Una profecía que se cumple
En 1835, se encontraron en un hotel de
Londres dos jóvenes franceses, que desde entonces se ligaron por una estrecha
amistad. Uno era legitimista y volvía de una visita al viejo rey Carlos X; el
otro, bonapartista, estaba al servicio del ex rey José, hermano de Napoleón I.
Eran el conde de Falloux y Fialin de Persigny. En
sus discusiones, del conde de Falloux no tomaba en serio la esperanza que su
amigo alimentaba, de una restauración de los Bonapartes en el trono de Francia,
lo que llevó a Persigny a decirle proféticamente: “Sus ojos se abrirán. El príncipe
Luis reinará y Ud. formará parte de su primer ministerio”.
Persigny, su profecía se cumplió |
Algunos años más tarde, Persigny fue
detenido en uno de los intentos de la revolución promovida por Luis Napoleón. El
conde de Falloux fue a visitarlo a la prisión. Al salir, el prisionero le deslizó
en la mano un papel: era la dirección de la casa donde se encontraban los
uniformes preparados para la entrada triunfal del príncipe en París. El conde
de Falloux consiguió hacer que desaparecieran esos uniformes, destruyendo así lo
que, en las manos del gobierno de entonces, sería una prueba aplastadora de
culpabilidad contra Luis Napoleón y sus amigos.
En 1849, Luis Napoleón ocupaba la
presidencia de la república con el eficaz apoyo del partido del orden. Thiers pretendía
dominar al príncipe-presidente, y fue bajo su dirección que se desarrollaron
las negociaciones para la formación del primer ministerio del nuevo gobierno. El
príncipe Luis, entre tanto, hacía una imposición: quería como ministro suyo al
conde de Falloux. Además de ser el pago de una deuda de gratitud y un deseo de
Persigny, aún se debía tener en cuenta que el conde de Falloux era uno de los “notables
de la calle Poitiers”, legitimista, un nombre político ya respetado, y traía para
su gobierno el apoyo del partido católico.
Las primeras gestiones se enfrentaron con
la negativa formal del conde de Falloux. Sin embargo, una vez más entró en
escena el padreDupanloup. Fue él quien consiguió convencer al joven líder legitimista a
aceptar el convite para el ministerio. El propio Falloux cuenta en sus memorias
cómo fue vencida su resistencia:
“Tenía
a mi servicio un vandeano, Marc Séjon, que todos mis amigos conocían y
estimaban con el nombre familiar de Marquet. Hijo de un guardabosques de mi
padre, había nacido y educado en mi casa.
No se podía llevar más lejos de que él la pasión política y la dedicación
personal. Contra mi voluntad, él me siguió en los días de la insurrección de
julio. Estaba seguro de su inviolable respeto por las órdenes que le daba. Le confié,
por lo tanto, mi plan de campaña, recomendando que me mandase un coche a las
nueve horas a la calle Saint Dominique (a la casa de Madame Swetchine), prohibiéndole revelar a quien quiera que
fuese el secreto de mi refugio.
“Todo
corrió bien hasta las ocho y media, y ya conversaba alegremente, como un hombre
que acababa de escapar de un gran peligro, cuando la puerta del salón, que yo
sabía rigurosamente cerrada, se abrió bruscamente y apareció el padre
Dupanloup. Se disculpó en pocas palabras con Madame Swetchine, y me dijo:
—
Estoy en su casa desde las seis horas, suplicando en
vano a Marquet, en nombre de los más graves intereses, decirme dónde podría encontrarlo.
Impiadosamente me dejó sin cenar. Pero, viendo que se aproximaba la hora de su
regreso, me puso en el coche que venía a buscarlo, y aquí estoy.
—
Muy bien, ¿y qué quiere Ud. de mí?
—
Hacerle sentir el peso de su responsabilidad. Comunicaron
su rechazo al príncipe Luis, y éste respondió fríamente: “Comprendo lo que eso
significa. A la edad del Sr. de Falloux, no se rechaza voluntariamente una
cartera ministerial. Es su partido el que no le permite aceptar. Es por lo
tanto, una declaración de guerra. Quería tener mi punto de apoyo en los
conservadores. Como él me hace falta, debo buscarlo en otros lugares. Hoy el
partido legitimista levanta una bandera, mañana será el turno del partido orleanista. No puedo
quedar en el aire, y voy a pedirle a la izquierda el concurso que la derecha no
me quiere prestar. Veré esta tarde al Sr. Jules Favre”.
—
Esta es, mi amigo – acrecentó el padre Dupanloup – la situación
que creó su terquedad. Usted va a abandonar a Italia a sus convulsiones, dejar
al Papa sin socorro y entregarlo a sus peores enemigos, volviendo a lanzar en
la anarquía a Francia que no aspira sino a liberarse de ella, y cubrir de confusión
a los más eminentes representantes del partido conservador.
“Quedé
aterrado con el cuadro de la situación expuesta por el padre Dupanloup. Madame
Swetchine no dijo nada.
—
¿Pero quién dijo todo eso? – Pregunté.
—
Primero el Sr. Molé, y después el Sr. Montalembert,
que esta cenando a dos pasos de aquí. En casa de Mme. Thayer, y suplica verlo.
—
Muy bien, lléveme con él.
Mme. Swetchine |
“Dejé
a Mme. Swetchine en la mayor ansiedad, porque ella conocía bastante bien el
fondo de mi alma, para comprender la extensión de mi sacrificio. Madame Thayer,
hija del general Bertrand, juntaba a una gran distinción una gran piedad. Estaba
muy unida con la acción y los deseos de los católicos. Cuando me vio entrar, el
Sr. Montalembert exclamó:
—
Hicimos mal en ceder. Debimos prever eso. Reflexione,
yo le suplico que reflexione, si aún queda tiempo:
“Todo
el salón hizo eco de esas palabras.
—
Muy bien – respondí – yo no lucho más por mi propia
cuenta, pero tengo condiciones que quiero imponer, tanto por vos como por mí.
Vamos inmediatamente a la casa del Sr. Thiers, en cuanto el
padre Dupanloup regresa a la casa del Sr. Molé.
“El
salón de la Plaza Saint Georges comenzaba a repletarse. El Sr. Montalembert
entró solo, y le susurró al Sr. Thiers que yo lo esperaba en la sala vecina. Él
acudió luego, con las dos manos extendidas.
—
No me agradezca todavía – le dije –. Vine a buscarlo
porque los pares me enviaron (usé a propósito esta expresión, para colocarlo
delante de la dificultad). Acepto el ministerio si el Sr. me promete preparar,
sustentar y votar conmigo una ley de libertad de enseñanza. Si no, no.
—
Prometo, prometo – respondió el Sr. Thiers con efusión
– Y crea que no es una promesa que me cueste. Cuente conmigo, porque mi convicción
es la misma que la suya. Mis amigos liberales y yo estábamos en el mal camino
en el terreno religioso. Debemos reconocerlo francamente. Pero ahora déjeme procurar
inmediatamente al príncipe Luis, que recibe en este momento consejos
detestables, y talvez dentro de pocas horas ya no será posible liberarlo de
esas influencias.
“El
Sr. Thiers pidió permiso apresuradamente a sus visitantes. El Sr. Montalembert
quiso encargarse, de mi parte, y poner el Sr. Molé al par de lo que pasaba en
casa del Sr. Thiers. Yo tomé mi coche y llegué a casa diciendo:
—
Bien, pobre Marquet, vas a entrar en el ministerio.
¡Quién lo diría!
—
Ciertamente yo no – replicó él tristemente –. Entre
tanto, como el Sr. lo hizo, estoy cierto de que es para bien, y tenemos que
resignarnos”.
Es curioso que Falloux, amigo fiel del bonapartista
Persigny, a una edad naturalmente inclinada al deseo de una gran carrera – tenía
entonces 37 años – habiendo tanto rechazado obstinadamente un ministerio y no desease
colaborar con el príncipe Luis Napoleón en la represión del desorden que
llevaba el partido conservador, apoyara la candidatura de este último a la
presidencia, habiendo impuesto la ley de libertad de enseñanza como única condición
para dejarse vencer, a pesar de los trágicos colores con que el padre Dupanloup
pintó la situación del Papa. Tanto más que él rechazó en la Cámara hacer parte
de la comisión parlamentaria de que dependía la aprobación de esa misma ley.
Finalmente, el conde de Falloux es
ministro de Instrucción Pública del primer ministerio de Luis Napoleón. Él preparará
la ley sobre la libertad de enseñanza redactada de tal modo que incluso hoy la Francia
católica sufre sus consecuencias. Y esa ley es la que liquidaría completamente
el partido católico.
Al tomar posesión, el conde de Falloux encontró
en su escritorio una bella carpeta de rojo marroquí, con una nota: “De parte
del Sr. de Persigny. Recuerdo de Londres, 1835”.
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