miércoles, 13 de agosto de 2014

La Conjuración Anticristiana - Cap. II

CAPÍTULO II

LAS DOBLE CONCEPCIÓN DE LA VIDA

La civilización cristiana procede de una concepción de la vida diversa de la que dio origen a la civilización pagana.
El paganismo, empujando el género humano por la pendiente en que el pecado original lo había colocado, le decía al hombre que estaba sobre la tierra para gozar de la vida y de los bienes que este mundo le ofrece. El pagano no ambicionaba, no buscaba nada más allá de eso; y la sociedad pagana estaba constituida para ofrecer esos bienes tan abundantes y esos placeres tan refinados, o también tan groseros cuanto puedan ser, para los que estaban en situación de obtenerlos. La civilización antigua nació de ese principio, todas sus instituciones se derivaban de él, sobre todo las dos principales, la esclavitud y la guerra. Pues la naturaleza no es suficientemente generosa, y sobre todo porque no había sido cultivada por el tiempo necesario y lo bastante bien para obtener todos los placeres codiciados. Los pueblos fuertes subyugaban a los pueblos débiles, y los ciudadanos esclavizaban a los extranjeros e incluso a sus hermanos, para obtener productores de riquezas e instrumentos de placer.
Vino el cristianismo e hizo con que el hombre comprendiera que debía procurar en otra dirección la felicidad cuya necesidad no cesa de atormentarlo. Destruyó la noción que el pagano había creado de la vida presente. El divino Salvador nos enseñó por su palabra, nos persuadió por su muerte y resurrección, que si la vida presente es una vida, ella no es LA VIDA a la cual su Padre nos destinó.
La vida presente no es sino la preparación para la vida eterna. Aquella es el camino que conduce a ésta. Estamos in via, nos decían los escolásticos, caminando ad terminum, en la ruta para el cielo. Los sabios de hoy expresan la misma idea diciendo que la tierra es el laboratorio en el cual se forman las almas, en el cual se reciben y se desarrollan las facultades sobrenaturales que el cristiano, después de la muerte, gozará en la morada celestial. Como la vida embrionaria en el seno materno. Es también una vida, pero una vida en formación, en la cual se elaboran los sentidos que deberán funcionar en la estancia terrestre: los ojos que contemplarán la naturaleza, el oído que recogerá sus armonías, la voz que a eso mezclará sus cantos, etc.
En el cielo veremos a Dios cara a cara[1], es la gran promesa que nos fue hecha. Toda la religión está basada en ella. Y sin embargo, ninguna naturaleza creada, por sí misma, es capaz de esa visión.
Todos los seres vivos tienen su manera de conocer, limitada por su propia naturaleza. La planta tiene un cierto conocimiento de las substancias que deben servir para su sustento, puesto que sus raíces se extienden en dirección a ellas, procurándolas para ingerirlas. Ese conocimiento no es una visión.
 La planta tiene un determinado conocimiento de los nutrientes que necesita para su sustento, puesto que sus raíces se extienden hacia ellos, los busca para introducirlos dentro de ella. Este conocimiento no es propiamente una visión. El animal ve, pero no tiene la inteligencia de las cosas que sus ojos abarcan. El hombre comprende esas cosas, su razón las penetra, abstrae las ideas que ellas contienen y a través de ellas se eleva a la ciencia. Pero las substancias de las cosas permanecen escondidas, porque el hombre es apenas un animal racional y no una pura inteligencia. Los ángeles, inteligencias puras ven en sí mismos en su substancia, pueden contemplar directamente las substancias de la misma naturaleza de ellos, y con más razón las substancias inferiores. Pero no pueden ver a Dios. Dios es una substancia aparte, de un orden infinitamente superior. El mayor esfuerzo del espíritu humano consiguió cualificarlo de “acto puro”, y la revelación nos dice que Él es una trinidad de personas en la unidad de la substancia, la segunda engendrada por la primera, la tercera que procede de las otras dos, y eso en una vida de inteligencia y de amor que no tiene comienzo ni fin. Ver a Dios como Él es, amarlo como Él se ama y en esto consiste la beatitud prometida está por encima de las fuerzas de toda naturaleza creada e incluso posible. Para comprenderlo, esa naturaleza no debería ser nada menos que igual a Dios.
Pero aquello que no tiene aptitud por la naturaleza puede producirse por un don gratuito de Dios. Y esto es: lo sabemos porque Dios nos lo ha revelado. Esto sirve para los ángeles y esto sirve para nosotros. Los ángeles buenos ven a Dios cara a cara, y nosotros somos llamados a gozar de la misma felicidad.
Pero no podemos llegar a eso sino por alguna cosa de sobreañadido, que nos eleva por encima de nuestra naturaleza, que nos hace capaces de aquello de que somos radicalmente impotentes por nosotros mismos, como sería el don de la razón para un animal o el don de la visión para una planta. Esa cosa sobreañadida es llamada aquí en la tierra gracia santificante. Es, dice el apóstol San Pedro, una participación en la naturaleza divina. Y es preciso que sea así: pues, como acabamos de ver, en ningún ser la operación puede ultrapasar la naturaleza de ese ser. Si un día somos capaces de ver a Dios, es porque alguna cosa de divino habrá sido depositada en nosotros, se ha tornado una parte de nuestro ser, y lo habrá elevado hasta tornarlo semejante a Dios. “Carísimos, dice el apóstol San Juan, ahora somos hijos de Dios, y aquello que un día seremos aún no se manifestó; seremos semejantes a Él, porque lo veremos tal cual Él es (1 Juan 3, 2).
Este algo, lo recibimos en este mundo en el santo bautismo. El apóstol San Juan lo llama una simiente (1 Juan 3, 9), es decir, un comienzo de vida. Es lo que nuestro Señor nos señalaba cuando le habló a Nicodemo sobre la necesidad de un nuevo nacimiento, de una nueva generación de la vida: La vida que el Padre tiene en sí mismo, que Él la da al Hijo y que el Hijo nos la trae y nos la injerta conjuntamente con Él por el santo bautismo. La palabra injerto, que da una imagen tan viva de todo este misterio, San Pablo la había tomado de nuestro Señor cuando le dijo a los apóstoles: “Yo soy la vid, vosotros los sarmientos, como el sarmiento no puede dar fruto por sí mismo si no está unida a la vid, así ustedes tampoco si no permanecen en mi”.
Estas elevadas ideas eran familiares para los primeros cristianos. Esto se demuestra cuando los apóstoles hablan de ellas en las epístolas, puesto que lo hacen como siendo algo ya conocido. Y de hecho, fue así que los ritos del bautismo les eran presentados en las largas catequesis. Después, las vestiduras blancas de los neófitos les decía que iban a comenzar una vida nueva, que relativamente a esa vida ellos estaban en los días de la infancia: Hijos espirituales, se les decía, como niños recién nacidos, deseáis ardientemente la leche que debe alimentar vuestra vida sobrenatural; la leche de la fe sin alteración, sine dolo lac concupiscite, y la leche de la caridad divina. Cuando el desarrollo de este germen que recibisteis haya llegado a su término, esa fe se transformará en una clara visión, esa caridad se convertirá en amor divino.
Toda la vida presente debe tender a ese desarrollo, a la transformación del viejo hombre, el hombre de la naturaleza pura e incluso de la naturaleza caída, en hombre deificado. Esto es lo que ocurre en este mundo al cristiano fiel. Las virtudes sobrenaturales, infundidas en nuestra alma en el bautismo, se desarrollan día a día por el ejercicio que hacemos de ellas con la ayuda de la gracia y haciendo que la gracia sea capaz de actos sobrenaturales que deberán completarse en el cielo. La entrada en el cielo será como el nacimiento, así como el bautismo fue la concepción.

Así son las cosas. Esto es lo que Jesús hizo y a lo que vino a enseñar al género humano. Desde entonces la concepción de la vida presente cambió radicalmente. El hombre ya no estaba en la tierra para gozar y morir, sino para prepararse para la vida de lo alto y merecerla.
Gozar, merecer, son las dos palabras que caracterizan, que separan, que oponen las dos civilizaciones.
Esto no quiere decir que desde el momento en que el cristianismo fue predicado a los hombres, no pensaran ya en ninguna otra cosa que no fuese su propia santificación. Ellos continuaron persiguiendo los objetivos secundarios de la vida presente, y a cumplir, en la familia y en la sociedad, las funciones que ellas requieren y los deberes que ellas imponen. Además, la santificación no se opera únicamente por los ejercicios espirituales, sino por el cumplimiento de todo deber de estado, por todo acto hecho con pureza de intención. “Todo cuanto hiciereis, dice el apóstol San Pablo, de palabra o de obra, hacedlo en nombre del Señor Jesús… Trabajad para agradar a Dios en todas las cosas, y daréis fruto en toda obra buena” (Col., 1, 19 y 3, 17)
Además de esto, permanecieron en la sociedad, y en ella permanecerán hasta el fin de los tiempos, las dos categorías de hombres que Sagrada Escritura tan bien denomina: los buenos y los malos. No obstante hay que reparar en que el número de malos disminuyó y de los buenos creció a medida que la fe tomó más influencia en la sociedad. Estos, porque tienen la fe en la vida eterna, aman a Dios, hacen el bien, observan la justicia, son los benefactores de sus hermanos, y por todo eso, hacen reinar en la sociedad la seguridad y la paz. Aquéllos, porque no tienen fe, porque sus miradas permanecieron fijas en esta tierra, son egoístas, sin amor, sin compasión por sus semejantes: enemigos de todo bien, ellos son en la sociedad causa discordia y estancamiento para la civilización.
Mezclados los unos con los otros, los buenos y los malos, los creyentes y los incrédulos, forman las dos ciudades descritas por San Agustín: “El amor de sí llevado hasta el menosprecio de Dios constituye la sociedad comúnmente llamada «el mundo»; el amor a Dios, llevado hasta el menosprecio de sí mismo, produce la santidad y puebla «la vía celestial».

A medida que la nueva concepción de la vida traída por nuestro Señor Jesucristo a la tierra entró en las inteligencias y penetró en los corazones, la sociedad se modificó: el nuevo punto de vista mudó las costumbres, y bajo el impulso de estas ideas y costumbres, las instituciones se transformaron. La esclavitud desapareció, y en vez de ver a los poderosos someter a sus hermanos, se los vio dedicarse hasta el heroísmo para procurarles el pan de la vida presente, y también, y sobre todo, para obtenerles el pan de la vida espiritual, para elevar a las almas y santificarlas. La guerra ya no fue más hecha para apoderarse de los territorios de los otros y conducir a los hombres y mujeres a la esclavitud, sino para romper los obstáculos que se oponían a la extensión del reino de Cristo y obtener para los esclavos del demonio la libertad de los hijos de Dios.
Facilitar, favorecer la libertad de los hombres y de los pueblos en sus pasos en dirección al bien, se tornó la finalidad para la cual las instituciones sociales se encaminaron, aunque no siempre como su finalidad expresamente determinada. Y las almas aspiraron al cielo y trabajaron para merecerlo. La búsqueda de los bienes temporales por el gozo que de ellos se puede obtener no fue más el único e incluso principal objeto de la actividad de los cristianos, por lo menos de los que estaban verdaderamente imbuidos del espíritu cristiano, sino la búsqueda de los bienes espirituales, la santificación del alma, el crecimiento de las virtudes, que son el ornamento y las verdaderas delicias de la vida de aquí abajo, y al mismo tiempo prendas de la bienaventuranza eterna.
Las virtudes adquiridas por los esfuerzos personales se transmitían por la educación de una generación a otra; y así se formó poco a poco la nueva jerarquía social, fundada no más sobre la fuerza y sus abusos, sino sobre el mérito: en la parte baja, las familias que se aplicaron a la virtud del trabajo; en el medio, aquéllas que, sabiendo juntar al trabajo la moderación en el uso de los bienes que les proporciona, fundaron la propiedad mediante el ahorro; en la parte alta, aquéllos que, denegándose del egoísmo, se elevaron a las sublimes virtudes de dedicación a los demás: pueblo, burguesía, aristocracia. Se estableció la sociedad y las familias escalonadas sobre el mérito ascendente de las virtudes, transmitidas de generación en generación.

Tal fue la obra de la Edad Media. Durante su curso, la Iglesia realizó una triple tarea. Ella luchó contra el mal que provenía de las diversas sectas del paganismo y lo destruyó; ella transformó los buenos elementos que se encontraban entre los antiguos romanos y en las diversas razas de bárbaros; y finalmente, ella hizo triunfar el ideal que dio nuestro Señor Jesucristo de la verdadera civilización. Para llegar ahí, ella tuvo que dedicarse primeramente en reformar el corazón del hombre; de allí vino la reforma de la familia, la familia reformó al Estado y a la sociedad: vía inversa de aquella que se quiere seguir hoy.
Sin duda, creer que, en el orden que acabamos explicar, no haya habido desorden, sería engañarse. El antiguo espíritu, el espíritu del mundo que nuestro Señor había anatematizado, jamás fue, y jamás será completamente vencido y aniquilado. Siempre, incluso en las mejores épocas, aun cuando la Iglesia obtuvo en la sociedad la mayor ascendencia, hubo hombres buenos y hombres malos; pero se veía a las familias subir en razón de sus virtudes o declinar en razón de sus vicios; se veía a los pueblos distinguirse entre sí por sus civilizaciones, y el grado de civilización se correspondía a las aspiraciones dominantes en cada nación: ellas se elevaban cuando estas aspiraciones se purificaban y subían; ellas retrocedían cuando sus aspiraciones los llevaban en dirección al gozo y al egoísmo. Sin embargo, aunque ocurriera que naciones, familias, individuos se abandonaban a los instintos de la naturaleza o a ellos resistían, el ideal cristiano permanecía siempre inflexiblemente mantenido bajo los ojos de todos por la Santa Iglesia.

El impulso impreso a la sociedad por el cristianismo comenzó a disminuir en el siglo XIII: la liturgia lo constata y los hechos lo demuestran. Inicialmente hubo la paralización, después el retroceso. Ese retroceso, o más bien esa nueva orientación, fue luego tan manifiesta que recibió un nombre, el Renacimiento, renacimiento del punto de vista pagano en el ideal de civilización. Y con el retroceso vino la decadencia. “Teniéndose en cuenta todas las crisis atravesadas, todos los abusos, todas las sombras en el cuadro, es imposible negar que la historia de Francia la misma observación vale para toda la república cristiana es una ascensión, como historia de una nación, en cuanto la influencia moral de la Iglesia domina, y que ella se torna en una caída a pesar de todo lo que esa caída tiene a veces de brillante y de épico, desde que los escritores, los sabios, los artistas y los filósofos sustituyeron a la Iglesia y la despojaron de su dominio”[2].

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[1] Vidimus nunc per speculum in aenigmate: tunc autem facie ad faciem. Nunc cognosco ex parte; tunc autem cognoscam sicut cognitus sum. (I Cor. 13, 12). Ahora vemos en un espejo y en enigma: pero entonces veremos cara a cara. Al presente conozco sólo parcialmente, pero entonces conoceré como soy conocido (por intuición) (Mat. 18, 10, 1 Juan, 3, 2)
El concilio de Florencia definió: Animae sanctorum… intuentur clare ipsum Deum trinum el unum siculi est. Las almas de los santos ven claramente a propio Dios, tal cual Él es en la Trinidad de personas y en la unidad de su naturaleza.
[2] M. Maurice Talmeyr.

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