jueves, 24 de julio de 2014

Para que Él reine - II Parte, Cap. 1 - continuación

Segunda Parte
  
LAS OPOSICIONES HECHAS
A LA REALEZA SOCIAL
DE NUESTRO SEÑOR JESUCRISTO

... continuación del mismo capítulo anterior
TRES CLASES DE NATURALISMO
Para proceder con orden y claridad nos parece útil precisar cuál será nuestro plan en la exposición que a continuación vamos a hacer de las varias formas y de los principales argumentos del naturalismo.
Empezaremos por lo que se puede llamar naturalismo agresivo o claramente ostentado, que niega hasta la existencia de lo sobrenatural por excluirlo abiertamente, tachándolo de locura, de disparate, cuando no de incognoscible. Ateísmo, racionalismo, panteísmo, materialismo, sensualismo, positivismo, agnosticismo, laicismo, son sus agentes habituales.
En segundo lugar, trataremos de esa especie de naturalismo, que no niega, dicho con propiedad, lo sobrenatural, sino que se niega a concederle la preeminencia. Según él, la razón y la fe serían dos hermanas gemelas, capaces de lograr cada una de por sí nuestro desarrollo cabal y total. En suma, la razón y la fe, lo natural y sobrenatural, quedan en el mismo pie de igualdad. Algunos hasta las confunden, sin más, presentando ambos órdenes como si no fueran más que uno sólo.
Finalmente, estudiaremos esa especie de naturalismo, más diluido todavía, pero no menos perverso por lo extendido, el cual, al revés del primero, acepta reconocer la existencia de lo sobrenatural y, al revés del segundo, admite su preeminencia divina, pero, no obstante, lo considera (o lo presenta) como «materia de opción» de la cual se puede legítimamente prescindir.
Naturalistas de la primera categoría
Es evidente que, a primera vista, caben en esta categoría cuantos se niegan a admitir hasta la existencia de Dios. El naturalismo, en este caso, es inherente a la misma posición. Ateos, materialistas, panteístas, no pueden sino ser naturalistas. Al negarse a admitir a Dios, ¿cómo podrían admitir lo sobrenatural? Se puede, por tanto, afirmar que en este caso no hay siquiera problema. Habría que comenzar con una refutación del ateísmo, del materialismo, del panteísmo, lo cual no es nuestro objetivo en este libro.
Más insidioso, y por tanto, más peligroso, en cierto sentido, es el error de aquellos que no dejando de profesar, quizá, la existencia de Dios, pretenden que está «desconectado» del mundo, negándose así a creer en la verosimilitud y hasta en la posibilidad de la Encarnación, y consecuentemente en toda la alianza de lo natural y lo sobrenatural. Creen en un Dios tal vez, pero rehúsan admitir a un Dios hecho hombre.
“Entre los enemigos de la Iglesia —escribe el obispo de Poitiers— quienes le hacen la más perniciosa de las guerras son quienes ataviados con un manto filosófico, componiéndose un semblante benévolo y sólo empleando un lenguaje cortés, ostentan cierto celo por la causa de Dios”[1] (pero por la causa de un Dios defendido y definido por una religión natural…).
EL RACIONALISMO
Este Dios «racional», lejos de aparecérsenos “como un obrero torpe e impreciso que cambia de parecer y remienda su obra, o como un padre débil, a veces iracundo, más frecuentemente enternecido, que se deja llevar por la cólera, se avergüenza de ella y trata de hacerla olvidar por su ternura; un Dios así no es el ideal que resplandece en el fondo de la naturaleza humana y cuya gloriosa y fecunda inmutabilidad nos enseña la ciencia. El Dios verdadero no tiene nade del hombre”[2].
Al referir esas palabras de Jules Simon, monseñor Pie no podía disimular su emoción: “Me detengo, señores —exclamaba—, pues las palabras se me hielan en los labios. O bien cuanto acabo de decir carece de sentido, o bien significa que el Dios que se nos reveló por las Sagradas Escrituras, el Dios irritado por el pecado, calmado por el castigo y conmovido por el arrepentimiento, el Dios aplacado y enternecido por la Redención, es un Dios empequeñecido e imperfecto, pero, sobre todo, que la suprema garantía del amor de Dios, el último esfuerzo de su cariño, el misterio excelso de su misericordia, en una palabra, que la Encarnación de su Hijo es ¡la humillación, la degradación de la divinidad! El Dios de la religión natural es más grande, nos dicen, porque no es un Dios humano, es el Dios verdadero, porque no tiene nada del hombre…”[3].
El verdadero Dios, que no tiene nada de hombre, es el Dios a quien Lucifer hubiera aceptado servir. Pero al Dios hecho hombre fue a quien se negó a admitir y a quien sus secuaces siguen negándose a servir, de generación y generación…
Les parecen buenos cuantos argumentos permiten escamotear, cuando no omitir, a Jesucristo.
Filosofismo, racionalismo, son el alma de todos sus alegatos.
Para el católico, pues, el problema se reduce a lo siguiente: “Suponiendo que Dios se ponga en relación directa con el hombre para enseñarle verdades más altas que las asequibles a su razón natural, para guiarlo con preceptos positivos y ayudas gratuitas hacia un destino superior a su destino natural: ¿puede decirse de veras que sea obrar conforme a la razón y a una sana filosofía el decirle a Dios: ‘Vuestra palabra revelada, vuestra ley positiva no me interesa. Dejaría de ser filósofo si os escuchara, si os obedeciera… Mi razón es un poder que sólo depende de sí mismo y que no puede aceptar de ningún poder superior, ni luces ni mandato alguno…’?”.
”No, tal manera de hablar no es, no puede ser racional. A todas luces, al hablar así, la filosofía hace un axioma de lo que es sólo una pregunta”[4].
“Y diremos a la filosofía, que recusa así todo estudio, todo examen, toda aceptación de la verdad revelada, que su primera culpa es la de ser antifilosófica. Queréis que vuestra filosofía no dependa sino de vuestra razón. ¡Ojalá fuese siempre así!...”[5].
“Por ejemplo, si es filosófico el tener un maestro en este mundo, ¿cómo será antifilosófico el aceptar a un maestro en el cielo? ¿Y cómo puede ser racional el rechazar a este maestro hacia el hondo retiro de su morada celeste, si se digna para instruirnos? Todos los días un hombre de genio, con su palabra, con sus lecciones, alza una inteligencia por encima de su nivel natural, le comunica su impulso, le confiere una aspiración que esa inteligencia dejada a sí misma nunca hubiera podido alcanzar. ¿A quién se le ocurre considerar como un agravio a la razón independiente del discípulo, ese provecho que obtiene de las luces y de la experiencia del maestro? ¿No se ha considerado siempre, al contrario, como justo motivo de gloria el haber escuchado las enseñanzas de un Sócrates, de un Platón y de otros filósofos famosos?...
”Ahora bien, ¿cómo puede el maestro divino, que se digna comunicarnos sobrenaturalmente parte de su ciencia divina e inaccesible, agraviar más seriamente la dignidad de nuestras facultades personales, que el maestro humano, cuya enseñanza nos quita, no obstante, el mérito de descubrir por nuestras propias fuerzas verdades que nuestra inteligencia hubiera podido alcanzar por sí misma?
”Y no sólo respecto del maestro que enseña, sino también respecto al dueño que manda, la voz de la razón nos ordena docilidad y sumisión. No hay libro serio de filosofía y moral natural que no enseñe el principio necesario de la obediencia y la subordinación del hombre respecto del hombre, por ejemplo, del hijo hacia el padre, del súbdito hacia el príncipe, del servidor hacia el amo… Luego si a la dignidad de la naturaleza humana no le ofende tal sumisión del hombre a las libres voluntades de otro hombre, ¿cómo puede protestar la razón contra la gloriosa sujeción del hombre a las libres voluntades de Dios, voluntades siempre justas en sí mismas y siempre ventajosas para aquellos a quienes se imponen? En una palabra, si es filosófico el recibir las enseñanzas y el obedecer las órdenes de un hombre, ¿cómo demostrar que no es filosófico el recibir las enseñanzas y obedecer los mandatos de un Dios?...
”Pero se ve que el filósofo racionalista ha puesto, precisamente, su pundonor en permanecer en su ignorancia y error antes que en escuchar a la palabra directa de Dios. He aquí que el naturalismo reivindica, para la razón, el derecho de quedar abandonada a su debilidad innata, y defiende tenazmente, como un privilegio inalienable de la humanidad[6], la facultad de ignorar y equivocarse”.
Es harta exigencia —dicen ellos— el pedir a la filosofía que todo lo sepa y que sea infalible. La filosofía ha de contentarse modestamente con la dosis de ciencia y de verdad que está a su alcance. “Sí, desde luego, pero a condición de que la filosofía considere que está al alcance del hombre toda la ciencia y toda la sabiduría, que Dios se digne hacerle asequible, de un modo o de otro, y de que no formule tan insensata proposición, como sería ésta: ‘Más valen las tinieblas y el error sin la intervención sobrenatural de Dios, que la luz y la verdad mediante esta intervención’. Porque entonces habría que decirle al filósofo que lleva un nombre mentiroso y que, con echárselas de hombre progresivo, él mismo es quien encierra al espíritu humano dentro de un círculo infranqueable. ¿Qué? ¿No queréis que la razón esté limitada por la fe? y ¡vosotros limitáis la razón por sí misma! La fe, lejos de reducir el dominio y constreñir los límites del orden natural, aleja las fronteras de ese orden, o más bien, al mantener los límites y las fronteras naturales de la razón, confiere a la razón el privilegio de franquearlas y ejercitarse en la segunda esfera donde la introduce. Y le corresponde tanto menos de reconocer que la razón individual del hombre no es la fuente primera e instrumento único de todos sus conocimientos, ni siquiera de los meramente naturales”[7].
“No olvidemos que hay otro axioma familiar a la filosofía; y es que el filósofo no puede y no debe despreciar los hechos[8], puesto que la historia es la antorcha de la filosofía…”. Siendo así, ¿cómo puede ser filosófico el prohibir a la razón del filósofo que se acerque a las grandes cuestiones históricas relativas a todos los puntos culminantes de los asuntos humanos?: “¿Fue dejado el hombre, más aún, fue creado en el estado de pura naturaleza? ¿Habló Dios con los hombres? ¿Vino Dios a la tierra? ¿Fundó Dios en este mundo una sociedad sobrenatural? Cuando el Altísimo habló por boca de enviados, cuando vino en persona, ¿probó con indicios decisivos la divinidad de su palabra, la divinidad de su persona? En la sociedad sobrenatural que fundó en el seno de la humanidad, ¿dejó manifiestas huellas de su continua asistencia? Se comprende la importancia inmensa de tales cuestiones…
”Pues, no. El filósofo, siempre tan ágil, hará una pirueta y os dirá: «Somos filósofos, no somos teólogos». Y la filosofía se empeñará en no plantearse, siquiera como hipótesis, lo que la voz del género humano entero y de todos los siglos le presenta no sólo como una posibilidad, sino como un hecho cierto: quiero decir, la revelación sobrenatural…
”Bien puede el escritor filósofo mofarse con más o menos amenidad de esta sentencia del autor de la «Imitación»: «¿Para qué sirve saber cosas sobre las cuales no seremos examinados el día del juicio?». Pero no creo que sea, tampoco un papel muy glorioso para la filosofía el relacionarnos con todas las cosas menos con aquellas sobre las cuales se decide efectivamente nuestro destino…
”Sin duda, la filosofía y la teología son ciencias distintas; pero una cosa es la distinción, otra cosa la separación, la oposición, la incompatibilidad. La filosofía difiere de la teología lo mismo que la razón difiere de la fe, como la naturaleza difiere de la gracia. Así como la fe no se impone en todos los puntos a la razón y deja cierto ejercicio posible y real a las facultades naturales sin intervención de la gracia, asimismo hay cierto orden de ideas humanas que pueden existir y desarrollarse sin la ayuda directa de la doctrina revelada. Ese principio no tiene nada de extraño y ha de ser aceptado por todo el mundo. Pero el imaginar y el construir un sistema general, un curso completo de filosofía que se mantenga tan exclusivamente en la esfera de la naturaleza y tan rigurosamente fuera de toda relación con el orden sobrenatural, que no sea siquiera un encaminamiento hacia las más altas doctrinas de una religión divina, que no deje siquiera sospechar que Dios pudo conversar con los hombres y que, realmente, el Verbo hecho carne habitó entre nosotros, lleno de gracia y de verdad; esa manera de proceder, cualquiera sea, y cualesquiera que sean las otras calificaciones que merece, no sólo no es cristiano, ni religioso, sino que no es siguiera filosófico, por no acomodarse a la misma razón natural del hombre. Santo Tomás de Aquino lo dijo con maravillosa propiedad[9]: «La fe, es verdad, no es un atributo de la naturaleza humana; pero está en la naturaleza humana que el hombre no se resista a la acción interna de la gracia ni a la predicación exterior de la verdad; por eso, en este sentido, la infidelidad va contra la naturaleza»[10].
“Además, ¿qué quiere decir «el filósofo es independiente en el terreno de la razón y de la naturaleza»?... Esta discriminación es sencillamente imposible; pues el hombre creyente no puede existir sin el hombre razonable y el orden sobrenatural deja de ser un hecho si se le quita la naturaleza a la cual se añade. La fe no es un ser que subsiste por sí mismo; es un accidente divino que se produce en un ser que es capaz de recibirlo; luego, si empezáis adjudicando a la filosofía el monopolio de la razón humana, ya no ofrecéis al elemento revelado más que una materia ciega a la cual no puede asirse y con la cual no puede asimilarse ni combinarse. Es en el hombre entero y, por tanto, ante todo, en la razón, que es la primera y la más indispensable de las facultades constitutivas del hombre, donde la fe quiere y debe echar raíces. La religión sobrenatural no será sino un puente en el aire y perdido en las nubes, si uno de sus pilares no está reciamente asentado en nuestra naturaleza razonable; es un buque botado desde el cielo que va bogando por el espacio y que no puede en absoluto atracar en nuestras riberas, por no quedarle ninguna oportunidad para echar el ancla en la tierra firme de la humanidad. ¿No se diría que los filósofos de estos últimos tiempos, aprovechando sus concomitancias con los políticos, han inventado la forma de hacer el vacío alrededor de Jesucristo? No se le atacará, no se le discutirá su derecho de mandar; pero todas las fuerzas vivas de la naturaleza humana serán mantenidas tan al margen y fuera de Él, que será en la tierra un rey sin ministros o más bien, sin súbditos”[11].
*          *          *

Continuará…

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[1] Oeuvres, t. III, p. 218.
[2] La religion naturelle, por Jules Simon, p. 418.
[3] Oeuvres, t. III, p. 220.
[4] Ibíd., t. III, pp. 153-154.
[5] Ibíd., t. III, p. 151.
[6] Para saber hasta qué punto llega el cinismo de tal negativa, se puede leer el texto de Jaurés: “Lo que hay que salvaguardar ante todo, lo que es el bien inestimable conquistado por el hombre a través de todos los prejuicios, todos los sufrimientos y todos los combates; es esta idea de que no hay verdad sagrada, es decir, prohibida a la plena investigación del hombre, que lo que hay de más grande en el mundo es la libertad soberana del espíritu…, que toda la verdad que no viene de nosotros es una mentira, que, hasta en las adhesiones que nosotros damos, nuestro sentido crítico debe quedar siempre alerta, y que una revuelta secreta debe mezclarse a todas nuestras afirmaciones y a todos nuestros pensamientos, que si el ideal mismo de Dios se hiciese visible, si Dios mismo se erigiere ante las multitudes bajo una forma palpable, el primer deber del hombre sería rehusar la obediencia y considerarle como un igual con quien se discute, no como el maestro a quien uno se somete…” (Citado por Roussel en Libéralisme et catholicisme, p. 30). Palabras impías, sin duda; pero en el fondo ¡qué estupidez! ¿Es realmente esto lo que nuestros profetas modernos consideran como el auténtico «espíritu filosófico»?
[7] Cardenal Pie, Oeuvres, t. III, p. 156.
[8] No deja de tener interés aquí, recordar, al contrario, la frase de Rousseau: “Apartemos todos los hechos, porque no conciernen al problema”. Bello ejemplo, en verdad, de un método verdaderamente razonable, ya que no racional.
[9] Sum. Teol., IIa. IIae., q. 10 art. I, ad. 1.
[10] Cardinal Pie, Oeuvres, t. III, pp. 157-161.
[11] Ibíd., t. III, pp. 166-167.

martes, 22 de julio de 2014

El Pont Neuf de París: Seriedad grave, firme y fuerte de la Edad Media

Estas fotos retratan el Pont Neuf, el famoso puente construido entre 1578 a 1606, en la capital francesa.

Examinen el material con que fue construido: granito – un buen material, pero que no es caro. Por lo tanto, es un puente común, que cruza el río Sena. Sin embargo, ¿no produce la impresión de que se podría tratar de un acceso a un castillo fastuoso? ¿Por qué? Debido a sus elegantes líneas.
Dado su carácter artístico, el Pont Neuf posee una grandeza que lo hace venerable.
El puente se apoya en dos conjuntos de columnas y un arco. Esos arcos simplemente se repiten unos a otros, con seriedad y distinción admirables.
Pero son columnas gruesas y graves. Y, para ayudan la sustentación del puente, se observa una especie de brazos, colocados entre una columna y otra.
Cada arco es digno, grave, pesado y muy profundo, porque el puente es muy grande. La persona que lo atraviesa en un barco, tiene la impresión de atravesar la gruesa muralla de un castillo mítico.
Se asemeja a un puente de un castillo.
No se encuentra ninguna piedra preciosa. Su construcción no significó mucho dinero. Sin embargo, el arte, está allí presente. ¿Pero el arte en qué sentido? ¿Es que tiene alma? ¿Cuál es el significado de su alma?
Se observa que en el puente sobresalen vestigios de la seriedad grave, firme y fuerte de la Edad Media, aun cuando sea un poco posterior a aquella época histórica.

*   *   *

¿Por qué firmeza y fuerza? Simplemente porque el puente como que enfrenta una gran cantidad de obstáculos.
Por otro lado, el puente carga un peso muy grande, que es su tablero, además de todo cuanto transita sobre él. El puente soportará todo con seriedad y como que indiferencia. Seriedad indiferente a los obstáculos y enfrentando las dificultades, desafiándolas, imponiéndose sobre ellas: esta es la característica sobresaliente del alma católica dotada de la virtud de la fortaleza.
La regularidad del puente también evoca la virtud de la templanza. La templanza es regular en todo. Así, esas dos virtudes cardinales se expresan magníficamente en el Pont Neuf. Hay, pues, una belleza moral subyacente en esa edificación. Es un símbolo material magnífico de valores espirituales. ¿Qué es lo que simboliza principalmente? Simboliza el alma humana y lo sobrenatural.

*   *   *

Visto a una distancia mayor, se tiene la impresión de que lo fuerte y pesado del puente se diluye un tanto. Se torna más gracioso, pero no pierde aquella garra y fuerza propias a los seres que deben ser fuertes. La mezcla de la gracia con la garra es uno de los trazos del talento francés. Constituye uno de los factores del famoso charme [encanto]. ¿En qué consiste ese charme? Es la sonrisa del alma católica.

*   *   *

[Extractos de una conferencia dada por el Prof. Plinio Corrêa de Oliveira, el 13 de enero de 1989. Sin revisión del autor]

lunes, 21 de julio de 2014

El estado de mentalidad que generó la Revolución

Plinio Corrêa de Oliveira

El proceso que llevó al hombre medieval rechazar la sacralidad y la respetabilidad y adoptar de los principios de la Revolución se basa en un tipo de egoísmo que odia aquellos valores. Es un estado determinado de espíritu que está en la base de la aceptación de la Revolución, así como de casi todas las herejías.
Hay niños que, por así decirlo, nacen egoístas. Quieren todo para ellos y consideran que todo lo que tienen las demás personas les fue robado. Se entristecen cuando algo bueno les sucede a los demás. Tienen una tendencia a hablar mal de los demás, e incluso a calumniarlos. Ellos se inclinan a rebelarse contra la autoridad, ya que les parece que ellos, y nadie más que ellos, deben tener esa autoridad. También tienen la ambición de ser más que los demás. No es raro que vayan tan lejos como para preferir dejar de vivir a que tener a alguien superior a ellos.
Este género de personas no ve lo sacral como algo muy respetable. Por el contrario, se rebelan contra lo sacral. Estos son los partidarios naturales de la Revolución.

LA SACRALIDAD EN LAS COSAS Y EN EL HOMBRE

La perla representa una nota de distinción
Lo sacral es el conjunto de los significados metafísicos y religiosos expresados en todo lo que es parte del universo creado que refleja la semejanza de Dios.
Cuando admiramos una perla, por ejemplo, y nos preguntamos lo que representa, concluimos que la perla es sinónimo de distinción. No obstante, la perla no tiene la pureza y la magnificencia del diamante o la brillante gloria de las piedras preciosas. Por lo tanto, se podría decir que simboliza algo menor. Por otra parte, no representa sólo la simple belleza de una concha, la madre de la perla, sino que tiene el mismo tipo de belleza que es mucho más. Podemos decir que la perla trasciende y concentra en sí la belleza de innumerables conchas y ofrece esto para la admiración del hombre como un símbolo de distinción.
La emperatriz Alexandra usando la famosa tiara de gotas
de perlas de los Romanov
Análogamente, todo en la creación —en el mundo mineral, vegetal, animal, humano o angelical— tiene un significado y refleja algo que es más elevado que su composición física, algo que es metafísico, es decir, que va más allá de lo físico.
Estos diferentes significados simbólicos, filosóficos y religiosos permean la realidad visible como una especie de calor o perfume que se puede experimentar por los sentidos del alma y puede ser explicado por la inteligencia humana. Ellos nos invitan a hacer un acto de admiración por la cosa en sí misma, un acto de reconocimiento al Creador que la hizo, y por último, un acto de gratitud y reverencia.
Debemos considerar seriamente todo desde esta perspectiva sacral y adaptar adecuadamente nuestras vidas a ello. Esto requiere una posición normal de discernir los valores que están contenidos en las cosas creadas y admirar sus significados. Debemos acostumbrarnos a que las agruparlos para clasificarlos en un cierto orden, y por lo tanto, componer todo un panorama interno que cada uno de nosotros está llamado a tener de Dios y de la creación.
Esto es lo que llamamos sacral: lo sacral en las cosas creadas, y lo sacral en la actitud del hombre.
Sin duda, mirar el mundo de esta manera requiere esfuerzo, sufrimiento y dedicación.

UNA MENTALIDAD REBELDE HIZO QUE NACIERA LA REVOLUCIÓN

La clase de niños malos que hemos descrito, sin embargo, considera la vida bajo un enfoque diferente. Con respecto al afecto de sus padres, ellos dicen: “Ustedes son una molestia en mi vida. Vuestra ternura hacia mí pide una retribución que no quiero dar. Incluso si ustedes me dieran muchas cosas sin pedir nada a cambio, yo todavía no gustaría de ustedes. Sin embargo, vuestra forma de ternura pide una retribución de mi parte, incluso si ésta no es vuestra intención. Esto me molesta y me desagrada”[1].
Años más tarde, este mismo niño, ahora un joven, añadirá: “Vuestra respetabilidad es un obstáculo para que trepe a los rangos más altos y me impide disfrutar de la vida. Prefiero ser informal, relajado, totalmente espontáneo y casual. Esto me permitirá subir a mejores situaciones, disfrutar de la vida, y divertirme de todo junto con todos los demás. Por lo tanto, yo os rechazo – vuestra sacralidad, respetabilidad y religión”.
Wyklif, precursor del protestantismo, odiaba
el esplendor y la pompa de la Iglesia Católica
En la Edad Media, hubo momentos en que esta mentalidad se expandió y aparecieron herejías. Las bases que se adhirieron a tales herejías se componían de personas que tenían esta tendencia. Ellos odiaban la sacralidad y la respetabilidad, así como también odiaban a nuestro Señor Jesucristo y su Iglesia. Nuestro Señor suscitó este tipo de odio, como lo hizo la Iglesia. Es así que, con esto podemos entender el odio de los judíos y de los emperadores romanos en contra de ambos. Las herejías también se alimentaron de esta rebelión y odio.
Esas personas sublevadas querían destruir esta atmósfera sacral. Ellos también quisieron acabar con aquellos que la aman. Dado que Christianus alter Christus [un cristiano es otro Cristo], quisieron destruir todos los católico y la cristiandad, la cual representaba la victoria de la mentalidad sacral que Cristo vino a implantar sobre la tierra.
Este proceso de maldad humana se incrementó por el apoyo activo del diablo. Ello explica cómo, en el ápice de bien que la cristiandad había alcanzado en la Edad Media, muchas herejías aparecieron – principalmente la Revolución, que es una enorme herejía que trabajó muy metódicamente y logró arrastrar a la gran mayoría de la cristiandad.

LA MENTALIDAD LIBERAL – UN CÓMPLICE IMPRESCINDIBLE DE LA REVOLUCIÓN

Cuando un hombre pierde la noción de la gran maldad de la Revolución y sus obras, entonces todo lo malo se vuelve posible. El liberal tiene una especie de optimismo tonto que dicta que debe tener en cuenta el lado bueno incluso de los peores revolucionarios. Para él, todo el mundo debería ser considerado como bueno, excepto un grupo, nosotros, los contrarrevolucionarios. En la medida en que un hombre piensa que todo hombre malo es bueno, él juzga que todo hombre bueno es malo. Si se da la oportunidad, él nos destruiría.
Esto explica por qué las herejías en la Edad Media fueron aceptadas por muchos hombres “moderados”. Incluso hoy en día, el liberalismo y la tolerancia mal interpretada constituyen la base de los peores aspectos del mal que se difunden en la opinión pública.

LAS HEREJÍAS Y EL MISERABILISMO

Yo creo que las herejías medievales se opusieron a la pompa y la ceremonia externa de la Iglesia Católica – a esto lo llamamos miserabilismo –  porque es característico de la herejía ser contraria a la gloria de Dios.
Este particular tipo de niños que he descrito, que se rebelaron contra el orden de la creación y se volcaron hacia su propia ambición y placeres termina por ser miserabilista. ¿Cómo sucede esto?
En 1674, Luis XIV recibiendo al príncipe de Condé, desde su exilio en la
escalera de los embajadores en Versalles - pintura de Jean-Leon Gerome
Les daré un ejemplo histórico. La Revolución comenzó ofreciendo a los hombres una vida de placer, llena de lujo y la pompa se volvió hacia su propia glorificación. Esto produjo el Renacimiento, que a su vez produjo el Antiguo Régimen en Francia. Luis XIV representó el ápice de este proceso de disfrutar de una vida de placer. En general Europa siguió en la misma línea.
Al final del largo reinado de Luis XIV, la sociedad estaba harta de la grandeza y la belleza. Desde esta periodo en adelante, todo comenzó a ser más pequeño y menos grandioso, simplemente agradable y encantador. Era la época de Luis XV. Él representó el abandono de la magnificencia y el inicio del proceso de deslizarse por la rampa del miserabilismo.
En Versalles, Luis XIV construyó la famosa escalier des Ambassadeurs [la escalera de los embajadores]. Era una magnífica escalera que los embajadores de los otros países tenían que subir para entrar en salas de recepción del rey y presentar sus credenciales. La construyó con el mayor esplendor posible, a fin de producir una fuerte impresión en ellos, una impresión que ellos transmitirían a sus respectivos soberanos. Era una cosa fenomenal de acuerdo con las descripciones de la época. [En 1989 fue restaurada, pero de una manera mucho más pobre. Los dos balcones para que los nobles observaran el movimiento en la escalera —véase la reproducción por Gerome— fueron sustituidos por pinturas en estilo art deco].
La Marble House (arriba y abajo) en Rhode Island, refleja la
pompa y esplendor de familias aristocráticas norteamericanas
Luis XV demolió la  Escalera de Embajadores y reformó una parte de Versalles para construir encantadoras habitaciones pequeñas de acuerdo a su gusto. Ellos eran una delicia en su delicadeza, pero la grandeza se había ido para siempre. Luis XVI continuó a lo largo de estas mismas líneas. La hipertrofia de la vida de placer llegó a su ápice y, a continuación, comenzó a decaer.
Por contraste, ello generó la Revolución Francesa, que destruyó casi por completo esa vida. Así, los placeres del Renacimiento producirían su contrario, es decir, el odio de la Revolución Francesa por la pompa y la ceremonia. De esta manera el miserabilismo se instaló en la sociedad, esperando el momento en que el Concilio Vaticano II sería instalarlo en la Iglesia Católica.

Yo creo que algo así ocurrió en la historia de los Estados Unidos también. Cuando uno analiza esos palacios en Rhode Island, vemos que ellos pertenecían a una clase social muy rica que quería vivir en la pompa y el esplendor. He oído que muchas de esas casas se transformaron en museos, otras fueron vendidas, y otras habrían sido destruidas si la ciudad no hubiera intervenido para evitarlo. Posiblemente los descendientes de las
familias todavía tienen fincas o apartamentos muy ricos y cómodos, pero la pompa de antaño se ha ido. La pompa y el esplendor cayeron, y miserabilismo entró en escena.



[1] Es la típica mentalidad del hijo mal agradecido.

domingo, 20 de julio de 2014

Los católicos franceses en el siglo XIX - 10

UN ENIGMA
Votada por las Cámaras la supresión de la Compañía de Jesús en Francia, Guizot, quien entonces encabezaba el gobierno, no tuvo el coraje de aplicar inmediatamente la ley, temiendo la resistencia. Realmente, todos los ultramontanos insistían con los jesuitas para que no se dispersasen y procurasen por todos los medios evitar la ejecución de la ley.
Pero si ese era el deseo de los ultramontanos, no obstante el gobierno consiguió su objetivo, que era dividir las fuerzas católicas. Lacordaire continuó viviendo como si nada hubiera ocurrido, incapaz de defender o atacar a los jesuitas, el conde de Coux, valiéndose del cargo de redactor jefe de L’Univers, obstaculizaba los movimientos de Louis Veuillot, uno de los más entusiastas partidarios de la resistencia; y el arzobispo de París usaba de su autoridad para obligar a los jesuitas a disolverse. Por otro lado, el nuncio apostólico, Mons. Parisis, el obispo de Arras y el padre general apoyaban en Roma a la Compañía de Jesús en Francia y por todos los medios la prestigiaban.
Viendo a las fuerzas católicas divididas, Guizot concibió el proyecto de obtener del propio soberano pontífice la disolución, y envió a Roma al Sr. Rossi como negociador. Su misión fue uno de los episodios más intrincados de la historia de la Iglesia en Francia durante el siglo XIX. Eminente diplomático, Rossi uso de todos sus recursos para obtener éxito: amenazó, suplicó, negoció, pidió auxilio al gobierno francés, no midió promesas ni ahorró amenazas.
El arzobispo de París escribió al soberano pontífice pidiendo la disolución. Luis Felipe, que según la costumbre secular de los reyes de Francia se dirigía a los cardenales llamándolos primos, intentó utilizar de su influencia en el sacro colegio para llevarlo a apoyar la política de su gobierno. Al mismo tiempo, procuró intimidar al nuncio apostólico con la expectativa de una persecución religiosa que nadie sería capaz de detener. El gobierno hizo valer todos los medios de que podía disponer para facilitar la misión del Sr. Rossi.
Lo que ocurrió realmente en Roma es un misterio. El papa Gregorio XVI sometió el asunto a la Congregación de los Negocios Eclesiásticos Extraordinarios, y ésta rechazó unánimemente el pedido de Francia. Rossi entonces retiró la carta que entregó a la Santa Sede y volvió a la carga junto al cardenal Lambruschini, Secretario de Estado, diciendo que el gobierno no era enemigo de los jesuitas ni les deseaba mal, pero que se encontraba en muy embarazoso delante de la ley que había sido votada, y se contentaría con poca cosa: sería suficiente que el gabinete pudiese decir, en la reapertura de las Cámaras, que se había hecho algo; bastaría que algunas de las casas de la Compañía, más conocidas, quedasen menos en evidencia, y que algunos padres fuesen transferidos para lugares de menor relevancia.
Parece que esas razones llevaron al cardenal Lambruschini a reconsiderar el asunto, y la decisión fue dejada al general de los jesuitas. Éste, que aconsejaba la resistencia, mudó repentinamente de actitud y cerró la Compañía en Francia. No se sabe con certeza lo que ocurrió. Lo más probable es que el Secretario de Estado había ejercido presión sobre el padre general para que tomase esa decisión. El hecho es que Rossi se vanaglorió del éxito completo de su misión, y el Moniteur, periódico oficioso del gobierno francés, publicó la siguiente nota: “El gobierno del rey recibió noticias de Roma. La negociación que había sido encargada al Sr. Rossi consiguió su fin. La congregación de los jesuitas dejó de existir en Francia y se dispersará por sí misma; sus casas serán cerradas y sus noviciados disueltos”.

La derrota de los ultramontanos fue completa. Veuillot, Montalembert, y Mons. Parisis estaban desolados, y el general de la compañía los exhortaba por cartas y emisarios a conformarse con la decisión, intentando explicarles que esa era la mejor solución. Mons. Parisis y Veuillot no tocaron más el asunto, pero Montalembert era incapaz de guardar silencio cuando perdía la partida. En una carta al padre de Ravignan, ya se anunciaba como uno de los corifeos del liberalismo católico, al cual dentro de poco se iría a entregar completamente.
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