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El ambiente es la armonía constituida, en este campo, por la afinidad de varios seres reunidos en un mismo lugar. Imagínese una sala con proporciones amenas, decorada con colores risueños, amueblada con objetos graciosos, en la que hay muchas flores exhalando un aroma suave; alguien toca en esa sala una música alegre. Se forma ahí un ambiente de alegría.
Claro está, que el ambiente será tanto más expresivo cuanto más numerosas sean las afinidades entre los seres que en tal sala se encuentren. Y así, ese ambiente podrá ser, además de alegre, también digno, distinguido, sereno, si la dignidad, la distinción y la serenidad existiesen en las personas y cosas que ahí están. El ambiente será lo contrario de todo esto, o sea, triste, extravagante, feo y vulgar si los objetos que lo constituyen tienen, todos, esas notas.
Los hombres forman para sí ambientes a su imagen y semejanza, ambientes en los que se reflejan sus costumbres y su civilización. Pero lo recíproco también es verdadero, en gran medida. Los ambientes forman a su imagen y semejanza a los hombres, las costumbres, las civilizaciones. En pedagogía esto es trivial. Pero ¿Valdrá solo para la pedagogía? ¿Quién osaría negar la importancia de los ambientes en la formación de los adulto? Formación, decimos con toda propiedad, pues, en esta vida, el hombre, en todas las edades, tiene que dedicarse al esfuerzo de formarse y reformarse, preparándose así para el cielo, que es donde cesa nuestra marcha hacia la perfección. Así, el católico puede y debe exigir de los ambientes en que está, que sean instrumento eficaz para su formación moral.
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De este poder de expresión de los seres inferiores, y sobretodo de los animales, tenemos pruebas en los Evangelios. Así, en su hermoso sermón de la misión de los apóstoles (Mt. 10,16), nuestro Señor nos propone a la paloma y a la serpiente como modelos de dos altas virtudes: la inocencia y la prudencia.
Llena de armonía en sus líneas, sencilla en el colorido, graciosa en los vuelos y en los movimientos, “afable” con los demás animales, pura y cándida en todo su ser, la paloma nada hace que pueda sugerir la idea de rapiña, de agresión, de injusticia, de desequilibrio, de impureza. Es pues, muy adecuadamente, en el lenguaje del Salvador, el símbolo de la inocencia.
Pero algo le falta: las aptitudes por las cuales un ser asegura su supervivencia en la lucha contra los factores adversos, su perspicacia es mínima, su combatividad nula, su única defensa consiste en la huida. Y por esto el propio Espíritu Santo, nos habla de “palomas imbéciles, sin inteligencia” (Oseas 7, 11) y que nos hace recordar a ciertos católicos deformados por el romanticismo, para quienes la virtud consiste sólo y siempre en apagarse, en bajar la cabeza, en ser ridiculizados, en retroceder, en dejarse humillar.
¡Cuán diferente es la serpiente: agresiva, venenosa, falsa, perspicaz y ágil! Elegante y al mismo tiempo repugnante; frágil al punto de poder ser aplastada por un niño, y peligrosa a punto de matar un león con su veneno; adaptada por toda su forma, su modo de moverse y de actuar, al ataque velado, traicionero, fulminante; tan fascinante, que en ciertas especies hipnotiza y, al mismo tiempo, esparce a su alrededor el terror, ella es verdaderamente el símbolo del mal, con todos los atractivos y toda la felonía de las fuerzas de la perdición.
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El ibis nos da un ejemplo magnífico de como se pueden aliar en una sola acción la inocencia de la paloma y la astucia de la serpiente. Su nido lo hace en árboles y protege con vigilancia y energía a su progenie. Es así, un ejemplo de virtud seria y fuerte para el hombre.
Viene, sin embargo, la serpiente, y le traga un huevo, amenazando deglutir los demás. No menos hábil y capaz que el reptil, el ibis le ataca en el punto exacto, inutilizándole todos los recursos de agresión y de defensa. Después de algún tiempo de presión, la serpiente entrega el huevo y cae desfallecida al suelo.
El ibis alcanzó un objetivo honesto con la inocencia de la paloma, empleando los recursos de lucha, que vencieron en astucia a la serpiente.
Plinio Corrêa de Oliveira
Catolicismo Nº 37 – Enero de 1954
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