Plinio Corrêa de Oliveira
Catolicismo Nº 96 - diciembre de 1958
Un aspecto de la Santa Iglesia. En una celda llena de penumbra,
ante un crucifijo que recuerda la muerte más dolorosa que jamás hubo, un monje
cartujo ojea un devocionario. Revestido de un simple y pobre hábito, con una
larga barba, ese religioso parece la personificación de todos los elementos que
impregnan el ambiente que lo rodea: gravedad extrema, resolución varonil de
vivir sólo para lo que es profundo, verdadero, eterno, noble simplicidad,
espíritu de renuncia a todo cuanto hay de la tierra, pobreza material iluminada
por los reflejos sobrenaturales de la más alta riqueza espiritual.
Otro aspecto de la Santa Iglesia.
En la inmensa nave central de la Basílica de San Pedro, avanza majestuoso el cortejo papal. En la fotografía, se percibe apenas una parte de él, esto es, algunos cardenales y los dignatarios eclesiásticos y legos que preceden inmediatamente la silla gestatoria. En ella, el sumo pontífice, acompañado de los famosos “flabelli” y seguido de la guardia noble. Al fondo, se levanta el Altar de la Confesión, con sus elegantísimas columnas y su espléndido dosel. Y bien más atrás la célebre “Gloria” de Bernini. Las altas paredes recubiertas de mármoles admirables y adornados de relieves, los arcos a un tiempo leves e intensos, las luces que resplandecen como si fuesen estrellas o relucientes brillantes, todo se reviste de una grandeza que es bien el supra-sumo de lo que la tierra presentar de más bello. Es la mayor pompa de que el hombre sea capaz, realzada por la magnificencia del arte y por el esplendor de los recursos naturales de la piedra.
¿Contradicción? Es lo que muchos dirían: ¿se puede amar al mismo tiempo la riqueza y la pobreza, la simplicidad y la pompa, la ostentación y el recogimiento? ¿Se puede al mismo tiempo elogiar el abandono de todas las cosas de la tierra, y la reunión de todas ellas para la constitución de un cuadro en que relucen los más altos valores terrenos?
No, entre uno y otro orden de valores no existe contradicción, sino en la mente de los igualitarios, siervos de la Revolución. Por el contrario, la Iglesia se muestra santa, precisamente porque con igual perfección, con la misma sobrenatural genialidad, sabe organizar y estimular la práctica de las virtudes que brillan en la vida obscura del monje, y de las que refulgen en el ceremonial sublime del papado. Más aún. Una cosa se equilibra con la otra. Casi podríamos decir que un extremo (en el sentido bueno de la palabra) compensa al otro y con él se concilia.
El fondo doctrinario en el cual estos dos santos extremos se encuentran y se armonizan es muy claro. Dios nuestro Señor nos dio las criaturas, a fin de que estas nos sirvan para que lleguemos a Él. Así, cumple que la cultura y el arte, inspirados por la fe, pongan en evidencia todas las bellezas de la creación irracional y los esplendores del talento y virtud del alma humana. Es lo que se llama cultura cristiana. Con esto, los hombres se forman en la verdad y en la belleza, en el amor por la sublimidad, la jerarquía y el orden que en el universo reflejan la perfección de Aquel que lo hizo. Y así las criaturas sirven, de hecho, para nuestra salvación y la gloria divina. Pero de otro lado, ellas son contingentes, pasajeras, sólo Dios es absoluto y eterno. Y por eso es bueno apartarse de los seres creados, para que en el desprecio de todos ellos, se piense sólo en el Señor. Del primer modo, considerando todo lo que las criaturas son, se sube hasta Dios; y del otro modo, se va hasta Él considerando lo que ellas no son. La Iglesia convida a sus hijos a ir por una y otra vía simultáneamente; por el espectáculo sublime de sus pompas, y por la consideración de las admirables renuncias que sólo Ella sabe inspirar y hacer realizar efectivamente.
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En la inmensa nave central de la Basílica de San Pedro, avanza majestuoso el cortejo papal. En la fotografía, se percibe apenas una parte de él, esto es, algunos cardenales y los dignatarios eclesiásticos y legos que preceden inmediatamente la silla gestatoria. En ella, el sumo pontífice, acompañado de los famosos “flabelli” y seguido de la guardia noble. Al fondo, se levanta el Altar de la Confesión, con sus elegantísimas columnas y su espléndido dosel. Y bien más atrás la célebre “Gloria” de Bernini. Las altas paredes recubiertas de mármoles admirables y adornados de relieves, los arcos a un tiempo leves e intensos, las luces que resplandecen como si fuesen estrellas o relucientes brillantes, todo se reviste de una grandeza que es bien el supra-sumo de lo que la tierra presentar de más bello. Es la mayor pompa de que el hombre sea capaz, realzada por la magnificencia del arte y por el esplendor de los recursos naturales de la piedra.
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Lo que en un cuadro es gravedad recogida, en el otro es gloria irradiante. Lo
que en uno es pobreza, en el otro es fastuosidad. Lo que en uno es simplicidad,
en el otro es refinamiento. Lo que en uno es renuncia a las criaturas, en el
otro es la superabundancia de las más
espléndidas de entre ellas.¿Contradicción? Es lo que muchos dirían: ¿se puede amar al mismo tiempo la riqueza y la pobreza, la simplicidad y la pompa, la ostentación y el recogimiento? ¿Se puede al mismo tiempo elogiar el abandono de todas las cosas de la tierra, y la reunión de todas ellas para la constitución de un cuadro en que relucen los más altos valores terrenos?
No, entre uno y otro orden de valores no existe contradicción, sino en la mente de los igualitarios, siervos de la Revolución. Por el contrario, la Iglesia se muestra santa, precisamente porque con igual perfección, con la misma sobrenatural genialidad, sabe organizar y estimular la práctica de las virtudes que brillan en la vida obscura del monje, y de las que refulgen en el ceremonial sublime del papado. Más aún. Una cosa se equilibra con la otra. Casi podríamos decir que un extremo (en el sentido bueno de la palabra) compensa al otro y con él se concilia.
El fondo doctrinario en el cual estos dos santos extremos se encuentran y se armonizan es muy claro. Dios nuestro Señor nos dio las criaturas, a fin de que estas nos sirvan para que lleguemos a Él. Así, cumple que la cultura y el arte, inspirados por la fe, pongan en evidencia todas las bellezas de la creación irracional y los esplendores del talento y virtud del alma humana. Es lo que se llama cultura cristiana. Con esto, los hombres se forman en la verdad y en la belleza, en el amor por la sublimidad, la jerarquía y el orden que en el universo reflejan la perfección de Aquel que lo hizo. Y así las criaturas sirven, de hecho, para nuestra salvación y la gloria divina. Pero de otro lado, ellas son contingentes, pasajeras, sólo Dios es absoluto y eterno. Y por eso es bueno apartarse de los seres creados, para que en el desprecio de todos ellos, se piense sólo en el Señor. Del primer modo, considerando todo lo que las criaturas son, se sube hasta Dios; y del otro modo, se va hasta Él considerando lo que ellas no son. La Iglesia convida a sus hijos a ir por una y otra vía simultáneamente; por el espectáculo sublime de sus pompas, y por la consideración de las admirables renuncias que sólo Ella sabe inspirar y hacer realizar efectivamente.
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