domingo, 8 de abril de 2012

Pascua de Resurrección

El calendario litúrgico señala el día de hoy la Resurrección de nuestro Señor Jesucristo después de estar tres días encerrado en la tumba en que lo había sepultado la piedad de sus fieles. Así como dedicamos en nuestro último número varias consideraciones acerca de la Pasión y Muerte del Redentor, queremos hacer en el día de hoy algunas reflexiones sobre algunas enseñanzas que la gloriosa Resurrección del nuestro Señor nos da. Y estamos en lo correcto. La Resurrección representa el triunfo eterno y definitivo de nuestro Señor Jesucristo, la completa derrota de sus adversarios y el argumento máximo de nuestra fe. Dice San Pablo que, si Cristo no hubiese resucitado, vana sería nuestra fe. Es en el hecho sobrenatural de la Resurrección que se fundamenta todo el edificio de nuestras creencias. Meditemos, pues, sobre tan alto asunto.

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Cristo, Señor nuestro, no fue resucitado: resucitó. Lázaro fue resucitado. Él estaba muerto. No fue otro que nuestro Señor quien lo trajo de la muerte a la vida. En cuanto al divino Redentor, nadie lo resucitó. Fue Él mismo quien se resucitó. No tuvo necesidad de que nadie lo trajera a la vida. Él la recuperó cuando Él lo quiso.

Todo cuanto se refiere a nuestro Señor tiene su aplicación analógica con la Iglesia Católica. Vemos frecuentemente, en la historia de la Iglesia, que cuando ella parecía irremediablemente perdida, y todos los síntomas de una próxima catástrofe parecían socavar su cuerpo, sobrevivió siempre a los hechos que la han sostenido viva contra toda expectativa de sus adversarios. Hecho curioso, a veces, no son los amigos de la Santa Iglesia los que vienen en su rescate: son sus propios enemigos. En una época delicadísima para el catolicismo, como fue la de Napoleón, ¿no ocurrió el episodio mil y mil veces curioso de haberse reunido un cónclave para la elección de Pío VII, bajo la protección de las tropas rusas, todas ellas cismáticas y obedeciendo a un soberano cismático? En Rusia, la práctica de la religión católica era obstaculizada de mil maneras. Las tropas de ese país aseguraron, sin embargo, en Italia, la elección libre de un soberano pontífice, precisamente en el momento en que la vacancia de la Sede de Pedro había causado daños de los que, humanamente hablando, la Iglesia tal vez no se habría podido recuperar nunca más.

Estos son medios maravillosos de los que la Providencia se sirve para demostrar que Ella tiene el gobierno supremo de todas las cosas. Sin embargo, no creamos que la Iglesia debió su salvación a Constantino, a Carlomagno, a Don Juan de Austria, o a las tropas rusas. Aun cuando Ella parece enteramente abandonada, aun cuando el concurso de los medios más indispensables para la victoria en el orden natural parecen faltarle, estemos siempre seguros que la Santa Iglesia no morirá. Como nuestro Señor, Ella se levantará con sus propias fuerzas que son divinas. Y cuanto más inexplicable fuere, humanamente hablando, la aparente resurrección de la Iglesia ―aparente, recalcamos, porque la muerte de la Iglesia nunca será real, al contrario de la de nuestro Señor― tanto más gloriosa será la victoria.

En estos días nublados y tristes en que vivimos, confiemos pues. Pero confiemos, no en esta o aquella potencia, no en este o aquel hombre, no en esta o aquella corriente ideológica, para operar la reintegración de todas las cosas en el Reino de Cristo, sino en la Providencia divina que obligará nuevamente a los mares a abrirse de par en par, moverá montañas y hará estremecer la tierra entera, si eso fuera necesario para el cumplimiento de la promesa divina: “las puertas del infierno no prevalecerán contra ella”.

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Esta certeza tranquila en el poder de la Iglesia, tranquila de una tranquilidad toda hecha de espíritu sobrenatural, y no de cualquier indiferencia o indolencia, podemos aprenderla a los pies de nuestra Señora. Sólo Ella conservó íntegra la fe, cuando todas las circunstancias parecían haber demostrado el fracaso total de su divino Hijo. Descendido de la cruz el cuerpo de Cristo, yaciente a causa de la mano de los verdugos, no sólo la última gota de sangre, sino incluso de agua, verificada la muerte, no sólo por el testimonio de los soldados romanos, como por el de los propios fieles que procedieron a sepultarlo y puesta la piedra inmensa que debía servir de cerradura infranqueable, todo parecía perdido. Pero María santísima creyó y confió. Su fe se conservó tan segura, tan serena, tan normal en esos días de suprema desolación, como en cualquier otra ocasión de su vida. Ella sabía que Él habría de resucitar. Ninguna duda, ni siquiera la más leve, contaminó su espíritu. Es a los pies de Ella, por lo tanto, que habremos de implorar y obtener esa constancia en la fe y en el espíritu de fe, que debe ser la suprema ambición de nuestra vida espiritual. Medianera de todas las gracias, modelo de todas las virtudes, nuestra Señora no nos rechazará ningún don que en ese sentido le pidamos.

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Mucho se ha dicho… y sonreído respecto de la resistencia de Santo Tomás en admitir la Resurrección. Habrá tal vez, en esto, cierta exageración. O al menos, es cierto que tenemos delante de los ojos ejemplos de una incredulidad incomparablemente más obstinada de que la del apóstol. En efecto, Santo Tomás dijo que tenía que tocar con sus manos a nuestro Señor, para creer en Él. Pero al verlo, creyó incluso antes de tocarlo. San Agustín ve en la resistencia inicial del apóstol una disposición providencial. Dice el santo doctor de Hipona que el mundo entero quedó suspendido al dedo de Santo Tomás, y que su gran meticulosidad en los motivos para creer, sirve de garantía a todas las almas timoratas, en todos los siglos, de que realmente la Resurrección fue un hecho objetivo, y no el producto de imaginaciones en ebullición. Sea como fuere, el hecho es que Santo Tomás creyó apenas vio. ¿Y cuántos son hoy en día los que ven y no creen?

Tenemos un ejemplo de esta obstinada incredulidad en lo que dice respecto a los milagros verificados en Lourdes, y también con Teresa Newman en Ronerseuth, en Fátima. Se trata de milagros evidentes. En Lourdes, hay una oficina de constataciones médicas, en que sólo se registran las curaciones instantáneas de enfermedades sin ningún carácter nervioso e incapaces de ser curadas por un proceso sugestivo; las pruebas exigidas como autenticidad de la enfermedad son, en primer lugar, un examen médico del paciente, hecho antes de su inmersión en la Gruta, en segundo lugar, aún antes de esa inmersión, la presentación de documentos médicos referentes al caso, de las radiografías, análisis de laboratorio, etc.; a todo ese proceso preliminar puede comparecer cualquier médico que pase por Lourdes, quedando autorizado a exigir un examen personal del enfermo, y de las piezas de radiografías o de laboratorio que traiga consigo; finalmente, verificada la cura, esta debe ser observada por el mismo proceso por el que se verificó la enfermedad, y sólo es considerada efectivamente milagrosa cuando, durante mucho tiempo, el mal no reaparece. Ahí están los hechos. ¿Sugestión? Para eliminar cualquier duda a ese respecto, se señala el caso de curaciones verificadas en niños sin el uso de la razón por su tiernísima edad, y que, por esto, no pueden ser sugestionadas. A todo esto, ¿qué se responde? ¿Quién tiene la nobleza de hacer como Santo Tomás, y, delante de la verdad segura, arrodillarse y proclamarla sin rebuscos?

Parece que nuestro Señor multiplica los milagros a medida que crece la impiedad. El caso de Teresa Neuman, Lourdes, Fátima, ¿qué mas? ¿Cuánta gente sabe de estos casos? ¿Y quién tiene el coraje de proceder a un estudio serio, imparcial, seguro, antes de negar esos milagros?

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Causa admiración el modo por el cual nuestro Señor penetró en la sala enteramente cerrada, en que estaban los apóstoles, y ahí se presentó. Con ese milagro, nuestro Señor demostró que, para Él, no hay barreras infranqueables.

Estamos en una época en que mucho se habla de “apostolado de infiltración”. El deseo de llevar a todas partes el apostolado sugirió a muchos legos el creer que es indispensable que ingresen en ambientes inconvenientes o incluso hasta francamente nocivos, para llevar hasta allí la irradiación de nuestro Señor Jesucristo y convertir a las almas. Toda la tradición católica va en sentido contrario: ningún apóstol, salvo situaciones excepcionalísimas, y, por lo tanto, rarísimas, tiene el derecho de entrar en ambientes en que su alma puede sufrir detrimento. ¿Pero, se pregunta, quién entonces ha de entrar a salvar a aquellas almas que se encuentran en ambientes donde nunca entra una influencia católica, donde jamás penetra una palabra, un ejemplo, una centella de sobrenatural? ¿Son condenados en vida? ¿Ya tienen desde ya el infierno por destino?

Así como no hay paredes materiales que resistan a nuestro Señor, que a todas traspone sin destruirlas, así también no hay barreras que detengan la acción de la gracia. Donde no puede penetrar, por un deber de la propia moral, el apóstol militante, ahí penetra, entre tanto, por mil modos que sólo Dios sabe, su gracia. Es un sermón oído por la radio, es un buen libro que de modo enteramente fortuito que se obtiene al bajarse de un autobús, es una simple imagen que se entrevé en una casa cuando se pasa por ella. De todo esto, y de mil otros instrumentos, puede servirse la gracia de Dios. Y, para que ella penetre en tales ambientes, mil veces más útil que la imprudente penetración del apóstol, están la oración, la mortificación, la vida interior. Ellas aplacan las iras de Dios. Ellas inclinan la balanza para el lado de la misericordia. Ellas, pues, penetran en ambientes que muchos consideran impenetrables a la acción de Dios. De hecho, la hagiografía católica nos de esto mil ejemplos. ¿No hubo un caso de una conversión ilustre, operada en un joven impío, tocado por buenos sentimientos, cuando hacía una fiesta usando, por escarnio, el hábito de San Francisco? Fue la propia fantasía lo que lo convirtió. Hasta del escarnio de la religión puede servirse la sabiduría de Dios para operar sus conversiones. Pero estas conversiones, es preciso obtenerlas. Y nosotros las obtendremos sin ningún riesgo para nuestras almas, uniendo nuestra vida interior, nuestras oraciones, nuestros sacrificios a los méritos infinitos de nuestro Señor Jesucristo.

A mi ver, no hay mejor ni más eficaz apostolado de infiltración del que realizan las religiosas contemplativas, encerradas por su regla monástica entre las cuatro paredes de su convento. Benedictinas, carmelitas, dominicanas, visitandinas, clarisas, sacramentinas, estas son las verdaderas heroínas del apostolado de infiltración.

Plinio Corrêa de Oliveira

"O Legionário", nº 559, 25 de abril de 1943

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