El fin del partido católico
Elaborado el
proyecto de la ley sobre la enseñanza, por la comisión que nombró el conde de
Falloux, debía todavía ser aprobado por el Ministerio, y después enviado a la
Cámara de los Diputados para ser discutido. Se preveía que la oposición sería
grande, no sólo de parte de los universitarios como también de los católicos, y
era necesario que Falloux lanzase mano de toda su habilidad para que fuese
aprobado.
Antes que nada era
preciso evitar la campaña de los católicos. El ministro, temiendo sobre todo la
intervención de Louis Veuillot, fue a su casa para intentar convencerlo a no
atacar el proyecto. Viendo la inutilidad de sus esfuerzos, le pidió que
prometiese no discutirlo antes de ser nombrada por la Cámara de los Diputados
la comisión que debería dar su parecer sobre el proyecto. Por amor a la paz, el
redactor jefe del Univers consintió,
aun cuando sabía que su promesa le impediría tener cualquier influencia en la constitución
de la comisión.
El proyecto, sin
embargo, chocaba tan frontalmente con todo el pasado del partido católico, que se
desencadenó, enérgica, la oposición de gran número de sus miembros, luego después
de aprobado por el ministerio y publicado. El proyecto dividió las huestes católicas,
y sólo un retroceso de sus autores podría salvar el partido. Pero, como
veremos, no era ese el deseo de Mons. Dupanloup y del conde de Falloux.
Con excepción de L’Ami de la Religion, todos los periódicos
católicos atacaron el proyecto. Después de nombrada la Comisión Legislativa,
Veuillot definió la posición de su periódico. Dijo que, aun cuando el corazón sangraba
por tener que combatir a antiguos compañeros, no podía dejar de deplorar la
ceguera que los llevó a suicidarse con una ley que “es una decepción, un desfallecimiento de la razón y de la conciencia,
un pacto con el mal, una monstruosa alianza de los ministros de Satanás con los
de Jesucristo”. Entonces la oposición católica cerró filas en torno del Univers y de Veuillot, en quien veía a
su líder natural.
La participación de
Montalembert en la elaboración del proyecto fue severamente criticada. El padre
Laconnet, su biógrafo, cita extractos de algunas cartas que él entonces
recibió. Una de ellas le decía: “El
filósofo venció al cristiano pusilánime. El escéptico Thiers enganchó al hijo a
su carro, el noble hijo de los cruzados, vacilante, abatido, desmoralizado… Los
malos se felicitan por haber hecho de la Iglesia una sierva de la Universidad”.
Otra correspondencia,
esta desde el interior de Francia, procuraba convencer a Montalembert de su
error, con el argumento de que las provincias, sin ser consultadas, renegaban unánimemente
el proyecto. Y termina: “Que los antiguos
jefes que ellas veneran y aman la conduzcan o no en la cruzada, poco importa;
el ejército católico continuará su marcha con ellos o sin ellos”.
Incluso Lacordaire
manifestó su desaprobación: “Hallaron
mejor fiarse en Thiers de que en Dios y en la justicia”. En su diario,
Montalembert escribió en esa época estas palabras, que dicen todo: “Para los sensatos, soy apenas el
lugarteniente de Falloux; para los ardientes, soy un traidor”.
Fue en ese
ambiente que se realizó la última reunión del partido católico. A favor del
proyecto hablaron Montalembert y el conde de Falloux, y en contra Charles
Lenormant y Mons. Parisis, obispo de Langres. La ruptura se delineó tan nítida
que, al salir de la sesión, Montalembert comentó tristemente con Mons.
Dupanloup y con el conde de Falloux: “Está
todo acabado”. Mons. Dupanloup y el ministro, que no pudieron esconder su satisfacción
de ver finalmente desaparecer al partido católico, se felicitaron viendo el
disgusto de Montalembert y procuraron reanimarlo: “¿Qué importa? El partido católico ya cumplió su misión”.
El partido, la más
bella iniciativa católica de los últimos tiempos, desaparecía arrastrando con
su caída a uno de los hombres más providenciales que tuvo Francia en el siglo
XIX – el conde de Montalembert. De sus escombros surgió el catolicismo liberal,
con Mons. Dupanloup a la cabeza, que iría al encuentro de todos los movimientos
auténticamente católicos que de ahí en adelante aparecerán en Francia, comenzando
por Veuillot, que levantó nuevamente la bandera dejada caer por Montalembert.
El liderazgo de
los católicos favorables al proyecto pasó al conde de Falloux. Montalembert,
derrotado, no supo qué hacer, no queriendo sacudir el yugo cada vez más pesado
de Mons. Dupanloup. Uno de los que le escribió le llamó la atención por eso: “Mons. Dupanloup os perdió. Y lo afirmo con
profunda convicción. Ese espíritu mediocre, devorado por la necesidad de
insinuarse en todo, de meterse en todo, de dominar, de incensar a todo el
mundo, de agradar a todo el mundo, tomó un ascendiente de tal modo tiránico
sobre vos, que renunciasteis, renegasteis
un pasado de veinte años —que Mons. Dupanloup siempre combatió— para colocaros
al servicio de su vanidad piadosamente intrigante”.
Con la condenación
de sus antiguos compañeros, Montalembert podría haber visto su error, pero
Mons. Dupanloup estaba ahí para impedirlo: “Desconfíe
del demonio, padre del fraude y de la mentira. Él está actuando sensiblemente
en todo eso: él desvía las almas, y las mejores…”
En realidad, la cuestión
del proyecto de ley de enseñanza apenas apresuró el fin del partido católico. El
conde de Falloux adquirió tan grande proyección dentro de él, que incluso sin
aquella cuestión fatalmente asumiría el liderazgo. Veuillot resumió muy bien el
pensamiento de los católicos a respecto de Falloux: “El Sr. de Falloux es un
hombre de transacciones y de acomodaciones. No gusta del partido católico, y desearía
verlo desaparecer. Nunca será nuestro jefe, por dos razones: primero, porque
queremos la plena y completa libertad de la Iglesia, y él no puede acompañarnos
en ese camino; segundo, porque no sabríamos seguirlo en el suyo”.
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