viernes, 5 de agosto de 2011

LA CONJURACIÓN ANTICRISTIANA, CAP. 3

Este libro lo volveremos a publicar por capítulos semanalmente. Los interesados en recibir los capítulos publicados en sus correos, por favor escriban al email de contacto colocando solamente en asunto: LA CONJURACIÓN ANTICRISTIANA.

LA CONJURACION ANTICRISTIANA

EL TEMPLO MASONICO LEVANTADO
SOBRE LAS RUINAS DE LA IGLESIA CATOLICA


Las puertas del infierno no prevalecerán contra Ella.
(Mat, XVI,18)

A María

PRESERVADA DEL PECADO ORIGINAL
EN PREVISIÓN DE LOS MÉRITOS
DE NUESTRO SEÑOR JESUCRISTO


Dijo Dios a la serpiente:
Pondré enemistad entre ti y la Mujer, entre tu descendencia y la descendencia de Ella.
Ella te aplastará tu cabeza. Y tú pondrás asechanzas contra su talón.
(Génesis, III. 15).

I. ESTADO DE LA CUESTIÓN

CAPÍTULO III

EL RENACIMIENTO, PUNTO DE INICIO DE LA CIVILIZACIÓN MODERNA

En su admirable introducción a la Vida de Santa Isabel, M de Montalembert dice que el siglo XIII fue, al menos en lo que se refiere al pasado, el apogeo de la civilización cristiana: «Nunca quizás la Esposa de Cristo había reinado con un imperio tan absoluto sobre la inteligencia y el corazón de los pueblos… Entonces, más que en ningún otro momento de este rudo combate, el amor de sus hijos, su dedicación sin término, su número y valor cada día crecientes, y los santos que cada día veía nacer entre ellos, ofrecieron, a esta Madre inmortal, tantas fuerzas y consolaciones hasta el momento en que le fueron cruelmente arrebatadas. Gracias a Inocencio III, que continuó la obra de Gregorio VII, la cristiandad era una extensa unidad política, un reino sin fronteras, habitado por múltiples razas, en la cual los señores y los reyes aceptaban la supremacía pontificia. Fue necesario que surgiera el protestantismo para que comenzara la destrucción de esta gran obra».

Pero antes del protestantismo, en 1308, la sociedad cristiana sufrió un primer y rudísimo golpe. Lo que la sustentaba era, como dice M. de Montalembert, la autoridad reconocida y respetada del soberano pontífice, el jefe de la cristiandad, el árbitro de la civilización cristiana. Esta autoridad fue contradicha, insultada y golpeada por la violencia y astucia del rey Felipe IV en la persecución que hizo sufrir al Papa Bonifacio VIII. Esa misma autoridad fue también reducida por la complacencia de Clemente V hacia este mismo rey, que hizo trasladar temporalmente la sede del papado a Avignon en 1305. Urbano VI no pudo volver a entrar en Roma hasta 1378. Durante este largo exilio, los Papas perdieron una buena parte de su independencia y su prestigio se vio singularmente debilitado. Cuando los Papas volvieron a entrar en Roma, después de setenta años de ausencia, todo estaba listo para el gran cisma de Occidente, el cual duró hasta 1416 y por un tiempo decapitó al mundo cristiano.

Desde entonces, la fuerzo comenzó a prevalecer sobre el derecho, como era antes de Jesucristo. Volvió a renacer el carácter pagano de conquista y se perdió el carácter de liberación. La «hija primogénita»[1], que había abofeteado a su Madre en Agnani[2], sufrió la primera consecuencia de su infracción: esta fue la «Guerra de los Cien Años», Crécy, Poitiers, Azincourt. En tiempos mucho más recientes[3], sin decir nada de los que lo precedieron, fuimos testigos de la ocupación de Roma, de la expansión de la Prusia protestante a costa de sus vecinos, de la impasividad de Europa ante la masacre de cristianos por los turcos, y de la inmolación de un pueblo por la codicia del imperio británico; todo esto fruto del resurgimiento del espíritu pagano.

Pastor comienza en estas palabras su Historia de los Papas en la Edad Media:

«Dejada de lado la época en que se operó la transformación de la antigüedad pagana por el cristianismo, no hay tal vez época más memorable que el período de transición que conecta la Edad Media con los tiempos modernos. Este período fue llamado Renacimiento.

»Ella se produjo en una época caracterizada por la molicie y la decadencia casi general de la vida religiosa; período lamentable cuyas características son, a partir del siglo XIV, el debilitamiento de la autoridad de los Papas, la invasión del espíritu mundano en el clero, la decadencia de la filosofía y de la teología escolástica, y un espantoso desorden en la vida política y civil. En esas circunstancias, se colocaron frente a los ojos de una generación intelectual y físicamente sobreexcitada, enfermiza bajo todos los aspectos, las deplorables lecciones contenidas en la literatura antigua.

»Bajo la influencia de una admiración excesiva, se podría decir enfermiza, por los encantos de los escritores clásicos, se enarbola abiertamente el estandarte del paganismo; los seguidores de esta reforma pretendían modelar todo exactamente como en la antigüedad, las costumbres y las ideas, restablecer la preponderancia del espíritu pagano y destruir radicalmente el estado de cosas existente, considerados por ellos como una degeneración.

»La influencia desastrosa ejercida en la moral por el humanismo se hizo sentir temprano y de una manera espantosa en el ámbito de la religión. Los adherentes del Renacimiento pagano consideraban la filosofía antigua y la fe de la Iglesia, como dos mundos enteramente distintos y sin ningún punto de contacto».

Ellos querían que el hombre hiciese su felicidad sobre la tierra, que todas sus fuerzas, todas sus actividades estuviesen empleadas en obtener la felicidad temporal; decían que el deber de la sociedad es organizarse de modo que permita a cada uno satisfacer todos sus deseos y en todos los sentidos.

Nada de más opuesto a la doctrina y a la moral cristiana.

«Los antiguos humanistas, ha dicho muy bien Jean Janssen[4], no tenían menos entusiasmo por la herencia grandiosa legada por los pueblos de la antigüedad que tuvieron más tarde sus sucesores. Antes de éstos, ellos habían visto en el estudio de la antigüedad, uno de los más potentes medios de cultivar con éxito la inteligencia humana. Pero dentro de su pensamiento, los clásicos griegos y latinos no debían estudiarse con el fin de alcanzar en ellos y por ellos el fin de toda educación. Se proponían ponerlos al servicio de los intereses cristianos; deseaban para el futuro, gracias a ellos, alcanzar una inteligencia más profunda del cristianismo y la perfección de la vida moral. Movidos por estos mismos motivos, los Padres de la Iglesia habían recomendado y fomentado el estudio de las lenguas antiguas. La lucha no comenzó y no se hizo necesaria sino cuando los jóvenes humanistas rechazaron toda la antigua ciencia teológica y filosófica por considerarla bárbara, pretendiendo que todo concepto científico se encontraba únicamente contenido en las obras de los antiguos, entrando así, en lucha abierta con la Iglesia y el cristianismo, y muy a menudo desafiando la moral».

La misma observación vale respecto a los artistas. «La Iglesia, dice el mismo historiador, colocó el arte al servicio de Dios, llamando a los artistas para cooperar en la propagación del reino de Dios sobre la tierra e invitándolos a “anunciar el Evangelio a los pobres”. Los artistas, respondiendo exactamente a ese llamado, no levantaron la belleza sobre un altar para hacer un ídolo y adorarlo para sí mismos; ellos trabajaban “para la gloria de Dios”. Por sus obras de arte ellos deseaban despertar y aumentar en las almas el deseo y el amor de los bienes celestiales. En cuanto el arte conservó los principios religiosos que le habían dado nacimiento, se mantuvo en constante progreso. Pero a medida que se desvanecía la fidelidad y la solidez de los sentimientos religiosos, se vio esfumarse esa inspiración. Mientras más se admiraba la divinidad extranjera, más se quiso resucitar y dar una vida artificial al paganismo, y más también se vio desaparecer en el arte la fuerza creativa, su originalidad; cayendo, finalmente, en una sequía y aridez completa»[5].

Bajo la influencia de esos intelectuales, la vida moderna tomó una dirección enteramente nueva, que era opuesta a la verdadera civilización. Porque, como dice muy bien Lamartine:

«Toda civilización que no viene de la idea de Dios, es falsa.

»Toda civilización que no tiende a la idea de Dios, no permanece.

»Toda civilización que no está penetrada de la idea de Dios, es fría y vacía.

»La última expresión de una civilización perfecta es la que mejor ve a Dios, la que mejor lo adora, la que mejor es servida por los hombres»[6].

El cambio se operó primero en las almas. Muchos olvidaron el concepto según el cual todo el fin está en Dios, para adorar a aquel que quiere que todo esté en el hombre. «Al hombre decaído y rescatado, dice muy acertadamente Bériot, el Renacimiento opuso el hombre ni decaído ni rescatado, que se eleva a una admirable altura por las simples fuerzas de su razón y de su libre albedrío». El corazón ya no servía más para amar a Dios, el espíritu para conocerlo, el cuerpo para servirlo, y mediante eso merecer la vida eterna. La noción superior que la Iglesia tuvo tanto cuidado en establecer, y que le costó tanto tiempo, se borró en éste, en aquél, y en las multitudes; como en tiempos del paganismo, hicieron del placer y del disfrute, el objeto de la vida; buscaron los medios para obtenerlos en la riqueza, no se tuvo en cuenta los derechos de los otros. Para los Estados, la civilización ya no tuvo más como fin la santidad de todos, y las instituciones sociales abandonan los medios ordenados para preparar las almas para el cielo. Nuevamente ellos volvieron a encerrar la función de la sociedad en el tiempo, sin atención a las almas que están hechas para la eternidad. En aquella época, como en hoy, llamaron a eso progreso. «Todo nos anuncia, exclamaba con entusiasmo Campanello, la renovación del mundo. Nada detiene la libertad del hombre. ¿Cómo detener la marcha y el progreso del género humano?». Las nuevas invenciones, la imprenta, el telescopio, el descubrimiento del Nuevo Mundo, etc., sumándose al estudio de las obras de la antigüedad, causaron una embriaguez de orgullo que hizo decir: la razón humana se basta a sí misma para controlar sus asuntos en la visa social y política. No necesitamos una autoridad que apoye o rectifique la razón.

Así se invirtió el concepto sobre el cual la sociedad había vivido y por el cual ella había prosperado desde nuestro Señor Jesucristo.

La civilización renovada de paganismo actuó en un primer momento en las almas aisladamente, después sobre la opinión pública, y de ahí sobre las costumbres y las instituciones. Sus estragos se manifestaron, en primer lugar, en el orden estético e intelectual: el arte, la literatura y la ciencia se retiraron poco a poco del servicio del alma para ponerse al servicio de la animalidad: hecho que condujo para dentro del orden moral y del orden religioso esa revolución que fue la reforma protestante. Una vez instalado en el orden religioso, el espíritu del Renacimiento alcanzó el orden político y social con la revolución francesa. Y de ahí atacaron el orden económico con el socialismo. Es ahí donde debía llegar la civilización pagana, es ahí que ella encontró su fin, o nosotros el nuestro; su fin, si el cristianismo retoma el dominio sobre los pueblos aterrados o, mejor dicho, abrumados por los males que el socialismo hará pesar sobre ellos; el nuestro, si el socialismo puede llevar hasta el fin la experiencia del dogma del libro gozo en esta tierra y nos hiciere sufrir todas las consecuencias.

Entre tanto, esto no se hizo no continúa sin resistencia. Una multitud de almas permaneció y permanece hoy vinculada al ideal cristiano, y la Iglesia está siempre presente para mantenerlo y trabajar por su triunfo. De ahí el conflicto que, en el seno de la sociedad, dura más de cinco siglos, y que hoy llegó al estado agudo[7].

El Renacimiento es, por tanto, el punto de partida del estado actual de la sociedad. Todo cuanto sufrimos viene de ahí. Si queremos conocer nuestro mal y sacar de ese conocimiento el remedio radical para la situación presente, es necesario remontarse al Renacimiento[8].

¡Y, no obstante, los Papas favorecieron a aquel que fue el punto de partida de la civilización dicha moderna! Se impone sobre esto una palabra de explicación.

Los Padres de la Iglesia, lo dijimos, habían recomendado el estudio de las letras antiguas, y esto por dos razones: ellos encontraron en ellas un excelente instrumento de cultura intelectual, y de ellas hacían un pedestal para la revelación; así es como debe ser, la razón es el soporte de la fe.

Fiel a esa orientación, la Iglesia, y en particular los monjes, colocaron todos sus cuidados en salvar del naufragio de la barbarie a los autores antiguos, en copiarlos, en estudiarlos, y en hacerlos servir a la demostración de la fe.

Era, por tanto, enteramente natural que, cuando comenzó en Italia la renovación literaria y artística, los Papas se mostraran favorables a ella.

A las ventajas arriba señaladas, ellos vieron que se sumaban otras, de un carácter más inmediatamente útil a aquella época. Desde la mitad del siglo XIII, hubo consecutivos intentos entre el papado y el mundo griego para obtener el regreso de las iglesias orientales a la Iglesia romana. De un lado y de otro se enviaron embajadas. El conocimiento del griego era necesario para argumentar contra los cismáticos y ofrecerles la lucha en su propio terreno.

La caída del imperio bizantino dio ocasión para un nuevo y decisivo impulso a ese género de estudios. Los sabios griegos, trayendo a Occidente los tesoros literarios de la antigüedad, excitaron un verdadero entusiasmo por las letras paganas, y ese entusiasmo no se manifestó en ningún otro lugar tanto como entre las personas de la Iglesia. La imprenta sirvió para multiplicarlos y para obtenerlos a un costo mucho menos oneroso.

Finalmente, la invención del telescopio y el descubrimiento del Nuevo Mundo abrieron los pensamientos a los más largos horizontes. También aquí vemos a los Papas, y primeramente los de Avignon, con su celo enviando misioneros a los países lejanos, ofreciendo un nuevo estímulo a la fermentación de los espíritus, buena en su principio, pero de la cual abusó el orgullo humano, como en nuestros días vemos abusar de los progresos de las ciencias naturales.

Los Papas tuvieron, pues, por toda clase de circunstancias providenciales, la oportunidad de llamar y reunir junto a ellos a los representantes dignos del movimiento literario y artístico de que eran testigos. Lo tomaron como un deber y un honor. Prodigaron las encomiendas, las pensiones, las dignidades a aquéllos que veían elevarse por sus talentos sobre los otros. Desgraciadamente al fijar la mirada en el objetivo que querían alcanzar, no tomaron bastante guardia a la calidad de las personas que así apoyaban.

Petrarca a quien se le conoce como «el primero de los humanistas», encontró en la corte de Avignon la más alta protección y obtuvo el cargo de secretario apostólico. Por lo tanto, se estableció en la corte pontifical, la tradición de reservar las altas funciones de secretarios apostólicos a los escritores de mayor reputación, de suerte que pronto se volvió uno de los hogares más activos del Renacimiento. Hay santos religiosos como el camaldulense Ambrosio Traversarui, pero desgraciadamente están también los groseros epicúreos como Pogge, Filelfe, Arétin y otros. A pesar de la piedad, y a pesar incluso de la austeridad personal de los Papas que en ese tiempo edificaron la Iglesia[9], ellos no supieron, en razón de la atmósfera que los envolvía, defenderse de una condescendencia demasiado grande para con los escritores, quienes, a pesar de estar a su servicio, pasaron a ser pronto, por la pendiente a la cual se abandonaron, los enemigos de la moral y de la Iglesia. Esta condescendencia se extendió a las propias obras de ellos, en resumen, ellos llegaron a ser la negación del cristianismo.

Todos los errores que después pervirtieron el mundo cristiano, todos los atentados perpetrados contra sus instituciones, tuvieron ahí su fuente; podemos decir que todo esto a que asistimos fue preparado por los humanistas. Ellos son los iniciadores de la civilización moderna. Ya Petrarca había dibujado en el comercio de la antigüedad sentimientos e ideas que habrían afligido a la corte pontificia, si esta hubiese medido las consecuencias. Él, es verdad, siempre se inclinó delante de la Iglesia, de su jerarquía, de sus dogmas, de su moral; pero no fue así con los que lo sucedieron, y se puede decir que fue él quien los colocó en el mal camino por donde entraron. Sus críticas contra el gobierno pontificio autorizaron a Valla a minar el poder temporal de los Papas, a denunciarlos como enemigos de Roma y de Italia, a presentarlos como los enemigos de los pueblos. Él mismo llegó incluso a negar la autoridad espiritual de los soberanos pontífices en la Iglesia, rechazando a los Papas el derecho de hacerse llamar «vicarios de Pedro». Otros apelaron al pueblo o al emperador para restablecer, ya sea la república romana, sea la unidad italiana, sea un imperio universal: cosas esas que, todas, vemos en los días actuales, intentadas (1848), realizadas (1870) o presentadas como el objeto de las aspiraciones de la francmasonería.

Alberti preparó otra especie de atentado, el más característico de la civilización contemporánea. Jurista y literato, compuso un tratado de Derecho. Ahí proclamó que «Dios debe ser dejado al cuidado de las cosas divinas, y que las cosas humanas son competencia del juez». Era, como observa Guiraud, proclamar el divorcio de la sociedad civil y de la sociedad religiosa; era abrir los caminos a aquellos que quieren que los gobiernos no persigan sino los fines temporales y permanezcan indiferentes a los espirituales, defiendan los intereses materiales y dejen de lado las leyes sobrenaturales de la moral y de la religión; era afirmar que los poderes terrenales son incompetentes o deben ser indiferentes en materia religiosa, que ellos no tienen que conocer a Dios, que ellos no tienen que observar sus leyes. Era, en una palabra, formular la gran herejía del tiempo presente, y arruinar por la base la civilización de los siglos cristianos. El principio proclamado por ese secretario apostólico encerraba el germen de todas las teorías que nuestros modernos «defensores de la sociedad laica» reclaman. Bastaba dejar que ese principio se desarrollase para llegar a todo lo que hoy somos tristes testigos.

Atacando así la base de la sociedad cristiana, los humanistas borraron al mismo tiempo en el corazón del hombre la noción cristiana de su destino. «El cielo, escribía Collacio Salutati, no sus Travaux d’Hercule, pertenece de derecho a los hombres enérgicos que sustentan grandes luchas o realizan grandes trabajos sobre la tierra». Y de ese principio se extrajeron sus fatales consecuencias. El ideal antigua y naturalista, el ideal de Zenón, de Plutarco y de Epicuro, consistía en multiplicar al infinito las energías de su ser, desarrollando armoniosamente las fuerzas del espíritu y las del cuerpo. Este se convirtió en el ideal que los fieles del Renacimiento adoptaron, en su conducta, así como en sus escritos, en sustitución a las aspiraciones sobrenaturales del cristianismo. Este fue, en los días de hoy, el ideal que Friedrich Nietzsche llevó al extremo, predicando la fuerza, la energía, el desarrollo libre de todas las pasiones, que deben hacer que el hombre llegue a un estado superior a aquél en que él se encontraba, que deben producir el superhombre[10].

Para esos intelectuales, y para aquellos que los escucharon, y para aquellos que hasta nuestros días se hicieron sus discípulos, el orden sobrenatural fue, más o menos completamente puesto de lado; la moral se volcó a la satisfacción de los instintos; el gozo bajo todas las formas fue el objeto de sus pretensiones. La glorificación del placer era el tema preferido de las disertaciones de los humanistas. Laurent Valla afirmaba en su tratado De Voluptate que «el placer es el verdadero bien, y que no hay otros bienes fuera del placer». Esa convicción lo llevó, a él y a muchos, a escribir en poesía los peores vicios. Así eran prostituidos los talentos que deberían haber sido empleados en vivificar la literatura y el arte cristianos.

Desde todos los puntos de vista, se venía venir el divorcio entre las tendencias del Renacimiento y las tradiciones del cristianismo. Mientras que la Iglesia seguía predicando la caducidad del hombre, afirmando su debilidad y la necesidad de una ayuda divina para el cumplimiento del deber, el humanismo tomaba la delantera en Jean Jacques Rousseau para declarar la bondad de la naturaleza: era la deificación del hombre. En cuanto la Iglesia señalaba una razón y un fin sobrenaturales para la vida humana, colocando a Dios como el término de nuestro destino, el humanismo, re-paganizado, limitaba a este mundo y al propio hombre el ideal de la vida.

A partir de Italia, el movimiento ganó otras partes de Europa.

En Alemania, el nombre de Reuchlin fue, sin que ese sabio lo supiera, el grito de guerra de todos los que trabajaban para destruir las órdenes religiosas, la escolástica y, al final de cuentas, la propia Iglesia. Sin el escándalo que se hizo a su alrededor, Lutero y sus discípulos jamás habrían osado soñar lo que hicieron.

En los Países Bajos, Erasmo preparó, él también, los caminos de la reforma protestante con su Elogio de la Locura. Lutero nada hizo más allá de proclamar bien alto y ejecutar descaradamente lo que Erasmo no cesaba de insinuar.

Francia no tardó en acoger en su territorio las letras humanistas; ellas no produjeron ahí, por lo menos en el orden de las ideas, efectos tan ruines. En cambio con las costumbres no ocurrió lo mismo. «Desde que nos comenzaron a agradar las costumbres de los extranjeros – los nuestros se pervirtieron y se corrompieron de tal manera que podemos decir: hace mucho tiempo que no somos franceses».

En ninguna parte los jefes de la sociedad tuvieron la suficiente clarividencia para realizar la separación de lo que había de sano y de los que había de infinitamente peligroso en el movimiento de ideas, de sentimientos, de aspiraciones, que recibió el nombre de Renacimiento. Por todas partes la admiración por la antigüedad pagana pasó de la forma al fondo, de las letras y de las artes a la civilización. Y la civilización comenzó a transformarse para convertirse en lo que es hoy, esperando ser como se presentará mañana.

Dios, sin embargo, no dejó a su Iglesia sin socorro, como en ninguna otra probación. Santos como San Bernardino de Siena, no cesaron de advertir y de mostrar el peligro. Ellos no fueron escuchados. Y por eso fue que el Renacimiento engendró la reforma protestante y la reforma protestante la revolución francesa, cuyo objetivo es aniquilar la civilización cristiana para sustituirla en todo el universo por la civilización dicha moderna.

Traducción: Juan Valdivieso



[1] Nota del traductor: Francia era llamada la hija primogénita de la Iglesia, puesto que esta fue la primera nación que se convirtió oficialmente al cristianismo bajo el reinado de Clovis, rey de los francos.

[2] Nota del traductor: el autor se refiere a la bofeteada que recibió el Papa Bonifacio VIII por el representante del rey Felipe IV de Francia. El Papa, afectado por la tristeza, murió poco tiempo después.

[3] Nota del traductor: recordamos que esta obra fue escrita a comienzos del siglo XX y el autor se está refiriendo a los sucesos ocurridos principalmente durante la segunda mitad del siglo XIX.

[4] L’ Allemagne à la fin du moyen âge.

[5] M Emile Mâle, que publicó los estudios tan sabios y tan interesantes sobre L’ ART RELIGIEUX AU XIII SIECLE y sobre L’ART RELIGEUX A LA FIN DU MOGEN AGE, termina la segunda de estas obras con estas palabras: “Es necesario reconocer que el principio del arte de la Edad Media estaba en oposición completa con el principio del arte del Renacimiento. La Edad Media que terminaba había impreso todos los aspectos humildes del alma: el sufrimiento, la tristeza, la resignación, la aceptación de la voluntad divina. Los santos, la Virgen, el mismo Cristo, a veces débiles, se asemejaban al pueblo del siglo XV, no poseyendo otro brillo sino aquel que viene del alma. Este arte era de una humildad profunda, el verdadero espíritu cristiano estaba contenido en él.

”Bien diferente es el arte del Renacimiento: su principio oculto es el orgullo. Desde ese momento el hombre se bastó a sí mismo y aspiró a ser un dios. La más alta expresión del arte era el cuerpo humano desnudo: la idea de una caída, de una decadencia del ser humano, que atrajo por largo tiempo los artistas del desnudo, ya no se presentó más en sus espíritus. Hacer del hombre un héroe radiante de fuerza y de belleza, escapando a las fatalidades de la raza, para elevarse hasta el arquetipo, ignorando el dolor, la compasión, la resignación; ese era exactamente – con toda suerte de matices –, el ideal de la Italia del siglo XVI”.

[6] Citado por Mons. Perraud, obispo de Autun, en la fiesta del centenario del poeta.

[7] Nota del traductor: Téngase en consideración que el autor se está refiriendo al estado del catolicismo de principios de siglo, en el que la Iglesia estaba gobernada por el gran San Pío X, que combatió con toda su energía el modernismo y el liberalismo. Quizás el autor no imaginó que las cosas llegarían como están actualmente, en que esa revolución penetró los sagrados muros de la Iglesia con el catastrófico Concilio Vaticano II.

[8] Jen Guiraud, profesor de la Facultad de letras de Besançon, que acaba de publicar un excelente libro bajo el título La Iglesia y los orígenes del Renacimiento, nos servirá de quía para recordar sumariamente lo que pasó en esta época. Ese volumen hace parte de la “Biblioteca de la enseñanza de la Historia eclesiástica” publicada en Lecoffre.

[9] Martín V tuvo un gusto constante por la justicia y la caridad. Su devoción era grande; dio pruebas brillantes en sucesivas ocasiones, sobre todo cuando trajo de Ostia las reliquias de Santa Mónica. Soportó con una resignación profundamente cristiana los lutos que vinieron a afectarlo golpe sobre golpe en sus más costosos afectos. En su juventud, había distribuido la mayor parte de sus bienes entre los pobres.

Eugenio IV conservó en el trono pontificio sus prácticas austeras de religioso. Su simplicidad y su frugalidad le habían hecho llamar por su ambiente con el apodo de Abstenius. Es con razón que Vespasiano celebró la santidad de su vida y de sus costumbres.

Nicolás V quiso tener en su intimidad el espectáculo continuo de las virtudes monásticas. Para ello, llamó ante él a Nicolás de Cortona y a Lorenzo de Mantua, dos camaldulenses con los cuales gustaba hablar de las cosas del cielo en medio de las torturas de su última enfermedad.

[10] La glorificación de lo que los americanistas llaman, “las virtudes activas”, parecen venir de aquí, por medio del protestantismo.

2 comentarios:

Anónimo dijo...

Excelente nota. Excelente sitio.
Saludos cordiales desde Argentina.

Cristianismo Laico dijo...

COMPLOT CONTRA LA IGLESIA
En los preparativos del Concilio Vaticano ll, rabinos y masones conspiraron para derrotar a la Iglesia, infiltrando directrices preconciliares, ideadas para terminar de judaizar el cristianismo. Las implicaciones judaizantes post Conciliares alcanzaron su clímax en los pontificado de Juan Pablo II y Benedicto XVI, causando la oposición de los sedevacantistas que desconocen los cambios modernistas tratando de evitar la abrogación sutil de los dogmas de la divinidad de Cristo, la divina Trinidad, la Nueva Alianza, los Evangelios y Cánones antisemitas fruto de los concilios organizados para defender a la Iglesia de los eternos ataques de la Sinagoga, a fin de exonerar a el pueblo judío del crimen de Cristo y convertir a la Iglesia Católica en una escuela bíblica portavoz de la moral natural dictada por Dios a Noe (noeajida) para gobernar a las bestias humanas (goyins: los pueblos no judíos). La táctica sutil empleada por Juan Pablo II para terminar de judaizar el cristianismo, opinando ante los medios que “los judíos son nuestros hermanos mayores en la fe” (siendo enemigos acérrimos del cristianismo desde la Iglesia primitiva hasta nuestros días), a merita la revisión jurídica del diferendo pontificio __{opuesto a la sentencia dictada por Cristo [Mateo XXIII, 1 al 35] en su diatriba contra el puritanismo hipócrita de los sacerdotes y escribas de la Sinagoga señalando como reos de pena eterna a los seguidores de la doctrina judía (ethos: religión racista) y la conducta (pathos criminal y genocida serial) de Israel. A la luz de los genocidios seriales bíblicos e históricos cometidos por el pueblo judío, a fin de determinar la vigencia del ad quem recurrido}__ que decidirá la victoria o derrota del judaísmo sobre el cristianismo y, la trascendencia o la involución de la humanidad. Tanto la apelación como la posterior beatificación de Juan Pablo II, son directrices dictadas por la Sinagoga para culminar la labor judaizante intra iglesia ejercitando el autoritarismo pontificio para imponerlas. Y ante la oposición de los padres de FSSPX a los cambios modernistas de la Iglesia post conciliar, los barones de la banca mundial judía ordenaron al jefe de los conjurados Joseph Razinger, exija a los lefebvristas la aceptación de la encíclica “Nostra Aetate”, que marca la posición de la iglesia ante los judíos. Haciendo evidente la subordinación apostata de la Iglesia postconciliar a las directrices de los príncipes de la sinagoga y el gobierno mundial judío, y la traición a Cristo y la Iglesia de Juan Pablo II y Benedicto XVI, jefes de los conjurados; por ello, apelamos la beatificación de Juan Pablo II, y exigimos la abdicación inmediata de Benedicto XVI. http://radiocristiandad.wordpress.com/2012/05/12/traiciones-sin-fin-se-exigira-a-los-lefebvristas-que-acepten-la-nostra-aetate-que-marca-la-posicion-de-la-iglesia-postconciliar-ante-los-judios/
http://es.scribd.com/doc/25010108/El-Complot-Mundial-Contra-El-Estado-La-Iglesia-Y-La-Sociedad-Cristiana
http://www.ivoox.com/complot-contra-iglesia_md_272781_1.mp3?source=REFERER_DOWNLOAD

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