VACILACIONES Y CAÍDA DE UN GRAN LÍDER
De ascendencia
inglesa y educado por el abuelo materno, que era protestante y profundamente
infectado de liberalismo, Montalembert concibió la ilusión de que el
ultramontanismo, del que era adepto sincero y fervoroso, fuese conciliable con
los fermentos de libertad que su educación le había introducido en la
mentalidad. Aristócrata hasta la médula de los huesos, no podía aceptar la democracia
de Lacordaire ni la república de Lamennais. Pero lo que correspondía a todas
sus aspiraciones era el programa de gobierno que L’Avenir lanzó a través de una serie de artículos publicados en
1831. Realmente ese programa conservó mucha cosa de los tiempos áureos de
Lamennais, lo que no es de extrañar, dado que, si bien bastante revolucionario,
el periódico era cauteloso al exponer sus planes de reforma.
Montalembert, el líder ultramontano que terminó sus días como un "católico liberal" |
En resumen, la
monarquía sería conservada, pero controlada por la elite del país, cuya formación
obedecía a un criterio más de acuerdo con la Revolución. Serian abolidos los
departamentos, y Francia nuevamente dividida en provincias y comunas, división ésta
más natural y más consistente con las realidades geográficas y sociales. Los habitantes
de cada comuna eligieron el consejo de notables, esto es, un consejo formado
por los conciudadanos más honestos, esclarecidos y aptos para gobernarlos. Ese consejo,
que sería presidido por un comisario real, se ocuparía de la administración de
la comuna.
Los notables de
las comunas elegirían a su vez a los notables de las provincias, los cuales delegarían
sus poderes a una comisión que, también bajo la presidencia de un comisario
real, gobernaría la provincia. De seis en seis meses los notables de cada
provincia se reunirían para trazar las directrices del gobierno provincial. Los
comisarios reales tendrían una función moderadora. Asegurarían la ejecución de
las leyes y cohibirían los abusos de los notables contra el pueblo que los
eligiera.
El poder central
sería legislativo y ejecutivo. El legislativo tendría dos cámaras: una, la de
los comunes, electa por los notables de las comunas; la otra, el senado, por
los notables de las provincias. El poder ejecutivo, ejercido por el rey, nominaría
a los comisarios reales, dispondría del ejercicio y de la marina y trataría,
con exclusión de cualquier otro órgano, de la política exterior.
Montalembert imaginaba
que si el catolicismo francés abandonaba enteramente el galicanismo, volvería a
enseñarse en toda su pureza la doctrina católica y si la aristocracia sacudiese
la indiferencia a la que estaba entregada, los notables escogidos serían
naturalmente los católicos y los aristócratas, tan luego fuese instaurado el gobierno
preconizado por L’Avenir. Y bastaría
que ellos no faltasen a su misión, que Francia estaría salvada.
Durante el reinado
de Luis Felipe, Montalembert se dedicó entusiastamente a la tarea de re erguir
a los católicos y a la nobleza. Par del reino y jefe incontestable del partido católico,
su obra fue de tal porte, su actuación tan magnifica y su ultramontanismo tan
sincero, que después de su defección en beneficio de los católicos liberales ninguno
de los líderes ultramontanos —como monseñor Pie, Dom Guéranger y Louis Veuillot—
se referiría a él sino con la tristeza que causa una gran pérdida.
Fue la revolución de
1848 el inicio de la caída de Montalembert. Creía de tal forma que la libertad vendría
como él la soñaba, que el establecimiento de la república lo lanzó en el
desaliento. Ya vimos su desencuentro con Louis Veuillot, y cómo éste procuró
animarlo para que no abandonase la lucha. Nada refleja su estado de espíritu que
las cartas que en esa época escribió el gran restaurador de la Congregación
Benedictina francesa, Dom Guéranger, Abad de Solemnes, entonces su amigo y
confidente.
Habiéndolo Dom
Guéranter saludado por su elección para la Cámara de los Diputados,
Montalembert respondió en los siguientes términos:
“Mi amigo, plenus
sum sermonibus [estoy lleno de palabras], y eso hace tres meses y todas las
veces que pienso en usted tengo mucho que decirle, y sucumbo con el peso de
todo lo que desearía derramar en su corazón de monje y amigo. Es forzoso que
usted haya comprendido muy mal la revolución de febrero, para haber podido
desear mi elección. En cuanto a mí, quedé desolado desde el inicio, y cada vez
más me desaliento cuando contemplo la Asamblea y la situación. No hay nada,
absolutamente nada, que yo pueda hacer en medio de esa horrorosa y vergonzosa
debacle. En el fondo no soy un hombre de lucha ni de revolución; soy un hombre
de estudio, y si es necesario, de reconstrucción. Mi tiempo ya pasó; mi carrera
está terminada. Nada más tengo que hacer sino sumergirme en un retiro, si el
mundo aún lo permitiese, y ahí hacer, deshacer y rehacer en mi “Monasticon”. Es
posible que yo suba a la tribuna de la Cámara, pero será con la convicción de
sufrir un fracaso bien más triste que el del padre Lacordaire.
“Vea, mi amigo,
nada más está de pie en este país. Helo juzgado, y juzgado por ese famoso
sufragio universal. Creí de buena fe en la transacción, intentada por la restauración
y por la monarquía de julio, entre lo pasado y lo futuro, entre el buen criterio
y la locura. Ahora todo está destruido, y temo que nada más sea posible. Puede ser
que el exceso del mal y la ruina material traigan una apariencia de reacción monárquica.
Pero no es de ahí que puede surgir una regeneración moral e intelectual. Considero
que rodaremos gradualmente hasta el fondo del abismo, donde nos esperan los
griegos del Bajo Imperio, Asia Menor, África y las repúblicas españolas de
América.
“Queda la Iglesia.
Sí —como usted bien dice— amo y aprecio más que nunca esta patria imperecedera
que no nos será robada. Pero estoy alarmado con el clero. ¿No vio los discursos
de ciertos curas en París, que califican a Nuestro Señor Jesucristo de “divino
republicano”? Es siempre el mismo espíritu de adoración servil de la fuerza laica
y del poder vencedor. Infelizmente el espíritu galicano se complicó y se
envenenó con las tendencias demagógicas, que tanto inficionaron el clero hasta
un grado que yo no podía sospechar. Entretanto, espero y creo que la Iglesia
saldrá triunfante de esa nueva prueba.
“Y usted y ese pusillus grex [pequeño rebaño] de
Solesmes, ¿cómo pueden resistir a tal tempestad? ¿Y Pío IX? No, en verdad tengo
mucha cosa que decirle, y nunca podré hacerlo. Le pido solamente que rece mucho
por mí y me escriba tantas veces cuanto pudiese. No puede imaginarse a qué
grado de abatimiento estoy reducido. Es absolutamente necesario que cambie de
moneda (“ne peur, ne espoir”)
[sin miedo, sin esperanza], porque tengo un miedo excesivo del futuro y estoy
completamente sin coraje. Mi esposa es mucho más valiente que yo. En breve
seremos todos barridos por los comunistas o por la dictadura. Adiós, mi amigo,
sepa que cuento más que nunca con su afecto, y más que nunca lo necesito”.
Dom Guéranger no dejó de animar al amigo. Le recordó su actuación, su vocación
de apóstol, la necesidad que tenía la Iglesia de su concurso, de su influencia
siempre creciente, en fin, procuró levantar de todos los modos la moral de
Montalembert. De ahí esta carta a Dom Guéranger, que hacía prever un
maravilloso retorno del gran líder al ultramontanismo:
Dom Guéranger, el ilustre abad de Solesmes |
“Yo no pensé en
todo eso (carrera, influencia, etc.) cuando en 1830 entre en la palestra para
defender la Iglesia y la verdadera libertad. Hoy, no quiero pensar más en esas
cosas. Nunca tuve sino una finalidad: servir y profesar la verdad a expensas de
mi ambición, de mis intereses, de mis propios gustos. Hasta donde en 1830, no
separo la verdad de la libertad, pero ahora sé lo que antes no sabía: la
libertad —la verdadera, la santa libertad, la libertad del bien, la única que
la Iglesia autoriza y defiende— es incompatible con la democracia, con la revolución,
en una palabra, con el espíritu moderno”.
Infelizmente, sin
embargo, surgió en ese momento el padre Dupanloup con la célebre distinción entre
la hipótesis y la tesis, y Montalembert prefirió a los consejos de Dom
Guéranger, la tutela del futuro obispo de Orleans. El campeón del
ultramontanismo francés, su verdadero jefe hasta 1848, será de ahí en adelante
un soldado del “catolicismo liberal”, hasta morir sin gloria, en 1870, llamando
al Papa de ídolo del Vaticano.
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