Plinio Corrêa de Oliveira
Legionário, N° 790, 28 de septiembre de 1947
Cuán falsa es la iconografía sentimental |
Santa Teresita del Niño Jesús es, a
bien decir, de nuestros días: de aquí a pocos días celebraremos el
cincuentenario de su muerte, y muchas de las personas que aún tenemos la
ventura de poseer entre nosotros son absolutamente contemporáneas de la joven carmelita
que expiró a los 24 años. Felizmente, la fotografía ya se habían inventado en
los días de ella, por la que conservamos el retrato autentico de la gran santa:
singularmente bella, de trazos regulares, mirada luminosa y profunda, porte
firme y semblante resuelto, su fisonomía refleja cualidades que parecen
opuestas entre sí ―al menos, según la mentalidad liberal―, como la bondad y la
firmeza, la distinción y la simplicidad, el perfecto y absoluto dominio de sí y
la más atrayente naturalidad. Si no tuviésemos fotografías de la santa rosa del
Carmelo, ¿qué idea tendríamos de ella? La que nos presentan muchas de sus
imágenes: dulce de una dulzura sentimental y casi romántica, buena de una
bondad puramente humana y sin el menor soplo de sobrenatural, en fin, una joven
de buenas inclinaciones si bien que exageradamente sensible… nunca una Santa,
una auténtica y genuina Santa, brillante como un lucero en el firmamento de la
Iglesia del Dios verdadero. Si no toda la iconografía, por lo menos cierta
iconografía, sin alterar los trazos de la santa, le alteró sin embargo la
fisionomía. Lo mismo ocurre con su biografía. Cierta literatura
sentimental-religiosa, sin alterar propiamente los datos biográficos de Santa
Teresita, encontró medios de interpretar tan unilateral y superficialmente
ciertos episodios de su vida, que llegó a desfigurar de algún modo su
significado. Las deformaciones iconográficas y biográficas se hicieron todas en
una misma dirección: ocultar el sentido profundo, admirable, heroico e inmortal
de la inmortal santita.
En el 50° aniversario de su muerte,
alguien que mucho y mucho le debe, procurará saldar con respetuoso amor parte
de esta deuda, haciendo como que un comentario doctrinario de su vida.
*
* *
La verdadera Santa Teresita |
El pecado original cometido por Adán
y los pecados posteriormente practicados por la humanidad, constituyen ofensas
a Dios. Para reparar esas ofensas y aplacar la ira divina era preciso que la
humanidad expiase. Esta expiación era como que el pago de un precio que
compensase la falta cometida. Hay en esto, de cierto modo, una restitución. Por
el pecado, el hombre como que se apropió indebidamente de placeres, ventajas,
deleites a los que no tenía derecho. Para reparar la justicia, era preciso que
él abandonase, inmolase, sacrificase todo esto. El sacrificio reparador toma,
así, el aspecto de un precio de rescate por el cual se repara la falta
cometida. Para reparar estos pecados, la Santa Iglesia dispone de un tesoro.
Veamos de qué naturaleza es ese tesoro.
Evidentemente, no se trata de un
tesoro de riquezas materiales. Es un tesoro moral y espiritual, como exige la
naturaleza moral de las faltas que se trata de reparar. Este tesoro se compone,
antes de todo, y esencialmente, de los méritos infinitamente preciosos de
nuestro Señor Jesucristo, que en el momento de la Santa Muerte del Salvador
fueron aceptados por Dios y produjeron la Redención de la humanidad. Los
sufrimientos, las virtudes, las expiaciones de los hombres pecadores serían
totalmente incapaces de aplacar la cólera divina. El Santo Sacrificio del
Hombre-Dios bastaría plenamente para aquello. Más aún; una simple gota de su
preciosa sangre bastaría para redimir a la humanidad entera.
Sin embargo, por designios
insondables de la Providencia divina, de hecho la Redención no se operó en el
momento en que se vertió para nosotros la primera gota de sangre del Redentor,
sino sólo cuando él expiró por nosotros en la cruz, después de un diluvio de
tormentos. Por una disposición igualmente misteriosa de Dios, Él no se contenta
con el sacrificio superabundantemente suficiente del Redentor. La humanidad
está redimida, y en sí misma la obra de la Redención está concluida. Pero para
salvar a los pecadores, para expiar sus pecados actuales, para que las almas
viadoras aprovechen el Sacrificio del Hombre-Dios, es necesario que también
nosotros alcancemos méritos.
El tesoro de la Iglesia se compone,
pues, de dos partes. Una, infinitamente preciosa, superabundantemente
suficiente, superabundantemente eficaz: es la de los méritos de nuestro Señor
Jesucristo. Otra, pequeñísima, de muy poco valor, insignificante: es la de los
méritos de los hombres adquiridos a lo largo de la vida multisecular de la
Iglesia. La parte pequeña sólo vale en unión con la parte infinita. Pero
―misterio de Dios― en sí misma perfectamente dispensable, esta parte es
indispensable porque Dios lo quiso: “Quien te creó sin ti, no te salvará sin
ti”, dice San Agustín. Dios nos creó sin nuestra cooperación, pero para
salvarnos, Él quiere nuestra cooperación. Cooperación de apostolado, sí, pero
también cooperación en la oración y el sacrificio. Sin los méritos de los
hombres, el tesoro de la Iglesia no estará completo, y la humanidad no
aprovechará enteramente los frutos de la salvación.
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Visto el asunto desde otro ángulo,
debemos recordar el papel de la gracia para la salvación. Ningún hombre es
capaz del menor acto de virtud cristiana, sin que sea llamado a esto por la
gracia de Dios, y por la gracia de Dios ayudado. En otros términos, la primera
idea, el primer impulso, toda la realización del acto de virtud sobrenatural,
se hace con el auxilio de la gracia. Y esto de tal manera que nadie podría
practicar el menor acto de virtud cristiana ―ni siquiera pronunciar con piedad
los santísimos nombres de Jesús y María― sin el auxilio sobrenatural de la
gracia. Todo esto es de fe, y quien lo negase sería hereje. Nuestra voluntad
coopera con la gracia, y sin el concurso de nuestra voluntad no hay virtud
posible. Pero por sí sola, sin la gracia, ella es absolutamente incapaz de
practicar la virtud sobrenatural.
Ahora bien, como si la virtud nadie
agrada a Dios ni se salva, siendo la gracia necesaria para la virtud, es fácil
percibir que ella es necesaria para la salvación.
Todos los hombres reciben gracias
suficientes para salvarse. También esto es de fe. Pero, de hecho, por la maldad
humana que es inmensa, muy pocos serían los hombres que se salvarían sólo con
la gracia suficiente. Es preciso que la gracia sea abundante para vencer la
maldad del libre albedrío humano. La abundancia de esa gracia, ¿cómo obtenerla
de Dios, justamente airado por los pecados de los hombres? Evidentemente con el
tesoro de la Iglesia.
Pero, como vimos, ese tesoro se
compone de dos partes, una de las cuales es perfecta e inmutable ―la de Dios― y
otra mutable e imperfecta, la de los hombres. Cuanto más la parte humana del
tesoro de la Iglesia fuere deficiente, tanto menos abundantes serán las
gracias. Cuanto menos abundantes fueren las gracias, tanto menos numerosas
serán las almas que se salvan. De donde se sigue que un elemento capital para
que las almas se salven es que esté siempre lleno de méritos producidos por los
hombres el tesoro de la Iglesia. Los grandes pecadores son hijos enfermos para
cuya cura se prodigaron los tesoros de la Iglesia. Los grandes santos son los
hijos sanos y trabajadores, que reponen en todo momento, en el tesoro de la
Iglesia, riquezas nuevas que sustituyan las que se emplean con los pecadores.
Todo esto nos permite establecer una
correlación: para grandes pecadores, grandes gastos en el tesoro de la Iglesia.
O estos grandes gastos son suministrados por nuevos actos de generosidad de
Dios y de las almas santas, o las gracias se van tornando menos abundantes, y
el número de pecadores aumenta.
De ahí se deduce que nada es más
necesario, para la expansión de la Iglesia, que el enriquecer siempre y
siempre, su tesoro sobrenatural, con nuevos méritos.
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Evidentemente, se pueden adquirir
méritos practicando la virtud por todas partes. Pero hay, en el jardín de la
Iglesia, almas que Dios destina especialmente a este fin. Son las que Él llama
a la vida contemplativa, en conventos recluidos, donde ciertas almas escogidas
se dedican especialmente en amar a Dios y expiar por los hombres. Estas almas
corajosamente piden a Dios que les mande todas las probaciones que quisiere,
desde que con eso se salven numerosos pecadores. Dios las flagela sin cesar, de
un modo o de otros, cogiendo de ellas la flor de la piedad y del sufrimiento,
para con estos méritos salvar nuevas almas. Consagrarse a la vocación de
víctima expiatoria por los pecadores: nada hay de más admirable. Esto es tanto
más cuanto muchos hay que trabajan, muchos que rezan; ¿pero quien tiene el
valor de expiar?
Este es el sentido más profundo de
la vocación de las trapistas, franciscanas, dominicas y carmelitas entre las
cuales floreció la suave y heroica Teresita.
Su
método fue especial. Practicando la conformidad plena con la voluntad de Dios,
ella no pidió sufrimientos, ni los rechazó. Que Dios hiciere de ella lo que
quisiese. Jamás pidió a Dios o a sus superioras que apartasen de ella ningún
dolor. Jamás pidió
a Dios o a sus superioras ninguna mortificación. Sumisión plena era su camino. Y, en materia de vida espiritual, plena
sumisión equivale a plena santificación.
Su método se caracteriza aún por otra nota importante. Santa Teresita no practicó grandes
mortificaciones físicas. Ella se limitó apenas simplemente a las
prescripciones de su regla. Pero se
esmeró en otro tipo de mortificación: hacer en todo momento, en todo instante,
mil pequeños sacrificios. Jamás la voluntad propia. Jamás lo que es cómodo,
deleitable. Siempre lo contrario de lo que pedían los sentidos. Y cada uno
de estos pequeños sacrificios era una pequeña moneda en el tesoro de la
Iglesia. Moneda pequeña, sí, pero de oro puro: el valor de cada pequeño acto consistía en el amor de Dios con que era
hecho.
¡Y qué amor meritorio! Santa
Teresita no tenía visiones, ni siquiera los movimientos sensibles y naturales
que hacen a veces tan amena la piedad. Aridez interior absoluta, amor árido,
pero admirablemente ardiente, de la voluntad dirigida por la fe, adhiriendo
firme y heroicamente a Dios, en la atonía involuntaria e irremediable de la
sensibilidad. Amor árido y eficaz,
sinónimo, en la vida de piedad, de amor perfecto…
Gran
camino, camino simple.
¿No es simple hacer pequeños sacrificios? ¿No es más simple no tener visiones,
de que tenerlas? ¿No es más simple aceptar los sacrificios en lugar de
pedirlos?
Camino simple, camino para todos. La misión de Santa Teresita fue mostrarnos
una vía en que todos pudiésemos seguir. Ojalá ella nos auxilie a recorrer ese
camino real, que llevará a los altares no apenas una u otra alma, sino legiones
enteras.
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