CAPÍTULO VII
LO QUE HACE Y DICE LA REVOLUCIÓN EN LOS DÍAS ACTUALES
[Advertencia: téngase
en cuenta que este libro fue publicado en 1910, por lo tanto, los
acontecimientos aquí narrados ocurrieron hace más de 100 años. No obstante
aquello, la Revolución ha seguido avanzando bajo el mismo impulso (o quizás un
mayor impulso) que el que tuvo hace un siglo. El lector podrá deducir cómo casi
la gran mayoría de los acontecimientos políticos, sociales, culturales,
religiosos etc., que ocurren actualmente no son sino resultado del mismo plan e
impulso que la Revolución tenía hace 100 años]
En el
discurso que pronunció el 28 de octubre de 1900 en Touluse, como introducción a
la discusión de la ley sobre las asociaciones religiosas, Waldeck-Rousseau
colocó en los siguientes términos la cuestión que, en aquel momento, mantenía a
Francia en suspenso y al mundo atento a lo que ocurría entre nosotros:
“En este
país, en que la unidad moral construyó, a través de los siglos, la fuerza y la
grandeza, dos juventudes, menos separadas por sus condiciones sociales que por
la educación que reciben, crecen si conocerse, hasta el día en que ellas se reencontrarán
tan desemejantes, que estarán sujetas a no comprenderse más. Poco a poco se
preparan, dos sociedades diferentes ―una cada vez más democrática, llevada por
la larga corriente de la Revolución, la otra cada vez más imbuida de doctrinas
que se creían no haber sobrevivido al gran movimiento del siglo XVIII― y
destinadas un día a chocar entre sí”.
El hecho
observado en esas líneas por Waldeck-Rousseau es real. Hay, en efecto, no
solamente dos juventudes, sino dos sociedades en nuestra Francia. Ella no
aguardan el futuro para chocarse, ellas se enfrentan y hace mucho tiempo. Esa
división del país contra él mismo se remonta más allá de la época señalada por
Waldeck-Rousseau, más allá del siglo XVIII. Ella ya se notaba en el siglo XVI,
en los largos esfuerzos que los protestantes hicieron para construir una nación
dentro de la nación.
Para
reencontrar la unidad moral que construyó, a través de los siglos, la fuerza y
la grandeza de nuestra patria, cosa que Waldeck-Rousseau lamenta, es necesario
transportarse más lejos aún. Fue el Renacimiento el que comenzó a hacer la
división de las ideas y de las costumbres, que permanecieron cristianas entre
unos y retornaron al paganismo entre otros. Pero después de más de cuatro
siglos, el espíritu del Renacimiento aún no pudo triunfar sobre el espíritu del
cristianismo y rehacer, en sentido opuesto, la unidad moral del país. Ni las
violencias, ni las perfidias y las traiciones de la Reforma; ni la corrupción
de los espíritus y de las costumbres emprendida por el filosofismo; ni en las
confiscaciones, los exilios, las masacres de la Revolución, no pudieron tener
razón contra las doctrinas y las virtudes con las cuales el cristianismo empapó
el alma francesa durante catorce siglos. Napoleón vio ese espíritu de pie sobre
las ruinas acumuladas por el Terror, y no encontró nada mejor que dejarlo
vivir, rehusándole, todavía, los medios de restaurar plenamente la civilización
cristiana. De ahí el conflicto con las alteraciones diversas, ocupadas, como
nota Waldeck-Rousseau, no tanto por la diversidad de las clases sociales cuanto
por la presencia de dos educaciones: la educación universitaria fundada por
Napoleón, y la educación cristiana que se mantuvo en las familias, en la
iglesia, y, por consiguiente, en la enseñanza libre.
Así, pues,
la Iglesia está siempre presente, diciendo siempre que la verdadera
civilización es aquella que da respuesta a la verdadera condición del hombre, a
los destinos que su Creador le trazó y a aquellos que su Redentor hizo posible;
y que, consecuentemente, la sociedad debe constituirse y gobernarse de tal
manera que favorezca los esfuerzos dirigidos para la santidad.
Y la
Revolución también está siempre presente, diciendo que el hombre tiene apenas
un fin terrenal, que la inteligencia le fue dada para satisfacer sus apetitos;
y que, por consecuencia, la sociedad debe organizarse de tal manera que consiga
ofrecer a todos la mayor suma posible de satisfacciones mundanas y carnales.
Ahí no hay
solamente división, sino conflicto; conflicto patente después del Renacimiento,
conflicto sordo desde los orígenes del cristianismo; porque, a partir del día
en que la Iglesia se esforzó en establecer y propagar la verdadera
civilización, ella encontró delante de si los malos instintos de la naturaleza
humana para resistirle.
“Es
necesario acabar con eso de una vez por todas, decía Raoul Rigault al conducir
los rehenes al muro de ejecuciones; hace ciento dieciocho años que eso dura, es
tiempo de acabar con eso”. ¡Es necesario acabar de una vez con eso! Fue esa la
palabra del Terror, fue esa la palabra de la Comuna. Es la palabra de
Waldeck-Rousseau. Las dos juventudes, las dos sociedades deben chocarse en un
conflicto supremo; una, llevada por la corriente de la Revolución, la otra
sustentada e impulsada por el soplo del Espíritu Santo al encuentro de las
ondas revolucionarias.
Es necesario
que una triunfe sobre la otra.
Instruida
por la experiencia, la secta de la cual Waldeck-Rousseau se hizo mandatario,
emplea, para llegar a sus fines, medios menos sanguinarios de los que en 1793,
porque ella cree que son más eficaces.
El primero
de esos medios fue la abolición de las congregaciones religiosas.
Waldeck-Rousseau, en el discurso de Toulouse, expone en los siguientes términos
la razón de la prioridad de la ley que las haría desaparecer: “Este hecho (la
coexistencia de dos juventudes, de dos sociedades) no se explica por el libre
juego de las opiniones: este supone un sustrato
de influencias que antes estaban ocultas pero que ahora son más visibles,
es un poder que ya no es oculto, y que constituye dentro del Estado una potencia (un poder) rival”. Ese sustrato de influencias, esa potencia
rival, que Waldeck-Rousseau así denunciaba, él pretendía encontrarlas en las congregaciones
religiosas. “Esta es, continuó él, una situación intolerable y que todas las
medidas administrativas fueron impotentes para hacerlas desaparecer. Todos los
esfuerzos serán inútiles mientras no haya una legislación racional, eficiente,
que reemplace a tanta legislación ilógica, arbitraria e ineficaz”.
Esta
legislación eficaz, Waldeck-Rousseau, nos la obtuvo con el apoyo del
Parlamento. Esa ley (de las asociaciones) había sido largamente estudiada,
sabiamente preparada en las logias para el efecto a ser alcanzado; ella fue
votada y promulgada en todos sus puntos, sin obstáculo, y más tarde perfeccionada
por resoluciones, decretos y medidas que parecen ya no dejar más en Francia ningún
refugio para la vida monástica y, luego para la enseñanza religiosa.
Entre tanto,
la supresión de las congregaciones no pone fin al conflicto. Waldeck no lo
ignoraba. Es así que tuvo el cuidado de decir que “la ley de las asociaciones
es apenas un punto de partida”. De hecho, supongamos que todas las
congregaciones desaparezcan, sin esperanza de resurrección: sería ingenuo creer
que la idea cristiana desaparecería con ellas. Detrás de sus batallones se
encuentra la Santa Iglesia Católica. Y es la Iglesia, quien dice, no solamente
a los congregacionistas, sino a todos los cristianos y a todos los hombres:
“Vuestro fin último no está aquí abajo; aspirad a más alto”. Es en ella que se
encuentra, en el decir de Waldeck-Rousseau, ese sustrato de influencias que no
ha dejado de actuar hace más de dieciocho siglos. Es a ella la que es necesario
destruir para matar el ideal cristiano[1].
Waldeck-Rousseau sabía eso, y fue por eso que presentó su ley como siendo
solamente un punto de partida.
“La ley
sobre las asociaciones es, a nuestro entender, el punto de partida de la mayor
y de la más libre evolución social, y también garantía indispensable de las
prerrogativas más necesarias de la sociedad moderna”.
Una evolución social, eso es, según el deseo
del propio Waldeck-Rousseau, lo que es preparado por la ley que él se propuso
entonces presentar a la sanción del Parlamento, y que actualmente está en
vigor.
Le evolución
social deseada, perseguida, es, lo veremos en toda la secuencia de esta obra,
la salida, sin esperanza de retorno, de las vías de la civilización cristiana,
y la entrada en las vías de la civilización pagana.
¿Cómo puede
la destrucción de las congregaciones religiosas ser “el punto de partida”?
¡Es que la
sola presencia de los religiosos en medio del pueblo cristiano es un sermón
continuo, que no lo deja perder de vista el fin último del hombre, la finalidad
principal de la sociedad y el carácter que debe tener la verdadera
civilización. Vestidos con un hábito especial que marca lo que ellos son y lo
que ellos pretenden en este mundo, ellos les dicen a las multitudes en medio de
las cuales circulan, que somos todos hechos para el cielo y que debemos aspirar
a él. A ese sermón mudo, añaden el de sus obras, obras de dedicación que no
piden retribución aquí en este mundo, y que afirman, por ese desinterés, que
hay una recompensa mayor que todos deben ambicionar. Por último, su enseñanza
en las escuelas y en el púlpito no cesa de sembrar en el alma de los niños, de
hacer crecer en el alma de los adultos, de propagar en todas las direcciones,
la fe en los bienes eternos. No existe nada que se oponga más directamente y
más eficazmente al restablecimiento del orden social pagano. No hay nada que se
requiera con más urgencia para la resurrección de ese orden proyectado,
deseado, perseguido hace cuatro siglos, que la desaparición de las
congregaciones religiosas[2].
Por el tiempo en que los monjes estén presentes, actúen y enseñen, hay y habrá
no solamente dos juventudes, sino dos Francias, la Francia católica y la
Francia masónica, teniendo una y otra ideales diferentes e incluso opuestos,
luchando entre sí para alcanzar su propio triunfo. Y como la masonería y el
catolicismo se extienden por el mundo entero, en todas partes las dos ciudades
estarán involucradas, en todo tiempo y lugar, en la misma batalla. Por todas
partes se le ha declarado la guerra a las órdenes religiosas, y la palabra de
orden en todo el mundo es expulsarlas, destruirlas. Cuántas leyes, cuántos
decretos la francmasonería hizo promulgar contra ellas, en todos los países,
solamente en el siglo XIX.
Pero, la abolición
de la vida monástica no es y no puede ser, como dice Waldeck-Rousseau, sino “un punto de partida”.
Después de los religiosos vienen los sacerdotes, y si los sacerdotes son
expulsados, la Iglesia permanecería, como en los días de las catacumbas, para
mantener la fe en un cierto número de familias y en un cierto número de
corazones; y un día u otro, la fe traería de regreso a los sacerdotes y
religiosos, como ella lo hizo en 1800.
Es preciso,
por lo tanto, algo más.
Primero,
acabar de subyugar a la Iglesia, después, aniquilarla. Intentaron subyugarla a
través de la “ejecución estricta del Concordato”; esperaban llegar a
aniquilarla a través de la ley de la separación entre la Iglesia y el Estado.
[1] El 12 de julio de 1909, Clemenceau dijo desde
la tribuna: “Nada se podrá hacer en este país en cuanto no se haya mudado el
estado de espíritu que en él introdujo la autoridad católica”.
[2] En el siglo XV como hoy, los monjes fueron
atacados por los humanistas del Renacimiento, porque ellos representaban el
ideal cristiano de renuncia. Los humanistas llevaron el individualismo hasta el
egoísmo; por su voto de obediencia y de permanencia, los monjes combatían el
egoísmo y lo suprimían. Los humanistas exaltaban el orgullo de espíritu; los
monjes exaltaban la humildad y la abnegación voluntarias. Los humanistas
glorificaban la riqueza; los monjes hacían voto de pobreza. Los humanistas, por
último, legitimaban el placer sensual; los monjes mortificaban la carne por la
penitencia y la castidad. El Renacimiento pagano percibió tan bien esa
oposición que se encarnizó contra las órdenes religiosas con tanto odio cuanto
nuestros modernos sectarios.
Cuánto más rigurosa era una observancia
religiosa, más ella excitaba la cólera del humanismo. (L'Eglise et les Origines de la Renaissance, por Jean Guéraud, p.
305).
Los enciclopedistas tuvieron relativamente
hacia los religiosos los mismos sentimientos de los humanistas.
El 24 de marzo de 1767, Federico II, rey de
Prusia, escribió a Voltaire: “He observado, y otros lo han hecho como yo, que
los lugares donde hay más conventos de monjes son aquellos en que el pueblo
está más ciegamente preso a la superstición (el cristianismo). No hay duda que,
si se consigue destruir esos asilos de fanatismo, el pueblo se volverá tibio e
indiferente a respecto de los objetos que actualmente son los de su veneración.
Es necesario comenzar por destruir los claustros, al menos, comenzar con
disminuir su número…”.
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