domingo, 19 de octubre de 2014

Los católicos franceses en el siglo XIX - 20

Se dividen los campos

Enviado al Parlamento el proyecto de ley de enseñanza, Louis Veuillot, que cumplió la promesa hecha a Falloux de mantenerse en silencio hasta ese momento, pasó a comandar la oposición que formaba la gran mayoría de los católicos.
Muchos católicos no liberales —como el gran abad de Solesmes, Dom Guéranger— se sentían inclinados a apoyar el proyecto, pues éste representaba una cierta mejoría para la situación de la libre enseñanza, además por ser defendido por el propio jefe del partido católico, el conde Montalembert. Pero Veuillot esclarecía los espíritus con éxito cada vez mayor, mostrando que la ley concebida por Falloux chocaba de frente con los principios hasta entonces defendidos por el Parlamento; y por tanto iría a causar un profundo mal a Francia.
Montalembert, desesperado, pedía el auxilio de los católicos de proyección, suplicándoles que defendiesen públicamente el proyecto. Extrañando el silencio de Dom Guéranger, después de haber divulgado por la prensa una carta que éste le había enviado, le escribió insistiéndole para que volviese al asunto. En esa carta Montalembert desviaba completamente la cuestión, procurando demostrar que el motivo de la oposición de Veuillot no era la fidelidad a los principios, sino el espíritu de rebelión. Afirmaba que los errores del mundo moderno y el virus revolucionario habían penetrado en el seno de la Iglesia y eran la causa de toda la polémica, porque los católicos ya no querían reconocer el principio de autoridad, y que éste, y no la ley de enseñanza, era lo que estaba en juego. Acusaba a Veuillot de ser el responsable de la situación, promoviendo la rebelión contra los antiguos jefes del partido católico y los obispos que apoyaban la ley. Y alegaba que Dom Guéranger no podía ahora retirar la aprobación que había dado al proyecto, puesto que su ejemplo había contribuido para llevar a Montalembert a aprobarlo también.
En respuesta, Dom Guéranger comenzó defendiéndose, definiendo muy bien su posición:
Ahora, conversemos sobre la ley de enseñanza. No os aconsejé atacarla; solamente afirmé, si mal no recuerdo, que ella tenía aspectos que vos no podíais defender. Me acusáis de haber cambiado; si me hubiese engañado cuando aprobé la ley, no estaría por eso obligado a disculparme delante de vos, pues felizmente mis cartas no tuvieron influencia en la aprobación de estas el proyecto: ellas son posteriores.
He aquí, una vez más mi pensamiento. Si se aprueba la ley, como no colaboré en ella, consideraré un bien, porque mejora la situación abriendo camino para las escuelas católicas, y porque es tal vez la única ley posible, a pesar de sus deplorables restricciones. Pero decir que ella es buena, que yo gustaría defenderla en todos sus detalles, seguramente no. Vos mismo declarasteis  que es una transacción; luego, debe contener puntos poco agradables a ambas partes. Ahora, tomar la defensa directa de esos puntos, yo no lo haría, y lamento ver que lo hacéis. No puedo ni concebir la idea de veros consagrar para siempre la Universidad. Mi buen amigo, la Universidad es el mal, es la revolución, es la incredulidad; vos mismo nos lo demostrasteis elocuentemente.
Cuando apareció el proyecto de ley, quise ver de inmediato el extracto donde estaba formulada la libertad de las escuelas católicas; y esperaba menos de lo que encontré. Quedé tan contento, que ni pensé en profundizar el resto. Veía muy bien que la Universidad continuaba de pie. No era insensato al punto de esperar que eso no aconteciese. Me resigné de buena voluntad, y poco después os escribí. Releyendo mis cartas no encontrareis nada que consagre el conjunto del proyecto, con sus ‘consejos’, sus ‘aprobaciones’, etc. La carta que fue publicada insiste solamente sobre el bien real de que caían las barreras que hasta entonces habían impedido a la Iglesia de gozar del derecho de educar a sus hijos, sobre la ceguera que habría en pretender tener todas las facilidades para hacer el bien, sobre el tiempo perdido en luchas inútiles por una libertad abstracta. Continuo pensando de ese modo, y lamento que el “Univers”, a pesar de mis esfuerzos, no haya modificado su línea de conducta en ese sentido.
En mi viaje a París, sin renunciar a mi primer punto de vista, comprendí finalmente la ley y medí los sacrificios necesarios para gozar de sus beneficios. Eso me causó una gran pena, porque os vi comprometido. Para nosotros, católicos que no somos periodistas ni diputados; una cosa es aceptar lo que hay de bueno en la ley cuando ella hubiere sido aprobada; otra es, para un hombre influyente como vos, tener que defender todo el proyecto de ley, que tiene tanto de mal cuanto de bien”.
Más adelante el abad de Solemnes tomó la defensa de Louis Veuillot, mostrando que realmente la actitud del redactor jefe del Univers era la más perfecta:
Mi bien amigo, o no sois justo o estáis sumergido en una grave ilusión, cuando decís que fui a París como monje y volví como periodista; que la atmosfera de Veuillot y Du Lac causó en mí esa transformación. Sabed de una vez por todas que esos dos hombres excelentes no tienen principios diferentes de los vuestros y de los míos a respecto de la autoridad y del espíritu revolucionario, de la oposición y de los peligros del espíritu moderno. Ellos son católicos, por tanto deben ser amigos de la autoridad. Soy más viejo, sacerdote, religioso, y más teólogo que ellos, y no tengo miedo de dejarme envolver por su influencia. Al contrario, tal vez haya sido útil a ellos. Y si estuve en París cuando fue publicada la miserable carta del presidente a Edgard Ney, considero que el artículo de Veuillot sobre ella habría sido otro”.
Pero, querido amigo, no vamos a acusar de espíritu revolucionario a personas honestas, sólo porque no piensan como nosotros en una materia tan delicada como la ley de enseñanza. Decid antes que ellos permanecen hombres del pasado, que la aversión que tienen por la Universidad y sus amalgamas testifica una persistencia honrosa en los principios que en el fondo son más seguros, y cuyo abandono, incluso para un buen fin, nos será funesto más temprano o más tarde. Vos encontráis a esos hombres tales como los formasteis, no en vuestros cuartos de hora de liberalismo, sino en vuestros más admirables momentos de celo e impopularidad. Aun cuando considere que ellos van demasiado lejos, los amo en esa actitud. Ellos conservan las antiguas máximas, tienen tradiciones; y “L’Ami de la Religion”, quieto y contento con la ley, no las tienen”.
Dom Guéranger, como se ve, hizo concesiones y estaba dispuesto a aceptar la ley, pero no a defenderla. Muchos otros católicos adoptaron la misma línea de conducta; por ejemplo, Mons. Parisis, obispo de Langres, que fue el jefe eclesiástico del partido católico. Todo ellos, entre tanto, si no apoyaban en toda la línea la campaña de Veuillot contra la ley, desaprueban radicalmente la actitud de Mons. Dupanloup, del conde de Falloux y principalmente la de Montelembert. El rompimiento completo entre los dos grupos se iniciaría, y la ley de enseñanza puede ser considerada la divisora de aguas entre los católicos ultramontanos y los liberales.


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