CAPÍTULO VIII
PARA DÓNDE CAMINA LA CIVILIZACIÓN MODERNA
La necesidad de suprimir la Iglesia
para asegurar el triunfo de la civilización moderna fue lo que Waldeck-Rousseau
dio a entender en el discurso en Toulouse. Fue lo que Viviani dijo
descaradamente el 15 de enero de 1901, desde lo alto de la tribuna.
“Estamos encargados de preservar de
todo atentado el patrimonio de la Revolución… Nos presentamos aquí cargando en
nuestras manos, además de las tradiciones republicanas, esas tradiciones
francesas que representan siglos de
combate, en los cuales, poco a poco, el espíritu laico se fue insinuando en los
asedios de la sociedad religiosa… No estamos apenas enfrentados con las
congregaciones, estamos frente a frente
con la Iglesia católica… ¿No es verdad que por encima de este combate, un
día se enfrentarán en este conflicto formidable, el poder espiritual y el poder
temporal y se disputarán sus prerrogativas soberanas, intentando ganar las
conciencias con el fin de liderar el
destino de la humanidad?
“Como yo decía en el inicio, ¿creéis
que esta ley nos lleve a la última batalla? ¡Pero esta es apenas una escaramuza
en comparación a las batallas del pasado y del futuro! La verdad es que aquí se
reencuentran, según la bella expresión de de Mun en 1878[1],
la sociedad basada en la voluntad del hombre y la sociedad basada en la
voluntad de Dios. La cuestión es saber si, en esa batalla, una ley sobre las
asociaciones va a ser suficiente para nosotros. Las congregaciones y la Iglesia no nos amenazan solamente con sus
intrigas, SINO POR LA PROPAGACIÓN DE LA FE… No temáis a las batallas que se
os ofrecerán, avanzad; y si encontráis delante de vosotros esa religión divina
que hace poético el sufrimiento mediante la promesa de reparaciones futuras,
oponedle la religión de la humanidad, que, ella también, hace poético el
sufrimiento, ofreciéndole como recompensa la felicidad de las generaciones”.
Esta es la cuestión puesta claramente.
Se oyen en esas palabras menos los
pensamientos personales de Viviani de que los de la secta anticristiana. Ella
declaró hace siglos luchar contra la Iglesia católica: ella se vanagloria de ya
haber obtenido que el espíritu laico se insinuase poco a poco en los asedios de
la sociedad religiosa; ella dice que, en el esfuerzo hecho para destruir las
congregaciones, ella involucra no apenas una escaramuza, y que, para garantizar
el triunfo definitivo, ella deberá emprender nuevas y numerosas batallas.
En su nombre, Viviani declara que en
la batalla actual se trata de una cosa muy diferente de la “defensa
republicana”, de un lado, y de la aceptación de la forma de gobierno, del otro.
Se trata de lo siguiente: “infiltrar el espíritu laico en los asedios de la
sociedad religiosa”, “tomar la dirección de la humanidad”, “y destruir la
sociedad basada en la voluntad de Dios para construir una sociedad nueva,
basada en la voluntad del hombre”[2].
Esa es la razón de por qué la guerra
declarada contra las congregaciones es apenas un compromiso. La verdadera
campaña es aquella que pone frente a frente a la Iglesia católica y el Templo
masónico, esto es, la Iglesia de Dios y la Iglesia de Satanás, conflicto
formidable del cual depende la suerte de la humanidad. Durante el tiempo en que
la Iglesia estuviere de pie, ella propagará la fe, ella colocará en el corazón
de los que sufren ―y, ¿quién no sufre?― las esperanzas eternas. Es solamente
sobre sus ruinas, por lo tanto, que se podrá edificar “la religión de la
humanidad, que promete la felicidad sobre esta tierra”.
A continuación de la discusión, en el
Senado así como en la Cámara, no hizo sino que acentuar la importancia de esas
declaraciones. Algunas breves citas mostrarán que el discurso de
Waldeck-Rousseau y de Viviani, tienen exactamente el significado que le acabamos
de dar.
Jacques Piou: “Aquello que los
socialistas quieren, Viviani lo dijo el otro día, sin rodeos. Es quitarle al
poder espiritual su influencia sobre las conciencias y conquistar la dirección
de la humanidad”. El orador fue interrumpido por un miembro de la izquierda que
le gritó: “No son solamente los socialistas quienes lo quieren, son todos los
republicanos”.
Piou no lo contradijo. Leyó un
discurso en el cual Bourgeois declaró: “Desde que el pensamiento francés se
liberalizó, desde que el espíritu de la Reforma, de la filosofía y de la
Revolución entró en las instituciones de Francia, el clericalismo es el
enemigo”. Bourgeois interrumpió; Viviani replicó: “La cita que dije es exacta,
y Bourgeois la mantiene por entero. Él la mantiene porque constituye el fondo
de su pensamiento; ella explica su celo por defender la ley sobre las
asociaciones, porque la ley de las asociaciones es la victoria de la Revolución, de la filosofía y de la Reforma sobre la
afirmación católica”.
En la sesión del 22 de enero, Lasies
puso en estos la cuestión en su verdadero terreno: “Hay dos frases, yo diría
que dos acciones, que dominan todo este debate. La primera frase fue
pronunciada por nuestro colega Viviani. Él dijo: “¡Guerra al catolicismo!”. Me
levanté y le respondí: “¡Gracias, eso es lo que es franqueza!”. Un otro
discurso fue pronunciado por el honorable Sr. Léon Bourgeois. A instancias del
Sr. Piou, Bourgeois afirmó nuevamente que el objetivo que él persigue con sus
amigos es sustituir el espíritu de la Iglesia, esto es, el espíritu del
catolicismo, por el espíritu de la Reforma, por el espíritu de la Revolución y por
el espíritu de la razón. Estas palabras son las que se ciernen sobre el debate,
lo dominan, y quiero decirlo de frente, porque ahí está toda la cuestión,
despejada de los subterfugios de lenguaje y de las hipocresías de la discusión”.
El 11 de marzo, C. Pelletan declaró
también que la lucha actual se relaciona con el gran conflicto trabado entre los derechos del hombre y los derechos de Dios. “Este es el
conflicto que se cierne sobre todo este debate”.
El 28 de junio, en el encerramiento de
la discusión, el abad Gayraud pensó que era su deber, antes de la votación,
recordar a los diputados lo que ellos irían a hacer, sobre lo que ellos se iban
a pronunciar. “La ley que ustedes van a votar no es una ley de conciliación o
de pacificación. Se engaña al país con palabras. Esta es una ley contra la
Iglesia católica. Viviani dio a conocer el contenido del proyecto, cuando él declaró en la cámara la guerra a la FE
católica”.
De Mun cumplió la misma tarea: “Nadie
ha olvidado el memorable discurso de Viviani, que permanecerá, a pesar de la
abundancia de los discursos y de los afiches, el mejor comprendido de todos.
Viviani vio en la ley el comienzo de la guerra contra la Iglesia católica, como
siendo el alfa y el omega de su partido... En el reporte que l’Officiel publicó esta mañana y que
tuvimos que leer apresuradamente, el honorable Trouillot dijo que la ley de las
asociaciones es el preludio de la separación entre la Iglesia y el Estado, que
deberá tener por corolario indispensable una ley general sobre la disciplina de
los cultos. La Cámara y el país están, por lo tanto, advertidos. Es la guerra abierta
declarada a la Iglesia católica. Porque esta ley general sobre la disciplina de
los cultos no pasará de un conjunto de prescripciones con la finalidad de entrabar,
por todos los medios posibles, a los ministros del culto”.
Viviani subió a la tribuna para
confirmar la amenaza de Trouillot, el cual, además, apenas repitió lo que numerosos
ministros habían dicho antes que él: “En el curso de las sesiones durante las
cuales el partido republicano remató en el proyecto actual, por más incompleto
e imperfecto que fuese su forma jurídica, hemos adherido plenamente a él, con
el deseo bien firme de fortalecerlo en el futuro con otras nuevas medidas”. (¡Muy bien! ¡Muy bien! Exclamó la extrema izquierda).
¿Cuáles deben ser esas medidas? ¿Para
dónde deben tender? Viviani dijo: “Sustituir la religión católica por la religión
de la humanidad”, o según la fórmula de Bourgeois, “dar al espíritu de la
Revolución, de la filosofía y de la Reforma, la victoria sobre la afirmación
católica”: la afirmación católica que muestra el fin del hombre más allá de
este mundo y de la vida presente, y el espíritu de la filosofía y de la
Revolución, que limita los horizontes de la humanidad a la vida animal y terrestre.
Si las palabras que acabamos de citar
hubiesen sido pronunciadas en un club o en una logia masónica, merecerían
consideración en razón de su gravedad. Pero que ellas hayan sido pronunciadas
en la tribuna, y repetidas, ahí todavía, después de casi seis meses de
intervalo, aplaudidas por la mayoría de los representantes del pueblo, y
finalmente sancionadas por una ley hecha según el espíritu que las pronunció,
esto es, seguramente, un serio tema para ser meditado.
Viviani dijo: “No estamos solamente
enfrentando a las congregaciones, estamos cara a cara con la Iglesia católica,
para combatirla, para librar contra ella una guerra de EXTERMINIO”.
Hace mucho tiempo que este pensamiento
obsesiona las mentes de los enemigos de Dios. Hace mucho tiempo que ellos se
vanaglorian de poder exterminar a la Iglesia.
En una carta escrita el 25 de febrero
de 1758, Voltaire decía: “Veinte años más y Dios tendrá el mejor juego”. El
teniente de policía Hérauld que le reprochaba su impiedad le decía: “Usted
considera bello lo que hace, lo que escribe, pero usted no conseguirá destruir
la religión cristiana”, Voltaire le respondió: “Eso lo veremos”[3].
Dios tuvo el mejor juego… contra
Voltaire. En lo que dice respecto a la Iglesia, no han pasado apenas veinte
años, sino ciento cincuenta; y la Iglesia católica sigue de pie.
Así también será en nuestros días, si
bien que ellos se sientan seguros de haber, esta vez, adoptado mejor sus
medidas.
El 15 de enero de 1881, el Journal de Génève publicó una entrevista
de su corresponsal en París con uno de los jefes de la mayoría francmasónica
que dominaba, en aquella época como hoy, la Cámara de Diputados. Él decía: “En
el fondo de todo eso (de todas esas leyes promulgadas una tras otra), hay una
inspiración dominante, un plan determinado y metódico, que se desarrolla con
mayor o menor orden, mayor o menor velocidad, pero con una lógica invencible.
Lo que hacemos, es poner bajo estado de sito al catolicismo romano, apoyándonos
en el Concordato. Queremos hacerle capitular o quebrarlo. Sabemos en dónde
están sus fuerzas vivas, es sobre ellas donde lo queremos atacar”.
En 1886, en el número 23 de enero de la Semaine religieuse de Cambrai, referíamos
estas otras palabras pronunciadas en Lille: “Perseguiremos sin misericordia al
clero y a todo lo que se relacione con la religión. Emplearemos contra el
catolicismo medidas que todavía ni siquiera existen. Utilizaremos todo nuestro
ingenio para hacerlo desaparecer de este mundo. Y si a pesar de todo resiste a
esta guerra científica, seré el
primero en confesar que es una institución divina”.
G. de Pascal escribía en la Revue Catholique et Royaliste, número de
marzo de 1908:
“Hace muchos años, el cardenal Mermillod me
contó una anécdota que ilustra bien la situación, cuando él todavía residía en
Ginebra: el ilustre prelado veía cada cierto tiempo al príncipe Jerónimo
Bonaparte que habitaba la región de Prangins. El príncipe revolucionario apreciaba
mucho la conversación del espiritual obispo. Un día le dijo: “No soy un amigo
de la Iglesia católica, no creo en su origen divino, pero conociendo lo que se
trama contra ella, los esfuerzos admirablemente ejecutados contra su existencia;
si ella resiste a ese asalto, me veré obligado a confesar que hay ahí alguna cosa
que supera lo humano”.
En junio de 1903, la Vérité Française refería que Ribot, en una conversación íntima,
habló de la misma manera: “Yo sé lo que se está preparando, conozco en detalle
los hilos de esta amplia red que está siendo extendida. Ahora bien, si la
Iglesia romana se escapa esta vez en Francia, eso será un milagro tan
deslumbrante que me haré católico como usted[4]”.
Hemos visto ese milagro en el pasado y lo
veremos en el futuro. Los jacobinos podían creerse muy seguros, incluso del
éxito de nuestros librepensadores; ellos tuvieron que reconocer que se habían
engañado,… y sin embargo no se convirtieron. “Vi, dice Barruel en sus Memorias[5],
a Cerutti acercarse insolentemente al secretario del nuncio de Pío VI, y con
una alegría impía, con sonrisa de piedad, decirle: “Proteja bien a su papa;
protéjalo bien, y embalsamadlo bien después de su muerte, porque os anuncio, y
podéis estar bien cierto de esto, no tendréis otro”. Este supuesto profeta no adivinaba, continua Barruel, que se
presentaría delante de Dios antes que Pío VI, y que Dios, a pesar de las
tempestades del jacobinismo, como a pesar de tantas otras, estará con Pedro y
su Iglesia hasta el fin de los siglos”.
Viviani dice que si la masonería quería
aniquilar la Iglesia, era para poder sustituir la religión de Cristo por la
religión de la humanidad.
Constituir una nueva religión, la “religión de
la humanidad”, es, en efecto, lo veremos, el objetivo para el cual la francmasonería
dirige el movimiento iniciado en el Renacimiento: la liberación de la humanidad.
En una obra publicada en Friburgo bajo el
título: “La deificación de la humanidad,
o el lado positivo de la francmasonería, el P. Patchtler demostró bien el
significado que la masonería le da a la palabra “humanidad” y el uso que de
ella hace. “Esta palabra, dice él, es utilizada por millares de hombres (iniciados
o ecos inconscientes de los iniciados), en un sentido confuso, sin duda, pero
siempre, sin embargo, como el lema de guerra de un cierto partido para una
cierta finalidad, que es la oposición al
cristianismo positivo. Esa palabra, en boca de ellos, no significa
solamente el ser humano por oposición al ser bestial,… ella coloca, en tesis,
la independencia absoluta del hombre en el dominio intelectual, religioso y
político; ella niega todo fin
sobrenatural, y reclama que la perfección puramente natural de la raza
humana sea encaminada por las vías del progreso.
A estos tres errores corresponden tres etapas en las vías del mal: la humanidad sin Dios, la humanidad que se
hace Dios, la humanidad contra Dios. Este es el edificio que la masonería
pretende erigir para remplazar el orden divino que es la humanidad con Dios”.
Cuando la secta habla de la religión del
futuro, de la religión de la humanidad, es este edificio, es este Templo que ella
tiene en mente.
A fines de julio y comienzos de agosto de
1870, las logias de Strabourg, Nancy, Vesoul, Metz, Châlons-sur-Marne, Reims,
Mulhouse, Sarreguemines, en una palabra todo el Oriente, se reunió en Metz. Fue
tratada la cuestión del “Ser supremo”, y las discusiones que se siguieron se
propagaron de logia en logia.
Para resumir, Le Monde Maçonnique, en las ediciones de enero y mayo, hizo la
siguiente declaración: “La francmasonería nos enseña que no hay sino una sola
religión verdadera, y por consiguiente, una sola natural, el culto de la humanidad.
Porque, mis hermanos, esa abstracción
que, erigida en sistema, ha servido para formar todas las religiones. Dios no es otra cosa que el conjunto de todos
nuestros instintos más elevados, a los cuales les hemos dado cuerpo, una
existencia distinguible; Dios no es más que el producto de una concepción
generosa, pero errónea, de la humanidad, que se despojó en beneficio de a una quimera”.
Nada más claro: la humanidad es Dios, los
derechos del hombre deben sustituir los de la ley divina, el culto de los
instintos del hombre debe tomar el lugar del que se rinde al Creador, la
búsqueda del progreso en las satisfacciones dadas a los sentidos que debe
sustituir las aspiraciones de la vida futura.
En una sesión común de las logias de Lyon,
realizada el 3 de mayo de 1882 y cuyo resultado fue publicado en Chaîne d’Union de agosto de 1882, el F\ Régnier
decía: “Es necesario no ignorar lo que no es más un misterio: que hace mucho
tiempo dos ejércitos están frente a frente, que la lucha está actualmente
abierta en Francia, en Italia, en Bélgica, en España, entre la luz y la
ignorancia, y que una se impondrá sobre la otra. Es necesario que se sepa que
los Estados Mayores, los jefes de esos ejércitos, son, de un lado, los jesuitas
(léase: el clero secular y regular) y del otro, los francmasones”.
Pero la destrucción de la Iglesia no dejará el
lugar suficientemente limpio para la construcción del Templo masónico; a los
clamores contra la Iglesia se juntan siempre los gritos no menos rabiosos
contra el orden social, contra la familia y contra la propiedad. Y así debe
ser, puesto que las verdades de orden religioso entraron en la propia
substancia de esas instituciones.
La sociedad reposa sobre la autoridad, que
tiene su principio en Dios; la familia, sobre el matrimonio que obtiene de la
bendición divina su legitimidad y su indisolubilidad; la propiedad, sobre la
voluntad de Dios, que la promulgó en el séptimo y en el décimo mandamiento para
protegerla contra el robo e incluso contra la codicia. Es necesario destruir
todo esto, si se quiere, como pretende la secta, fundar la civilización sobre
nuevas bases.
León XIII constató en su encíclica Humanum genus: “Aquello que los
francmasones se proponen, dice él, aquello para lo cual tienden todos sus
esfuerzos, es la destrucción completa de toda la disciplina religiosa y social
nacidas de las instituciones cristianas, y la substitución por otra, adaptadas a
sus ideas, cuyo principio y leyes fundamentales son sacados del naturalismo”.
Las ideas y los proyectos expuestos en la
tribuna y en las logias son la expresión de un pensamiento y de una voluntad
que se encuentra por todas partes. Se escuchan en Francia, Bélgica, Suiza,
Italia, Alemania y en todos los congresos democráticos, se leen cada día en una
multitud de periódicos.
En 1865 se realizó en Liège el congreso de los
estudiantes. En ese congreso fueron escogidos, inicialmente, el estado mayor de
la internacional, después los auxiliares de Gambetta. Estuvieron presentes más
de mil jóvenes venidos de Alemania, España, Holanda, Inglaterra, Francia,
Rusia. Ellos se mostraron unánimes en sus sentimientos de odio contra los dogmas
e incluso contra la moral católica: unanimidad de adhesión a las doctrinas y a
los actos de la Revolución Francesa, comprendidas en ella las masacres de 1793;
unanimidad de odio contra el orden social actual, “que no cuentan siquiera con
dos instituciones basadas en la justicia”, según la expresión pronunciada en la
tribuna por Arnoult, redactor del Précurseur
de Anvers, y aplaudido a más no poder por la asamblea. Otro orador, Fontaine,
de Bruselas, terminó su discurso con estas palabras: “Nosotros, revolucionarios
y socialistas, queremos el desarrollo físico, moral e intelectual del género
humano. Queremos, en el orden moral, la
supresión de los conceptos de religión y de Iglesia, llegar a la negación de
Dios y al libre examen. Queremos, en el orden político, por la realización de la idea republicana,
llegar a la federación de los pueblos y a la solidaridad de los individuos. En
el orden social queremos, por la
transformación de la propiedad, por la abolición de la herencia, por la
aplicación de los principios de asociación, de mutualidad, llegar a la
solidaridad de los intereses y a la justicia. Queremos, primero la liberación
del trabajador, en seguida, la del ciudadano y del individuo, y sin distinción
de clases, la abolición de todo sistema
autoritario”.
Otros hablaron en el mismo sentido. Es que la
supresión del cristianismo no se puede concebir sin la ruina de todas las
instituciones de él nacidas y en él basadas; los hombres lógicos lo comprenden,
los hombres francos lo dicen, los anarquistas lo ejecutarán.
En el mismo congreso de Liège, Lafargue
preguntó:
“¿Qué es la Revolución?”. Y él respondió: “La
Revolución es el triunfo del trabajo sobre el capital, del obrero sobre el
parasito, del hombre sobre Dios. Esa es la Revolución social que comportan los
principios de 1889 y los derechos del hombre llevados a su última expresión”.
Él además dijo: “Hace cuatrocientos años
que minamos los fundamentos del catolicismo, la más fuerte máquina jamás
inventada en materia de espiritualismo; infelizmente, ella sigue sólida”.
Después, en la última sesión, lanzó este grito del infierno: “¡Guerra a Dios!
¡Odio a Dios! ¡EL PROGRESO ESTÁ AHÍ! Es necesario romper el cielo como se rompe
un toldo de papel”.
La conclusión de Lafargue fue: “En la
presencia de un principio tan grande, tan puro como este (así liberado de lo
sobrenatural y de todo lo que ha constituido hasta aquí el orden social), es
necesario odiar o probar que se ama”.
Los otros franceses pidieron con él que la
separación fuese la más clara y la más entera entre los que odian y los que
aman, entre los que odian el mal y aman el bien, y entre los que odian el bien
y aman el mal. Regnard, parisino, vino a decir dónde la masonería coloca el
bien y el mal: el mal en el espiritualismo, el bien en el materialismo.
“Vinculamos nuestra bandera a los hombres que proclaman el materialismo: todo
hombre que está a favor del progreso
está también a favor de la filosofía positiva o materialista”.
Cuando la palabra “progreso” y otras
semejantes caen de los labios masónicos, encontramos católicos para recogerlas
con una especie de respeto y de ingenua confianza, creyendo ver en ellas
aspiraciones relativas a un estado de cosas deseable. Lafargue y Regnard nos
acaban de decir lo que la secta, que puso esos términos en circulación,
entendió lo que ellos debían representar.
Germain Casse: “Es necesario que, saliendo de
aquí, seamos de PARÍS o de ROMA, o jesuitas o revolucionarios”. Y como sanción,
él pidió “la exclusión total, completa de todo individuo que represente, en
cualquier nivel, la idea religiosa”. Condición necesaria para que pueda ser
establecida y, sobre todo, subsistir el nuevo orden de cosas deseado y
perseguido.
No hace falta prolongar esas citas, taquigrafiadas
por los redactores de la Gazette de Liège
en las propias mesas del congreso. Los otros periódicos tuvieron miedo de
reproducir esas palabras en su gran crudeza. El ciudadano Fontaine las recordó
a propósito de la verdad: “Un solo periódico, dijo él, uno solo fue buena fe,
la Gazette de Liège, y esto porque es
con franqueza católico apostólico y romano. Él publicó un análisis completo de
los debates”.
Al año siguiente, en el congreso de Bruselas,
el ciudadano Sibrac, francés, convocó a las mujeres para la gran obra; y para
convencerlas les dijo: “Fue Eva quien lanzó el primer grito de rebelión contra
Dios”. Sabemos que uno de los gritos de admiración de la francmasonería es:
“¡Eva!, ¡Eva!”.
En ese congreso, también el ciudadano Brismée
dijo: “Si la propiedad resiste a la Revolución, es preciso, por decretos
populares, liquidarla. Si la burguesía resiste, es preciso matarla”. Y el
ciudadano Pèlerin: “¡Si seiscientas mil cabezas ponen obstáculos, que caigan!”.
Después de los congresos de Liège y de
Bruselas, hubo otro en Ginebra, compuesto de estudiantes y de obreros, como en
Bruselas. Ahí también Dios y la religión fueron de común acuerdo apartados, las
ideas religiosas declaradas funestas al pueblo y contrarias a la dignidad
humana, la moral proclamada independiente de la religión. Se habló de organizar
huelgas “inmensas, invencibles”, que
debían terminar por la HUELGA GENERAL.
Abreviemos. Otro congreso internacional se
realizó en La Haya, en 1873. El ciudadano Vaillant también dijo allí que la
guerra al catolicismo y a Dios no podía seguir sin la guerra a la propiedad y a
los propietarios.
“La burguesía, dijo, debe contar con una
guerra más seria que la lucha latente a la cual la Internacional está
actualmente condenada. ¡Y no tardará el día de la revancha de la Comuna de
París!
”El exterminio completo de la burguesía: tal
debe ser el primer acto de la futura revolución social”[6].
Si quisiéramos dar una idea de lo que se fue
dicho y de lo que fue impreso en esos últimos treinta años, iríamos al
infinito. Todo el mundo sabe que el régimen republicano, sobre todo en estos
últimos tiempos, dejó entrar, o incluso propagó, en todas las clases de la
sociedad, las ideas más subversivas.
[1] O mejor, el 22 de mayo de 1875, en la
clausura del congreso católico de París.
[2] Conocemos la palabra de orden dada por
Gambeta: “¡El clericalismo es el enemigo!” y en qué circunstancias él la
pronunció… La república de centro derecha, inaugurada con el septenio del
mariscal Mac-Mahon, debía luego eclipsarse delante de una república de centro
izquierda. Buffet fue substituido en el comando del ministerio por Dufaure.
Dufaure, cansado de tener siempre que resistir a las exigencias de los
radicales, pidió la dimisión. Mac-Mahon llamó, entonces, al poder a la
izquierda, en la persona de Jules Simon. Jules Simon hizo a la
extrema-izquierda las concesiones que Dufaure hizo a la izquierda y Buffet a la
centro-izquierda. Mac-Mahon quiso remediar las cosas. El 16 de mayo escribió a
J. Simon una carta que éste interpretó como un pedido de dimisión. El
presidente entonces dio instrucciones a Broglie de formar el Gabinete, y, el 18
de mayo, envió a las Cámaras un mensaje en el cual, después de haberles
explicado su conducta, aplazó los trabajos por un mes, en conformidad al
artículo 24 de la Constitución.
Durante ese receso, el día 1 de junio de 1877,
Gambetta recibió una delegación de la juventud de las facultades de derecho,
medicina, etc., y les pronunció un discurso que jamás debería ser olvidado,
porque ningún otro proyecta una luz más clara sobre el cuarto de siglo que
acaba de pasar y sobre el carácter de la lucha actual. “Nosotros fingimos, dijo él, combatir
a favor de la forma de gobierno, por la integridad de la Constitución. LA
LUCHA ES MÁS PROFUNDA: la lucha es contra todo lo que queda del viejo
mundo, ENTRE LOS AGENTES DE LA TEOCRACIA ROMANA Y LOS HIJOS DEL 89.
Un
inglés, Bodley, después de una extensa investigación hecha en Francia, lo
publicó, bajo el título: FRANCIA, Ensayo
sobre la Historia y el Funcionamiento de las Instituciones Políticas Francesas.
Esas palabras de Gambetta se pueden leer en la página 201.
En cuanto el grito de guerra, “¡El
clericalismo, he ahí el enemigo!”, Gambetta declaró en la tribuna, en 1876, lo
que él lo tomó de Peyrat. En efecto, Peyrat, escribió en Opinion Nationale, en la época del Imperio, la siguiente frase:
“¡El catolicismo, he ahí el enemigo!”. Sustituyendo la palabra catolicismo por
clericalismo, Gambeta usó la hipocresía familiar de los francmasones.
[3] Condorcet, Vie de Voltaire.
[4] Ribot dijo en la sesión del 8 de noviembre de
1909 en el Senado: “Mantendremos la escuela laica como un instrumento necesario
de progreso y civilización”. Al hablar en esos términos, Ribot no se expresa
solamente como uno de los iniciados, sino como participante de la conspiración.
[5] Tomo V, p. 208.
[6] Aquellos que desean citas más numerosas y más
extensas, podrán encontrarlas en la obra
Les Sociétés Secrètes et la Société, de N. Deschamps, continuada por
Claudio Janet.
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