CAPÍTULO
II
LA REVOLUCIÓN
¿QUÉ ES LA
REVOLUCIÓN?
¡La
Revolución! Así presentada con artículo determinado y con R mayúscula, la
palabra no ofrece confusión a nadie.
Releamos
los discursos, las obras, de los hombres políticos del siglo pasado o del
actual, ya sean liberales, radicales, socialistas o comunistas, todos se proclaman
hijos de la Revolución, como es a la Revolución a quien han pretendido combatir
la mayor parte de los pensadores católicos, clérigos o seglares; papas,
obispos, religiosos, sacerdotes o simples escritores, desde hace más de ciento
cincuenta años.
* * *
Valga
la confesión de los mismos revolucionarios.
Para
subrayar bien el carácter universal de las corrientes que empezaban a hacer
estallar sus diques, Barère anunciaba a los miembros de los Estados Generales:
“Estáis llamados a empezar de nuevo la historia”. Y Thuriot en la legislativa[1]:
“La Revolución no es solamente para Francia; somos los responsables de ella
ante la humanidad”.
“Desde
que el pensamiento se ha emancipado —escribe León Bourgeois—, desde que el
espíritu de la Reforma, de la filosofía[2] y
de la Revolución ha entrado en las instituciones de Francia, el clericalismo[3] es
el enemigo”.
Y
en cierto número del “Journal des Débats”
de 1852: “Somos revolucionarios; pero somos hijos del Renacimiento y de la
filosofía antes de ser los hijos de la Revolución”.
“Se
quiere destruir a la Revolución —clama también Bonaparte en la Historia de
Thiers[4]—.
Pero la defenderé, pues la Revolución soy yo”.
Y
Jules Ferry: “Los invitamos a sostener con nosotros el combate de todos los que
proceden de la Revolución, de todos lo que han recibido su herencia”[5].
Y
Viviani: “Estamos encargados de preservar de cualquier ataque al patrimonio de
la Revolución”[6].
Y,
finalmente, en el periódico “La
Revolution Française”[7],
firmado por “un socialista”: “El mundo moderno se halla situado en una
alternativa: o el triunfo de la Revolución, o un retorno sencillo y puro al
cristianismo”.
Escuchemos
ahora, a los enemigos de la Revolución.
“La
Revolución no se parece a nada de lo que se ha visto en el pasado”, observa
Blanc de Saint Bonnet[8].
“Durante
mucho tiempo la hemos considerado como un acontecimiento —precisa José de
Maistre[9]—;
estábamos en un error; es una época”. Y en carta escrita en 1806 a de Rossi:
“La Revolución es una de las más grandes épocas del universo… Durará, quizás,
dos siglos… Cuando pienso en todo lo que debe ocurrir en Europa y en el mundo,
me parece que la Revolución empieza”[10].
“Si hay algo de evidente es la inmensa base de la Revolución, que no tiene
otros limites más que el mundo”[11].
Y en 1819, o sea en plena Restauración, continuaba escribiendo: “La Revolución
está en pie, y no solamente está en pie, sino que camina, corre, arremete”[12].
“… Nada hace presagiar su fin. Ha ocasionado ya grandes desgracias, y anuncia
mayores todavía”[13].
Así
hablaba José de Maistre. Y de igual forma, setenta años más tarde, con ocasión
del centenario del 1789, monseñor Freppel no dejó de decir: “Sería temerario
pretender que la Revolución ha llegado a sus últimas consecuencias y que ha
recorrido un ciclo ya agotado; sería más justo el pensar que, lejos de haber
llegado a su término, prosigue su camino, yendo de una etapa a otra… Si todo se
hubiese limitado, en 1789 y en 1793, a derribar una dinastía, a sustituir una
forma de gobierno por otra, esto no hubiese supuesto más que una de muchas
catástrofes de cuyos ejemplos está llena la historia. Pero la Revolución tiene
un carácter muy distinto: es una doctrina o si se quiere un conjunto de
doctrinas, en materias religiosa, filosófica, política, social. He ahí lo que le
da su verdadero alcance y es desde esos diversos puntos de vista donde conviene
situarse para juzgarla, en sí misma y en su influencia sobre las doctrinas de
la nación francesa, así como sobre el curso general de la civilización”[14].
La
Revolución continuaba, pues, en tiempos de monseñor Freppel.
“Quisiéramos
que el Estado —escribía Blanc de Saint-Bonnet[15]—
se proclamase abiertamente ateo, que esa declaración fuese el objeto de una
ley. Eso es lo que esperamos de la Revolución”. “¿Por qué, oh nación mía, has
desterrado al Dios que te había hecho tan grade, y entregado tu fe a la
Revolución? ¡No hay término medio! ¡O ver reinar la Iglesia en nuestras
costumbres o ver reinar la Revolución!”[16].
“Es
inútil disimularlo, podía escribir aún el padre d’Alzon (1876); La guerra es
entre la Revolución y la Iglesia. La Iglesia ha tenido otros enemigos…; los ha
vencido todos. Hoy, tiene que vérselas con la Revolución”.
Por
eso, Pío X, en su carta sobre “Le Sillon”, no dejará de reprochárselo: “… El
soplo de la Revolución ha pasado por ahí… Se atreven a tratar a nuestro Señor
Jesucristo con una familiaridad soberanamente irrespetuosa y…, al estar su
ideal emparentado con el de la Revolución, no temen hacer, entre el Evangelio y
la Revolución, comparaciones blasfematorias”.
Monseñor
Gaume la ha definido así: “Sí, arrancándole la máscara, le preguntáis: ¿quién
eres tú?, ella os dirá:
“No
soy lo que se cree. Muchos hablan de mí, pero pocos me conocen. No soy ni el
carbonarismo…, ni el motín…, ni el cambio de la monarquía en república, ni la
sustitución de una dinastía por otra, ni los disturbios momentáneos del orden
público. No soy ni las vociferaciones de los jacobinos, ni los furores de la
Montaña, ni el combate de barricadas, ni el saqueo, ni el incendio, ni la ley
agraria, ni la guillotina, ni los ahogamientos. No soy ni Marat, ni
Robespierre, ni Babeuf, ni Mazzini, ni Kossuth. Esos hombres son mis hijos, no
son yo. Esas cosas son mis obras, no son yo. Esos hombres y esas cosas son
hechos pasajeros y yo soy un estado permanente.
“Soy
el odio de todo orden no establecido por el hombre y en el cual no sea rey y
Dios a la vez. Soy la proclamación de los derechos del hombre sin preocupación
de los derechos de Dios. Soy la fundación del estado religioso y social sobre
la voluntad del hombre en vez de la voluntad de Dios. Soy Dios destronado y el
hombre puesto en su lugar (el hombre llegando a ser el mismo su fin). He aquí
por qué me llamo Revolución, es decir, trastrocamiento…”[17].
Y,
más cercano a nosotros, el papa Benedicto XV: “Bajo el efecto de la loca
filosofía salida de la herejía de los innovadores y de su traición… estalló la
Revolución, cuya extensión fue tal que conmovió los cimientos cristianos de la
sociedad, no solamente en Francia, sino poco a poco en todas las naciones”[18].
El
papa Pío XI: “Espantosa y lamentable sedición, total trastrocamiento del
régimen social que, a finales del siglo XVIII, hizo estragos en Francia
persiguiendo rencorosamente las cosas divinas y humanas…
“En
aquel tiempo los hombres innobles se hicieron atrevidamente con el poder,
disfrazando el odio que los agitaba respecto a la religión católica bajo el
falaz pretexto de filosofía, y procuraron con todas sus fuerzas abolir el
nombre cristiano”[19].
Y
Pío XII: “¿Quién podría sorprenderse de que los adversarios de la Iglesia,
inconscientes de los verdaderos intereses de Francia, hayan buscado provocar la
fisura que, en sus planes, debía, poco a poco, ensancharse y profundizarse? Carentes
de principios doctrinales, precisos y seguros, el mundo intelectual, sobre todo
desde el fin del siglo XVIII, estaba mal preparado para descubrir las infiltraciones
peligrosas, para reaccionar contra su penetración insensiblemente progresiva”[20].
* * *
Limitemos
nuestras citas a lo dicho.
Bastan
para justificar lo que hemos afirmado sobre el sentido y uso de esta fórmula:
la Revolución. Amigos y adversarios están de acuerdo.
* * *
Conocer
el error, conocer el naturalismo para refutar sus sofismas, no basta. Hay que
conocer el aparato humano del error. Hay que conocer la Revolución.
En
su obra “La Royauté du Christ et le
Naturalisme organicé” el R. P. Denis Fahey, c. s. s., lo indica
oportunamente: “Los católicos sucumben bajo las maquinaciones de los enemigos
de nuestro Señor porque no están formados para el verdadero combate de este
mundo. Salen de la escuela sin un conocimiento adecuado de la oposición
organizada que deberán encontrar y no tienen más que nociones muy vagas sobre
los puntos de organización social que deben defender porque están
verdaderamente atacados. No se dan cuenta que la finalidad suprema de la
oposición es el derrumbamiento del orden cristiano. No están acostumbrados a
pensar que deben unirse, ante todo, con los otros católicos para promover la
causa de nuestro Señor… Manifiestan de esta forma una carencia de cohesión
lamentable y una debilidad detestable para con los intereses de Jesucristo, de
tal suerte que los católicos que militan realmente por una verdadera
cristiandad están siempre seguros de encontrar otros católicos en el campo
opuesto”.
LA REVOLUCIÓN ES
SATÁNICA
“Satanás
es el primer revolucionario”, ha dicho Proudhon, y el padre Ramière, en su
admirable obra “Le règne social du Coeur
de Jesús”, al hablar de los enemigos de este reino, no teme escribir a su
vez: “el primer enemigo es Satanás”.
Así,
el eminente jesuita y el revolucionario están de acuerdo sobre el lugar en que
se debe situar al infernal personaje.
Aparece
así la estrecha relación que une el orden de las ideas al de las fuerzas
concretas.
La
referencia a Lucifer es indispensable en este capítulo de la acción de las
fuerzas enemigas, como lo era en la descripción meramente teórica del naturalismo.
No
nos proponemos ridiculizar las “diablerías” a poco coste: demasiado sabemos en
qué forma la torpeza de ciertos ataques, lejos de quebrantar lo que se pretende
destrozar, actúa a su favor por el ridículo mismo de que se cubre al asaltante
inconsiderado o exagerado.
ODIO DE SATANÁS
CONTRA JESUCRISTO Y SU IGLESIA
“Satanás
combate en todas partes —escribe el R. P. Fahey— y en todas partes intenta
eliminar lo sobrenatural.
“El
ser entero de este puro espíritu, toda esa incansable energía de la cual
nosotros, pobres criaturas de músculos y nervios, no podemos hacernos una idea
adecuada, está, siempre y por todas partes dirigida contra la sumisión sobrenaturalmente
amorosa a la Santísima Trinidad. Nosotros cambiamos de parecer y tenemos
necesidad de descanso y de sueño. No le ocurre lo mismo a Satanás. Toda su
espantosa energía está dirigida, sin cesar, con el más infatigable encarnizamiento
contra la obra de salvación y de restauración del Verbo hecho carne”.
Hemos
visto que el resultado de tal revuelta era, sobre el plan de las ideas, el
naturalismo.
Desde
el punto de vista en que ahora nos situamos, el de un combate más concreto,
podemos observar que los ataques del infierno tendrán, primeramente, como
objetivo la humanidad en general, en cuanto privilegiada del Amor divino;
seguidamente el orden cristiano más estrictamente considerado, y en fin, la Iglesia
Católica, más directamente vulnerable en sus miembros, laicos y sacerdotes. Los
sacerdotes, sobre todo, serán el objeto del odio infernal, no solamente porque
son cristianos por excelencia, sino porque son los hombres de la misa.
La
misa es, en efecto, la renovación de ese sacrificio del Calvario por el cual la
humanidad se reconcilia con Dios, con lo que el orden inicial se encuentra de
esta forma restablecido por una unión nueva, en cierta manera, de lo natural y
de lo sobrenatural: unión que habían destruido y como rechazado nuestros primeros
padres.
“El
olvido de esas verdades fundamentales —escribe el R. P. Fahey— hace difícil a
las gentes, que no leen más que los periódicos y frecuentan el cine, comprender
el odio a la misa y al sacerdocio mostrado por la Revolución, masónica o
comunista en España, en México o en otras partes. La formación dada por Moscú
no basta para justificarlo…”.
De
todas maneras, no huelga saber distinguir lo que Satanás buscaba con la
crucifixión de nuestro Señor y la finalidad que persigue ahora, al provocar y
dirigir los ataques contra los que celebran misa y los que a ella asisten.
“Satanás
movió a los jefes del pueblo judío a desembarazarse de nuestro Señor, pues
tenía conciencia de la presencia en el hombre Jesucristo de una excepcional
intensidad de esa vida sobrenatural que detesta; pero, ciertamente, no quería y
no pensaba entrar en el orden del plan divino de la Redención. Su orgullo no le
permitió comprender el misterio de un Amor que llegaba hasta la divina locura
de una inmolación en la Cruz. Los demonios no sabían, en efecto, que el acto de
sumisión del Calvario significaba el retorno al orden divino por la restauración
de la vida sobrenatural de la gracia para el género humano”[21].
San
Pablo insiste diciendo que si (los demonios) “lo hubiesen sabido, no habrían
nunca crucificado al Señor de la Gloria”[22].
Y Santo Tomás: “Si los demonios hubiesen estado absolutamente ciertos de que
nuestro Señor era el Hijo de Dios y si hubieran sabido de antemano los efectos
de su pasión y de su muerte, nunca hubieran hecho crucificar al Señor de la
Gloria”.
“Pero
si los demonios comprendieron demasiado tarde el sacrificio del Calvario,
están, al contrario, perfectamente enterados de la significación de la misa.
Ahí se adivina su rabia. Todos sus esfuerzos van dirigidos para impedir su celebración.
Pero, no pudiendo terminar totalmente con este acto único de adoración, Satanás
intentará limitarlo a los espíritus y a los corazones del menor número posible
de individuos…”.
Y
esta lucha continuará hasta el fin de los tiempos.
De
esta forma se comprenden las apremiantes recomendaciones de los apóstoles y de
los santos para ponernos en guardia contra Satanás y sus demonios. Conocemos la
fórmula de San Pedro sobre el león rugiente buscando a quien devorar. San
Pablo, por su parte, no temía escribir a los Efesios[23]:
“Vestíos de toda armadura de Dios para que podáis resistir a las insidias del
diablo, que no es nuestra lucha contra la carne y la sangre, sino contra los
principados, contra las potestades, contra los dominadores de este mundo
tenebroso, contra los espíritus malos de los aires. Tomad, pues, la armadura de
Dios para que podáis resistir en el día malo, y, vencido todo, os mantengáis
firmes”.
Cuando
se ha comprendido el sentido y el alcance de esta lucha, cuando se conoce el plan
de universal restauración realizado por Jesucristo y su Iglesia, aparece
inevitable que Lucifer y todo el infierno con él se encarnicen en hacer fracasar
este plan y que a la catolicidad (entiéndase: a la universalidad) de la salvación
operada por la acción sobrenatural de la gracia, Satanás busque oponer la
negación de un universalismo puramente natural, del cual el Señor de la Gloria
sería expulsado y en el cual la obra de la redención estaría neutralizada,
anulada.
Pero…
“ad ortu solis usque ad occasum… in omni
loco sacrificatur et offertur Nomini Meo oblatio munda… – De levante a
poniente, en todas partes, he aquí que sacrifican y ofrecen a Mi Nombre una
oblación pura…”.
Esta
frase del profeta Malaquías indica, por el contrario, el orden divino.
Que
la misa sea celebrada y bien celebrada (entiéndase: según la voluntad misma de
Dios formulada por los santos cánones de la Iglesia). Que pueda ser celebrada
de levante a poniente, en todos los lugares… Que pueda haber, para celebrarla,
numerosos sacerdotes, santos y doctos en la ciencia de Dios… Que todo esté
ordenado en este mundo, para que los méritos de la misa puedan extenderse lo
más abundantemente, lo más totalmente sobre el mayor número posible, y para
eso, obrar de tal suerte que todo esté puesto en práctica, directa o
indirectamente, sobrenatural y naturalmente, con el fin de que el mayor número
posible esté lo mejor preparado para cosechar, gustar, buscar esos frutos de salvación
eterna más universalmente conocidos…, ¿no son éstas realmente las razones
supremas del orden universal, y por tanto, la primera justicia?[24]
Finalmente todos los esfuerzos de la Iglesia en cuanto que ella está
directamente encargada del magisterio y del ministerio específicamente
religiosos y sobrenaturales. Finalidad muy real, aunque indirectamente buscada,
del mismo poder civil y de las instituciones. Finalidad real de ese mínimo, por
lo menos, deseable de bienestar, de expansión material, intelectual y moral que
Santo Tomás nos ha enseñado que era indispensable, comúnmente, para la práctica
de la virtud. Finalidad real de esa defensa de las buenas costumbres, que es
uno de los primeros deberes del principado. Finalidad, real, en fin, de esa
paz, de esa comunidad, de esa comunión entre los individuos, las clases o las
naciones, de las cuales, está bastante claro, el mundo está atrozmente alejado,
como también está atrozmente alejado de Dios.
He
ahí, pues, en su magnífica unidad, el plan natural y sobrenatural del
universalismo cristiano o catolicismo. Sabemos que San Ignacio ha hecho de
ellos el “Principio y Fundamento” de sus “Ejercicios”.
“El
hombre es criado para alabar, hacer reverencia y servir a Dios, Nuestro Señor,
y, mediante esto, salvar su alma. Y las otras cosas sobre la haz de la tierra
son criadas para el hombre y para que le ayuden en la prosecución del fin para
que es criado. De donde se sigue tanto ha de usar de ellas cuanto le ayuden
para su fin, y tanto debe quitarse de ellas cuanto para ello le impiden”.
He
ahí, pues, lo que Satanás no puede dejar de combatir.
Por
la persecución manifiesta, o de otro modo, por la presión hábil de un conjunto
de instituciones sofisticadas, prohibir alabar, honrar, servir a Dios, nuestro
Señor, y, en consecuencia, entorpecer la salvación de las almas, es imposible
que no sea la mayor preocupación del infierno.
Que
todas las cosas que hay sobre la tierra estén dispuestas, presentadas o
consideradas de tal suerte que, lejos de ayudar al hombre en la consecución del
fin que Dios le ha señalado al crearlo, lo desvíen de él o lo hagan olvidar;
animarlo todo, ordenarlo todo, las instituciones, el poder, las modas, la
enseñanza, los espectáculos, la prensa, la literatura, la radio, la misma
ciencia y las artes, la atmósfera de la calle, el trabajo y el descanso, la
comida y la bebida, el amor y el matrimonio, las diversiones y las tristezas,
la religión misma (corrompiendo su doctrina), la vida toda entera, sin olvidar
la muerte y la forma de morir, animarlo todo, ordenarlo todo, de tal suerte que
no se pueda pensar en Dios sino lo más difícilmente posible, tal es, y no puede
ser otra, la ambición suprema de Satanás.
Todo
lo que puede tender a un resultado semejante, todo lo que puede ayudar a
acercarse a él, incluso parcialmente, no puede dejar al infierno indiferente y
presto a trabajar por ello.
¡Ay!
¿Cómo poder negar hasta qué punto la descripción que acabamos de hacer sobre el
plan satánico coincide con la de nuestra actual civilización?
Satanás.
Tal es, indudablemente, el primer enemigo, el primer revolucionario que debemos
denunciar.
¿Es
acaso preciso, además, hacer observar que no se trata en modo alguno de hablar
aquí de esos fenómenos sensibles, extraordinarios y relativamente raros por los
cuales Dios autoriza, a veces, la manifestación más materialmente real de la
acción satánica? No es que nos neguemos a creer en ellos. Sería imposible hacerlo
sin tachar de falsos al Evangelio y a una gran cantidad de hechos rigurosamente
ciertos de la historia de la Iglesia. No es que queramos designar algo absolutamente
prodigioso, algo excesivamente extraordinario, sino, al contrario, queremos
señalar la acción ordinaria, y para decirlo todo, continua, del infierno, entre
nosotros. Satanismo auténtico, pero sin olor a chamusquina o apariciones de
diablos cornudos.
Al
no considerar las cosas más que de esta manera, a la luz de la fe, la existencia
de una “contra-Iglesia”[25],
lejos de aparecer como el fruto de imaginaciones trastornadas, se presenta como
una cosa normal. Lo sorprendente sería que no existiese. Su acción es tan
indispensable a los designios del infierno para que se pueda dudar que no ha
hecho todo lo posible para fundarla. Este argumento bastaría por sí sólo. La
cuestión es evitar, como se dirá más adelante, el sucumbir a la ilusión de
algunas descripciones simplistas y demasiado infantiles.
El
diablo, en efecto, no conseguirá reinar en el mundo sin la complicidad de la
malicia de los hombres. Pero, una vez admitida esta complicidad de nuestra
malicia, le resulta fácil animar y coordinar la revuelta de los malvados para
multiplicar su poder.
En
efecto, cuando se estudian las manifestaciones del mal y del error en el
transcurso de los siglos, nos quedamos admirados por la sorprendente unidad, la
extraordinaria constancia, la paciencia perseverante de esta marea de males y
de fuerzas subversivas. Ahora bien, este espectáculo es extraño. Normalmente,
el error y el mal, por el simple hecho de que son “carencia de ser”, no
deberían tener ese carácter de incontestable unidad en su evolución y de fuerza
ordenada en su progresión. Así, pues, y a despecho de los conflictos agudos, de
las guerras salvajes, de las sangrientas rivalidades que hacen que se destruyan
mutua y constantemente las tropas del error, es imposible no estar sorprendido
de su extraordinaria persistencia y continuidad que tanta anarquía parecía, por
el contrario, destinar a la más rápida desaparición, cuando no, a la más
irrisoria de las impotencias.
Nada
más normal que el mal y el error reaparezcan sin cesar. Nuestra naturaleza,
viciada en su origen, basta para explicarlo; pero que el error y el mal lleguen
a manifestarse ordinariamente como potencia organizada, universal y de tal
naturaleza que consigan oponerse victoriosamente tanto a la energía como a la
tenacidad de los mejores, esto es lo que la naturaleza humana, por sí sola, no
sabría explicar, al menos hasta este punto. Tras la anarquía de las mentiras y
de tantos proyectos impíos en el trascurso de la historia, se queda uno
sorprendido por la acción de una gran potencia que, por decirlo así,
organizaría, disciplinaría ese caos, asegurando, en cierta forma, su
transmisión y su multiplicación.
El
mismo Marquès-Rivière, al final de su muy naturalista “Histoire des Doctrines Esoteriques”[26],
se ha visto embarazado por este enigma. Y él también llega a preguntarse cómo
explicar esta permanencia y esta universalidad. Descarta, ciertamente, “la
teoría fácil de un Satanás inspirador oficial y cuasiautomático de todas las
herejías a través del tiempo y del espacio…”. Pero, ¿qué propone? Una
interrogación… ¿Solamente? Pero ¿dónde se habla de una “fuente de inspiración
incesante en los planos sutiles del ser que aquélla tiene precisamente la pretensión
de penetrar y de dominar?”.
El
fracaso es morrocotudo.
Sin
embargo, la fórmula nos basta.
Marquès-Rivière
ha observado bien la naturaleza de la operación. Quedaba por descubrir el
órgano que la realiza. Tal como se suponía, el historiador naturalista se ha
negado a ello. Pero un católico no dejará de admirar una fórmula cuyos términos
contribuyen, a pesar de todo, a dar una descripción bastante exacta de la
acción que el infierno no puede dejar de ejercer en esta clase de asuntos…
“Fuente de inspiración incesante”… teniendo “la pretensión de introducirse y dominar”…
y que se ejerce “en los planos más sutiles de nuestro ser…”. Para naturalismo,
no está mal.
“Si
fuese yo el diablo —escribía Alban Stolz en 1845— y el pueblo me eligiera como
diputado en el Parlamento, haría una moción, una sola, que procuraría al
infierno el mayor número de clientes posible: propondría separar completamente
la escuela de la Iglesia”.
Verdaderamente,
he ahí lo que puede dar una muy justa idea de la acción satánica que más nos
interesa en este capítulo.
Si
la inteligencia humana ha podido concebir una medida tan susceptible de servir
la causa del infierno, se puede asegurar que Satán no ha dejado de pensar
también en ella. Si tal medida fuese tomada, seria pueril creer que los diablos
se desinteresaban y se iban a juguetear a otra parte mientras aquélla se
imponía.
Si,
por añadidura, la historia nos revela un conjunto gigantesco y prácticamente
universal de organizaciones, operaciones, transformaciones sociales, de las que
lo menos que se puede decir es que este conjunto aparece como la más espantosa
empresa que se haya jamás visto para minar la fe en las almas y arrancar el
cristianismo de la vida de las naciones como de la vida de los individuos, es
evidente que todo el infierno está, ciertamente, desencadenado en este asunto.
Y,
por tanto, es muy razonable que una tal empresa pueda ser llamada satánica[27].
Es
elocuente el paralelismo que puede establecerse recordando, de una parte, lo
que el infierno desea, lo que interesa realizar, cuáles son las señales ordinarias
de sus operaciones, y de otra parte, lo que desea, lo que intenta realizar la
Revolución, cuáles son las señales ordinarias de sus operaciones.
* * *
continuará...
Lea los capítulos anteriores haciendo clic aquí: Para que Él reine
[1] Discurso del 17 de agosto de
1792.
[3] Entiéndase: la religión…, y
sobre todo, la religión católica.
[4] “Histoire du Consulat et de l’Empire”, t. V, p. 14. Thiers pretende
que Bonaparte dijo esto la noche del asesinato del duque de Enghien.
[5] Discurso del 5 de septiembre
de 1880.
[6] Discurso del 15 de enero de
1901.
[7] Número de junio de 1879.
[8] En “La Restauration Française”.
[9] Oeuvres, t. VIII, p. 273.
[10] Ídem, t. XI, p. 284.
[11] Ídem, “Memoire” dirigida,
en 1809, a Víctor Manuel 1°.
[12] Ídem, t. XIV, p. 156.
[13] Ídem, t. I, p. 406.
[14] “La Révolution française”, p. 1 (Roger y Chernoviz, edit. 1889).
[15] “La Restaruration Française”.
[17] Mons. Gaume, “La Révolution. Recherches historiques”,
t. I, p. 18, Lille. Secretariado Sociedad de San Pablo, 1877.
[19] Pío XI, “Actes”. Bonne Presse,
t. 12, p. 132.
[20] Discurso del 26 de marzo de
1951 a la “Unión de Profesores y Maestros
Católicos de la Universidad de Francia”.
[21] Como observa San Agustín,
“Cristo no ha sido conocido por los demonios más que en tanto que lo ha
querido. Cuando Él creyó conveniente ocultarse un poco más profundamente, el
príncipe de las tinieblas dudó de Él y lo tentó incluso para saber si era
verdaderamente Cristo, el Hijo de Dios” (“Ciudad de Dios” IX, 21). Cf. Suárez
(ter. part. div. Thomae, Q. XLI, art.
1, co. III): “Sobre todo para saber si era el Hijo de Dios se acercó el demonio
a Jesucristo para tentarlo”. Sus primeras palabras manifestaron su pensamiento:
“Si eres el Hijo de Dios…”.
[22] 1 Cor. 11, 8.
[23] VI, 11, 13.
[24] Todas las revoluciones, ya
sean francesas, rusas, españolas, americanas, etc.; han destruido, cerrado las
iglesias, suprimido a los sacerdotes o, lo que es más grave, han intentado
quitarles la posibilidad o incluso el deseo de la celebración cotidiana de la
misa. Se podrían aún observar ciertas corrientes de ideas que se esparcen aquí
o allá y según las cuales los sacerdotes deben contentarse (en el transcurso de
congresos, por ejemplo) con asistir a la sola misa de uno de ellos y de comulgar
como simples fieles en vez de tener que celebrar ellos mismos la misa.
[25] Que existe una
“contra-Iglesia” es una realidad que Marquès-Rivière ha tenido que reconocer.
Cf. su obra “La trahison spirituelle de
la F. M.”, p. 242: “Existe una contra-Iglesia con sus escrituras, sus
dogmas, sus sacerdotes, y la francmasonería es uno de sus aspectos visibles…”.
Se conoce la expresión perfectamente justa de Tertuliano: “Satanás es el mono
de Dios”. Y esta infernal imitación no aparece en ninguna parte más evidente
que en la doctrina, los planes o la constitución misma de las fuerzas ocultas.
“¿Dónde ha tomado la francmasonería el plano del templo?, se pregunta Dom Paul
Benoit en “La cité anti-chrétienne”,
3ª parte, t. I, p. 154: “No se puede dudar de ello —responde— en la misma
Iglesia católica: la sociedad soñada por la francmasonería no es más que una
falsificación satánica de la comunión católica”. Bastaría para convencerse de
ello subrayar la importancia que los textos masónicos que, explícitamente,
hacen referencia a Jesucristo o a su Iglesia. Puede decirse que tales textos no
son inteligibles más que en función del cristianismo y suponen, en cierta
forma, su conocimiento, y por lo tanto, su existencia. Cf., por ejemplo, este
texto de la iniciación al grado de “Epopte” de la secta de los iluminados de
Baviera: “Nuestra doctrina es esa doctrina divina, tal como Jesús la enseñaba a
sus discípulos, aquélla en la que les explicaba el verdadero sentido en sus
charlas íntimas. Nuestro grande y para siempre célebre maestro Jesucristo de
Nazaret, … vino a enseñar la doctrina de la razón… Para hacerla más eficaz,
erigió esa doctrina en religión y se sirvió de las tradiciones recibidas de los
judíos…”, etc. Cf., igualmente, estos pasajes de una carta de un jefe de los
“iluminados”, Knigge: “Decimos que Jesús no estableció, en absoluto, la
religión natural…, sino que quiso sencillamente restablecer en sus derechos, la
religión natural…, que su intención era la de enseñarnos a gobernarnos nosotros
mismos y… restablecer la libertad, la igualdad entre los hombres. Sólo se
precisa (para que los iluminados lleguen a admitir eso) citar diversos pasajes
de la Escritura y dar explicaciones verdaderas o falsas, no importa (sic), con
tal que cada uno encuentre un sentido, de acuerdo con la razón en la doctrina
de Jesús. Añadimos que esta religión tan sencilla, fue seguidamente
desnaturalizada, pero que se mantuvo y nos ha sido transmitida por la
francmasonería… Nuestras gentes verán así que tenemos el verdadero cristianismo
y no nos quedará más que añadir algunas palabras contra el clero y los
príncipes… (Pero), en nuestros últimos misterios, debemos, en primer lugar,
revelar a los adeptos este piadoso fraude, y seguidamente demostrar por los
escritos, el origen de todas las mentiras religiosas” (Carta de Knigge a Zwach.
“Ecrits orig.”, t. II. Abbé Barruel,
“Memoire pour servir a l’histoire du Jacobinisme”, t. III). Para la secta de
los iluminados de Baviera, ver más adelante.
[26] Payot, edit., p. 356.
[27] “El demonio es la cabeza de
todos los hombres inicuos, enseñaba ya el Papa San Gregorio, y todos los
hombres impíos son miembros de esta cabeza” (Sermón para el primer domingo de
Cuaresma)
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