CAPÍTULO
II
LA REVOLUCIÓN
Continuación del capítulo anterior
Hemos
expuesto ya las razones del odio de Lucifer contra Dios hecho hombre. Que la
Santísima Virgen María se encuentre como englobada en esta aversión, es
consecuencia lógica. Satanás no perdonará nunca a una criatura humana haber
podido ser elevada hasta ese rango de incomprensible dignidad de “Madre de
Dios”.
En
la lógica de este odio se encuentran también: el aborrecimiento a la Iglesia,
Cuerpo Místico de Cristo; el aborrecimiento a los cristianos, que son sus
miembros; el aborrecimiento, en fin, a la humanidad como tal, por ser objeto de
la predilección divina.
Envilecer
esta humanidad, corromper sistemáticamente a los hombres, verlos hundirse en
los peores desordenes y, finalmente, en esta “animalidad” en la que participan
por sus cuerpos; tal es la ambición, muy comprensible en un sentido, de esos
puros espíritus desviados que no abrigan más que desprecio para esas criaturas
de carne y de sangre llamadas a ocupar en el cielo los lugares que ellos
perdieron.
Para
alcanzar este objetivo, aniquilamiento de lo que puede ayudar o sostener la
personalidad: cuadros, cuerpos o medios naturales de educación, orden social,
familia, propiedad, etc. Aniquilamiento de los selectos por la supresión de las
corporaciones intermedias. Reducción de la humanidad al estado de una “masa”
amorfa y gregaria por el aniquilamiento de las naciones…, bajo la autoridad de
un poder todopoderoso y que sería ateo.
Saqueos,
atentados, revoluciones, asesinatos, ejecuciones sumarias, terror, guerras cada
vez más atroces; tales son las manifestaciones muy características de aquél de
quien sabemos que fue homicida desde el principio.
¡Homicida!,
¡padre de la mentira y príncipe de las tinieblas! De aquí su horror por la
verdad, por la luz, por la claridad. Perseguir, despojar, derrumbar la Santa
Iglesia. Preferirlo todo a ella, y en primer lugar, las falsas religiones, el
cisma y la herejía.
Arruinar,
minar, disminuir, menospreciar la autoridad del papa. Combatir, expulsar,
asesinar a los sacerdotes y a los religiosos. Corromper a aquellos a lo que se
pueda seducir. Utilizarlo todo para neutralizar la enseñanza de la buena
doctrina. Si no impedir las vocaciones, entorpecerlas, etc.
Tal
es, sin ninguna duda, la frenética voluntad y la acción perseverante del
infierno.
Ahora
bien, sería pueril demostrar que tal es también la no menos frenética voluntad
y la acción no menos perseverante de la Revolución.
ODIO DE LA REVOLUCIÓN
CONTRA DIOS, JESUCRISTO, LA IGLESIA Y EL ORDEN CRISTIANO
Ante
todo, el odio a Dios, y más particularmente, a Dios hecho hombre: Jesucristo,
odio a su Iglesia, odio al orden cristiano.
Odio
típicamente satánico, hemos dicho; pero también odio típicamente
revolucionario.
Es
verdad que, cegados como están por el naturalismo generalizado, porque está
institucionalizado, nuestros contemporáneos han perdido casi el sentido
religioso del mundo y de los acontecimientos. Les parece, efectivamente, que la
Revolución es política por esencia y religiosa solamente por repercusión,
cuando, por el contrario, supo aquélla y sabe aún acomodarse a todos los regímenes,
siendo sólo el catolicismo el objeto de su incansable hostilidad.
“Según
las circunstancias —hacía observar no ha mucho Charles Perrin[1]—,
se inclina de un lado o de otro, pero siempre permanece la misma en cuanto a su
pretensión fundamental, que es la secularización de la vida social en todos los
grados y bajo todas sus formas”.
Tal
era la opinión de un Leon Bourgeois. “Desde que el pensamiento francés se ha
liberado —decía—, desde que el espíritu de la Reforma, del filosofismo y de la
Revolución ha entrado en las instituciones de Francia, el clericalismo es el
enemigo”[2].
A
este respecto tenemos también la opinión de Gambetta en un texto, por
desgracia, poco conocido. Al recibir el 1 de junio de 1877 a una delegación
juvenil, les dijo: “Aparentamos combatir por la forma de gobierno, por la
integridad de la constitución. La lucha es más profunda: la lucha es contra
todo lo que queda del otro mundo, entre los agentes de la teocracia romana y
los hijos de 89”.
Y
este odio a la Iglesia Romana, Rousseau y Voltaire ya lo profesaban.
“Desde
el punto de vista político —leemos en “El Contrato Social”[3]—,
todas las religiones tienen sus defectos; pero el cristianismo romano es una
religión tan evidentemente mala que es perder el tiempo entretenerse en demostrarlo”.
“La
religión cristiana es una religión infame —escribe Voltaire, por su parte[4]—,
una hidra abominable, un monstruo a quien hace falta que cien manos invisibles
traspasen… Es preciso que los filósofos lo digan a todo el mundo para
destruirla, como los misioneros recorren las tierras y los mares para
propagarla. Deben intentarlo todo, arriesgarlo todo, hacerse quemar, si es
preciso, para destruirla. Aplastemos, aplastad al Infame.
“Los
cristianos de todas las profesiones son seres nocivos, fanáticos, bribones,
cándidos, impostores que han mentido con sus evangelios, enemigos del género
humano.
“La
religión cristiana es evidentemente mala. La religión cristiana es una secta
que todo hombre de bien debe mirar con horror… Hay que ridiculizar al Infame y
también a sus fautores…”.
Y
esta fórmula “Aplastad al Infame” se volverá el leit-motiv de la correspondencia de Voltaire[5].
“Veinte
años más y veremos qué queda de Dios”, escribía el 25 de febrero de 1758. Y
como el lugarteniente de policía Hérault le dijera: “Por mucho que haga, no
conseguirá nunca destruir la religión cristiana”. —“Eso lo veremos”, respondió
Voltaire. —“Estoy ya cansado de oírles repetir que doce hombres han bastado
para establecer el cristianismo y tengo ganas de probarles que no hace falta
más que uno para destruirlo”[6].
Si
tales expresiones no son demoníacas, ¿cuáles lo serán?
Y,
además, sería fácil encontrarlas semejantes y peores a lo largo de la corriente
revolucionaria.
En
desacuerdo sobre mil puntos, la unanimidad de los agentes de la Revolución no
se produce más que a expensas de la religión de Jesucristo.
Contentémonos
con algunos ejemplos más significativos, ya que no podemos citarlos todos.
Así
Weishaupt, jefe de los iluminados de Baviera[7], y
si creemos a Louis Blanc, “el más profundo conspirador que haya jamás
existido”. En su imaginación no tuvo nunca el menor cambio sobre lo que debía
ser la finalidad del iluminismo: no más religión, no más sociedad, no más leyes
civiles, no más propiedad[8].
Nos
parece superfluo insistir sobre el anticatolicismo de la Revolución Francesa
propiamente dicha por ser de sobra conocido.
Las
blasfemias de los socialistas[9],
en cambio [Fourier[10] y
Proudhon, por ejemplo], están más olvidadas, pero no son menos odiosas.
Se
conoce la infernal invocación de Proudhon[11]:
“¡Ven Satanás! Ven tú, el calumniado de los sacerdotes y de los reyes. ¡Quiero
abrazarte contra mi pecho! Ya hace tiempo que te conozco y tú también me
conoces. Tus obras, ¡oh bendito de mi corazón!, no son siempre hermosas, ni
buenas; pero solamente ellas dan un sentido al universo impidiéndole ser
absurdo. ¿Qué sería, sin ti, la justicia? Un instinto. ¿La razón? Una rutina.
¿El hombre? Un bruto. Tú sólo animas y fecundizas el trabajo. Ennobleces la
riqueza. Sirves de excusa a la autoridad. Tú pones el sello a la virtud. Espera
un poco, proscrito. No tengo a tu servicio más que una pluma, pero equivale a
millones de publicaciones…”.
La
lista que podríamos hacer de semejantes citas sería larga. He aquí otra del
francmasón hermetista Oswald Wirth[12]:
“La serpiente, inspiradora de la desobediencia, de la insubordinación y de la
revuelta, fue maldecida por los antiguos teócratas, mientras era honrada entre
los iniciados… Hacerse semejante a la divinidad, tal era el objeto de los
antiguos misterios; en nuestros días el programa de la iniciación no ha
cambiado”.
Este
satanismo proclamado se ha vuelto, quizá, menos frecuente. Pero, aunque menos
cínico y ruidoso, el odio del enemigo no se ha apaciguado.
“Mi
finalidad es la de organizar la humanidad sin Dios”, gritará Jules Ferry.
Y
Clemenceau: “Desde la Revolución, estamos en rebeldía contra la autoridad
divina y humana”. – “Nada podrá hacerse en este país —decía aún este último—
hasta que se haya cambiado el estado de espíritu que ha introducido la autoridad
católica”[13].
“Es
absurdo seguir diciendo —confiesa Aulard[14]—
que no queremos destruir la religión cuando estamos obligados a confesar, por
otra parte, que esa destrucción es indispensable para fundar racionalmente la
ciudad nueva, política y social. No digamos, pues: no queremos destruir la
religión; digamos, al contrario: queremos destruir la religión a fin de poder
establecer en su lugar la ciudad nueva”[15].
“No
estamos solamente en contra de las congregaciones —exclamará Viviani—, estamos
frente a la Iglesia católica para combatirla, para hacerle una guerra de
exterminio”[16].
Es
conocida la disparatada frase, citada a menudo, pero siempre útil de recordar:
“La Tercera República ha atraído a su alrededor a los hijos de los campesinos,
a los hijos de los obreros, y en esos cerebros oscuros, en esas conciencias en
tinieblas, ha vertido, poco a poco, el germen revolucionario de la instrucción.
Eso no ha bastado. Todos juntos nos hemos interesado, en el pasado, en una obra
de anticlericalismo, en una obra de irreligión. Hemos arrancado las creencias
de las conciencias. Cuando un miserable, fatigado por el peso del día,
inclinada la rodilla, lo hemos levantado, le hemos dicho que detrás de las
nubes no había más que quimeras. Juntos, y en gesto magnífico, hemos apagado,
en el cielo, estrellas que no volverán jamás a brillar… He ahí nuestra obra,
nuestra obra revolucionaria”[17].
“Hay
que atreverse a pensar, atreverse a creer, atreverse a afirmar —podemos leer
aún en el «Boletín de la Gran Logia de Francia»[18]—
que lo que nos une en la masonería es una religión integral, total, universal y
que ésta está y debe estar por encima de cualquier otra religión…”.
Y
en el boletín del “Gran Oriente”[19]
se ha leído: “En esos edificios (las iglesias), erigidos en todas partes a las
supersticiones, seremos llamados, cuando nos toque, a predicar nuestras
doctrinas, y en lugar de salmodias clericales, que todavía retumban, serán los
malletes, las baterías y las aclamaciones de nuestra orden las que harán
resonar las amplias bóvedas y los anchos pilares”.
De
esta forma, la tradición anticatólica aparece cínicamente confesada, o más
bien, proclamada de una forma ininterrumpida a lo largo de la corriente
revolucionaria[20].
Y
conste que no hemos hablado del comunismo. El recuerdo de las persecuciones en
México, en España, las precisiones que nos llegan todos los días sobre el
martirio de nuestros hermanos detrás de los telones de acero o de bambú
dispensan, así lo creemos, de toda exposición en este lugar.
Conformémonos
en recordar estas pocas líneas de Lenin:
“El
marxismo es el materialismo[21].
En este aspecto es tan implacablemente hostil a la religión como el
materialismo de Feuerbach… Debemos combatir la religión; es el A.B.C. de todo
materialismo, y por tanto, del marxismo. Pero el marxismo no es un materialismo
que se contenta con el A.B.C. El marxismo va más lejos. Dice: hay que saber
luchar contra la religión”.
Continuará...
Vea los capítulos publicados haciendo clic aquí: Para que Él reine
[1] “Le Modernisme dans l’Eglise”, según las cartas inéditas de
Lamennais.
[2] Puede que algunos digan que la
palabra “clericalismo” es equívoca. El H\ Courdaveaux, que fue profesor de la Facultad de
Letras de Douai, tuvo mucho cuidado en precisar su sentido en una conferencia
pronunciada en la logia “Estrella del Norte” hacia fines del siglo pasado. “La
distinción entre el catolicismo y el clericalismo es puramente oficial, sutil,
para las necesidades de la tribuna —explicó—; pero aquí en la logia, digámoslo
bien alto, al servicio de la verdad: el catolicismo y el clericalismo no son
más que una misma cosa”. (Citado por Copin-Albancelli, “La Franc-Massonerie et la Question Religieuse”; Perrin, edit.,
página 28).
[3] L. IV, cap. VIII.
[4] Carta célebre a Damilaville y
de la cual Copin-Albancelli pretende (opus cit., p. 27) que “es frenéticamente
aplaudida cada vez que es citada en los talleres masónicos”.
[5] He aquí algunos pasajes de
cartas a d’Alembert, Damilaville, Theriot o Saurin: “Lo que me interesa es el
envilecimiento del Infame”. “Inducid a todos los hermanos a perseguir al Infame
de viva voz y por escrito, sin darle un momento de respiro”. “Haced siempre que
podáis, los más inteligentes esfuerzos para aplastar al Infame”. “Olvidamos que
la principal ocupación debe ser la de aplastar al infame”. “Aplastad al Infame,
os digo”. Y también de Voltaire este fragmento de carta citado por Rohrbacher:
“¡Amo apasionadamente a mis hermanos en Belcebú!”.
[6] Condillac, “Vie de Voltaire”. Nunca recomendaremos
lo bastante a los que quieran conocer mejor estas cuestiones, la lectura de la
obra de monseñor Delassus: “La
Conjuration anti-chrétienne” (Desclée de Brouwer), verdadera “suma” de la
Contrarrevolución católica.
[7] La secta de los iluminados de
Baviera fue creada en 1776 en Ingolstadt, en Baviera, por Adam Weishaupt,
antiguo alumno de los jesuitas. Reclutó a sus adeptos en las logias masónicas
alemanas, en las que se convirtió en el furriel de la revolución universal. La
orden de los iluminados se había propuesto como objetivos principales: el
control masónico de la instrucción pública, de la Iglesia, de la prensa. Su
táctica fue, siempre, la hipocresía erigida en método de acción, la hipocresía
sistemática, concertada, calculada, perversa; diabólica, en una palabra. Las
instituciones a derrocar no eran nunca combatidas de frente, sino profanadas,
corrompidas, roídas en el interior. Los iluminados tomaban nombres de hombres
célebres de la antigüedad: Espartaco (Weishaupt), Filón, Catón, Sócrates…
Mirabeau parece haber formado parte de la secta. El apogeo del iluminismo se
sitúa en 1783, cuando organizó el importantísimo Congreso masónico universal de
Wilhelmsbad. La orden de los iluminados difundió en toda la francmasonería
europea su ideal revolucionario. Fue abolida por un edicto del rey de Baviera
en 1785. ¿Acaso ha sobrevivido secretamente? Nada se sabe. Los historiadores se
han dividido en esta difícil cuestión.
[8] He aquí el retrato que el
abate Barruel nos ha dejado de Weishaupt: “Ateo sin remordimientos, hipócrita
profundo, sin ninguno de esos talentos superiores que dan a la verdad
defensores célebres, sino con todos esos vicios y todo ese ardor que dan a la
impiedad y a la anarquía grandes conspiradores. Este desastroso sofista no será
conocido en la historia más que, como el demonio, por el mal que ha hecho y por
el que proyectaba hacer… Un solo rasgo escapa de las tinieblas de que se
rodeaba, y ese rasgo es el de la depravación, de la perversidad consumada
(incesto e infanticidio confesados en sus propios escritos)”.
[9] Dostoyevski, en “Los hermanos Karamazof”: “El socialismo,
no es solamente el problema obrero o el del cuarto estado; es, ante todo, la
cuestión del ateísmo, de su encarnación contemporánea; es la cuestión de la
Torre de Babel, que se construyó sin Dios no para alcanzar los cielos desde la
tierra, sino para abatir hasta la tierra, los cielos”.
[10] Fourier, el padre del
falansterismo, niega toda providencia y toda religión positiva. “¿A qué
hablamos de que los cielos cantan la gloria de Dios? Nuestros sufrimientos
proclaman mucho mejor la malicia y la impericia de Dios… ¿De qué nos sirve esa
malvada ostentación de potencia divina, esos astros que brillan en el firmamento?
Pedimos a Dios el bienestar antes que el espectáculo. Atrevámonos, en fin, a
abordar la cuestión de los deberes (¡sic!) de Dios… La mayor parte de los
civilizados tienen derecho a responder a David, retorciendo su versículo: «Los
desórdenes de la tierra proclaman la despreocupación de Dios y los horrores de
la civilización atestiguan la nulidad de su providencia»” (“La Phalange”, año 16, t. V, marzo 1847).
[11] Semejantes invocaciones
explícitamente satánicas, no han sido raras en el siglo XIX. Incluso el muy
burgués y universitario “Journal des
Débats” en su número del 25 de abril de 1855, publicó esta rehabilitación
de Lucifer: “De todos los seres malditos que la tolerancia de nuestro siglo ha
relevado de su anatema Satanás es, sin disputa, el que más ha ganado en el
progreso de las luces y de la civilización universal. La Edad Media, que no
entendía nada de tolerancia, lo hizo a capricho malvado, feo, torturado… Un
siglo tan fecundo como el nuestro en rehabilitaciones de todas clases no podía
carecer de razones para disculpar a un revolucionario desdichado a quien la
necesidad de acción lanzó en tentaciones arriesgadas… Si nos hemos vuelto
indulgentes para con Satanás, es porque Satanás se ha despojado de una parte de
su maldad y ya no es ese genio funesto objeto de tantos odios y terrores. El
mal es, evidentemente, en nuestros días menos fuerte de lo que era antes. Era
lícito en la Edad Media, que vivía continuamente en presencia de un mal fuerte,
armado, almenado, declararle este odio implacable… Nosotros, que respetamos el
destello divino (sic) por todas partes en donde reluce, vacilamos en pronunciar
sentencias exclusivas por miedo de envolver en nuestra condenación algún átomo
de belleza…”. Cf. sobre estas mismas cuestiones, monseñor Delassus (opus cit., cap. XLIX): “Se conoce el
espantoso saludo dirigido a Satanás por Proudhon y él, no menos odioso, de
Renan, Schilling ha celebrado también al ángel caído y lo ha declarado Dios…
Michelet ha profetizado su triunfo y Quinet quería ahogar al cristianismo en el
cieno, con el fin de reemplazarlo por la religión de Satanás. En Italia,
Carducci le ha consagrado su prosa y sus versos. El himno que ha compuesto en
su honor fue aplaudido en el teatro de Turín. Otro francmasón, Ripasardi de
Catania, publicó un poema titulado “Lucifer”, donde celebra su triunfo sobre
Dios e insulta a Jesucristo y a su Madre. Los estudiantes de Palermo le
ovacionaron, desengancharon los caballos de su coche a su entrada en la ciudad
y se engancharon ellos el carruaje. En Roma, incluso Mannarelli hizo el
panegírico de Satanás y su pendón negro fue llevado a Bolonia, Nápoles, Milán.
En Génova, Maccagi terminó una de estas mascaradas con este apóstrofe: “Pendón
negro, no está lejos el día en que estás destinado a desplegarte en Roma sobre
la cúpula de Miguel Ángel”. El mismo León XIII, en el consistorio del 30 de
junio de 1889, se vio obligado a protestar contra la exhibición pública de la
bandera de Satanás en la Ciudad Santa, con ocasión de la inauguración de la
estatua de un monje apóstata, corrompido, Giordano Bruno. Cuando León XIII
habló. “La Revista de la Masonería
Italiana” (T. XVI, p. 356) escribió: “Vexila
regis prodeunt inferni”, dijo el papa. ¡Pues bien sí! Las banderas del rey
de los infiernos avanzan”…. La misma revista había proclamado algún tiempo
antes (T. X, p. 265): “Saludad al genio renovador, vosotros los que sufrís,
levantad bien altas vuestras frentes…, pues llega él, Satanás el Grande”.
“No
es la primera vez —insiste monseñor Delassus (opus cit., p. 723)— que se produce una invasión de satanismo en la
cristiandad. En el siglo XV, la Reforma estuvo precedida por un extraordinario
desenvolvimiento de la magia. El protestantismo la favoreció por doquier, y
produjo el desbordamiento de la hechicería que, durante el siglo XVII, cayó
como una pesadilla sobre Alemania, Inglaterra y Escocia… A su vez, la
Revolución ha sido precedida por una fiebre de satanismo; por todas partes se
mostraron los magnetizadores, los nigromantes, como se decía entonces…” “Una
ola de ocultismo —escribe
a su vez L. de Poncins (“La
Franc-Masonnerie, d’après ses documents secrets”, p. 40)— ha precedido y acompañado a
los dos grandes movimientos revolucionarios de 1789 y de 1917. Los teósofos e
iluminados del siglo XVIII, Boehme, Swedenborg, Martínez de Pasqualis,
Cagliostro, el conde de Saint Germain, etc., tienen su contrapartida en las
numerosas sectas rusas y en los magos y ocultistas de la corte imperial de
Rusia, Felipe, Papus, el tibetano Badmaieff, y sobre todo, Rasputín, cuya
extraordinaria influencia ha contribuido directamente a desencadenar la
Revolución. René Fulop-Miller ha mostrado las afinidades que unían el
bolchevismo al espiritismo, y sobre todo, a las numerosas sectas rusas que
florecían al margen de la Iglesia… Actualmente (en 1941), en el mismo
Occidente, el ocultismo está mucho más extendido de lo que pudiera creerse. Por
ello, a consecuencia de ciertos escándalos resonantes que tuvieron lugar
simultáneamente en Finlandia y en Inglaterra (ver entre otros “La liberté”, del 14 de octubre de 1931).
H. Price, director del Laboratorio Nacional de Investigaciones Psíquicas de
Londres, escribió en un artículo del “Morning Post” (números del 16 y 19 de
enero de 1931): “La magia y la hechicería se practican hoy en Londres en una
escala y con una libertad desconocida en la Edad Media… El ocultismo se propaga
a saltos, y puedo afirmar que “estas artes negras” cuentan hoy con más fieles
en Londres que en la Edad Media”. Inglaterra no es una excepción en este caso,
y en distintos grados, se podría decir otro tanto de muchos países, entre
otros, de Francia. París, Lyon, la Costa Azul, son centros de ocultismo, como
lo es Florencia en Italia”.
[12] “Le libre du compagnon”, p. 74.
[13] El 12 de julio de 1909.
[14] Sin embargo, es este mismo
Aulard quien fingirá encontrar ultrajante el decreto contra el modernismo
prohibiendo a los jóvenes clérigos el frecuentar las clases de la Universidad
laica. De creerle a él, en efecto, y a pesar de las frases que vamos a leer,
sus propias lecciones no ofrecían ningún peligro a la fe de sus oyentes. Y era
por pura maldad, sin ninguna duda, por lo que Pío X y su secretario, el
cardenal Merry del Val, ponían en guardia a fieles y pastores contra la
enseñanza de una Sorbona estrictamente naturalista.
[15] Citado por monseñor Delassus, opus cit., p. 541.
[16] Ibid., p. 82.
[17] Citado por J. d’Arnoux en “L’heure des héros”, p. 42.
[18] Número del primero de abril de
1933.
[20] A los que piensan que este
anticatolicismo se ha atenuado y aparece hoy “superado”, recomendamos la
lectura del muy reciente número de la “Documentation
Catholique” de 14 de junio de 1953; podrán ver “como el Gran Oriente quiere
continuar la lucha por una Francia completamente secularizada”… por la
derogación especialmente de las leyes de Marie y Barangé, de la ley de Falloux;
por la aplicación estricta de las leyes laicas se separación de la Iglesia y
del Estado en los departamentos del Este, los territorios de la Unión Francesa
y de Ultramar, y para terminar, por la expulsión de las congregaciones. Si se
tiene alguna duda en este respecto, que se lea “Action laique”, “Ecole
libératrice” o “E. N. de France”,
por no hablar de las páginas de la “Libre
Pensée”.
[21] Hay que observar bien que
Lenin no dice: “El marxismo es materialista”. Dice: “El marxismo es el
materialismo”. Es muy diferente y singularmente más fuerte. Esto es lo que
debería abrir los ojos de aquellos que se empeñan en decir si llega el caso que
sólo está condenado el comunismo ateo, como si se pudiera dar otro comunismo.
Lenin ha tenido bien cuidado en advertirnos: “El marxismo es el materialismo”.
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