viernes, 3 de octubre de 2014

Santa Teresita de Niño Jesús - 3 de octubre

Víctima expiatoria

Plinio Corrêa de Oliveira
Legionário, N° 790, 28 de septiembre de 1947

Santa Teresita del Niño Jesús es, a bien decir, de nuestra época: celebraremos de aquí a poco el cincuentenario de su muerte, y muchas de las personas que todavía tenemos la ventura de poseer entre nosotros, son absolutamente contemporáneas de la joven carmelita que expiró a los 24 años. Felizmente, la fotografía ya había sido inventada en los días de ella, por lo que conservamos el retrato auténtico de la gran santa: singularmente bella, de trazos regulares, mirada luminosa y amplia, porte firme y semblante resuelto, su fisonomía deja trasparecer cualidades que parecen opuestas entre sí —al menos según la mentalidad liberal—, como la bondad y la firmeza, la distinción y la simplicidad, el perfecto y absoluto dominio de sí y la más atrayente naturalidad. Si no poseyésemos fotografías de la santa rosa del Carmelo, ¿qué idea tendríamos de ella? La que nos presentan muchas de las imágenes: dulce de una dulzura sentimental y casi romántica, buena de una bondad puramente humana y sin el menor soplo de sobrenatural, en fin una joven de buenas inclinaciones si bien que exageradamente sensible… nunca una santa, una auténtica y genuina santa, un lucero brillante en el firmamento espiritual de la Iglesia del Dios verdadero. Si no toda la iconografía, por lo menos cierta iconografía, sin alterar los trazos de la santa, le altero no obstante la fisonomía. Lo mismo se da con su biografía. Cierta literatura sentimental-religiosa, sin adulterar propiamente los datos biográficos de Santa Teresita, encontró medios de interpretar tan unilateral y superficialmente ciertos episodios de su vida, que llegó a desfigurar de algún modo su significado. Las deformaciones iconográficas y biográficas se hicieron todas en una misma dirección: ocultar el sentido profundo, admirable, heroico e inmortal de la vida de la inmortal santa.
En el 50° aniversario de su muerte alguien que mucho y que mucho le debe procurará saldar con respetuoso amor parte de esta deuda, haciendo como que un comentario doctrinario a su vida.

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Deformación sentimental y romántica de Santa Teresita
El pecado original cometido por Adán y los pecados posteriormente practicados por la humanidad constituyen ofensas a Dios. Para reparar esas ofensas y aplacar la ira divina era preciso que la humanidad expiase. Esta expiación era como que el pago de un precio que compensase la falta cometida. Hay en esto de cierto modo una restitución. Por el pecado, el hombre como que se apropió indebidamente de placeres, ventajas, deleites a lo que no tenía derecho. Para reparar la justicia, era preciso que él abandonase, inmolase, sacrificase todo esto. El sacrificio reparador toma, así, el aspecto de un precio de rescate por el cual se repara la falta cometida. Para reparar estos pecados, la Santa Iglesia dispone de un tesoro. Veamos de qué naturaleza es este tesoro.
Evidentemente, no se trata de un tesoro de riquezas materiales. Es un tesoro moral y espiritual, como exige la naturaleza moral de las faltas que se trata de reparar. Este tesoro se compone antes que nada, y esencialmente, de los méritos infinitamente preciosos de Nuestro Señor Jesucristo, que en el momento de la Santa Muerte del Salvador fueron aceptados por Dios, y produjeron la Redención de la humanidad. Los sufrimientos, las virtudes, las expiaciones de los hombres pecadores serían totalmente incapaces de aplacar la cólera divina. El Santo Sacrificio del Hombre-Dios bastaría plenamente para ello. Más aún: una simple gota de su preciosa sangre bastaría para redimir a la humanidad entera.
Con todo, por designios insondables de la Providencia divina, de hecho la Redención no se operó en el momento en que se vertió para nosotros la primera sangre del Redentor, sino sólo cuando Él expiró por nosotros en la Cruz, después de un diluvio de tormentos. Por una disposición igualmente misteriosa de Dios, Él no se contenta con el sacrificio superabundantemente suficiente del Redentor. La humanidad está redimida, y en sí misma la obra de la redención está concluida. Pero para salvar a los pecadores, para expiar sus pecados actuales, para que las almas extraviadas aprovechen el Sacrificio del Hombre-Dios, es necesario que también nosotros alcancemos méritos.
El tesoro de la Iglesia se compone, pues, de dos parcelas. Una, infinitamente preciosa, superabundantemente suficiente, superabundantemente eficaz: es la de los méritos de Nuestro Señor Jesucristo. Otra pequeñísima, con un valor mínimo, insignificante: es la de los méritos de los hombres adquiridos a lo largo de la vida multisecular de la Iglesia. La parte pequeña sólo vale en unión con la parte infinita. Pero —misterio de Dios— en sí misma perfectamente dispensable, esta parte es indispensable porque Dios lo quiso: “Quien te creó sin ti, no te salvará sin ti”, dice San Agustín. Dios nos creó sin nuestra cooperación, pero para que nos salvemos Él quiere nuestra cooperación. Cooperación de apostolado, sí, pero también cooperación en la oración y en el sacrificio. Sin los méritos de los hombres, el tesoro de la Iglesia no estará completo, y la humanidad no aprovechará enteramente los frutos de la salvación.

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La verdadera santa
Visto el asunto por otro ángulo, debemos recordar el papel de la gracia para la salvación. Ningún hombre es capaz del menor acto de virtud cristiana, sin que sea llamado a esto por la gracia de Dios, y por la gracia de Dios ayudado. En otros términos, la primera idea, el primer impulso, toda la realización del acto de virtud sobrenatural, se hace con el auxilio de la gracia. Y esto de tal manera que nadie podría practicar el menor acto de virtud cristiana —ni siquiera pronunciar con piedad los santísimos nombres de Jesús y María— sin el auxilio sobrenatural de la gracia. Todo esto es de fe, y quien lo negase sería hereje. Nuestra voluntad coopera con la gracia, y sin el concurso de nuestra voluntad no hay virtud posible. Pero por sí sola, sin la gracia, ella es absolutamente incapaz de practicar la virtud sobrenatural.
Ahora, como sin virtud nadie agrada a Dios ni se salva, siendo la gracia necesaria para la virtud, es fácil percibir que ella es necesaria para la salvación.
Todos los hombres reciben gracias suficientes para salvarse. También esto es de fe. Pero, de hecho, por la maldad humana que es inmensa, muy pocos sería los hombres que se salvarían sólo con la gracia suficiente. Es preciso que la gracia sea abundante para vencer la maldad del libre albedrío humano. La abundancia de esa gracia, ¿cómo obtenerla de Dios, justamente airado  por los pecados de los hombres? Evidentemente con el tesoro de la Iglesia.
Pero, como vimos, ese tesoro se compone de dos partes, una de las cuales perfecta e inmutable —la de Dios— y otra mutable e imperfecta, la de los hombres. Cuanto más la parte humana del tesoro de la Iglesia fuere deficiente, tanto menos abundantes serán las gracias. Cuanto menos abundantes fueren las gracias, tanto menos numerosas serán las almas que se salvan. De donde se sigue que un elemento capital para que las almas se salven es que esté siempre de méritos producidos por los hombres el tesoro de la Iglesia. Los grandes pecadores son hijos enfermos para cuya cura se prodigan los tesoros de la Iglesia. Los grandes santos son los hijos sanos y operantes, que reponen en todo momento, en el tesoro de la Iglesia, riquezas nuevas que sustituyan las que se emplean con los pecadores.
Todo esto nos permite establecer una correlación: para grandes pecadores, grandes gastos en el tesoro de la Iglesia. O estos grandes gastos son suplidos por nuevos lances de generosidad de Dios y de las almas de los santos, o las gracias se van tornando menos abundantes, y el número de pecadores aumenta.
De ahí se deduce que nada más necesario, para la dilatación de la Iglesia, de que enriquecer siempre, su tesoro sobrenatural, con nuevos méritos.

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Evidentemente, se pueden adquirir méritos practicando la virtud por todas partes. Pero hay, en el jardín de la Iglesia, almas que Dios destina especialmente para este fin. Son las que Él llama para la vida contemplativa, en conventos reclusos, donde ciertas almas escogidas se dedican especialmente en amar a Dios y expiar por los hombres. Estas almas corajosamente piden a Dios que les mande todas las probaciones que quisiere, desde que con eso se salven muchos pecadores. Dios las flagela sin cesar, de un modo o de otro, cogiendo de ellas la flor de la piedad y del sufrimiento, para con esos méritos salvar nuevas almas. Consagrarse a la vocación de víctima expiatoria por los pecadores: nada hay de más admirable. Y esto tanto más cuanto muchos hay que trabajan, mucho que rezan; ¿pero quién tiene el coraje de expiar?
Este es el sentido más profundo de la vocación de las Trapistas, de las Franciscanas, de las Dominicanas y las Carmelitas entre las cuales floreció la suave y heroica Teresita.
Su método fue especial. Practicando la conformidad plena con la voluntad de Dios, ella no pidió sufrimientos, ni los rechazó. Dios hizo de ella lo que entendiese. Jamás pidió a Dios o a sus superioras que apartaran de ella cualquier dolor. Jamás pidió a Dios o a sus superioras cualquier mortificación. Sumisión plena era su camino. Y, en materia de vida espiritual, plena sumisión equivale a la plena santificación.
Su método se caracteriza todavía por otra nota importante. Santa Teresita no practicó grandes mortificaciones físicas. Ella se limitó apenas simplemente a las prescripciones de su Regla. Pero se esmeró en otro tipo de mortificación: hacer a toda hora, en todo instante, mil pequeños sacrificios. Jamás la voluntad propia. Jamás lo cómodo, lo deleitable. Siempre lo contrario de lo que los sentidos pedían. Y cada uno de estos pequeños sacrificios era una pequeña moneda en el tesoro de la Iglesia. Moneda pequeña, sí, pero del oro de la ley: el valor de cada pequeño acto consistía en el amor de Dios con que era hecho.
¡Y qué amor meritorio! Santa Teresita no tenía visiones, ni siquiera los movimientos sensibles y naturales que tornan a veces tan amena la piedad. Aridez interior absoluta, amor árido, pero admirablemente ardiente, de la voluntad dirigida por la fe, adhiriendo firme y heroicamente a Dios, en la atonía involuntaria e irremediable de la sensibilidad. Amor árido y eficaz, sinónimo, en vida de piedad, de amor perfecto…
Gran camino, camino simple. ¿No es simple hacer pequeños sacrificios? ¿No es más simple no tener visiones que tenerlas? ¿No es más simple aceptar los sacrificios en lugar de pedirlos?
Camino simple, camino para todos. La misión de Santa Teresita fue la de mostrarnos una vía en que pudiésemos todos entrar. Ojalá ella nos auxilie a recorrer por esta vía real, que llevará a los altares no apenas a una u otra alma, sino a legiones enteras.


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