miércoles, 3 de septiembre de 2014

La Conjuración Anticristiana - Cap. VI

CAPÍTULO VI

LA REVOLUCIÓN,
UNA DE LAS ÉPOCAS DEL MUNDO

A inicios del siglo XIX se podía creer que la revolución francesa fue principalmente una revolución política, y que, terminada esa revolución, la sociedad iría a recuperar su estabilidad. Hoy ya no se puede tener más esa ilusión, incluso si se considera la revolución apenas en su primer período. Como dijo Brunetière: “La grandeza de los acontecimientos [de la revolución francesa] transborda y ultrapasa en todos los sentidos la mediocridad de aquellos que creen ser o que creemos son sus autores. Es prodigiosa la desproporción entre la obra y los obreros. Los arrastra una corriente más fuerte que ellos, los arrastra, los hace rodar, los quiebra… y continua avanzando”.
Cuando el duque de Rochefoucault-Liancourt despertó a Luis XVI para anunciarle la caída de la Bastilla, el rey preguntó: “¿Entonces eso es una rebelión? El duque respondió: “No, sire, es una revolución”. Él no le dijo lo suficiente; no se trataba de una revolución, sino de la Revolución que surgía.

Lo que aparece a primera vista en la revolución, lo que de Maistre vio en ella y señaló desde el día en que se puso a analizarla, y que nosotros vemos en el momento presente con más evidencia aún, es el anticristianismo. La Revolución consiste esencialmente en la rebelión contra Cristo, e incluso en la rebelión contra Dios, más aún, en la negación de Dios. Su objetivo supremo es sustraer al hombre y a la sociedad de lo sobrenatural. La palabra libertad, en boca de la Revolución no tiene otro significado: libertad para la naturaleza humana de ser de ella, como Satanás se quiso pertenecer, y esto, como explicaremos más adelante, por instigación de Lucifer, que quiere recuperar la supremacía que la superioridad de su naturaleza le daba sobre la naturaleza humana, y de la cual fue despojado por la elevación del cristiano al orden sobrenatural. Y es por eso que J. de Maistre caracterizó con tanta propiedad la Revolución con esta palabra: “satánica”.
“Sin duda la revolución francesa, recorrió un período cuyos momentos, todos, no son semejantes entre sí; sin embargo, su carácter general no varió, e incluso en su nacimiento ella demostró lo que debía ser”. “Hay en la Revolución un carácter satánico que la distingue de todo lo que ya se vio y tal vez de todo lo que se verá. Ella es satánica en su esencia”[1].
En 1849, Pío IX dijo —ya recordamos esas palabras— con más autoridad aún: “La Revolución está inspirada por el mismo Satanás; su objetivo es destruir desde la base a la cima, el edificio del cristianismo, y reconstruir sobre sus ruinas el orden social del paganismo”.
Después de nuestros desastres de 1870 – 1871, Saint-Bonnet decía: “¡Francia trabaja desde hace un siglo para apartar de todas sus instituciones a Aquel a quien ella le debe Tolbiac, Poitiers, Bouvines e Denanin, es decir, a Aquel al cual ella le debe su territorio, su existencia! Para mostrar todo su odio contra Él, para hacerle la injuria de expulsarlo fuera de las murallas de nuestras ciudades, la secta estimula, desde 1830, una prensa odiosa que asecha impacientemente a ese ‘¡Cristo que ama a los francos’, de Aquel que se hizo Hombre para salvar al hombre, que se hizo pan para alimentarlo!’. Y concluye: “Y Francia se pregunta cuál es la causa de sus desdichas”.
A este odio a Cristo, que no se cría posible en el seno del cristianismo, se le suma la rebelión directa contra Dios[2].
Hay razones para creer que una tal rebelión contra Dios no puede haber ocurrido ni siquiera en el ardor del gran combate entre Lucifer y el arcángel San Miguel.
Es necesario tener el espíritu limitado del hombre para levantarse contra lo infinito. Es necesario también la corrupción y extrema bajeza del corazón.
Lo que no se veía, se ve hoy. “La Revolución es la lucha entre el hombre y Dios; es decir, el triunfo del hombre sobre Dios”. Eso es lo que declaran los que dicen que en el momento actual se trata de saber quién vencerá: la Revolución o la Contra-Revolución.
Así, Saint-Bonnet no dijo nada de más, tal vez no dijo bastante, cuando afirma que “el tiempo presente no se puede comparar sino a aquel de la rebelión de los ángeles”. Y, consecuentemente, de Maistre, Bonald, Donoso-Cortés, Blanc de Saint-Bonnet y otros concuerdan en afirmar: “El mundo no puede permanecer como está”.
O él llega al fin, en el odio que el anticristo tornará más generalizado y más violento contra Dios y su Cristo; o se encuentra en la víspera de la mayor misericordia que Dios pueda haber ejercido en este mundo, después de la Redención.
Este es el estado en que nos encontramos, aquel que la Revolución creó, aquel que no ha dejado de existir desde los primeros días de la Revolución, bajo el imperio del cual nosotros todavía estamos.
En 1796, dos años después de la caída de Robespierre, J de Maistre escribía: “La revolución no terminó, nada presagia su fin. Ella ya produjo grandes infelicidades, ella anuncia aún mayores”[3].
En la víspera del día en que parecía a los espíritus superficiales que la consagración de Napoleón iba a volver estable el nuevo orden de cosas, él escribía a de Rossi (3 de noviembre de 1804): “Estamos tentados en creer que todo está perdido, pero acontecerán cosas por las cuales nadie espera… Todo anuncia una convulsión general del mundo político”[4].
En el apogeo de la época napoleónica: “¡Jamás el universo vio nada igual! ¿Qué debemos ver aún? ¡Ah, como estamos lejos del último acto o de la última escena de esa pavorosa tragedia!”. “Nada anuncia el fin de las catástrofes, y todo, al contrario, anuncia que ellas deben perdurar”[5]. Fue en 1806 que él formuló ese pronóstico. Al año siguiente, él convidó a de Rossi a hacer con él esta observación: “¿Cuántas veces, desde el origen de esta terrible Revolución, tuvimos todas las razones del mundo para decir: Acta est fabula? Y, mientras tanto, la pieza siempre continúa… Tanto eso es verdadero que la sabiduría consiste en saber encarar con mirada firme esta época como lo que ella es, es decir, una de las mayores épocas del universo; desde la invasión de los bárbaros y de la renovación de la sociedad en Europa, nada de igual ocurrió en el mundo; se necesita tiempo para semejantes operaciones, y me repugna creer que el mal no pueda tener fin, o que él pueda terminar mañana… Estando el mundo político absolutamente trastornado, hasta en sus fundamentos, ni la generación actual, ni probablemente aquella que la sucederá, podrá ver el cumplimiento de todo lo que se prepara… Nosotros tendremos esa situación tal vez por dos siglos… Cuando pienso en todo lo que aún debe acontecer en Europa y en el mundo, me parece que la Revolución comienza”[6].

Vino la restauración de los Borbones. Él jamás dejó de anunciar, con una imperturbable seguridad, a pesar de la llegada del Imperio, de la consagración de Bonaparte y de la marcha constantemente triunfante de Napoleón a través de Europa, que el rey retornaría. Su profecía se realizó; él volvió a ver a los Borbones sobre el trono de su país y dijo: “Un cierto no sé qué, anuncia que NADA terminó”. “El cúmulo de la infelicidad para los franceses sería creer que la Revolución terminó y que la columna fue recolocada porque fue re-erguida. Debes creer, al contrario, que el espíritu revolucionario es sin comparación, más fuerte y más peligroso de lo que era hace algunos años. ¿Qué puede el rey cuando la inteligencia se apaga?[7]. “Nada es estable aún, y se ven por todos lados semillas de infelicidad”[8]. El estado actual de Europa (1819) causa horror; el de Francia, particularmente, es inconcebible. La Revolución sin duda está de pie, y no solamente está de pie, sino que camina, se precipita. La única diferencia que percibo entre esta época y aquella del gran Robespierre, es que entonces las cabezas caían y que hoy ellas giran. Es infinitamente probable que los franceses nos proporcionarán aún una tragedia”[9].

¿Esa nueva tragedia no se anuncia próxima?
Lo que daba a J. de Maistre esa seguridad de visión es que él había sabido dirigir su mirada por encima de los hechos revolucionarios de los cuales era testigo, hasta sus causas primeras.
“Desde la época de la Reforma, decía, e incluso después de aquella de Wiclef, existió en Europa un cierto espíritu terrible e invariable que ha trabajado sin descanso para derrumbar las monarquías europeas y el cristianismo… En ese espíritu destructor se han venido ejerciendo todos los sistemas antisociales y anticristianos que aparecieron en nuestros días: calvinismo, jansenismo, filosofismo, iluminismo, etc. (acrecentaremos: liberalismo, internacionalismo, modernismo); todo eso no forma sino un todo y no debe ser considerado sino como una única secta que juró la destrucción del cristianismo y de todos los tronos cristianos, pero, sobre todo y antes de todo, la destrucción de la casa Borbón y de la Sede de Roma”[10].
No solamente de Maistre veía que la Revolución tenía, en el tiempo, una estabilidad que se extiende por cuatro siglos, sino que él la veía, en el espacio, alcanzar todos los pueblos.
En el encabezamiento de un memorial dirigido en 1809 a su soberano, Víctor Manuel I, él decía: “Si hay alguna cosa evidente, es la inmensa base de la Revolución actual, que no tiene otras fronteras que el mundo”[11].
“Las cosas se conjugan para una confusión general del globo”.
“Es una época, una de las mayores épocas del universo”, decía sin cesar, viendo en la Revolución tan grandes preliminares y una tan grande superficie. Y añadía: “¡Infelices las generaciones que asisten a las épocas del mundo!”[12].
“La revolución francesa es una gran época, y sus consecuencias de todos los géneros se sentirán mucho más allá del tiempo de su explosión y de los límites de su centro”[13]. “Cuanto más examino lo que sucede, más me persuado de que asistimos a una de las mayores épocas del género humano”[14]. “El mundo está en un estado de parto”.
Estado de parto, es exactamente esto lo que hace con que un tiempo sea una época. Hubo una época del diluvio, que dio a luz la nueva generación de los hombres; la época de Moisés, que concibió al pueblo precursor; la época de Cristo, que dio a luz al pueblo cristiano.
La época de la Revolución, es la época del más agudo antagonismo entre la civilización cristiana y la civilización pagana, entre el naturalismo y lo sobrenatural, entre Cristo y Satanás.
¿Cuál será el resultado de esa lucha? Lucifer y los suyos creen triunfar… Los judíos dicen que la venida del su Mesías, que el reino del anticristo está próximo, y que ese reino abrirá, en provecho de ellos, la mayor época del mundo.
Esperamos que nuestros lectores, después de haber leído este libro, compartan con nosotros la convicción exactamente opuesta. La derrota de la Revolución inaugurará el reinado social de nuestro Señor Jesucristo sobre el género humano, formando un solo rebaño bajo un solo Pastor.

Vea los anteriores capítulos publicados haciendo clic aquí: La Conjuración Anticristiana


[1] Oeuvres complètes de J. de Maistre, t. I, pp. 51, 52, 55, 303.
[2] En una de sus cartas a d'Alembert, Voltaire señala como carácter especial de Damilaville “odiar a Dios” y trabajar para hacerlo odiado. Es sin duda por eso que él le escribía más frecuentemente y con más intimidad que a todos sus otros adeptos.
Después de la muerte de ese infeliz, arruinado y separado de su mujer, Voltaire escribía esto: “Lloraré a Damilaville toda mi vida. Yo amaba la intrepidez de su corazón. Él tenía el entusiasmo de San Pablo (es decir, tanto celo para destruir la religión cuanto San Pablo tenía para establecerla): era un hombre necesario.
[3] Ibid., t. I, p. 406.
[4] Oeuvres complètes de J. de Maistre,  t. IX, pp. 250-252.
[5] Ibid., t. X, pp. 107-150.
[6] Ibid., t. XI, p. 284.
[7] Oeuvres complètes de J. de Maistre, t. II, Du Pape. Int.
[8] Ibid., t. XIII, pp. 133-188.
[9] Ibid., t. XIV, p. 156.
[10] Oeuvres complètes de J. de Maistre, t. VIII, p. 312.
[11] Ibid., t. XI, p. 232.
[12] Ibid., t. VIII, p. 273.
[13] Ibid., t. I, n. 26.
[14] Ibid., t. IX, p. 358.

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