A
mediados del siglo XVIII, se dieron a conocer tres personajes poseídos de un
odio el más irreconciliable contra la religión cristiana. Fueron estos
Voltaire, d’Alembert, y Federico II, rey de Prusia. Voltaire aborrecía el
cristianismo porque aborrecía a su autor y a los héroes, que son su gloria. D’Alembert
lo aborrecía, porque su insensible corazón era incapaz de amar. Y Federico lo
aborrecía, porque solo fue amigo y tuvo trato con sus enemigos. A estos tres
se agregó Diderot, que aborreció la religión, porque era naturalmente loco, y
porque entusiasmado con el caos de sus ideas, le era más grato forjarse
desatinos y quimeras, que someter su fe al Dios del Evangelio. Un gran número
de iniciados entró en esta conspiración; pero los más sólo en calidad de
admiradores estúpidos, o de agentes secundarios. Voltaire fue el patriarca, d’Alembert
el agente más astuto, Federico protector y a veces consejero, y Diderot el
hijo perdido.
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Agustín Barruel, Memorias para servir a la historia del
Jacobinismo, Tomo I, cap. I p. 17, Imprenta y librería de Luis Barjau,
1870.
Cualquiera
que sea la religión que profesáis, cualquiera el gobierno de que sois
súbditos y a cualquiera clase de sociedad que pertenezcáis, sabed que si el
jacobinismo triunfa, si los proyectos y juramentos de la secta se cumplen,
perderéis vuestra religión y sacerdocio, vuestro gobierno y leyes, vuestras
propiedades y magistrados. Vuestras riquezas, vuestros campos, vuestras
casas, hasta vuestras chozas; vosotros mismos y vuestros hijos ya no serán,
ni seréis vuestros. Pensabais que la revolución terminaría en Francia, pero
ella no ha sido más que el primer ensayo de los jacobinos. Los designios,
juramentos y conspiraciones de estos sectarios se extienden y abrazan la
Inglaterra, la Alemania, la Italia, la España, todas las naciones como la
francesa
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Op. cit., Introd. p. XVI
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