lunes, 1 de septiembre de 2014

Para que Él reine - II Parte, Cap. 2 continuación

CAPÍTULO II
LA REVOLUCIÓN

Continuación del capítulo anterior

Hemos expuesto ya las razones del odio de Lucifer contra Dios hecho hombre. Que la Santísima Virgen María se encuentre como englobada en esta aversión, es consecuencia lógica. Satanás no perdonará nunca a una criatura humana haber podido ser elevada hasta ese rango de incomprensible dignidad de “Madre de Dios”.
En la lógica de este odio se encuentran también: el aborrecimiento a la Iglesia, Cuerpo Místico de Cristo; el aborrecimiento a los cristianos, que son sus miembros; el aborrecimiento, en fin, a la humanidad como tal, por ser objeto de la predilección divina.
Envilecer esta humanidad, corromper sistemáticamente a los hombres, verlos hundirse en los peores desordenes y, finalmente, en esta “animalidad” en la que participan por sus cuerpos; tal es la ambición, muy comprensible en un sentido, de esos puros espíritus desviados que no abrigan más que desprecio para esas criaturas de carne y de sangre llamadas a ocupar en el cielo los lugares que ellos perdieron.
Para alcanzar este objetivo, aniquilamiento de lo que puede ayudar o sostener la personalidad: cuadros, cuerpos o medios naturales de educación, orden social, familia, propiedad, etc. Aniquilamiento de los selectos por la supresión de las corporaciones intermedias. Reducción de la humanidad al estado de una “masa” amorfa y gregaria por el aniquilamiento de las naciones…, bajo la autoridad de un poder todopoderoso y que sería ateo.
Saqueos, atentados, revoluciones, asesinatos, ejecuciones sumarias, terror, guerras cada vez más atroces; tales son las manifestaciones muy características de aquél de quien sabemos que fue homicida desde el principio.
¡Homicida!, ¡padre de la mentira y príncipe de las tinieblas! De aquí su horror por la verdad, por la luz, por la claridad. Perseguir, despojar, derrumbar la Santa Iglesia. Preferirlo todo a ella, y en primer lugar, las falsas religiones, el cisma y la herejía.
Arruinar, minar, disminuir, menospreciar la autoridad del papa. Combatir, expulsar, asesinar a los sacerdotes y a los religiosos. Corromper a aquellos a lo que se pueda seducir. Utilizarlo todo para neutralizar la enseñanza de la buena doctrina. Si no impedir las vocaciones, entorpecerlas, etc.
Tal es, sin ninguna duda, la frenética voluntad y la acción perseverante del infierno.
Ahora bien, sería pueril demostrar que tal es también la no menos frenética voluntad y la acción no menos perseverante de la Revolución.
ODIO DE LA REVOLUCIÓN CONTRA DIOS, JESUCRISTO, LA IGLESIA Y EL ORDEN CRISTIANO
Ante todo, el odio a Dios, y más particularmente, a Dios hecho hombre: Jesucristo, odio a su Iglesia, odio al orden cristiano.
Odio típicamente satánico, hemos dicho; pero también odio típicamente revolucionario.
Es verdad que, cegados como están por el naturalismo generalizado, porque está institucionalizado, nuestros contemporáneos han perdido casi el sentido religioso del mundo y de los acontecimientos. Les parece, efectivamente, que la Revolución es política por esencia y religiosa solamente por repercusión, cuando, por el contrario, supo aquélla y sabe aún acomodarse a todos los regímenes, siendo sólo el catolicismo el objeto de su incansable hostilidad.
“Según las circunstancias —hacía observar no ha mucho Charles Perrin[1]—, se inclina de un lado o de otro, pero siempre permanece la misma en cuanto a su pretensión fundamental, que es la secularización de la vida social en todos los grados y bajo todas sus formas”.
Tal era la opinión de un Leon Bourgeois. “Desde que el pensamiento francés se ha liberado —decía—, desde que el espíritu de la Reforma, del filosofismo y de la Revolución ha entrado en las instituciones de Francia, el clericalismo es el enemigo”[2].
A este respecto tenemos también la opinión de Gambetta en un texto, por desgracia, poco conocido. Al recibir el 1 de junio de 1877 a una delegación juvenil, les dijo: “Aparentamos combatir por la forma de gobierno, por la integridad de la constitución. La lucha es más profunda: la lucha es contra todo lo que queda del otro mundo, entre los agentes de la teocracia romana y los hijos de 89”.
Y este odio a la Iglesia Romana, Rousseau y Voltaire ya lo profesaban.
“Desde el punto de vista político —leemos en “El Contrato Social”[3]—, todas las religiones tienen sus defectos; pero el cristianismo romano es una religión tan evidentemente mala que es perder el tiempo entretenerse en demostrarlo”.
“La religión cristiana es una religión infame —escribe Voltaire, por su parte[4]—, una hidra abominable, un monstruo a quien hace falta que cien manos invisibles traspasen… Es preciso que los filósofos lo digan a todo el mundo para destruirla, como los misioneros recorren las tierras y los mares para propagarla. Deben intentarlo todo, arriesgarlo todo, hacerse quemar, si es preciso, para destruirla. Aplastemos, aplastad al Infame.
“Los cristianos de todas las profesiones son seres nocivos, fanáticos, bribones, cándidos, impostores que han mentido con sus evangelios, enemigos del género humano.
“La religión cristiana es evidentemente mala. La religión cristiana es una secta que todo hombre de bien debe mirar con horror… Hay que ridiculizar al Infame y también a sus fautores…”.
Y esta fórmula “Aplastad al Infame” se volverá el leit-motiv de la correspondencia de Voltaire[5].
“Veinte años más y veremos qué queda de Dios”, escribía el 25 de febrero de 1758. Y como el lugarteniente de policía Hérault le dijera: “Por mucho que haga, no conseguirá nunca destruir la religión cristiana”. —“Eso lo veremos”, respondió Voltaire. —“Estoy ya cansado de oírles repetir que doce hombres han bastado para establecer el cristianismo y tengo ganas de probarles que no hace falta más que uno para destruirlo”[6].
Si tales expresiones no son demoníacas, ¿cuáles lo serán?
Y, además, sería fácil encontrarlas semejantes y peores a lo largo de la corriente revolucionaria.
En desacuerdo sobre mil puntos, la unanimidad de los agentes de la Revolución no se produce más que a expensas de la religión de Jesucristo.
Contentémonos con algunos ejemplos más significativos, ya que no podemos citarlos todos.
Así Weishaupt, jefe de los iluminados de Baviera[7], y si creemos a Louis Blanc, “el más profundo conspirador que haya jamás existido”. En su imaginación no tuvo nunca el menor cambio sobre lo que debía ser la finalidad del iluminismo: no más religión, no más sociedad, no más leyes civiles, no más propiedad[8].
Nos parece superfluo insistir sobre el anticatolicismo de la Revolución Francesa propiamente dicha por ser de sobra conocido.
Las blasfemias de los socialistas[9], en cambio [Fourier[10] y Proudhon, por ejemplo], están más olvidadas, pero no son menos odiosas.
Se conoce la infernal invocación de Proudhon[11]: “¡Ven Satanás! Ven tú, el calumniado de los sacerdotes y de los reyes. ¡Quiero abrazarte contra mi pecho! Ya hace tiempo que te conozco y tú también me conoces. Tus obras, ¡oh bendito de mi corazón!, no son siempre hermosas, ni buenas; pero solamente ellas dan un sentido al universo impidiéndole ser absurdo. ¿Qué sería, sin ti, la justicia? Un instinto. ¿La razón? Una rutina. ¿El hombre? Un bruto. Tú sólo animas y fecundizas el trabajo. Ennobleces la riqueza. Sirves de excusa a la autoridad. Tú pones el sello a la virtud. Espera un poco, proscrito. No tengo a tu servicio más que una pluma, pero equivale a millones de publicaciones…”.
La lista que podríamos hacer de semejantes citas sería larga. He aquí otra del francmasón hermetista Oswald Wirth[12]: “La serpiente, inspiradora de la desobediencia, de la insubordinación y de la revuelta, fue maldecida por los antiguos teócratas, mientras era honrada entre los iniciados… Hacerse semejante a la divinidad, tal era el objeto de los antiguos misterios; en nuestros días el programa de la iniciación no ha cambiado”.
Este satanismo proclamado se ha vuelto, quizá, menos frecuente. Pero, aunque menos cínico y ruidoso, el odio del enemigo no se ha apaciguado.
“Mi finalidad es la de organizar la humanidad sin Dios”, gritará Jules Ferry.
Y Clemenceau: “Desde la Revolución, estamos en rebeldía contra la autoridad divina y humana”. – “Nada podrá hacerse en este país —decía aún este último— hasta que se haya cambiado el estado de espíritu que ha introducido la autoridad católica”[13].
“Es absurdo seguir diciendo —confiesa Aulard[14]— que no queremos destruir la religión cuando estamos obligados a confesar, por otra parte, que esa destrucción es indispensable para fundar racionalmente la ciudad nueva, política y social. No digamos, pues: no queremos destruir la religión; digamos, al contrario: queremos destruir la religión a fin de poder establecer en su lugar la ciudad nueva”[15].
“No estamos solamente en contra de las congregaciones —exclamará Viviani—, estamos frente a la Iglesia católica para combatirla, para hacerle una guerra de exterminio”[16].
Es conocida la disparatada frase, citada a menudo, pero siempre útil de recordar: “La Tercera República ha atraído a su alrededor a los hijos de los campesinos, a los hijos de los obreros, y en esos cerebros oscuros, en esas conciencias en tinieblas, ha vertido, poco a poco, el germen revolucionario de la instrucción. Eso no ha bastado. Todos juntos nos hemos interesado, en el pasado, en una obra de anticlericalismo, en una obra de irreligión. Hemos arrancado las creencias de las conciencias. Cuando un miserable, fatigado por el peso del día, inclinada la rodilla, lo hemos levantado, le hemos dicho que detrás de las nubes no había más que quimeras. Juntos, y en gesto magnífico, hemos apagado, en el cielo, estrellas que no volverán jamás a brillar… He ahí nuestra obra, nuestra obra revolucionaria”[17].
“Hay que atreverse a pensar, atreverse a creer, atreverse a afirmar —podemos leer aún en el «Boletín de la Gran Logia de Francia»[18]— que lo que nos une en la masonería es una religión integral, total, universal y que ésta está y debe estar por encima de cualquier otra religión…”.
Y en el boletín del “Gran Oriente”[19] se ha leído: “En esos edificios (las iglesias), erigidos en todas partes a las supersticiones, seremos llamados, cuando nos toque, a predicar nuestras doctrinas, y en lugar de salmodias clericales, que todavía retumban, serán los malletes, las baterías y las aclamaciones de nuestra orden las que harán resonar las amplias bóvedas y los anchos pilares”.
De esta forma, la tradición anticatólica aparece cínicamente confesada, o más bien, proclamada de una forma ininterrumpida a lo largo de la corriente revolucionaria[20].
Y conste que no hemos hablado del comunismo. El recuerdo de las persecuciones en México, en España, las precisiones que nos llegan todos los días sobre el martirio de nuestros hermanos detrás de los telones de acero o de bambú dispensan, así lo creemos, de toda exposición en este lugar.
Conformémonos en recordar estas pocas líneas de Lenin:
“El marxismo es el materialismo[21]. En este aspecto es tan implacablemente hostil a la religión como el materialismo de Feuerbach… Debemos combatir la religión; es el A.B.C. de todo materialismo, y por tanto, del marxismo. Pero el marxismo no es un materialismo que se contenta con el A.B.C. El marxismo va más lejos. Dice: hay que saber luchar contra la religión”.

Continuará...
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[1]Le Modernisme dans l’Eglise”, según las cartas inéditas de Lamennais.
[2] Puede que algunos digan que la palabra “clericalismo” es equívoca. El H\ Courdaveaux, que fue profesor de la Facultad de Letras de Douai, tuvo mucho cuidado en precisar su sentido en una conferencia pronunciada en la logia “Estrella del Norte” hacia fines del siglo pasado. “La distinción entre el catolicismo y el clericalismo es puramente oficial, sutil, para las necesidades de la tribuna —explicó—; pero aquí en la logia, digámoslo bien alto, al servicio de la verdad: el catolicismo y el clericalismo no son más que una misma cosa”. (Citado por Copin-Albancelli, “La Franc-Massonerie et la Question Religieuse”; Perrin, edit., página 28).
[3] L. IV, cap. VIII.
[4] Carta célebre a Damilaville y de la cual Copin-Albancelli pretende (opus cit., p. 27) que “es frenéticamente aplaudida cada vez que es citada en los talleres masónicos”.
[5] He aquí algunos pasajes de cartas a d’Alembert, Damilaville, Theriot o Saurin: “Lo que me interesa es el envilecimiento del Infame”. “Inducid a todos los hermanos a perseguir al Infame de viva voz y por escrito, sin darle un momento de respiro”. “Haced siempre que podáis, los más inteligentes esfuerzos para aplastar al Infame”. “Olvidamos que la principal ocupación debe ser la de aplastar al infame”. “Aplastad al Infame, os digo”. Y también de Voltaire este fragmento de carta citado por Rohrbacher: “¡Amo apasionadamente a mis hermanos en Belcebú!”.
[6] Condillac, “Vie de Voltaire”. Nunca recomendaremos lo bastante a los que quieran conocer mejor estas cuestiones, la lectura de la obra de monseñor Delassus: “La Conjuration anti-chrétienne” (Desclée de Brouwer), verdadera “suma” de la Contrarrevolución católica.
[7] La secta de los iluminados de Baviera fue creada en 1776 en Ingolstadt, en Baviera, por Adam Weishaupt, antiguo alumno de los jesuitas. Reclutó a sus adeptos en las logias masónicas alemanas, en las que se convirtió en el furriel de la revolución universal. La orden de los iluminados se había propuesto como objetivos principales: el control masónico de la instrucción pública, de la Iglesia, de la prensa. Su táctica fue, siempre, la hipocresía erigida en método de acción, la hipocresía sistemática, concertada, calculada, perversa; diabólica, en una palabra. Las instituciones a derrocar no eran nunca combatidas de frente, sino profanadas, corrompidas, roídas en el interior. Los iluminados tomaban nombres de hombres célebres de la antigüedad: Espartaco (Weishaupt), Filón, Catón, Sócrates… Mirabeau parece haber formado parte de la secta. El apogeo del iluminismo se sitúa en 1783, cuando organizó el importantísimo Congreso masónico universal de Wilhelmsbad. La orden de los iluminados difundió en toda la francmasonería europea su ideal revolucionario. Fue abolida por un edicto del rey de Baviera en 1785. ¿Acaso ha sobrevivido secretamente? Nada se sabe. Los historiadores se han dividido en esta difícil cuestión.
[8] He aquí el retrato que el abate Barruel nos ha dejado de Weishaupt: “Ateo sin remordimientos, hipócrita profundo, sin ninguno de esos talentos superiores que dan a la verdad defensores célebres, sino con todos esos vicios y todo ese ardor que dan a la impiedad y a la anarquía grandes conspiradores. Este desastroso sofista no será conocido en la historia más que, como el demonio, por el mal que ha hecho y por el que proyectaba hacer… Un solo rasgo escapa de las tinieblas de que se rodeaba, y ese rasgo es el de la depravación, de la perversidad consumada (incesto e infanticidio confesados en sus propios escritos)”.
[9] Dostoyevski, en “Los hermanos Karamazof”: “El socialismo, no es solamente el problema obrero o el del cuarto estado; es, ante todo, la cuestión del ateísmo, de su encarnación contemporánea; es la cuestión de la Torre de Babel, que se construyó sin Dios no para alcanzar los cielos desde la tierra, sino para abatir hasta la tierra, los cielos”.
[10] Fourier, el padre del falansterismo, niega toda providencia y toda religión positiva. “¿A qué hablamos de que los cielos cantan la gloria de Dios? Nuestros sufrimientos proclaman mucho mejor la malicia y la impericia de Dios… ¿De qué nos sirve esa malvada ostentación de potencia divina, esos astros que brillan en el firmamento? Pedimos a Dios el bienestar antes que el espectáculo. Atrevámonos, en fin, a abordar la cuestión de los deberes (¡sic!) de Dios… La mayor parte de los civilizados tienen derecho a responder a David, retorciendo su versículo: «Los desórdenes de la tierra proclaman la despreocupación de Dios y los horrores de la civilización atestiguan la nulidad de su providencia»” (“La Phalange”, año 16, t. V, marzo 1847).
[11] Semejantes invocaciones explícitamente satánicas, no han sido raras en el siglo XIX. Incluso el muy burgués y universitario “Journal des Débats” en su número del 25 de abril de 1855, publicó esta rehabilitación de Lucifer: “De todos los seres malditos que la tolerancia de nuestro siglo ha relevado de su anatema Satanás es, sin disputa, el que más ha ganado en el progreso de las luces y de la civilización universal. La Edad Media, que no entendía nada de tolerancia, lo hizo a capricho malvado, feo, torturado… Un siglo tan fecundo como el nuestro en rehabilitaciones de todas clases no podía carecer de razones para disculpar a un revolucionario desdichado a quien la necesidad de acción lanzó en tentaciones arriesgadas… Si nos hemos vuelto indulgentes para con Satanás, es porque Satanás se ha despojado de una parte de su maldad y ya no es ese genio funesto objeto de tantos odios y terrores. El mal es, evidentemente, en nuestros días menos fuerte de lo que era antes. Era lícito en la Edad Media, que vivía continuamente en presencia de un mal fuerte, armado, almenado, declararle este odio implacable… Nosotros, que respetamos el destello divino (sic) por todas partes en donde reluce, vacilamos en pronunciar sentencias exclusivas por miedo de envolver en nuestra condenación algún átomo de belleza…”. Cf. sobre estas mismas cuestiones, monseñor Delassus (opus cit., cap. XLIX): “Se conoce el espantoso saludo dirigido a Satanás por Proudhon y él, no menos odioso, de Renan, Schilling ha celebrado también al ángel caído y lo ha declarado Dios… Michelet ha profetizado su triunfo y Quinet quería ahogar al cristianismo en el cieno, con el fin de reemplazarlo por la religión de Satanás. En Italia, Carducci le ha consagrado su prosa y sus versos. El himno que ha compuesto en su honor fue aplaudido en el teatro de Turín. Otro francmasón, Ripasardi de Catania, publicó un poema titulado “Lucifer”, donde celebra su triunfo sobre Dios e insulta a Jesucristo y a su Madre. Los estudiantes de Palermo le ovacionaron, desengancharon los caballos de su coche a su entrada en la ciudad y se engancharon ellos el carruaje. En Roma, incluso Mannarelli hizo el panegírico de Satanás y su pendón negro fue llevado a Bolonia, Nápoles, Milán. En Génova, Maccagi terminó una de estas mascaradas con este apóstrofe: “Pendón negro, no está lejos el día en que estás destinado a desplegarte en Roma sobre la cúpula de Miguel Ángel”. El mismo León XIII, en el consistorio del 30 de junio de 1889, se vio obligado a protestar contra la exhibición pública de la bandera de Satanás en la Ciudad Santa, con ocasión de la inauguración de la estatua de un monje apóstata, corrompido, Giordano Bruno. Cuando León XIII habló. “La Revista de la Masonería Italiana” (T. XVI, p. 356) escribió: “Vexila regis prodeunt inferni”, dijo el papa. ¡Pues bien sí! Las banderas del rey de los infiernos avanzan”…. La misma revista había proclamado algún tiempo antes (T. X, p. 265): “Saludad al genio renovador, vosotros los que sufrís, levantad bien altas vuestras frentes…, pues llega él, Satanás el Grande”.
“No es la primera vez —insiste monseñor Delassus (opus cit., p. 723)— que se produce una invasión de satanismo en la cristiandad. En el siglo XV, la Reforma estuvo precedida por un extraordinario desenvolvimiento de la magia. El protestantismo la favoreció por doquier, y produjo el desbordamiento de la hechicería que, durante el siglo XVII, cayó como una pesadilla sobre Alemania, Inglaterra y Escocia… A su vez, la Revolución ha sido precedida por una fiebre de satanismo; por todas partes se mostraron los magnetizadores, los nigromantes, como se decía entonces…” “Una ola de ocultismo escribe a su vez L. de Poncins (“La Franc-Masonnerie, d’après ses documents secrets”, p. 40) ha precedido y acompañado a los dos grandes movimientos revolucionarios de 1789 y de 1917. Los teósofos e iluminados del siglo XVIII, Boehme, Swedenborg, Martínez de Pasqualis, Cagliostro, el conde de Saint Germain, etc., tienen su contrapartida en las numerosas sectas rusas y en los magos y ocultistas de la corte imperial de Rusia, Felipe, Papus, el tibetano Badmaieff, y sobre todo, Rasputín, cuya extraordinaria influencia ha contribuido directamente a desencadenar la Revolución. René Fulop-Miller ha mostrado las afinidades que unían el bolchevismo al espiritismo, y sobre todo, a las numerosas sectas rusas que florecían al margen de la Iglesia… Actualmente (en 1941), en el mismo Occidente, el ocultismo está mucho más extendido de lo que pudiera creerse. Por ello, a consecuencia de ciertos escándalos resonantes que tuvieron lugar simultáneamente en Finlandia y en Inglaterra (ver entre otros “La liberté”, del 14 de octubre de 1931). H. Price, director del Laboratorio Nacional de Investigaciones Psíquicas de Londres, escribió en un artículo del “Morning Post” (números del 16 y 19 de enero de 1931): “La magia y la hechicería se practican hoy en Londres en una escala y con una libertad desconocida en la Edad Media… El ocultismo se propaga a saltos, y puedo afirmar que “estas artes negras” cuentan hoy con más fieles en Londres que en la Edad Media”. Inglaterra no es una excepción en este caso, y en distintos grados, se podría decir otro tanto de muchos países, entre otros, de Francia. París, Lyon, la Costa Azul, son centros de ocultismo, como lo es Florencia en Italia”.
[12]Le libre du compagnon”, p. 74.
[13] El 12 de julio de 1909.
[14] Sin embargo, es este mismo Aulard quien fingirá encontrar ultrajante el decreto contra el modernismo prohibiendo a los jóvenes clérigos el frecuentar las clases de la Universidad laica. De creerle a él, en efecto, y a pesar de las frases que vamos a leer, sus propias lecciones no ofrecían ningún peligro a la fe de sus oyentes. Y era por pura maldad, sin ninguna duda, por lo que Pío X y su secretario, el cardenal Merry del Val, ponían en guardia a fieles y pastores contra la enseñanza de una Sorbona estrictamente naturalista.
[15] Citado por monseñor Delassus, opus cit., p. 541.
[16] Ibid., p. 82.
[17] Citado por J. d’Arnoux en “L’heure des héros”, p. 42.
[18] Número del primero de abril de 1933.
[19] 1883, p. 645.
[20] A los que piensan que este anticatolicismo se ha atenuado y aparece hoy “superado”, recomendamos la lectura del muy reciente número de la “Documentation Catholique” de 14 de junio de 1953; podrán ver “como el Gran Oriente quiere continuar la lucha por una Francia completamente secularizada”… por la derogación especialmente de las leyes de Marie y Barangé, de la ley de Falloux; por la aplicación estricta de las leyes laicas se separación de la Iglesia y del Estado en los departamentos del Este, los territorios de la Unión Francesa y de Ultramar, y para terminar, por la expulsión de las congregaciones. Si se tiene alguna duda en este respecto, que se lea “Action laique”, “Ecole libératrice” o “E. N. de France”, por no hablar de las páginas de la “Libre Pensée”.
[21] Hay que observar bien que Lenin no dice: “El marxismo es materialista”. Dice: “El marxismo es el materialismo”. Es muy diferente y singularmente más fuerte. Esto es lo que debería abrir los ojos de aquellos que se empeñan en decir si llega el caso que sólo está condenado el comunismo ateo, como si se pudiera dar otro comunismo. Lenin ha tenido bien cuidado en advertirnos: “El marxismo es el materialismo”.

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