debía trasmitir a la Revolución, está contenido en esta palabra: protestantismo.
Comunicado de individuo a individuo, el protestantismo luego ganó provincia tras provincia. El historiador protestante alemán Ranke, dice cuál fue su gran medio de seducción: el desorden moral que el Renacimiento había colocado en un lugar de honor. “Muchas personas abrazaron la Reforma, dice él, con la esperanza de que ella les aseguraría una mayor libertad en la conducta privada”. En efecto, existe entre el catolicismo y el protestantismo, tal como lo predicó Lutero, una diferencia radical bajo ese aspecto. El catolicismo promete recompensas futuras para la virtud y amenaza el vicio con castigos eternos, poniendo así el más poderoso freno a las pasiones humanas. La Reforma vino a prometer el paraíso a todos los hombres, incluso al criminal, con el único requisito de un acto de fe interior para la justificación personal, por imputación de los méritos de Cristo. Si, por sólo efecto de esa persuasión, que es fácil de seducir, los hombres reciben la garantía de ir al paraíso, incluso permaneciendo entregado al pecado, e incluso al crimen, muy tonto sería quien renunciase a obtener aquí abajo todo lo que está a su alcance.

La presencia, en un país profundamente católico, de personas que tienen esos principios y se esfuerzan en propagarlos debía causar algún trastorno al Estado; ese trastorno se hizo profundo cuando el protestantismo no se contentó más en predicar a los individuos la fe sin las obras, y se sintió lo suficientemente fuerte para querer apoderarse del reino a fin de arrancarlo de sus tradiciones y de modelarlo a su modo.
A partir de Clovis, el catolicismo no había dejado un solo día de ser la religión del Estado. De las tradiciones carolingias y merovingias fue la única conservada completamente intacta hasta la Revolución. Durante medio siglo los protestantes intentaron separar de su madre, a la hija primogénita de la Iglesia; usaron alternadamente la astucia y la fuerza para apoderarse del gobierno, para colocar al mi católico pueblo francés bajo el yugo de los reformadores, como acababan de hacer en Alemania, en Inglaterra, en Escandinavia. Estuvieron a punto de conseguirlo.
Después de la muerte de Francisco de Guise, los hugonotes eran señores de todo los Pirineos. No dudaron, pues, para apoderarse de lo restante, en recurrir a los alemanes y los ingleses, sus correligionarios. A los ingleses, ellos entregaron el Havre; a los alemanes prometieron la administración de los obispados de Metz, Toul y Verdun[4]. Finalmente, con la Rochelle, ellos mismos crearon materialmente un Estado dentro del Estado. Su intención era substituir la monarquía cristiana por un gobierno y un género de vida “modelado según los de Ginebra”, es decir, la república[5]. “Los hugonotes, dice Tavannes, están en camino de fundar una democracia”. El plan para fue trazado en Béarn, y los Estado del Languedoc reclamaban su ejecución en 1573. El jurista protestante François Hatman, ejerció sobre los espíritus, en el sentido democrático, una gran influencia con su libro Franco-Galia, 1573. Él colocó al servicio de las teorías republicanas una historia a su manera, para conducir, con gran refuerzo de textos y de afirmaciones, a los franceses a su “constitución primitiva”. “La soberanía y principal administración del reino, decía él, pertenece a la general y solemne asamblea de los tres Estados”. El rey reina, pero no gobierna. El Estado, la república lo es todo, el rey casi nada. Él lanzó a sus lectores en plena soberanía del pueblo.
La Franco-Galia tuvo una repercusión enorme. Los panfletarios hugonotes lo saquearon uno mejor que el otro. El sistema expuesto en ese libro es la democracia tal como se comprende hoy en día. Esa forma de gobierno, dando a los agitadores fácil acceso a los primeros cargos del Estado, les proporcionaba el poder para propagar sus doctrinas; al mismo tiempo, da la mejor respuesta a las ideas de independencia que estaban en el fondo de la Reforma, al derecho que el Renacimiento quizo conferir al hombre para que se dirigiese por él mismo en dirección al ideal de felicidad que ella le presentó.
Francia, por causa de los hugonotes, estaba al borde del abismo.

La situación no era menos crítica para la Iglesia católica. Ella acababa de perder Alemania, Escandinavia, Inglaterra, y Suiza; los Países Bajos se rebelaron contra ella. La apostasía de Francia, si se confirmaba, debía causar en el mundo entero el escándalo más pernicioso y la crisis más profunda; tanto más que España debería seguirla. El objetivo más constante de todo el partido protestante, para el cual Coligny no se cansó de trabajar, era arrastrar a Francia para una liga general con todos los Estados protestantes para aplastar a España, una gran nación católica que permanecía poderosa. Esto habría sido la ruina completa de la civilización cristiana.

Dios no lo permitió y Francia tampoco. Los Valois vacilaron, dudaron, adoptaron variaciones en su política. La Liga nació para tomar en sus manos la defensa de la fe, para mantenerla en la nación y en el gobierno del país. Los católicos, que formaban la casi totalidad de los franceses[6], querían jefes absolutamente inquebrantables en su fe. Escogieron la Casa de Guise. “En cualquier apreciación que se haga sobre las guerras de religión, dice Boselli, es imposible desconocer que la Casa de Guise fue, durante todo ese período, la propia encarnación de la religión del Estado, del culto nacional y tradicional al cual tantos franceses permanecían unidos. Ella personificó la idea de la fidelidad católica. Los Guise probablemente se habrían convertido en reyes de Francia si Enrique III se hubiese hecho protestante, o si Enrique IV no se hubiese hecho católico”.
Dios quiso conservar a Francia su estirpe real, como lo hizo la primera vez por la misión dada a Juana de Arco. El heredero del trono, según la ley sálica, fue Enrique de Navarra, alumno de Coligny, protestante y jefe de los protestantes. Dios cambió su corazón. Francia recobró la paz, y Luis XIII y Luis XIV recolocaron a nuestro país en el camino de la civilización católica. Digamos, sin embargo, que este último cometió esa falta, que por sí trajo graves consecuencias, de desear la declaración de 1682. Ella contenía en su interior la constitución civil del clero, ella comenzó la obra, nefasta entre todas, de secularización que prosigue hoy hasta sus últimas consecuencias.
Luis XV, que se abandonó a los usos del Renacimiento, presenció como la obra de descristianización iniciada por la Reforma fue retomada por Voltaire y por los enciclopedistas precursores de Robespierre, antepasados de aquellos que nos gobiernan actualmente. Taine dice con mucha propiedad: “La Reforma no es sino un movimiento particular dentro de una revolución que comenzó antes de ella. El siglo XIV abrió el camino; y después, cada siglo se ocupó apenas de preparar, en el orden de las ideas, nuevas concepciones, y, en el orden práctico, nuevas instituciones. Desde aquel tiempo, la sociedad no encontró más su guía en la Iglesia, ni la Iglesia su imagen en la sociedad”[7].


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[1] Nota del traductor: entiéndase la Reforma como la reforma protestante.
[2] Nota del traductor: entiéndase Revolución con mayúscula la revolución francesa y sus futuros desenvolvimientos, esto es, el socialismo, el liberalismo, el comunismo, etc., en otras palabras, la herejía gnóstica e igualitaria en sus diversos ámbitos y facetas (Cfr. Plinio Corrêa de Oliveira, Revolución y Contra-Revolución) El PDF del libro Revolución y Contra-Revolución lo puede conseguir pidiéndolo al email: info@lagranapostasia.com
[3] Œuvres de Luther, XII, 1522 y XI, 1867
[4] Véase Ranke.
[5] Hanotaux (Histoire du cardinal Richelieu, t. XII, 2ª parte, justifica así la revocación del edicto de Nantes:
 “Francia no podía ser fuerte mientras contuviera en su seno, en plena paz, un cuerpo organizado, en pie de guerra, con jefes independientes, cuadros militares, plazas de seguridad, presupuesto y justicia separada, siempre armada, pronto para entrar en campaña. ¿Sería preciso reconocer la existencia de un Estado dentro del Estado? ¿Se podía admitir que numerosos y ardorosos franceses tuviesen siempre la amenaza en la boca y la rebelión en el corazón? ¿Se toleraría su perpetuo e insolente recurso al extranjero? Un Estado no puede subsistir si está dividido contra sí mismo. Para asegurar la unidad del reino, para reunir todas las fuerzas nacionales a causa de las luchas externas que se preparaban, era necesario minar el cuerpo de hugonotes en Francia, o conducirlo a la composición”.
[6] Los protestantes eran apenas cuatrocientos mil en 1558. Es el número que da el historiador protestante Ranke. Castelnau, testigo bien informado, va más lejos; afirma que los protestantes estaban para el resto de la nación en la proporción de 1 a 100. Los católicos vieron su país devastado durante cincuenta años por ese puñado de calvinistas.
[7] Études sur les barbares et le moyen âge,  p. 374-375.
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