CAPÍTULO III
EL RENACIMIENTO, PUNTO DE PARTIDA DE LA CIVILIZACIÓN MODERNA
En su admirable introducción a la Vida de Santa Isabel, M. de Montalembert
dice que el siglo XIII fue —al menos en lo que se refiere al pasado— el apogeo
de la civilización cristiana: “Tal vez jamás la Esposa de Cristo haya reinado
con un imperio tan absoluto sobre el pensamiento y el corazón de los pueblos…
Entonces, más que en ningún otro momento de ese rudo combate, el amor de sus
hijos, su dedicación sin límites, su cantidad y coraje cada día crecientes, y
los santos que ella veía nacer diariamente entre ellos ofrecían a esa Madre
inmortal fuerzas y consolaciones de las cuales ella no fue cruelmente privada
sino después de mucho tiempo. Gracias a Inocencio III, que continuó la obra de
Gregorio VII, la cristiandad es una vasta unidad política, un reino sin
fronteras, habitado por múltiples razas. Los señores y los reyes aceptaban la
supremacía pontificia. Fue necesario que apareciera el protestantismo para destruir
esa obra”.
Antes del protestantismo, en 1308, la
sociedad cristiana sufrió un primer y rudísimo golpe. Lo que constituía la
fuerza de esa sociedad era, como dice M. de Montalembert, la autoridad
reconocida y respetada del soberano pontífice, el jefe de la cristiandad, el
árbitro de la civilización cristiana. Esta autoridad fue contradicha, insultada
y quebrada por la violencia y astucia del rey Felipe IV en la persecución a la
que él sometió al papa Bonifacio VIII. Esa misma autoridad fue también reducida
por la complacencia de Clemente V en relación a ese mismo rey, que hizo trasladar temporalmente
la sede del papado a Avignon en 1305. Urbano VI no debería volver a Roma sino
en 1378. Durante este largo exilio, los papas perdieron una buena parte de su
independencia y su prestigio se vio singularmente debilitado. Cuando los papas
volvieron a entrar en Roma, después de setenta años de ausencia, todo estaba pronto
para el gran cisma de Occidente, que duraría hasta 1416 y que por un momento
decapitó al mundo cristiano.
Desde entonces, la fuerza comenzó a
prevalecer sobre el derecho, como era antes de Jesucristo. Las guerras
retomaron el carácter pagano de conquista y se perdió el carácter de
liberación. La “hija primogénita”[1],
que había abofeteado a su Madre en Agnani[2], fue
la primera en sufrir las consecuencias de su prevaricación: la Guerra de los
Cien Años, Crécy, Poitiers, Azincourt. En estos días[3], para
no hablar de lo que precedió, la ocupación de Roma, la expansión de Prusia a
costa de sus vecinos, la impasividad de Europa ante la masacre de cristianos
por los turcos, y la inmolación de un pueblo por la codicia del imperio
británico; todo esto fruto del resurgimiento del espíritu pagano.
Pastor comienza con estas palabras su Historia de los Papas en la Edad Media:
“Dejada de lado la época en que se
operó la transformación de la antigüedad pagana por el cristianismo, no hay tal
vez época más memorable que el período de transición que conecta la Edad Media
con los tiempos modernos. Este período fue llamado el Renacimiento.
”Ella se produjo en una época de
molicie, de decadencia casi general de la vida religiosa; período lamentable
cuyas características son, a partir del siglo XIV, el debilitamiento de la
autoridad de los papas, la invasión del espíritu mundano en el clero, la
decadencia de la filosofía y de la teología escolástica, un espantoso desorden
en la vida política y civil. En esas circunstancias, se colocaron frente a los
ojos de una generación intelectual y físicamente sobreexcitada, enfermiza bajo
todos los aspectos, las deplorables lecciones contenidas en la literatura
antigua.
”Bajo la influencia de una admiración
excesiva, podríamos decir enfermiza, por los encantos de los escritores
clásicos, se enarbola abiertamente el estandarte del paganismo; los seguidores
de esta reforma pretendían modelar todo exactamente como en la antigüedad, las
costumbres y las ideas, restablecer la preponderancia del espíritu pagano y
destruir radicalmente el estado de cosas existente, considerados por ellos como
una degeneración.
”La influencia desastrosa ejercida en
la moral por el humanismo se hizo igualmente sentir temprano y de una manera asustadora
en el dominio de la religión. Los seguidores del Renacimiento pagano
consideraban su filosofía antigua y la fe de la Iglesia, como dos mundos
enteramente distintos y sin ningún punto de contacto”.
Ellos querían que el hombre tuviese su
felicidad sobre la tierra, que todas sus fuerzas, todas sus actividades fuesen
empleadas para buscar la felicidad temporal; decían que el deber de la sociedad
era organizarse de tal manera que ella consiguiese llegar a ofrecer a cada uno lo
que pudiese satisfacerle todos sus deseos y en todos los sentidos.
Nada de más opuesto a la doctrina y a
la moral cristianas.
“Los antiguos humanistas, dice con
mucha razón Jean Janssen[4],
no tenían menos entusiasmo por la herencia grandiosa legada por los pueblos de
la antigüedad de lo que tuvieron más tarde sus sucesores. Antes de éstos, ellos
habían visto en el estudio de la antigüedad, uno de los más poderosos medios de
educar con éxito la inteligencia humana. Pero en de su pensamiento los clásicos
griegos y latinos no debían ser estudiados con el objetivo de alcanzar en ellos
y por ellos el fin de toda educación. Ellos entendían que debían colocarlos al
servicio de los intereses cristianos; deseaban antes de todo llegar, gracias a
ellos, a una comprensión más profunda del cristianismo y a la mejora de la vida
moral. Movidos por estos mismos motivos, los Padres de la Iglesia habían
recomendado y fomentado el estudio de las lenguas antiguas. La lucha no comenzó
y no se hizo necesaria sino cuando los jóvenes humanistas rechazaron toda la
antigua ciencia teológica y filosófica por considerarla bárbara, pretendieron
que toda noción científica se encuentra contenida únicamente en las obras de
los antiguos, entraron así, en lucha abierta con la Iglesia y el cristianismo,
y muy frecuentemente lanzaron un desafío a la moral”.
La misma observación vale para los
artistas. “La Iglesia, dice el mismo historiador[5],
colocó el arte al servicio de Dios, llamando a los artistas para cooperar en la
propagación del reino de Dios sobre la tierra y convidándolos a «anunciar el
Evangelio a los pobres». Los
artistas, respondiendo exactamente a ese llamado, no levantaron lo bello sobre
un altar para de él hacer un ídolo y adorarlo por sí mismos; ellos trabajaban «para la gloria
de Dios». A través de
sus obras de arte ellos deseaban despertar y aumentar en las almas el deseo y
el amor de los bienes celestiales. En cuanto el arte conservó los principios
religiosos que lo trajeron a la luz, se mantuvo en constante progreso. Pero a
medida que se desvanecía la fidelidad y la solidez de los sentimientos
religiosos, el arte vio que se le iba la inspiración. Entonces el arte cambió
su mirada hacia las divinidades extranjeras, quiso entonces resucitar y dar una
vida artificial al paganismo, y desapareció en el arte la fuerza creativa, su
originalidad; cayendo, finalmente, en una sequía y aridez completa”[6].
Bajo la influencia de esos
intelectuales, la vida moderna tomó una dirección enteramente nueva, que era
opuesta a la verdadera civilización. Porque, como dice muy bien Lamartine:
“Toda civilización que no viene de la
idea de Dios, es falsa.
”Toda civilización que no tiende a la
idea de Dios, no permanece.
”Toda civilización que no está
penetrada de la idea de Dios, es fría y vacía.
”La última expresión de una
civilización perfecta es la que mejor ve a Dios, la que lo adora mejor, la que
mejor es servida por los hombres”[7].
El cambio se operó primero en las
almas. Muchos perdieron la concepción según la cual todo el fin está en Dios,
para adoptar aquella que quiere que todo esté en el hombre. “Al hombre decaído
y rescatado, dice muy acertadamente Bériot, el Renacimiento opuso el hombre ni
decaído ni rescatado, que se eleva a una admirable altura por las simples
fuerzas de su razón y de su libre albedrío”. El corazón ya no sirvió más para
amar a Dios, el espíritu para conocerlo, el cuerpo para servirlo, y mediante
eso merecer la vida eterna. La noción superior que la Iglesia tenía tanto
cuidado en establecer, y que le costara tanto tiempo, se borró en éste, en
aquél, y en las multitudes; como en tiempos del paganismo, ellas hicieron del
placer y del disfrute, la finalidad de la vida; buscaron los medios para
obtenerlos en la riqueza, y para adquirirla no se tuvo más en cuenta los
derechos de los otros. Para los Estados, la civilización no fue más la santidad
de muchos, y las instituciones sociales medios ordenados para preparar las
almas para el cielo. Nuevamente ellos encerraron la función de la sociedad en
el tiempo, sin atención para las almas hechas para la eternidad. En aquella
época, como hoy, dieron a eso el nombre de progreso. “Todo nos anuncia,
exclamaba con entusiasmo Campanello, la renovación del mundo. Nada impide la
libertad del hombre. ¿Cómo se impediría la marcha y el progreso del género
humano?”. Las nuevas invenciones, la imprenta, la pólvora, el telescopio, el
descubrimiento del Nuevo Mundo, etc., sumándose al estudio de las obras de la
antigüedad, provocaron una embriaguez de orgullo que dice: la razón humana se
basta a sí misma para gobernar sus negocios en la vida social y política. No tenemos
necesidad una autoridad que sustente o corrija a la razón.
Así fue invertida la noción sobre la
cual la sociedad había vivido y en razón de la cual ella había prosperado a
partir de nuestro Señor Jesucristo.
La civilización renovada del paganismo
actuó inicialmente sobre las almas aisladas, después sobre la opinión pública, después
sobre las costumbres y las instituciones. Sus estragos se manifestaron, en
primer lugar en el orden estético e intelectual: el arte, la literatura y la
ciencia se retiraron poco a poco del servicio del alma para ponerse al servicio
de la animalidad: hecho que condujo para dentro del orden moral y del orden
religioso esa revolución que fue la Reforma. Desde el orden religioso, el
espíritu del Renacimiento alcanzó el orden político y social con la Revolución
francesa. Y de ahí atacaron el orden económico con el socialismo. Es ahí donde
la civilización pagana debía llegar, es ahí que ella encontrará su fin, o
nosotros o el nuestro; su fin, si el cristianismo retoma el dominio sobre los
pueblos aterrorizados o, mejor dicho, abrumados por los males que el socialismo
hará pesar sobre ellos; el nuestro, si el socialismo puede llevar hasta el fin
la experiencia del dogma del libre gozo en esta tierra y nos hiciere sufrir
todas las consecuencias.
Entre tanto, esto no se hizo y no
continúa sin resistencia. Una multitud de almas permaneció y permanece hoy
vinculada al ideal cristiano, y la Iglesia está siempre presente para
mantenerlo y trabajar por su triunfo. De ahí el conflicto que, en el seno de la
sociedad, dura más de cinco siglos, y que hoy llegó al estado agudo[8].
El Renacimiento es, por tanto, el
punto de partida del estado actual de la sociedad. Todo cuanto sufrimos viene
de ahí. Si queremos conocer nuestro mal y sacar de ese conocimiento el remedio
radical para la situación presente, es necesario remontarse al Renacimiento[9].
¡Y, no obstante, los papas la favorecieron;
ella que fue el punto de partida de la civilización dicha moderna! Se impone
sobre esto una palabra de explicación.
Los Padres de la Iglesia, lo dijimos,
habían recomendado el estudio de las literaturas antiguas, y esto por dos
razones: ellos encontraron en ellas un excelente instrumento de cultura
intelectual, y de ellas hicieron un pedestal para la revelación; así, la razón
es el soporte de la fe.
Fiel a esa orientación, la Iglesia, y
en particular los monjes, colocaron todos sus cuidados en salvar del naufragio
de la barbarie a los autores antiguos, en copiarlos, en estudiarlos, y en
hacerlos servir para la demostración de la fe.
Era, por tanto, enteramente natural
que, cuando comenzó en Italia la renovación literaria y artística, los papas se
mostrasen favorables.
A las ventajas arriba señaladas, ellos
vieron sumarse otras, de un carácter más inmediatamente útil a aquella época.
Desde la mitad del siglo XIII habían sido mantenidos entre el papado y el mundo
griego consecutivos intentos para obtener el retorno de las iglesias de Oriente
a la Iglesia romana. De un lado y de otro se enviaron embajadas. El
conocimiento del griego era necesario para argumentar contra los cismáticos y
ofrecerles la lucha en su propio terreno.
La caída del imperio bizantino dio la
oportunidad para un nuevo y decisivo impulso a ese género de estudios. Los
sabios griegos, trayendo para Occidente los tesoros literarios de la
antigüedad, excitaron un verdadero entusiasmo por las letras paganas, y ese
entusiasmo no se manifestó en ningún otro lugar tanto como entre las personas
de la Iglesia. La imprenta sirvió para multiplicarlos y para obtenerlos a un
costo mucho menos oneroso.
Finalmente, la invención del telescopio
y el descubrimiento del Nuevo Mundo abrieron los pensamientos a más largos
horizontes. También aquí vemos a los papas, y primeramente los de Avignon, con
su celo enviar misioneros a los países lejanos, ofreciendo un nuevo estímulo a
la fermentación de los espíritus, buena en su principio, pero de la cual abusó
el orgullo humano, como en nuestros días lo vemos abusar de los progresos de
las ciencias naturales.
Los papas, por lo tanto, fueron
llevados, por toda suerte de circunstancias providenciales, a llamar y reunir
junto a ellos a los representantes dignos del movimiento literario y artístico
del que eran testigos. Lo tomaron como un deber y un honor. Prodigaron las
encomiendas, las pensiones, las dignidades a aquéllos cuyos talentos los
elevaban por encima de los otros. Infelizmente, con la mirada puesta en el
objetivo que querían alcanzar, no tomaron suficiente cuidado con la calidad de
las personas que así apoyaban.
Petrarca, de quien concordamos en
llamar “el primero de los humanistas”, encontró en la corte de Avignon la más
alta protección, y allí recibió el cargo de secretario apostólico. Desde
entonces se estableció en la corte pontificia, la tradición de reservar las
altas funciones de secretario apostólico a los escritores más renombrados, de
manera que ese colegio se volvió luego en uno de los focos más activos del
Renacimiento. Allí fueron vistos santos religiosos, tales como el camaldulense
Ambrosio Traversarui, pero infelizmente también los groseros epicúreos como
Pogge, Filelfe, Arétin y muchos otros. A pesar de la piedad, a pesar incluso de
la austeridad personal con que los papas
de esa época edificaron la Iglesia[10],
ellos no supieron, en razón de la atmósfera que los envolvía, defenderse de una
condescendencia demasiado grande para con escritores que, a pesar de estar al
servicio de ellos, luego se convirtieron, por causa del declive al cual se
abandonaron, en los enemigos de la moral y de la Iglesia. Esa condescendencia
se extendió a las propias obras, si bien que, todo sumado, ellas fuesen la
negación del cristianismo.
Todos los errores que después
pervirtieron el mundo cristiano, todos los atentados perpetrados contra sus
instituciones, tuvieron ahí su fuente; podemos decir que todo esto a que
asistimos fue preparado por los humanistas. Ellos son los iniciadores de la
civilización moderna. Ya Petrarca había dibujado en el comercio de la
antigüedad sentimientos e ideas que habrían afligido la corte pontificia, si
esta hubiese medido las consecuencias. Él, es verdad, siempre se inclinó delante
de la Iglesia, de su jerarquía, de sus dogmas, de su moral; pero no fue así con
los que lo sucedieron, y se puede decir que fue él quien los colocó en el mal
camino en el cual se empeñaron. Sus críticas contra el gobierno pontificio
autorizaron a Valla a minar el poder temporal de los papas, a denunciarlos como
enemigos de Roma y de Italia, a presentarlos como los enemigos de los pueblos.
Él llegó incluso hasta la negación de la autoridad espiritual de los soberanos
pontífices en la Iglesia, rechazando el derecho de los papas a hacerse llamar “vicarios
de Pedro”. Otros apelaron al pueblo o al emperador para restablecer, ya sea la
república romana, sea la unidad italiana, sea un imperio universal: cosas esas
que, todas, vemos en los días actuales, intentadas (1848), realizadas (1870) o
presentadas como el objeto de las aspiraciones de la francmasonería.
Alberti preparó otra especie de
atentado, el más característico de la civilización contemporánea. Jurista y
literato, compuso un tratado de Derecho. Ahí proclamó que “Dios debe ser dejado
al cuidado de las cosas divinas, y que las cosas humanas son competencia del
juez”. Era, como observa Guiraud, proclamar el divorcio de la sociedad civil y
de la sociedad religiosa; era abrir los caminos a aquellos que quieren que los
gobiernos no persigan sino los fines temporales y permanezcan indiferentes a
los espirituales, defiendan los intereses materiales y dejen de lado las leyes
sobrenaturales de la moral y de la religión; era afirmar que los poderes
terrenales son incompetentes o deben ser indiferentes en materia religiosa, que
ellos no tienen que conocer a Dios, que ellos no tienen que observar sus leyes.
Era, en una palabra, formular la gran herejía del tiempo presente, y arruinar
por la base la civilización de los siglos cristianos. El principio proclamado
por ese secretario apostólico encerraba el germen de todas las teorías que
nuestros modernos “defensores de la sociedad laica” reclaman. Bastaba dejar que
ese principio se desarrollase para llegar a todo lo que hoy testimoniamos con
tristeza.
Atacando así la base de la sociedad
cristiana, los humanistas borraron al mismo tiempo en el corazón del hombre la
noción cristiana de su destino. “El cielo, escribía Collacio Salutati, no sus Travaux d’Hercule, pertenece de derecho
a los hombres enérgicos que sustentan grandes luchas o realizan grandes
trabajos sobre la tierra”. Y de ese principio se extrajeron sus fatales
consecuencias. El ideal antiguo y naturalista, el ideal de Zenón, de Plutarco y
de Epicuro, consistía en multiplicar al infinito las energías de su ser,
desarrollando armoniosamente las fuerzas del espíritu y las del cuerpo. Este se
convirtió en el ideal que los fieles del Renacimiento adoptaron, en su
conducta, así como en sus escritos, en sustitución a las aspiraciones
sobrenaturales del cristianismo. Este fue, en los días de hoy, el ideal que
Friedrich Nietzsche llevó al extremo, predicando la fuerza, la energía, el
desarrollo libre de todas las pasiones, que deben hacer que el hombre llegue a
un estado superior a aquél en que él se encuentra, que deben producir el superhombre[11].
Para esos intelectuales, y para
aquellos que los escucharon, y para aquellos que hasta nuestros días se
hicieron sus discípulos, el orden sobrenatural fue, más o menos completamente,
puesto de lado; la moral se volcó hacia la satisfacción de los instintos; el
gozo bajo todas las formas fue el objeto de sus pretensiones. La glorificación
del placer era el tema preferido de las disertaciones de los humanistas.
Laurent Valla afirma en su tratado De
Voluptate que “el placer es el verdadero bien, y que no hay otros bienes
fuera del placer”. Esa convicción lo llevó, a él y a muchos, a escribir en
poesía los peores vicios. Así eran prostituidos los talentos que deberían haber
sido empleados en vivificar la literatura y el arte cristianos.
Bajo todos los aspectos ocurría el
divorcio entre las tendencias del Renacimiento y las tradiciones del
cristianismo. En cuanto la Iglesia continuaba predicando la decadencia del
hombre, afirmando su debilidad y la necesidad del socorro divino para el
cumplimiento del deber, el humanismo tomaba la delantera en Jean Jacques
Rousseau para declarar la bondad de la naturaleza: él deificó al hombre. En
cuanto la Iglesia señalaba una razón y un fin sobrenaturales para la vida
humana, colocando a Dios como el término de nuestro destino, el humanismo, re-paganizado,
limitaba a este mundo y al propio hombre el ideal de la vida.
A partir de Italia, el movimiento alcanzó
otras partes de Europa.
En Alemania, el nombre de Reuchlin
fue, sin que ese sabio lo supiera, el grito de guerra de todos los que
trabajaban para destruir las órdenes religiosas, la escolástica y, al final de
cuentas, la propia Iglesia. Sin el escándalo que se hizo a su alrededor, Lutero
y sus discípulos jamás habrían osado soñar lo que hicieron.
En los Países Bajos, Erasmo preparó,
él también, los caminos de la Reforma con su Elogio de la Locura. Lutero no hizo más que proclamar bien alto y
ejecutar descaradamente lo que Erasmo no cesaba de insinuar.
Francia no tardó en acoger en su
territorio las letras humanistas; ellas no produjeron ahí, por lo menos en el
orden de las ideas, efectos tan ruines. No ocurrió lo mismo con las costumbres.
“Desde que las costumbres de los extranjeros comenzaron a agradarnos —dice el
gran canciller de Vair, que presenció aquello sobre lo que él habla— los
nuestros se pervirtieron y se corrompieron de tal manera que podemos decir:
hace mucho tiempo que no somos franceses”.
En ninguna parte los jefes de la
sociedad tuvieron la suficiente clarividencia para realizar la separación de lo
que había de sano y de lo que había de infinitamente peligroso en el movimiento
de ideas, de sentimientos, de aspiraciones, que recibió el nombre de
Renacimiento. Por todas partes la admiración por la antigüedad pagana pasó de
la forma al fondo, de las letras y de las artes a la civilización. Y la
civilización comenzó a transformarse para convertirse en lo que es hoy,
esperando ser como se presentará mañana.
Dios, sin embargo, no dejó
a su Iglesia sin socorro, como en ninguna otra probación. Santos como San
Bernardino de Siena, no cesaron de advertir y de mostrar el peligro. Ellos no
fueron escuchados. Y por eso fue que el Renacimiento engendró la Reforma y la Reforma
la Revolución, cuyo objetivo es aniquilar la civilización cristiana para
sustituirla en todo el universo por la civilización dicha moderna.
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[1] Nota del traductor: Francia era llamada la hija primogénita de la Iglesia,
puesto que esta fue la primera nación que se convirtió oficialmente al
cristianismo bajo el reinado de Clovis, rey de los francos.
[2] Nota del traductor: el autor se refiere a la
bofeteada que recibió el papa Bonifacio VIII por el representante del rey
Felipe IV de Francia. El papa, afectado por la tristeza, murió poco tiempo
después.
[3] Nota del traductor: recordamos que esta obra
fue escrita a comienzos del siglo XX y el autor se está refiriendo a los
sucesos ocurridos principalmente durante la segunda mitad del siglo XIX.
[4] L’ Allemagne à la fin du moyen âge.
[5] Ibid., p. 130.
[6] Emile Mâle, que publicó estudios tan sabios y tan interesantes sobre El arte religioso en el siglo XIII y
sobre El arte religioso de finales de la
Edad Media, termina la segunda de esas obras con estas palabras: “Es
preciso reconocer que el principio del arte en la Edad Media estaba en completa
oposición con el principio del arte del Renacimiento. La Edad Media que
terminaba había dejado impresos todos los aspectos humildes del alma: el
sufrimiento, la tristeza, la resignación, la aceptación de la voluntad divina.
Los santos, la Virgen, el propio Cristo, frecuentemente mediocres, asemejados
al pueblo del siglo XV, no poseían otro brillo sino aquel que viene del alma.
Ese arte es de una humildad profunda; el verdadero espíritu cristiano estaba en
él.
”Bien diferente es el
arte del Renacimiento: su principio oculto es el orgullo. En adelante el hombre
se basta a sí mismo y aspira a ser un dios. La más alta expresión del arte es
el cuerpo humano desnudo: la idea de una caída, de una decadencia del ser
humano, que cautivó durante tanto tiempo a los artistas del desnudo, si
siquiera se puso en sus espíritus. Hacer del hombre un héroe resplandeciente de
fuerza y de belleza, que escapa a las fatalidades de la raza, para elevarse
hasta el arquetipo, ignorando el dolor, la compasión, la resignación; he ahí
exactamente (con toda suerte de matices), el ideal de la Italia del siglo XVI”.
[8] Nota del traductor: Téngase en consideración
que el autor se está refiriendo al estado del catolicismo de principios del
siglo XX, en el que la Iglesia estaba gobernada por el gran San Pío X, que
combatió con toda su energía el modernismo y el liberalismo. Quizás el autor no
imaginó que las cosas llegarían como están actualmente, en la que esa
revolución penetró los sagrados muros de la Iglesia con el catastrófico Segundo
Concilio Vaticano.
[9] Jen Guiraud,
profesor de la Facultad de letras de Besançon, que acaba de publicar un
excelente libro bajo el título La Iglesia
y los orígenes del Renacimiento, nos servirá de quía para recordar
sumariamente lo que ocurrió en aquella época. Ese volumen hace parte de la
“Biblioteca de Enseñanza de la Historia Eclesiástica” publicada en Lecoffre.
[10] Martín V tuvo un gusto constante por la justicia y la caridad. Su devoción
era grande; de ella dio pruebas incontestables en diversas ocasiones, sobre todo
cuando trajo de Ostia las reliquias de Santa Mónica. Él soportó con una
resignación profundamente cristiana, una después de otra, las muertes entre sus
más queridos afecciones, que vinieron a afligirlo. Desde su juventud, había
distribuyó la mayor parte de sus bienes a los pobres.
Eugenio IV conservó en el
trono pontificio sus hábitos austeros de religioso. Su simplicidad y su
frugalidad le hicieron merecer de su equipo el apodo de Abstenius. Es con razón que Vespasiano celebró la santidad de su
vida y de sus costumbres.
Nicolás V quiso tener en
su intimidad el espectáculo continuo de las virtudes monásticas. Para eso,
llamó ante él a Nicolás de Cortona y a Lorenzo de Mantua, dos cartujos, con los
cuales gustaba entretenerse a respecto de las cosas del cielo en medio de las
torturas de su última enfermedad.
[11] La glorificación de lo que los americanistas llaman, “las virtudes
activas”, parecen venir de aquí, por medio del protestantismo.
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